EL CALOR VOLCÓ en la calle a todos los habitantes de las casas, con sus sillas bajitas para sentarse en las aceras, sus botijos regordetes, y sus niños pequeños elaborados en el aburrimiento de las noches invernales.
Los santos veraniegos, que son los más alegres y bullangueros del santoral, empezaron a organizar sus correspondientes verbenas en distintos barrios de la ciudad rivalizando en estrépito y jolgorio: primero fue la de San Antonio, después las de San Juan y San Pedro… A ninguna de éstas pude ir porque no coincidieron con mi día de salida. Pero como las verbenas en verano son como las ristras de chorizos, que se suceden con regularidad matemática, a la de San Pedro siguió la de San No-Sé-Qué, empalmada a su vez con la de San No-Sé-Cuántos.
Mediado ya agosto, llegó al fin la importante verbena de San Refrito, patrono de los periodistas. Se celebraba, como todos los años, en el típico Solar de la Cochina, terreno de las afueras bautizado así por el Ayuntamiento porque pertenecía a una vieja muy influyente que se negaba a dejárselo expropiar con miras a un ensanche. Árido como la palma de la mano y reseco como un paisaje lunar, era el escenario ideal para celebrar uno de esos esparcimientos populares. Porque las verbenas, para que tengan tipismo, requieren un terreno que produzca nubes de polvo capaces de obstruir a toda la concurrencia las vías respiratorias. Y este requisito lo cubría con creces el Solar de la Cochina, pues bastaba dar en él una ligera zapateta para levantar una polvareda comparable al «hongo» de una bomba atómica.
La verbena de San Refrito coincidió con una tarde dominical en que me tocaba salir. Y Dionisio, que cada día estaba más entusiasmado conmigo, aprovechó la ocasión para invitarme al ruidoso festejo. Acepté encantada, no lo niego, porque el chófer empezaba a gustarme casi tanto como un langostino con salsa mayonesa.
Después de almorzar me quité el uniforme y me vestí de paisana, poniéndome mi traje colorado con lentejas amarillas. Robé a doña Clotilde un chorro del perfume francés que guardaba en su tocador para no oler mal cuando se muriese, y me dirigí con mi galán al Solar de la Cochina.
Era una tarde nublada y bochornosa, con ráfagas de viento cálido que traían de muy lejos el rumor de batalla con mucha artillería que tienen las tormentas. Nubes grandes y negras como toros pastaban en el cielo, amenazando embestir con chaparrones despiadados las toilettes domingueras. Las criadas, en el recinto verbenero, lucíamos las prendas de ropa fina que logramos sustraer a nuestras señoras. (Y me incluyo también en este grupo, porque yo me puse una combinación de seda que birlé a «Pichirrichina», la estúpida recién casada en cuya casa serví por vez primera).
Dionisio, que para algo era chófer, me guió por las callejas de aquel pueblo absurdo formado por barracas, tiovivos y tenderetes. La gente, apretujada y sudorosa, olía a eso: a gente. Lo cual no dice mucho en favor de su aroma, pues los bípedos en manada huelen casi igual que los cuadrúpedos.
En un chamizo, echando diez céntimos por la ranura del mes que nací, me dieron un papelito rosa con mi horóscopo.
—¿Qué te dicen? —me preguntó Dionisio cuando lo estaba leyendo.
—Que como he nacido en el mes de septiembre, soy Virgo.
—¿Es una indirecta? —se amoscó.
—No: es un signo zodiacal.
—No hay que hacer demasiado caso de esas tonterías —dijo él, temiendo que yo pudiera respetar mi horóscopo al pie de la letra.
Y para demostrarme su desprecio por la astrología verbenera, echó sonriendo otra perra gorda en la ranura correspondiente al mes en que había nacido él, obteniendo a cambio un papel azul.
—¿Qué te dicen? —le pregunté a mi vez.
—Peor que a ti —masculló—; con lo aprensivo que soy, me dicen que soy Cáncer.
Y estrujando su mensaje del futuro, lo tiró con rabia al suelo.
—Puede que seas un Cáncer flojito, que se pueda extirpar a flor de piel —le consolé.
Montamos después en un tiovivo tan lento y decrépito, que más parecía un tiomuerto. Pero era el más barato y por eso lo elegimos. También en las verbenas, como en París, hay en pequeña escala diversiones al alcance de todos los bolsillos: desde la fastuosa barraca llamada ostentosamente «Placeres orientales», en la que bailan seis «huríes» de Calahorra y Orense danzas persas con resabios de pasodoble autóctono, hasta el modesto probador de fuerza donde se luce el novio ante la novia logrando de un empujón que el cochecillo corone la empinada cuesta.
En el tiovivo, para sacarle bien el jugo al precio del viaje, nos reímos a mandíbula batiente. Nadie sabe la razón, pero el encanto principal de la verbena consiste en reírse mucho y sin ningún motivo: hay que reír ruidosamente al comerse un churro, como si la masticación de ese garabato de pasta frita fuese la pirueta más ingeniosa del mundo; hay que reír al soplar en la trompeta de cartón, como si el destemplado graznido que emite fuera el más regocijante de todos los conciertos; hay que reír cuando nos pegan un pisotón; y cuando nos estalla un triquitraque al lado de la oreja; y cuando se nos cae en la ropa el chorrito de helado derretido entre las tapas de barquillo…
Dionisio y yo nos reíamos una barbaridad, porque eso no cuesta dinero y acaba por emborrachar los sentidos.
—¡Pasen, señores, pasen! —gritaba un altavoz a la puerta de un barracón—. ¡Presencien por dos reales el Campeonato Nacional de Charlatanas! ¡Espectáculo único en el mundo!
Sentí curiosidad por ver en qué consistía aquella atracción tan poco corriente, y Dionisio tomó las entradas.
En el centro del local, rodeado de sillas para el público, se alzaba una especie de ring limitado por gruesos cordones de seda en lugar de cuerdas de cáñamo. Y en cada ángulo del cuadrilátero, sentadas en taburetes parecidos a los que utilizan los púgiles, se veían cuatro señoras. Las cuatro eran de mediana edad, vestidas con camisetas deportivas en cuya espalda podían leerse sus nombres y sendos números rojos. Pertenecían a ese tipo de señoras que se caracterizan por su gran capacidad de resistencia oratoria en las tertulias femeninas, con o sin pretexto de juegos de naipes. Y en el centro del ring, colgado del techo a media altura, un enorme cartelón decía:
«ELLAS LLEVAN 97 HORAS CHARLANDO».
Dionisio y yo nos sentamos en dos sillas libres que quedaban en primera fila, presenciando desde allí el desarrollo de la emocionante competición.
Ellas, efectivamente, charlaban sin parar, arrebatándose las frases de los labios unas a otras. El cansancio producido por los cuatro días y sus correspondientes noches que llevaban de cháchara ininterrumpida, hacía que no pensaran demasiado sus palabras. Muchas veces las respuestas no coincidían con las preguntas, y pasaban de un tema a otro bruscamente, sin apoyarse en ninguna idea intermedia que justificara su asociación. Pero como estas incoherencias se producen también en las reuniones de señoras fuera de concurso —la mecánica del diálogo femenino consiste en hablar mucho y escuchar poco—, la conversación de las finalistas del campeonato parecía tomada taquigráficamente en la mesa de cualquier salón de té, casa particular o cachupinada benéfica.
—Ayer vi a Chichita Morral —decía la aspirante marcada con el número uno, en cuya camiseta se leía también su nombre: «Doña Leonor Madridejos. Campeona de Charlatanas de Castilla».
—¿Chichita Morral? —devolvía el pelotazo con rapidez la número dos, que era la favorita de la afición por reunir las dos condiciones indispensables para superar la marca de charlatanería: reservas adiposas para resistir un largo asedio y amplitud torácica para soltar largas parrafadas sin tomar aliento—. Chichita y yo somos íntimas. Puede decirse que fuimos hermanas de leche; pero de leche condensada, porque nos criamos con botes de la misma marca.
—Esa Chichita me suena —se apresuraba a intervenir la número tres, que sudaba copiosamente y estaba a punto de rendirse tirando la esponja al centro del ring—. ¿No se casó hace dos años con un Sierra Morena?
—No, mujer. Sin duda te confundes, porque el marido de Chichita es también un bandido, pero no de Sierra Morena —remataba la número cuatro, que era una de las primeras lenguas del país.
Un golpe de gong anunció un descanso de tres minutos, durante los cuales las contendientes hicieron gárgaras para aclararse la voz y recibieron instrucciones de sus entrenadores.
—Tantea primero con frases cortas, hasta que puedas colocar un párrafo directo que las derribe —aconsejó su manager a doña Leonor Madridejos.
La número tres, que era la famosa baronesa de Peine Púas seleccionada para este match final por la Federación de Aristócratas, jadeaba en un rincón echando el bofe. Bien mirado, y habida cuenta del esfuerzo dialéctico que realizó en aquellas noventa y siete horas, la cantidad de bofe que echó fue insignificante. Pero el reglamento federativo que se aplica a estas competiciones, en su artículo XVI, apartado IV, especifica claramente: «Toda charlatana en cuyo belfo aparezcan indicios de bofe, síntoma evidente de que comienza a echar la referida víscera, se considerará derrotada por sus adversarias y no podrá continuar la prueba».
Por esta razón la famosa baronesa en la que tantas esperanzas depositó la alta sociedad, fue descalificada por el árbitro y tuvo que abandonar el ring en unas parihuelas.
Un nuevo golpe de gong señaló el principio del asalto siguiente, que duraría cinco horas. Inició el ataque la Campeona de Castilla imprimiendo a su lengua un rápido tableteo de ametralladora. Pero la número dos, favorita de la afición, encajó perfectamente los certeros impactos de su fogosa charla.
—La otra tarde estaba yo jugando al bridge en el Club de Fondonas —comenzó la número uno—, y me llamaron de mi casa para decirme que acababa de tener un niño. Y tuve que dejar la partida, para irme corriendo a darle de mamar.
—¡Qué fastidio! —disparó certera la número dos—. Yo he tomado una doncella muy dispuesta, que se encarga de tener los niños por mí.
—¿Y su marido lo consiente? —metió baza la número cuatro.
—Pues claro: él mismo me dio la idea. Como tengo tantas fiestas benéficas, y tantos cócteles, y tantas gaitas, no me queda tiempo para desperdiciarlo en esas bobadas.
—Pues yo doy a luz en un parpadeo. Como mi marido es prestidigitador…
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Muchísimo. Cuando quiero tener un niño, me tumbo en un sofá y él me tapa con una sábana. Pronuncia entonces unas frases cabalísticas gritando «¡hoop!», y aparece el niño en mis brazos saludando al público con una banderita española en cada mano.
—¿Y se ahorra usted la gestación?
—Por supuesto.
—¡Menuda bicoca! Una, en cambio, tiene que pasarse casi un año gesta que te gesta, para elaborar un chiquitajo de tres kilos.
La conversación continuó entre las tres adversarias sin decaer ni un solo instante. Minutos después de rebasar la hora noventa y ocho de cháchara homologada, la aspirante que lucía el número cuatro comenzó a quedarse afónica. Luchó aún algún tiempo para hacerse oír, pero la afonía fue aumentando hasta que su voz se hizo imperceptible. Tuvo que abandonar la lucha entre una salva de aplausos que el público dedicaba a su favorita, cuya victoria iba perfilándose con trazos cada vez más firmes. Pero, pese a los esfuerzos de la número dos, que trataba de quebrantar a su última enemiga con párrafos contundentes, la charlatana castellana resistía con la táctica defensiva de replicar con frases cortas y tajantes.
—¿Cuánta harina pone usted para hacer la besamel de las croquetas «a la virulé»? —arremetía la número dos, ansiosa de aniquilar con rapidez a su última adversaria.
—Poca —respondía astutamente la número uno, con lo cual economizaba energías ampliando su margen de resistencia.
Cuando Dionisio y yo salimos del barracón, el emocionante duelo continuaba. Tres días después supimos que, pese a todos los pronósticos, doña Leonor Madridejos, marcada con el número uno, logró agotar a la favorita poco antes de cumplirse la hora ciento cincuenta y seis. Y fue nombrada Campeona Nacional de Charlatanas con todos los honores, recibiendo el preciado trofeo, consistente en una lengua de oro colocada dentro de un estuche en forma de boca, que al abrirse mostraba un paladar de terciopelo colorado.
La tarde se iba poniendo mustia. Un viento caliente y malintencionado seguía acumulando nubes sobre el solar de la verbena, preparándole una trastada a San Refrito. En un puesto tomamos unas copas de anís dulce, aromático y repugnante como un jarabe para la tos. El ejército, desarmado por las sonrisas de las criadas, se rendía sin condiciones en el «Túnel del Amor».
—¡A los ricos pasteles de crema! —pregonaba un apoplético detrás de su mostrador.
—Pero ¿dónde están los pasteles? —le pregunté, pues no los veía por ninguna parte.
—Debajo de las moscas.
Al decir esto, dio un manotazo en el mostrador. El velo negruzco que lo cubría se deshizo en millares de moscas que echaron a volar, y aparecieron entonces unos pastelillos morenos con churretes de crema blanquecina.
—¡Al bonito pito de San Refrito! —voceaba un vejete con birrete, exhibiendo su mercancía pinchada en un gran acerico.
El pito consistía en un palmo de caña hueca con varios orificios, estilo flauta, que al soplar en su interior lanzaba un quejido lastimoso comparable a un escape de gas. Sujetas a la caña con un tallo de alambre, varias flores de papel adornaban el tosco instrumento. Viendo aquello pensé que la Iglesia debería prohibir que se cuelgue a los santos la paternidad de tantas majaderías. No deja de ser una irreverencia que muchos comerciantes, murguistas y pasteleros exploten la devoción de nuestro pueblo haciendo figurar a un santo como fabricante de sus productos: yemas de San Leandro, pitos de San Isidro, tortas de San Diego, huesos, de santos variados… Y la gente, claro está, los compra a ojos cerrados haciendo este razonamiento elemental: «Como los santos son tan buenos, las cosas que ellos fabrican tienen que ser bonísimas también». Y allí está el fraude que debe combatirse con una enérgica pastoral. Porque a mí me parece un pequeño sacrilegio que manos profanas arranquen los halos a unos santos ilustres, para encasquetarles a la fuerza unos gorros de cocineros. Y no está bien tampoco que a la excelsa figura de San Isidro, modelo de laboriosidad, se le atribuya la ociosa invención de ese absurdo pito de cristal con cuatro floripondios que lleva su nombre.
Así se lo dije a Dionisio, que me dio la razón pellizcándome al sur de un omóplato al tiempo que me decía:
—¡Qué lista eres, chatunga!
El viento, en colaboración con los pies de la gente, aumentaba poco a poco el espesor de la polvareda que cubría el Solar de la Cochina. Mojando con agua un trozo de aquel aire, el polvo hubiera cuajado en un barro con suficiente densidad para modelar un botijo.
Entre pitos y copas, llegamos a la inevitable barraca de la mujer barbuda. Nunca comprendí por qué las mujeres barbudas, víctimas de un injustificado complejo de inferioridad, se resignan a resolver su porvenir exhibiéndose en barracas de verbena. Su barba precisamente, lejos de disminuir sus posibilidades de abrirse camino en la vida, las coloca en condiciones de aspirar a severos y elevados cargos vedados por completo a las mujeres barbilampiñas. Una mujer con barba, a mi juicio, sería la persona más indicada para desempeñar la cartera de Hacienda. Su aditamento piloso le daría la necesaria prestancia y seriedad requeridas por el puesto de ministro, mientras su instinto femenino para la administración hogareña haría eficacísima su labor ministerial. Llevar una casa, al fin y al cabo, es lo mismo que llevar un país. Una nación es un hogar en gran escala, con idénticos problemas económicos. Y la misión del ministro de Hacienda es administrar el sueldo que gana el Estado, para que dure hasta fin de año. Él tiene que dar dinero para la compra del abastecimiento nacional, y pagar los gastos de los presupuestos examinando las cuentas para que no le sisen. Es, pues, un cargo más bien femenino, que una mujer barbuda desempeñaría a la perfección.
—Pero ¿cómo es posible que haya gastado en armas ciento veintiséis millones, Robustiano? —se escandalizaría la ministra riñendo a su colega de la Guerra.
—Es que nuestro armamento estaba pasado de moda —se disculparía don Robustiano—. Ahora vuelven a llevarse los cañones largos.
—¡Vaya con el ministro finolis! —se sulfuraría ella mesándose las barbas—. ¡Sólo puede matar con armas que sean el último grito!
—Lo hago por patriotismo, señora ministra. Si salimos a los campos de batalla con un material que ya no se lleva, los generales enemigos se burlarán de nosotros.
Vigilados los gastos nacionales con minuciosidad de cuentas de la cocinera, se lograría economizar notablemente reduciendo el volumen de las sisas y gastos superfluos. (Regalo esta idea a todos los jefes de gobierno, por si quieren utilizar en la próxima crisis a una de estas admirables mujeres con barba).
La barbuda de la verbena de San Refrito no sospechaba tampoco sus grandes posibilidades políticas, y se exhibía como todas sus congéneres en un tenderete de lona al que se entraba previo pago de dos perras. Se llamaba Carmela y era bastante andaluza. Corpulenta como todos los fenómenos de esta clase, andaba con la misma gracia que una apisonadora. Su actuación consistía en aparecer ante los espectadores en un pequeño escenario, ataviada con un traje de mocita sevillana con más lunares que una epidemia de viruela. El contraste de su atuendo femenino con su barba prócer era aterrador. Se oía entonces entre bastidores una música de guitarra, y Carmela recitaba este triste romance autobiográfico con su potente vozarrón:
Yo era una niña imponente
con la nariz muy morena,
con un ojo a cada lado
y un pendiente en cada oreja.
Tan guapa fui que los mozos
me llamaban «La Estraperla»,
pues por mirarme en la calle
les cobraba una peseta.
Tuve un novio mariscal
que me daba mucha guerra,
un califa de Tetuán
y un viudito de Manresa.
Pero sólo amaba a un hombre:
Pepe, Pepito Chopera,
que tenía tres cortijos
y una pierna de madera.
Pero una noche de mayo
de ésas que huelen a menta,
a nardos, a ajonjolí,
a espinacas y a otras hierbas,
al mirarme en el espejo
quedé sin sangre en las venas:
tres pelos ensombrecían
mi barbilla marfileña,
y a esos tres se unieron otros,
y eché la barba completa.
¿Cómo presentarme a Pepe?
Por muy calé que se sea,
una barba siempre choca;
y más aún si es tan negra.
Le di varios esquinazos
pretextando una jaqueca,
pero un triste anochecer
se me presentó en la reja.
Procuré esconder mi barba
poniéndole una peineta
adornada con claveles,
pámpanos y albahaca fresca.
Mas se levantó ventisca
precursora de tormenta,
y voló mi camuflaje;
y enseñé la barba entera.
Pepe se echó para atrás
y dijo con voz correcta:
«Perdone, don Serafín:
vine a charlar con Carmela;
ya está oscuro y confundí
al abuelo con la nieta».
Saludó ceremonioso,
dio con garbo media vuelta,
y desde entonces me muero
sola con mi barba a cuestas,
sin un Pepe que me diga:
«Por ahí te pudras, Carmela».
Al terminar su recital, se inclinaba para recoger el puñado de aplausos que le ofrecía el público. Después se daba unos tirones tremendos de la barba para demostrar que no era postiza, regalaba un pelo de recuerdo a cada espectador y concluía el espectáculo.
—¡Pobre mujer! —comentó Dionisio cuando salíamos—. Si algún día quiere ser feliz y decide fundar un hogar, tendrá que casarse con un marica para que haya cierto equilibrio en su matrimonio.
El calor acabó por derretir la cáscara de las nubes, y empezaron a soltar toda el agua que guardaban dentro. (Me sería mucho más sencillo decir simplemente que empezó a llover; pero, puesto que estoy escribiendo un libro, tengo la obligación de esforzarme en hacer algún pinito literario. De nada).
El chaparrón puso en fuga a la muchedumbre, que corrió a refugiarse bajo los aleros de las barracas y los toldos de los merenderos. Las gotas de agua, al caer en las grandes sartenes de aceite hirviendo para freír churros, reventaban como granos de maíz. Churretes de pintura corrieron por todas las fachadas de la frágil arquitectura verbenera, deshaciendo las carátulas y adornos chillones pintados en la madera. Y la hermosa cebra «Pipa», máxima atracción zoológica del festival, se quedó convertida en una vulgar mula parda al borrársele con el baño su pijama listado.
Aquello fue, literalmente, un jarro de agua fría que enfrió el entusiasmo popular. La gente se retiró a toda velocidad, para salvar de la mojadura sus galas domingueras.