LAS HABITACIONES con derecho a bocina estaban, efectivamente, en el primer piso de un inmueble cuyos bajos se destinaban a garaje. Este derecho era bastante incómodo, pues el edificio, de reciente construcción, tenía las paredes y los techos muy delgados. Y en mitad de la noche, cuando salía algún vehículo del garaje, sus bocinazos nos despertaban a todas con la sensación de que se nos había colado un automóvil en la alcoba.
Fuera de este defecto, la casa tenía muchas ventajas: era muy soleada de diez a diez y cuarto de la mañana —cuando el sol cruzaba una fajita de terreno sin edificar que había enfrente—, tenía persianas enrollables, y estaba pintada por fuera con un amarillo tan chillón y repelente que en verano ahuyentaba a las moscas.
El inquilino del piso que subarrendó las dos habitaciones a nuestra república de bailarinas, era un pollo afeminado que tenía relaciones con un conde. La condesa, quisquillosa como todas las condesas, se oponía a estos amores de su cónyuge alegando que aquel pollo no tenía sangre azul. Pero eso sólo lo decía para disimular pues la muy tunante, lo que quería en realidad, era tener un nene con su marido para asegurarse su fortuna. Y con aquel pollo por medio, no había forma de echarle al conde la manta encima.
El pollo era guapo y pálido, con un cutis que calificaría de nacarado si no temiese la rechifla del lector. Nunca supe su nombre verdadero porque todo el mundo le llamaba Totó a secas. Su apellido era Alba, aunque siempre pensé que, dadas sus aficiones, le hubiera ido mejor apellidarse Crepúsculo.
Totó Alba vivía bien. El conde, no sólo le pagaba la renta del piso, sino que además se lo amuebló, con muy buen gusto por cierto. Y con el subarriendo de las dos habitaciones que ocupábamos nosotras, obtenía lo suficiente para sostener el severo régimen alimenticio que seguía con miras a no ponerse gordinflón. Logró, por lo tanto, vivir sin trabajar y se pasaba el día tumbado en un sofá dándose aire con un abanico de encaje. Antes de aprovechar tan provechosamente sus encantos personales, Totó había intentado ser escritor. Incluso publicó un libro que, según decía él mismo, era magnífico. Pero no logró vender ni un solo ejemplar porque tuvo el desacierto de ponerle un título muy poco comercial: «Tonto el que lo lea». Y los lectores, claro está, se negaron a leerlo. Quiso también colaborar en el Diccionario de la Lengua proponiendo a la Real Academia que aprobara la onomatopeya «¡tuju, tuju!» para escribir el sonido de la tos, basándose en que ya existía el «¡ejem, ejem!» que expresa gráficamente el carraspeo. Pero los académicos le mandaron a freír unas cosas que, a pesar de que figuran en el diccionario, suenan muy mal. Y Totó, desesperado por sus fracasos literarios, se lanzó a la mala vida para darse buena vida. Tuvo también la suerte de que todas sus inquilinas, pese a nuestra nueva condición de artistas, procedíamos del servicio doméstico; con lo cual, sin el gasto de sostener una criada propia, le teníamos la casa entre las seis como los chorros de oro.
Desde el primer momento me llevé muy bien con todas mis colegas. Luisa era una rubiaja muy alegre, de piernas largas y pechos cortos. Había nacido en un caserío de Vizcaya y hablaba muy bien el vascuence, aunque no se lo decía a nadie por comprender que no era el dialecto más adecuado para una presunta «bailaora». Había servido últimamente en casa de una vieja, pero tuvo que marcharse porque la condenada no se decidía a morirse dejándole una manda en el testamento.
Fuencisla, en cambio, era morena y más exuberante. Se peinaba con el pelo muy estirado y un moño redondito en la coronilla, que daba a su cabeza el aspecto de uno de esos bollos llamados brioche.
—Tú —decíamos todas a Fuencisla— podrías pasar por andaluza a los ojos de un espectador imparcial.
—A los ojos, pero no a los oídos —replicaba ella con su cerrado acento coruñés, que esparcía a su alrededor un penetrante aroma a «botafumeiro».
Petra, la ex cocinera cuya cortedad mental tuve ocasión de calibrar en nuestra primera clase de la academia, era sin duda la menos modosita del grupo. Chatilla hasta la exageración, tenía lo que los ingleses llaman sex-appeal y nosotros, menos finos, llamamos «gancho». Y en el «gancho» de Petra se había enganchado más de uno. Sólo era un par de años mayor que las demás y, sin embargo, había vivido el doble. A mí me daba un poco de miedo su descaro, pues la creía capaz de hacer cualquier atrocidad sin sentir ningún remordimiento. Un día contó algunas de sus aventuras y al terminar nos dijo:
—Ahora tengo un viejo.
—¿Dónde? —pregunté sobresaltada, temiendo ingenuamente que lo tuviera descuartizado dentro de su maleta.
—En un pueblo que se llama Analfabeto de Abajo. Es el cacique de toda la comarca. Viene a Madrid de cuando en cuando para darme un achuchón.
Las dos restantes, en contraste con Petra, eran unas hermanas más buenas que el pan. Madrileñas como yo, su vida había sido tan exageradamente triste que daba risa oírla. Huérfanas de uno de esos albañiles que tienen la manía de caerse de un andamio y matarse tontamente, fueron recogidas por una tía trapera propietaria de un muladar muy mono en la carretera de Fuencarral. La tía vivía muy bien —los muladares sucios dejan mucho dinero limpio—, pero las pobres sobrinas tuvieron que criarse entre basuras como dos cerditas. Se llamaban Lola y Pepa porque sus padres no tenían mucha imaginación, y se educaron en media hoja de periódico atrasado encontrada entre las inmundicias. Pobres pero honestas, como las heroínas de folletín. Lola y Pepa lloraron de lo lindo toda su infancia: donde ponían el ojo, ponían la lágrima. Su tía, borracha por parte de padre adoptivo (el auténtico escurrió el bulto al saber que estaba en camino), pegaba a ambas para desahogar su temible furor alcohólico. Eran dos Cenicientas aunque mucho más mugrientas. Pero por sus venas que eran pocas y de escaso caudal sanguíneo, corría no sé por qué sangre de artista. Y en cuanto la trapera se fue al otro mundo amortajada en unos trapos, las sobrinas traspasaron el muladar a un laboratorio de productos químicos que lo necesitaba para sus manejos. (La ciencia moderna es tan lista, que aprovecha todas las porquerías para transformarlas otra vez en cosas ricas). Con el pico que obtuvieron por el traspaso se apuntaron en la Academia de don Macareno Josú, y allí fueron seleccionadas por Chula Mambí para su equipo del show. Lola, la mayor, era rubia y regordeta. Pepa, en cambio, era morena y no tenía más rasgo común con su hermana que el apellido. A todo el mundo le extrañaba que la menor se pareciese a la mayor como una gota de agua a otra de tinta; pero a mí no me extrañaba en absoluto, porque me parece natural que los hijos de un hombre que se pasa la vida gateando por los andamios y bebiendo en las tabernas sin aparecer por su casa, acaben pareciéndose a ese señor tan simpático que vive en el piso de arriba.
Éstas eran, a grandes rasgos, mis partenaires en aquella aventura artística que iba a variar el rumbo de mi vida. Con ellas, en lecciones sucesivas, el profesorado del dinámico catalán Tobías Capfurriel fue adiestrándome en los secretos del folklore.
Las primeras clases, a cargo de Herr Karl Grossenkopf, estuvieron dedicadas a darnos un barniz de andalucismo que disfrazara el recio acento de nuestras provincias de origen. Sobre estos cimientos, los especialistas en castañuelas, ritmo y movimiento, fueron edificando pacientemente un conjunto lleno de esas sutiles cualidades llamadas «grasia» y «tronío».
La etapa más dura de nuestro aprendizaje fue, sin duda, el manejo de las castañuelas. Todas esas valvas de madera con forma de marisco, tienen para una española dificultades análogas a las que debe de encontrar un chino para aprender a comer el arroz con palillos. Infundir vida a dos trocitos de madera muerta para que repiqueteen a velocidades casi supersónicas es, en miniatura, un auténtico milagro. Piensen ustedes que no son más que un par de astillas inanimadas, que se animan de pronto acelerando con su chasquido el de todos los corazones circundantes. No hay nada tan deprimente como coger por vez primera unas castañuelas. Se piensa que nunca, ni aun dedicándoles la vida entera, se logrará dar a aquellas maderucas el masaje adecuado para que empiecen a latir entre nuestros dedos. Y, sin embargo, poco a poco, poquísimo a poquísimo, las falangetas van aprendiendo a propinarles la ágil cosquilla que las hace temblar de risa. El primer día sólo se logra un torpe sonido:
«¡Taca!».
El segundo, el «taca» previo se transforma en un balbuciente «tacatá», que en ejercicios sucesivos va haciéndose más nítido y veloz. Poco a poco, también, disminuye el esfuerzo que ha de hacerse al principio para impulsar los ruidosos chismecitos. Llega un momento, al fin, en que las castañuelas dan la sensación de que brincan solas en nuestras manos, como almejas vivas recién sacadas del mar.
Cuando nuestro sexteto consiguió este dominio, a costa de mil pellizcos y mordiscos que las castañuelas nos dieron en las manos, pasamos sin demora al cursillo de Cadencia y Contoneo. Allí, a las órdenes de una profesora gaditana delgada como un junco, aprendimos las primeras contorsiones de la danza flamenca.
—¡No estéis tan rígidas! —chillaba la profesora—. Para bailar bien, hay que descuajeringarse la cintura. ¡A ver, Rosita! ¡Descuajerínguese usted un poco más, no sea malage!
Volvíamos a casa cansadísimas, con agujas clavadas en todos los músculos, y nos tumbábamos en la cama a descansar, con los pies descalzos y las blusas desabrochadas.
—¡Uf! —decía Fuencisla, jadeante—. ¡Jolines con el arte!
—Ya, ya —coreaba Luisa—. Me quedaba menos descuajeringada cuando tenía que dar cera a todo el piso de mis señoritos.
Lola y Pepa, modositas, sudaban sin ruido en un rincón. Entraba entonces en nuestras habitaciones Totó Alba con una jarra y un delantalito, y nos decía haciendo mohines:
—¡Naranjadita fresca para mis nenas!
Y nos iba dando un vaso a cada una, que bebíamos delante de él sin molestarnos en abrocharnos las blusas.
—¡Bebed de prisa —nos acuciaba—, que mi conde llegará en seguida y aún tengo una ceja sin depilar!
Cuando Totó se iba a depilarse su ceja, tomábamos unos bocadillos comprados en la taberna de enfrente y nos dormíamos como si nos hubieran dado un garrotazo en la nuca.
Así, entre clases y fatigas, fue acercándose la fecha de apertura del «Infierno». Chula Mambí fue un par de veces a la Academia del señor Josú a comprobar los progresos que hacíamos en la versión folklórica del arte de Terpsícore. Y después de vernos evolucionar en unas rudimentarias «sevillanas», nos dedicó estas afectuosas frases de elogio:
—Bailáis con el mismo salero que una manada de rinocerontes. Pero tendréis éxito porque todo lo que os sobra de torpeza, se compensará con lo que os falte de vestuario.
Y como del dicho al hecho no hay más que un trecho, a los pocos días llegó a nuestra casa un paquetito para cada una, muy bien envuelto, con un gran lazo tornasolado color de ladrillo. Los abrimos creyendo que serían unas cajitas de pañuelos, pero vimos con cierto estupor que contenían lo que Chula llamó lujosamente nuestro «vestuario». Cada traje, que cabía holgadamente en una bolsa de patatas fritas, estaba compuesto por dos piezas de tela con lunares destinadas a cubrir las zonas anatómicas más estratégicas.
—No creáis que tendremos que salir a la pista tan descotadas y descocadas —ironizó Petra—, os darán, además, una peineta muy grande para el pelo. Y las peinetas abrigan mucho: son biombos occipitales que preservan de los vientos guadarrameños.
Nos probamos nuestra ropa sintética y la verdad es que estábamos hechas unas preciosidades. Nuestra juventud, velada a trechos solamente por aquella tacaña vestimenta, lucía con un esplendor que ofuscaba los ojos más rebeldes.
En la semana que precedió a la inauguración, don Macareno nos sometió a una agotadora jornada intensiva para poner a punto los tres números con los cuales íbamos a debutar: unas «sevillanas» muy alborotadas que era necesario bailar a paso gimnástico echando el resto, un pasodoble torero titulado «Estocada hasta el puño entre ambos omóplatos del bicho», y unos fandangos cordobeses para tenerlos en reserva por si el público se entusiasmaba tanto con nuestra actuación que nos exigía una propina; pero nunca cayó esa breva, y la ración de fandangos se pudrió en nuestra memoria sin haberse asomado a nuestros pies.
Llegó, por fin, la fecha de abrir el antro y nos pasamos el día encerradas en él ensayando con la orquesta. Menos Petra, a quien la frescura de su carácter daba mucho aplomo, todas estábamos muy nerviosas y nos equivocamos veinte veces. Chula Mambí, que presenciaba el ensayo, nos aconsejaba maternalmente que no fuéramos tan bestias y tuviésemos serenidad. La orquesta, formada por unos cuantos brasileños cazados a lazo llamada presuntuosamente «Los pájaros locos del Amazonas», tampoco daba pie con nota. Algunos de sus componentes eran casi analfabetos musicales y leían las notas en el papel pautado trabajosamente, como los niños las letras en la cartilla:
—El «do» con el «fa», «do-fa»; el «mi» con el «sol», «mi-sol»…
El más experto de todos era el del bombo, pues lo había tocado varios años en la Orquesta Sinfónica de Filadelfia. Y sus bombazos tenían una riqueza melódica tan grande, que sonaban a delicados arpegios de violín.
—¡Vamos, niñas! —aullaba la Mambí—. ¡No dormirse! ¡Repetid otra vez el pasodoble! ¡Venga, duro! ¡Esta noche hay que triunfar!…