TAMBIÉN NOSOTROS nos fuimos del solar y nos refugiamos en un portal de una calle próxima
—Aún es temprano para volver a casa —observé yo.
—Pero, en cambio, ya es tarde para ir al cine —replicó Dionisio. Y se acercaba mucho a mí en la penumbra, cosa que me extrañó, porque el portal era muy grande y había sitio de sobra para albergarnos con holgura a los dos.
—¿Qué hacemos entonces? —dije sin apartarme de él, debido sin duda a las copas de anís dulzón que lastraban mi estómago.
—Podríamos ir un rato a casa de mi tía —insinuó él, intentando abrazarme y consiguiéndolo—. Vive muy cerca de aquí.
—¿Y qué vamos a hacer en casa de tu tía?
—¡Qué sé yo! —mintió él, pues lo sabía perfectamente.
Y cogiéndome del brazo, me remolcó con suavidad hacia la calle del Gallo (antes del Pollo).
—Yo, de pequeña, creía que los chóferes no tenían familia —dije tanteando el terreno—. Era tan tonta, que me figuraba que nacían en los automóviles debajo del capot.
—Claro que tenemos familia —se apresuró a decir él nerviosamente, por lo que deduje que su sobrinazgo con la señora que íbamos a visitar lo había inventado para que yo no opusiera resistencia. Pero mi ingenuidad, mezclada con el anís y una buena dosis de curiosidad, me impulsó a continuar la aventura.
La calle del Gallo (antes del Pollo, y más antes todavía del Huevo) era muy corta y poco importante. Pero tenía la particularidad de que el comercio establecido en ella constituía, sin proponérselo, una auténtica biografía de la vida del hombre: empezaba la calle con una tienda de ropa para bebés; y a continuación, en el mismo orden en que las cito, se abría una de juguetes, otra de material escolar, un estanco, una barbería, una taberna, una de regalos de boda, una farmacia y una de pompas fúnebres.
Llegamos ante el número nueve y Dionisio me anunció que debíamos subir al quinto piso.
—¿No hay ascensor?
—Sí: pero no funciona desde hace dos meses, porque tiene una úlcera de duodeno.
—¿Es que los ascensores tienen duodeno?
—El de esta casa, sí: es el propio portero. Dándole una propina, le sube a uno en brazos hasta el piso que desea.
Iniciamos la ascensión por una escalera sórdida que olía a momia desembalada de su sarcófago. Dionisio me ayudaba a subir con su brazo ciñendo mi cintura, y yo subía con la docilidad propia de la inocencia. No sabía bien qué demonios íbamos a hacer en casa de aquella presunta tía, pero no era cosa de regalarles a nuestros señores dos horas de nuestro asueto dominical: había que consumirlas de algún modo, por estúpido que fuese. Pero el pasatiempo ideado por Dionisio no debía de ser tan estúpido porque el hombre, en cada rellano, se arrimaba más a mí que un torero valiente a un morlaco.
—¿Estás seguro de que vamos a casa de tu tía? —empecé a inquietarme.
—Segurísimo —afirmó él poniéndose la mano en el corazón después de haber intentado ponerla en el mío.
Coronamos por fin la cima del inmueble y Dionisio llamó a un timbre, cuyo repiqueteo nos llegó amortiguado por la distancia. Eliminado el efecto de las copas con el sudor que me produjo la subida, me sentí de pronto tan pura y temerosa de mancharme como una novia vestida de blanco en una estación de engrase. Tuve intenciones de huir, que no pude poner en práctica porque en aquel momento se abrió la puerta bruscamente y apareció en el umbral un hombre muy alto y muy ancho.
—¿Qué desean? —preguntó de mal talante.
Noté que Dionisio se quedaba un momento desconcertado, aunque al fin pudo decir:
—Usted perdone… Veníamos a ver a doña Brígida…
—¿Son ustedes de la familia? —indagó aquel imponente personaje.
—Pues… —empezó a decir mi acompañante mirándome de reojo. Y no atreviéndose a confesar que me había contado una mentira, contestó—: Sí. Yo soy su sobrino.
—En ese caso —ordenó el hombrachón—, pasen en, seguida. Su tía se está muriendo. Yo soy el médico.
Y se apartó para dejarnos libre el paso. Dionisio vaciló, pero ya era tarde para volverse atrás porque el gigante empezaba a impacientarse. Y tuvo que entrar muy cohibido, seguido por mí tan cohibida como él. El doctor cerró la puerta cortando la retirada conduciéndonos después por un largo pasillo a la alcoba de la enferma.
—Se sintió mal a mediodía —iba explicando por el camino—. Cuando me mandó llamar, creí que se trataría de algún alifafe propio de la edad. Pero ¡sí, sí, alifafe!: al verla me encontré con un derrame cerebral de los gordos. Siento tener que darle una mala noticia, joven, pero su pobre tía está en las últimas.
Dionisio estaba tan azorado que sólo pudo emitir un balbuceo ininteligible. Al final del pasillo, el doctor abrió la puerta y nos introdujo en el cuarto de doña Brígida. Era una habitación pequeña, con un ventanuco junto al techo insuficiente para ventilar el denso olor a vieja que flotaba en el aire. Las paredes estaban adornadas con grandes y caprichosas manchas de humedad, a las que sólo faltaba el complemento de un marco para convertirse en valiosos cuadros de pintura surrealista.
En una cama estrecha de madera negra, que ya tenía de por sí aspecto de ataúd, agonizaba la seudotía de mi chófer. Por la topografía del bulto que su cuerpo formaba bajo las sábanas deduje que se trataba de una vieja muy gruesa, de piernas cortas y vientre hidrópico. Su cabeza, que reposaba sobre una almohada de dudosa blancura, se movía de derecha a izquierda agitada por las olas del derrame interno. Tenía canas, desde luego, pero tan sucias y revueltas que no infundían respeto a la vejez, sino temor a la brujería. Sus mejillas eran bolsas fofas que habían perdido con los años la grasa que contuvieron. Y para colmo, jadeaba lo mismo que una máquina de vapor.
—Venga, acérquese —ordenó el médico a Dionisio agarrándole de un brazo. Y cuando lo tuvo a la cabecera de la cama, le hizo inclinarse sobre el rostro de la moribunda.
El pobre hombre rompió a sudar copiosamente, apresado en la red de su propia comedia.
—¡Doña Brígida! —gritó el doctor junto al oído de la interfecta—. ¡Está aquí su sobrino!
Pese a su gravedad, la vieja se abrió paso entre las brumas que inundaban su cerebro para preguntar con voz tan doliente como extrañada:
—¿Qué sobrino ni qué niño muerto? Yo no tengo ningún sobrino.
Dionisio palideció, pero la situación fue salvada por el propio doctor, que le dijo meneando la cabeza tristemente:
—El derrame ha paralizado, sin duda, el centro motor de la memoria. Quizá le reconozca al verle. Acérquese más.
—¿Cree usted que es necesario? —aventuró Dionisio con timidez.
—Claro que sí. Puede que las células de la memoria visual no estén aún afectadas por la lesión progresiva. Y supongo que usted querrá despedirse de su tía antes de que se vaya al otro mundo, ¿verdad?
—Desde luego —susurró el infeliz chófer tragando saliva. Y haciendo de tripas corazón, aproximó su rostro al de la agonizante.
—¿Quién es este tiparraco? —exclamó ella al abrir los ojos y encontrarse a diez centímetros de su nariz con aquellas facciones desconocidas.
Dionisio entonces, creyendo que yo no sospechaba nada, tuvo un rasgo de valor y decidió jugárselo todo sosteniendo el tipo:
—Soy yo, tita —dijo con voz melosa, barbilleando audazmente a la vejancona—. Tu sobrinito Michito.
Y con una dureza de cara comparable a un bloque de mármol, se volvió hacia mí para explicarme:
—Ella siempre me llamaba así.
Como la suerte protege siempre a los sinvergüenzas, doña Brígida no pudo desmentirle porque en aquel momento se produjo en su cerebro una nueva convulsión y perdió el uso de la palabra.
—Ya no puede hablar —dijo el doctor.
—Menos mal —susurró Dionisio.
Esta nueva complicación de su proceso agónico motivó que la individua, con intención sin duda de desmentir su parentesco con Dionisio, comenzara a mover los labios desesperadamente sin emitir ningún sonido. Parecía un pez fuera del agua, aunque sin escamas.
El médico grandullón, incapaz de comprender esta tragedia grotesca cuyo argumento completo no conocía, continuaba atribuyendo la repulsa de doña Brígida a su pérdida paulatina de facultades mentales.
—La pobre está tan grave —consolaba a Dionisio—, que es natural que no le reconozca.
—¡Ya lo creo que es natural! —decía él entre dientes, forzando sus músculos faciales para entristecer su rostro en honor a la inminente difunta.
—Puesto que ya están ustedes aquí para acompañarla —decidió el doctor poniéndose su sombrero, que había colgado de un boliche de la cama—, me voy a hacer algunas visitas urgentes.
—¿Cómo? —se horrorizó Dionisio—. ¿Va usted a dejarnos solos con esta papeleta?
—«Esta papeleta» es tía suya, ¿no?
—Por muy tía que sea, caray.
—La ciencia, por desgracia, no puede hacer nada para salvarla —dijo el galeno gravemente—. Sólo queda esperar con resignación el fatal desenlace. Y usted es el único pariente que puede darle un poco de afecto en sus últimos momentos.
Y poniendo en las de Dionisio una mano de la moribunda, el doctor salió del cuarto.
Segundos después oímos el ruido de la puerta de la calle que se cerraba y nos quedamos solos. Dionisio, entonces, intentó dejar la mano pegajosa que tenía entre las suyas; pero doña Brígida, en un injustificado movimiento, reflejo de su mente desquiciada, le agarró con fuerza por una muñeca. Sus dedos se convirtieron en una auténtica tenaza cuyo abrazo era imposible soltar.
—Ven, ayúdame —me rogó.
—No comprendo que quieras zafarte de tu querida tita, Michito —le dije muy seria—. Tu deber de sobrino es estar junto a su lecho hasta que expire.
—Sí, claro —tuvo que resignarse él, renunciando a luchar contra la garra de la vieja—. Pero ¿y si tarda en expirar? No es que yo quiera que expire, entiéndeme; pero ya son cerca de las nueve y tenemos que volver a casa.
—No te preocupes —le tranquilicé—, volveré yo sola y te excusaré ante los señores contándoles tu desgracia familiar. En cuanto sepan que se trata de una tía por la que tienes un cariño tan sincero, te perdonarán el retraso. Adiós, Michito.
Y sin darle tiempo a reaccionar, salí al pasillo.
—¡Pero, Rosita!… ¡Rosita!… —me llamó él, angustiado.
No le hice caso. Recobrada íntegramente mi serenidad, continué sin detenerme hasta el vestíbulo, salí a la escalera y cerré de un magnífico portazo. Dentro quedó el pobre Dionisio, al que la Providencia hizo caer en la trampa que me tendió. Y el muy imbécil tuvo que pasarse toda la noche velando a la alcahueta moribunda.