DÍAS DESPUÉS de mi fallida aventura con el robusto chófer, temerosa de que se repitiera la intentona con otro resultado, abandoné la casa de mis ancianos señores pretextando que mi madre no se encontraba bien.
—Pero ¿no me dijo usted cuando entró a servir con nosotros que su madre había muerto? —se extrañó doña Clotilde.
Comprendí que había metido la pata al inventar la disculpa, pero no quise dar mi brazo a torcer:
—Pues por eso digo que no se encuentra bien: porque muerta no puede una encontrarse.
Y me fui procurando no tropezarme con Dionisio, que continuaba persiguiéndome a pesar de lo ocurrido aquel domingo.
Con mi maleta en la mano, cuyo contenido enriquecí con una colcha que cacé en la casa como recuerdo, me encaminé hacia el suburbio de mi infancia para pedirle al señor Plutarco que me buscara una nueva colocación. Allí estaba como siempre detrás del mostrador de su vaquería, elaborando esos liquidillos pálidos que vendía como leche a los pazguatos. Los años no pasan en balde y noté que su rostro se iba volviendo más blancuzco. (Debía de ser porque los tintes que usa la raza negra, por estar hechos en África que tiene una industria tan rudimentaria, son poco permanentes y destiñen con el sol y con la lluvia).
Le expuse mis pretensiones de colocarme, indicándole que estaba dispuesta a cambiar mi oficio de criada por cualquier otro más lucrativo y menos humillante. Por la mirada que me dirigió para recorrerme de pies a cabeza, adiviné que tampoco por mí el tiempo pasaba en balde: las recientes reformas que el crecimiento introdujo en mi físico, facilitaban notablemente mis aspiraciones de ascender en la escalera laboral.
—Tienes suerte —me dijo el negro desteñido que hablaba, como todos los criollos, meciendo con suavidad el castellano en una hamaca tropical—. Hace un mes llegó de La Habana mi sobrina Chula Mambí, y está a punto de abrir un cabaret en un sótano muy céntrico. Vete a verla de mi parte y estoy seguro de que te dará trabajo.
Me apuntó las señas en un papel y hacia allá me encaminé sin perder ni un minuto. El local próximo a inaugurarse estaba situado en una de esas callejas que flanquean la Gran Vía madrileña, pequeños afluentes que vierten en el luminoso río principal sus tinieblas y su pobreza. El nombre del antro, que ya aparecía sobre la puerta con letras llameantes, era certero: El Infierno.— Abierto toda la eternidad. ¿Qué mejor sitio para los pecadores nocturnos que una cueva muy profunda, al nivel de los dominios de Satanás, decorada toda ella con motivos infernales? Allí encontraría cada cual su pecado predilecto, desde el inocente copetín de anisete al tóxico cigarro de marihuana. «El Infierno» aspiraba a ser la inmunda madriguera donde se dieran cita no sólo los pecados capitales, sino también los provinciales.
Bajé con cierto miedo por una larguísima escalera, decorada con horrendas mascarillas diabólicas que olían aún a pintura fresca. La interpretación mural del castigo eterno resultaba algo pueril, pero a mí me impresionó porque yo era entonces muy candorosa.
Al terminar la escalera se llegaba a una gran sala subterránea, en uno de cuyos ángulos había una tarima para que flotara la orquesta sobre el mar de bailarines. Una lamparita con pantalla roja en cada mesa daba al local, si no el aspecto satánico que se pretendía, al menos un aire de laboratorio fotográfico bastante desagradable. Y ya se sabe que hoy en día, para que un espectáculo cuaje, hay que procurar por todos los medios que el público sufra lo más posible. Hay que hacer pequeñísimas las pistas de baile, para que la acobardada Humanidad contemporánea se apretuje en ellas y no se sienta tan sola. Hay que divertirse en los sótanos sin luz y con ventilación artificial, como si las conciencias no se atrevieran a exhibirse al sol y al aire libre.
—¿Qué desea? —me disparó una vieja que andaba con una escoba entre las mesas vacías.
Sugestionada por el ambiente y por la escoba, creí que sería alguna bruja contratada por la empresa para hacer los honores; pero no era más que una mujer encargada de la limpieza.
—Quiero ver a doña Chula Mambí.
—Por aquella puerta —me indicó la fregona, señalándome una en la que se leía «Dirección».
Llamé tímidamente con un solo nudillo, y una voz de mujer me invitó a pasar con el clásico «adelante». Obedecí atemorizada y me encontré en un pequeño despacho con una gran mesa, ante la cual estaba sentada Chula Mambí. Algo en su aspecto me sorprendió al primer vistazo: quizá fuera su peinado, un tanto extravagante; quizá sus uñas, que eran larguísimas y muy cuidadas; quizá su piel, negra como el betún… No lo sé a ciencia cierta. Las únicas notas de frivolidad en su semblante eran el blanco de los ojos y el amarillo de los dientes. Su perfil, debido sin duda a una cana al aire de alguna antepasada, era tan correcto como la sombra de una mujer blanca proyectada en la pared. Parecía el negativo del retrato de una mujer estupenda y daba pena no poder positivarlo para realzar sus encantos. No había cumplido aún los treinta años, ni pensaba cumplirlos tampoco hasta que tuviera quince más. Y para las lectoras, que siempre quieren saber cómo van vestidas las mujeres de los libros para criticarlas en los puntos y apartes, diré que llevaba un traje verde con la sisa menguada por aquí y unos frunces por allá.
—¿En qué puedo servirte, mijita? —me dijo echando en cada palabra el almíbar de su acento cubano.
—Vengo de parte de su tío Plutarco.
—¡Ah! —se enterneció ella—. ¿Te envía el pochito de mi tío? Es un pobre comebolas, pero yo le quiero mucho. ¿Y qué tripa se le ha roto al pochito de mi tío?
—Ninguna, gracias a Dios —la tranquilicé—. Todas las tripas del pochito de su señor tío están incólumes. Sólo quiere recomendarme para que usted me dé trabajo en su nuevo cabaret.
—¿Qué sabes hacer?
—Hasta ahora he servido.
—¿Para qué?
—Quiero decir que he sido criada.
—¿Para todo?
—Según lo que usted entienda por todo.
—Yo, por todo, entiendo lo mismo que tú.
—Entonces no soy para todo, sino para nada.
—Siendo así, ¿qué trabajo quieres que te dé en mi establecimiento? Las plazas de guardarropa ya están adjudicadas. Y no creo que con esos ojos y ese tipo te resignes a estar en la cocina fregando cacharros.
—No, claro —admití—. Mi intención precisamente era subir de categoría. ¿No tiene nada mejor?
—Espera. Quizás… Enséñame las piernas.
—¿Para qué? Tengo dos, como todo el mundo.
—Vamos, no seas majadera —se impacientó Chula intentando cogerme la falda para subírmela.
—¡Espere, que me va usted a manchar! —retrocedí instintivamente, al ver tan cerca su negra mano. Pero ella no se ofendió, porque los pobres negros están acostumbrados a que les digan impertinencias de la mañana a la noche.
El examen de mis extremidades inferiores, al que accedí por fin, dio un resultado satisfactorio. Chula, al verlas, emitió un pequeño silbido y exclamó:
—¡Guanábana! Quedas admitida.
—¿Para qué?
—Para actuar en el show. Ya tengo cinco bailarinas contratadas. Tú serás la sexta.
—Pero yo no sé bailar.
—Ni ellas tampoco. Por eso las he elegido. Las bailarinas que saben bailar, salvo raras excepciones, son feísimas. Y es natural, porque sólo una chica fea es capaz de resignarse a dedicar los mejores años de su juventud a pegar brincos agotadores en una academia al compás de una chundarata. Observa, además, que el baile, tomado en grandes dosis, no estiliza las piernas sino que las deforma: los cuádriceps se desarrollan en proporciones futbolísticas, y en el mollete de las pantorrillas nacen una serie de bolas musculares cuyo calibre oscila entre las de «golf» y las de billar. Y el músculo, lo mismo que el bigote, es un gran enemigo de la belleza femenina. Cuanto más debilonas somos, más gustamos. Contemplar dos bonitas piernas de mujer por patosa que sea su propietaria, tiene más emoción que ver todos los arabescos que puedan trazar las recias pantorras de cualquier Pawlova. Quiero en mi cabaret, por lo tanto, piernas jóvenes que tengan del baile unas nociones elementales para justificar su desfile ante el espectador. Si te quedas en mi ballet, te pagaré las lecciones de baile como a las otras y te daré un anticipo del sueldo para que puedas vivir hasta que se inaugure mi «Infierno». Falta todavía más de un mes y os sobra tiempo para aprender a bailar como peonzas. El show será a base de vosotras como relleno, y de mí como número fuerte. Porque yo, mijita, aunque me esté mal decirlo, bailo unas rumbas que le zumba el mango. Habrás oído hablar muchas veces de «La Tiburona del Caribe», ¿verdad?
—No.
—Me extraña, porque no se habla de otra cosa en todo el mundo. «La Tiburona» soy yo. Me echaron de Cuba porque los hombres, al verme bailar, se enardecían de tal modo que armaban unas revoluciones imponentes. Acepta la colocación y no te pesará. Tendremos un éxito rotundo, ya verás.
Y sin esperar mi respuesta, Chula Mambí me entregó una tarjeta con las señas de la «Academia folklórica de don Macareno Josú», y un sobre con trescientas pesetas.
—Entonces… —intenté decir.
—Vete ahora mismo a la Academia, y dile a don Macareno de mi parte que eres la sexta chica que nos faltaba para completar el conjunto. Ya te dirá él lo que tienes que hacer. Buena suerte, mijita. Y recuerdos al pochito de mi tío.
Salí del despacho de la negra un poco asustada del empleo que acababa de aceptar, pero el sobre con los sesenta durazos disipó todos mis temores. Pasara lo que pasara, había logrado al menos salir del inframundo servidoril y ascender el primer peldaño de una carrera artística llena de posibilidades. Tan contenta llegué a sentirme en el trayecto hacia la Academia, que hasta le di diez céntimos a un pobre que excitaba la compasión pública pregonando su desgracia en un cartel prendido en su pecho. El cartel, escueto, y patético, decía sencillamente: «Pobre sinvergüenza». Y aunque casi todos los pobres exageran sus taras para inspirar lástima, se notaba que aquél decía la verdad porque tenía un aspecto de gandul rollizo y saludable que quitaba el hipo.
Encontré al fin la Academia folklórica del señor Josú, sita en la Plaza del Grifo, llamada así porque en el centro hay una fuente con un chisme de ésos. Ya en el portal empecé a oír el tableteo de las castañuelas, y me bastó seguir su rastro para localizar el piso de don Macareno. Llamé y salió a abrirme una alumna que pasaba casualmente ante la puerta bailando un fandango, pero cuando quise explicar el objeto de mi visita ya había desaparecido sin detenerse en sus evoluciones. Entré muy decidida en busca del director y nuevas alumnas que cruzaban el vestíbulo practicando estuvieron a punto de atropellarme. El ruido de las castañuelas era comparable al de la nave de una fábrica en plena producción. Más que folklóricas parecía que allí se fabricaban locomotoras. Porque el castañeteo, ya ensordecedor de por sí, se reforzaba con las pataletas del centenar de bailarinas distribuidas por todas las habitaciones, las voces de mando de los profesores encargados de cada grupo, y la música de cinco pianos tocando a la vez distintas piezas.
—Usted perdone —intenté detener a una bailarina que venía más despacio que las demás, porque bailaba por lo fino—. ¿Puedo ver a don Macareno Josú?
Pero la interpelada, furiosa por la interrupción, me largó un castañueletazo que si me pilla un dedo me lo aplasta. En vista de lo cual, decidí buscarle yo sola para no exponerme a las iras de aquellas fanáticas. Tuve bastante suerte porque, después de vagar un rato por la casa, oí a mis espaldas una voz de hombre que me dijo:
—¿Qué hace usted aquí? ¿Por qué no está bailando? ¿Es que se le ha roto una castañuela?
—No, no —contesté volviéndome—. He venido a hablar con don Macareno Josú.
—Yo soy —me dijo secamente—. Vamos a mi despacho.
Y me guió hasta una oficina montada a la americana, con ficheros metálicos y dos mecanógrafas rubias que escribían a máquina sin parar.
Confieso que don Macareno no respondió en absoluto a la idea que me había forjado de él. Yo esperaba encontrarme un andaluz menudo y flexible, con un clavel reventón en el pelo y los ojos verdes como el trigo verde. Supuse también que tendría la tez tostada, como todas las teces expuestas al tan cacareado «solarium» de las provincias andaluzas. Mi imaginación fue más lejos aún y le había vestido con una blusa rebosante de chorreras, zapatos de bailoteo con alto tacón y chaquetilla cortísima, amén de los consabidos faralaes y otros perendengues propios de la zona flamenca.
Pero el original, por desgracia, no se parecía en absoluto al retrato que yo le hice: don Macareno Josú era un hombre alto, más bien grueso, que hablaba con marcado acento catalán. No llevaba tampoco ningún clavel reventón en el pelo, aunque quizá no fuera por falta de ganas, sino por falta de pelos: era completamente calvo. (El lector me dirá que, en casos así, el clavel reventón puede sujetarse al cuero cabelludo con una tira de esparadrapo; pero el sistema, aunque eficaz, resulta muy molesto y poco decorativo). Su cutis, además, era lechoso y gordezuelo, sin las virtudes de bronceado y delgadez que agitanan los cutises regados con sangre faraónica. En cuanto a su atuendo, también distaba mucho de ceñirse a las normas de la moda calé, pues vestía un traje de franela gris, sin más lunares que los producidos por la ceniza de los cigarrillos que le caían en la solapa.
Sólo le faltaba rumiar una pelotilla de «chicle» para parecer, no al director de una academia folklórica, sino un promotor de boxeo yanqui.
—Pero ¿de veras es usted don Macareno Josú? —dije sin poder ocultar mi sorpresa.
Don Macareno me miró de hito en hito (forma de mirar que se usa mucho en las novelas, aunque nunca la he entendido, pues confieso que estudié poca fisiología y no sé en qué parte del cuerpo tenemos los hitos ésos).
—Claro que lo soy —dijo después fijándose bien en todos mis hitos, que debieron de parecerle estupendos porque me habló con mucha amabilidad—. Y comprendo que le extrañe. Usted esperaba encontrar un bailarincete de nalga enjuta y pelo ensortijado, ¿verdad? Pero ascolti, noya, ¿no se da cuenta de que la producción de folklóricas en serie es una industria nacional de gran envergadura? Y ya sabe usted que casi todas las fábricas importantes las fundamos los catalanes. El consumo de folklóricas aumenta mensualmente de tal modo, que ya no doy abasto para servir todos los pedidos.
—¿Es posible? —me asombré.
—Como lo oye. Cuando decidí abrir esta industria de fandangueras y derivadas, calculé una producción de tres semanales. Pero pronto tuve que hacer una ampliación de mis instalaciones. En la actualidad produzco dos folklóricas diarias. Y espero duplicar esta cifra el año próximo.
Miró con orgullo una estadística puesta en la pared de la oficina, sobre cuyos casilleros reptaba en sentido ascendente un grueso gusano rojo.
—Mi visión comercial no me ha fallado —continuó el emprendedor industrial contoneando el abdomen vanidosamente—. A diario aumentan las industrias que requieren el empleo de materia prima folklórica: compañías teatrales, cabarets, películas, funciones benéficas, fiestas en honor de congresos internacionales… España, pícara, ha decidido renunciar a sus costosas aventuras imperiales y andaluzarse por las buenas para atraer al turismo. Y no es ella la que embarca en sus carabelas y va a traer el oro de ultramar, sino que guiña un ojo desde lejos para que los propios indígenas ultramarinos embarquen en sus paquebotes y vengan a traérselo. Yo, en cierto modo, hago una labor patriótica con mi academia fabricando anzuelos para la pesca de carteras forasteras.
—¿Y se llama usted de verdad Macareno Josú? —pregunté decepcionada.
—¡Qué disparate! —rió el bobote con sorna—. ¿Tengo yo acaso cara de Macareno? Pero hay que echarle al asunto un poco de teatro, criatureta. ¿Cree usted que la gente vendría a la academia folklórica de don Tobías Capfurriel, que es como me llamo en realidad?
—No, claro —reconocí.
—Sería injusto reprocharme este embuste, porque todo el folklore andaluz que anda suelto por ahí, está basado en la mentira. Es cierto que yo no nací en Andalucía, pero tampoco nacieron allá ninguna de mis alumnas. Todas proceden de regiones alejadas de lo que podríamos llamar «el área del fandango». Unas son vascas, otras aragonesas, muchas gallegas… Y aunque usted no lo crea, hasta tengo algunas pamplonicas. De Andalucía no hay ninguna matriculada. Y se explica perfectamente porque las mejores flamencas de España son las del Norte. Las andaluzas auténticas detestan sus danzas típicas, debido a que sus mamás las obligan a bailarlas desde que tienen uso de razón. Y al cumplir los veinte años, las mocitas suspiran por bailar el tango, la rumba y el fox-trot. ¡Figúrese si las pobres estarán saturadas de folklore desde que nacen, que hasta los cucharones de los fórceps en Sevilla tienen forma de castañuelas!
Después de esta explicación, don Macareno me preguntó qué diablos quería de él. Al decirle que me enviaba Chula Mambí para formar parte del ballet que debutaría en «El Infierno», consultó un fichero:
—Vaya a la sala número siete y preséntese al bailarín de guardia —me ordenó.
Así lo hice y pronto estuve en una pequeña habitación interior de paredes escandalosamente desnudas, frente a un pupitre ante el cual se sentaba el bailarín de guardia.
—Llega a tiempo de pasar lista —dijo lacónico—. Ahora precisamente van a dar su clase de teórica las chicas de Chula Mambí. Preséntese en la sala número doce al profesor de andaluz.
No me gustó el aire cuartelero que tenía todo aquello, aunque reconozco que la organización militar es la única que da resultado en España para que las cosas no se desorganicen.
Acudí dócilmente a la sala número doce y me senté en un banco junto a otras cinco muchachas que esperaban la llegada del maestro. Eran mis futuras compañeras, junto a las cuales evolucionaría bajo la cálida ducha de un foco en la pista cabaretera. Intercambiamos una mirada de mutua curiosidad, pero no pudimos analizarnos a fondo porque en aquel momento entró en la sala el profesor de andaluz.
Me sorprendió que fuese un hombre de ojos azules ancho de espaldas y rubio de pelos, pero después supe que era una eminencia en su asignatura. No me extraña en absoluto, porque había nacido en Alemania y estudiado a fondo el andaluz en la Universidad de Heidelberg. (Sabido es que en las universidades alemanas se aprenden las cosas mejor que en ninguna parte, y que un diploma expedido por cualquiera de ellas da al graduado categoría de sabio en su especialidad). Es posible que a Herr Karl Grossenkopf, como se llamaba nuestro profesor de andaluz, se le notara un poco su acento berlinés al pronunciar las letrillas del cante jondo; pero suplía esta deficiencia con un conocimiento tan profundo de la jerga flamenca, que daba vértigo asomarse a su sabiduría.
—¡Luisa Fernández! —dijo Herr Karl empezando a pasar la lista que había sacado del bolsillo.
—Servidora —respondió la nombrada.
El profesor levantó la vista del papel y la reprendió con dureza:
—No diga «servidora». Ya sé que todas ustedes han sido chicas de servir, pero deben olvidar su pasada servidumbre en beneficio de su porvenir artístico. Diga «presente», que es más elegante.
Nombró después a las otras cuatro, y por último a mí, que contesté con el «presente» más tímido de todos.
—El objeto de esta primera lección —continuó sentándose para empezar la clase— es familiarizarlas con algunas palabras y frases andaluzas que deben emplear asiduamente en el curso de sus danzas. Porque el flamenco es un baile total que no se baila sólo con los pies, sino también con las manos, con los ojos y hasta con la garganta. Y como ninguna de ustedes es oriunda de Despeñaperros para abajo, es conveniente que aprendan ante todo estos slogans imprescindibles y el modo de intercalarlos en el transcurso de sus contoneos.
Herr Karl, antes de continuar, emitió un carraspeo que sonó a palabra de su lengua vernácula.
—Empezaremos —dijo después— por los que podríamos llamar «gritos de guerra», que sirven para que la «bailaora» se enardezca a sí misma y no decaiga en sus fatigosas zapatetas. Estos gritos son cuatro. A saber: «ole», «ele», «arsa» y «ojú». El «ole» es el único admitido por los eruditos, por lo cual puede usarse a discreción con absoluta confianza. No conviene, sin embargo, abusar del «ole», pues, por ser el tópico español más divulgado en el extranjero, el público puede pensar que se trata de una bailarina anglosajona que pretende colarse de matute. El «ele» en cambio, aunque menos ortodoxo, es más auténticamente «jondo». Lo inventó la raza calé para sustituir al pobre «ole», tan desgastado por el uso excesivo que han hecho de él en el mundo entero. Un «ele» bien dicho subrayando el remolino de la falda, hace pasar por andaluza hasta a una ovetense.
Y recorriendo con la vista el banco en que estábamos sentadas, añadió:
—A ver, señorita Rosa: tenga la bondad de decir un «ele» con la debida entonación.
Me levanté muy azorada recordando mis tiempos escolares, y acumulé un poco de aire entre pecho y espalda para gritar:
—¡Ele!
—¡Nein, nein! —se enfadó el alemán. Y soltó una palabrota en su lengua, con tantas «kas» y tantas «jotas» que sonó a frenazo brusco de camión.
—¡Ele! —repetí maquinalmente, variando el tono pero no la intensidad.
—¡No, karramba! —dijo, olvidando suavizar su acento teutón—. Dice usted «¡ele!» con la misma rudeza que si dijera «¡arre!». ¿Cree acaso que el fandango es un borrico? Siéntese. A ver si usted lo dice mejor, señorita Petra.
Pero Petra lo dijo peor que yo porque, pese a que era muy monilla y muy chatunga, había servido de cocinera. Y en la clasificación del servicio doméstico las cocineras son menos finolis que las doncellas porque andan siempre entre filetes crudos, tripas de pescado, y otros elementos neorrealistas que endurecen la sensibilidad.
Fracasada Petra, el profesor requirió a una tal Fuencisla para que lanzara el típico gritito. Y el «¡ele!» de la tal Fuencisla fue perfecto, debido a que la muy ladina había servido en una casa con aparato de radio conectado de la mañana a la noche, gracias a lo cual asimiló hasta los más tenues matices folklóricos de la discoteca de la emisora. Su acierto le valió que el profesor le pusiera la nota máxima: diez lunares (sistema de puntuación que se sigue en todas las clases de arte flamenco, por ser el lunar la unidad métrica andaluza de uso más corriente en las blusas y en las faldas).
—Estudiado el «ole» y su derivado el «ele» —continuó Herr Grossenkopf—, pasemos ahora al «arsa» y al «ojú». El «¡arsa!», deformación del verbo alzar, debe decirse coincidiendo con un salto. Si una bailadora dijese «arsa» sin «arsarse», o en el momento de agacharse, se expondría a la chacota general y sería acusada de suplantación de regionalidad. El «¡arsa!», pues, es un arma de dos filos que debe emplearse con la debida cautela, y mi consejo es que se abstengan de utilizarlo las novatas hasta no adquirir la necesaria desenvoltura en las tablas. En cuanto al «¡ojú!», como el «ole», puede espolvorearse como «confetti» durante toda la danza, ya que no implica, como el «¡arsa!», una acción determinada.
—¿Qué quiere decir «ojú»? —se atrevió a preguntar Fuencisla, curiosa como todas las doncellas.
Y el profesor se lo explicó:
—«¡Ojú!» es el orujo que ha quedado después de triturar entre los dientes andaluces la hermosa aceituna del «¡Jesús!» castellano. Y ahora, señoritas, harán ustedes algunos ejercicios prácticos con estas cuatro exclamaciones, que son el «sésamo» que les abrirá las doradas puertas del éxito folklórico. Mañana les daré la lección de fraseología, en la que aprenderán a decir «¡Ole tu madre!», «¡No sea malage!» y «¡Viva la sandunga!».
Más de una hora nos tuvo aquel berzotas germano practicando los cuatro gritos básicos del baile calé, hasta que los dominamos por completo. Incluso la llamada Petra, que dio muestras de ser la más obtusa de todas, llegó a lanzar unos «¡arsas!» que ponían de pie a un muerto. Yo obtuve una calificación de nueve lunares por un «¡ojú!» que le puso al profesor la carne de gallina. La nota peor le correspondió a Luisa Fernández, debido a que la pobre estaba acatarrada; y en lugar de decir «¡ojú!», le entraron ganas de estornudar y dijo «¡atchís!».
Terminada la clase, Herr Karl se puso en pie y mandó romper filas.
Eran ya las nueve de la noche y las alumnas de todas las aulas salían en tropel de la academia. Ya en la calle, me rodearon con curiosidad mis nuevas compañeras. Observé que éramos todas de una estatura muy aproximada, fenómeno que no suele ocurrir en ningún ballet español. Se notaba que Chula Mambí entendía su negocio.
—¿Dónde vives? —me preguntaron.
—No lo he decidido aún. Pensaba buscarme una pensión…
—Vente con nosotras. En casa hay sitio para ti. Tenemos alquiladas dos habitaciones con derecho a bocina: el piso está encima de un garaje, y se oyen a todas horas las bocinas de los automóviles.
Y las seis, cogidas del brazo, echamos a andar hacia mi nuevo domicilio. La noche era sofocante. El vecindario de los barrios populares se había instalado en balcones y ventanas, esperando una ráfaga de aire serrano anunciada en el boletín meteorológico. También los botijos, con el pitorro a modo de nariz respingona, asomaban sus cabezas calvas en todos los huecos. La gente dialogaba de balcón a balcón, intercambiando noticias sobre sus niños y sus enfermedades.
Al pasar por una callejuela estrecha y bulliciosa, me cayeron encima algunas gotas. Extrañada ante el fenómeno, pregunté a las otras chicas:
—¿Llueve?
—No: escupen.
¡Inocentes pasatiempos de la gente sencilla, para entretener honestamente las veladas estivales!