EL AMBIENTE DE LA SEGUNDA CASA donde serví, fue un jeringazo de insulina que me desintoxicó del azúcar amoroso acumulado en mi sangre. Mis nuevos señores habían celebrado ya sus bodas de oro, y del fuego de su amor no quedaban ni las cenizas.
Tenían tres niños, pero daban muy poca guerra porque uno era notario, otro ingeniero agrónomo y otro coronel de artillería. Eran, como puede verse, bastante creciditos y sensatos.
El nombre de la señora era doña Clotilde; pero la servidumbre, según me enteré al llegar, la llamaba cariñosamente «doña Cotorra». Y pocas veces oí un apodo tan certero, porque el parecido de la vieja con la pájara causaba asombro. De no ser por el plumaje chillón de una y el tamaño excesivo de la otra, hubiera sido difícil determinar cuál de las dos se alimentaba con cañamones y cuál con galletas. Las voces de ambas se confundían también, hasta el punto de que si a doña Clotilde se le hubiese ocurrido decir «¡lorito real!» en presencia de un naturalista, estaría a estas horas encerrada en una jaula. No obstante se aseguraba que la buena señora había sido muy guapa en su juventud, pero nadie se lo creía.
Su marido, a primera vista, daba la impresión de llamarse Jacinto porque era pálido y frágil como una flor. Pero luego le decían a uno que al bautizarle le pusieron Godofredo, y el chasco era mayúsculo.
Don Godofredo era un viejacho flaquísimo. Ni en los asilos sostenidos por la caridad pública, donde se alimenta a los ancianos con un poco de lechuga y van que chutan, podría encontrarse un ejemplar con menor cantidad de carne abrigando su esqueleto. Tan fina era la piel de don Godofredo que no parecía compuesta de dermis y epidermis, como todas las pieles reglamentarias, sino de epidermis solamente, sin forro de ninguna clase. Los que le vieron desnudo alguna vez afirmaban que a través de su envoltura pellejal —de carnal no tenía nada— sobresalían los abultamientos y redondeces de sus vísceras fundamentales, privadas de toda protección adiposa. También se decía que los médicos no necesitaban gastar «rayos X» al hacerle radiografías, pues les bastaba colocarle ante una bombilla corriente para verle al trasluz sus más recónditos mondongos. Las causas de aquella delgadez había que achacárselas al mal funcionamiento de su glándula tiroides, porque en la casa se comía a diez carrillos. Y digo diez porque cuento los carrillos de don Godofredo, los de doña Clotilde, los de la cocinera, los del chófer y los míos. (Los niños vivían por su cuenta desde hacía varios lustros).
El piso, próximo a la calle del Tribulete en su confluencia con la del Sombrerete, era oscuro y lleno de cachivaches. Por mucho que se ventilara, según observé, olía siempre a tumba de Tutankhamen recién abierta. El aire puro que entraba por las ventanas se enrarecía al rozar los viejos relojes puestos en todos los rincones, parados en horas antiguas vividas por generaciones desaparecidas: el de pared del vestíbulo, grande y negro como un ataúd, dentro del cual el péndulo inmóvil parecía el esqueleto de una columna vertebral; el de la chimenea, con sus sátiros pillines queriendo aprovecharse de unas ninfas regordetas; el del despacho, que debía de ser el reloj más antiguo de todos porque su maquinaria se reducía a un puñadito de arena; el soldado de bronce del comedor, con la esfera incrustada en la barriga y una trompeta en la boca, que tocaba diana al amanecer, fajina a las horas de las comidas y retreta por la noche…
Además de los relojes parados, había otros muchos objetos que daban a las habitaciones un aire fosilizado, de museo que nadie visita. Eran recuerdos de valor puramente sentimental que el anciano matrimonio fue coleccionando a lo largo de su vida. El más poético de todos era una ampollita de cristal cerrada con lacre, en la que Godofredo conservaba el poquitín de aire que exhaló Clotilde al pronunciar el «sí» en la iglesia. A él le parecía que, aplicando el oído a la ampollita, volvía a oír el «sí» dulcísimo que decidió su vida conyugal.
Guardaban también, en un cofre de terciopelo, el corcho de la botella de champagne que se bebieron en la noche de bodas, y un capuchón improvisado con papel de periódico que le pusieron a la bombilla de la mesa de noche para tamizar su luz excesiva. Sobre una consola, a lo mejor, se veía una babucha de cuando se retrataron en la Alhambra granadina vestidos de moros; y a su lado, en una cajita de plata, el primer diente que unos años después se le cayó a Godofredo a consecuencia de la piorrea.
—Recuerdo que lo puse lleno de ilusión debajo de la almohada —contaba él a los viejorros del Casino—, para ver si el Ratoncito Pérez me traía algún regalo. Pero no.
Para no cansarlos a ustedes, resumiré diciendo sencillamente que la casa estaba llena de mil marranadas por el estilo.
Serví bastantes meses al flaco y a la cotorra, pues me daban bien de comer y el trabajo no era agotador. El polvo que cubría los objetos y los muebles se consideraba también recuerdo de familia, gracias a lo cual mi tarea limpiadora se reducía a pasar ligeramente una escoba por el suelo.
Puedo decir, y lo digo, que en aquella casa mi alma despertó a los sentimientos amorosos. Allí fue donde recibí mi bautismo de pellizcos, administrados por los repartidores de las tiendas. Y aunque no me los daban en el alma precisamente, contribuyeron a despabilarla haciéndole comprender que la cáscara que la envolvía era ya un fruto apetecible y apetecido. Tan ocupada anduve con mis cofias, escobas y plumeros, que no me percaté de que habían transcurrido veinte años desde que mi madre me parió. Todos mis perímetros, desde el torácico a los de más abajo, habían aumentado hasta el límite preciso para atraer a los hombres como el imán a los clavos. Incluso al propio don Godofredo, con sus setenta abriles al hombro, se le iban los ojos rodando detrás de mí como dos canicas. Y su hijo el coronel de artillería, el más tarambana de los tres, dijo a sus padres un día, al verme entrar en el comedor:
—Cambiaría con gusto todas mis bombas por este bombón.
Y los ancianos corearon la picardía de su estrellado zangolotino con unas risitas que sonaron a croar de ranas:
—¡Joac, joac, joac!…
Pero a mí el coronel no me hacía tilín porque, aparte de ser ya un senecto a dos palmos del generalato, era tartasordo. No sé si existirá esta palabra en el almacén del diccionario, pero quiero decir con ella que sus oídos, a consecuencia de los cañonazos, no funcionaban con regularidad: unos días oía poco, y otros no oía nada. (Los tartasordos, en mi gramática particular, son hombres que tienen en los oídos un defecto equivalente al que los tartamudos tienen en la lengua).
Pero si el coronel no me hacía tilín, el chófer de la casa empezó a hacerme tolón. Yo tenía esa edad pazguata en que las jovencitas se pirran por los uniformes, y me fui pirrando lentamente por el de aquel subalterno encargado del volante. Bien mirado, era natural que me pirrase, porque ¿quién no se pirra por una guerrera color salmón con los botones ahumados? Si a esto se le añaden un par de charreteras doradas, una gorra con galones como puños y una bota de charol en cada pierna, la vistosidad del conjunto supera con creces al más marcial de todos los uniformes militares.
Y a la mujer, en realidad, le es igual que el hombre uniformado conduzca un batallón o un «Chevrolet». El caso es que el uniforme sea bonito y la percha no sea fea, porque al corazón de las mujeres sólo se llega entrando por los ojos.
Pronto descubrí que el pirramiento era mutuo. No me fue difícil descubrirlo porque el chófer, al verme, lanzaba unos suspiros tan largos y sonoros como el ruidito de un neumático al pincharse.
Lo que más me gustaba de él, aparte del uniforme, era su tórax. ¡Qué solete de tórax, madre mía! Jamás vi un tórax tan pocholo: amplio, musculoso, abombado… Dentro de él, su corazón debía de sentirse tan a sus anchas como un pajarillo en la jaula de un tigre. Sus manos eran fuertes, con dedos rematados por uñas poderosas y embellecidas permanentemente por negros aceites lubricantes. Daba lástima que las costumbres masculinas le obligaran a llevar el pelo corto, pues lo tenía tan fino y cobrizo que merecía ser lucido en dos hermosas trenzas. Pero ¿cuándo se ha visto un chófer con trenzas?
Era, en fin, un tipazo de aspecto británico nacido en Washfett (que traducido al español significa Lavapiés).
Dionisio, que así se llamaba el mozo si ustedes no mandan otra cosa, se pasaba casi todo el día sentado en la cocina debido a que nuestros señores salían muy poco. Menos mal, porque el coche —un «Citroën» modelo «cacharrette»— no estaba para muchos trotes: tenía dos bielas escayoladas a consecuencia de una fractura, y le acababan de amputar un cilindro gangrenado.
Fue allí, en la cocina, donde empezó a hacerme la corte a base de requiebros muy poco corteses.
—¡Estás pistonuda! —me decía, pues empleaba siempre en sus chicoleos imágenes automovilistas y los pistones son piezas esenciales del motor.
—¡Vaya ballestas! —añadía poco después, mirándome las pantorrillas.
Al cabo de dos semanas, todas mis regiones anatómicas habían sido bautizadas con su equivalente en la industria del automóvil: mis ojos eran faros, mi boca el «claxon», mi busto la tracción delantera y mi pompis el parachoques. Me convertí, a los ojos de mi adorador, en una furgoneta. A mí no me desagradaba este sistema de cortejarme porque así, además de los piropos, que siempre sientan bien, aprendía un poco de mecánica, que nunca viene mal.
La cocinera toleraba aquel bombardeo de galanterías haciendo la vista gorda, cosa que hacía con suma facilidad porque era más miope que una almeja.
Al cabo de algún tiempo, como era de temer, Dionisio se aburrió de los dichos y quiso pasar a los hechos. Una mañana aventuró su primer azotito de tanteo, al que respondí con mi primer tortazo de campeonato.
—Eso ha sido para pararte los pies —le dije muy enfadada.
—Pues, hija: yo no tengo los pies tan arriba —replicó acariciándose la mejilla inflamada.
Aquella salida me hizo gracia y los dos nos echamos a reír. Desde entonces aumentó la intensidad de sus azotitos, disminuyendo en cambio la de mis tortazos. Un mediodía, entró don Godofredo en la cocina a robar una patata frita y nos sorprendió en pleno azotito.
—¡Sigan, sigan! —dijo el anciano sonriendo bondadosamente—. Yo también he sido joven. No crean que nací tan pocho como ahora.
Y se fue suspirando al salón, a escuchar con nostalgia el remoto «sí» que guardaba la ampollita.
De este modo, azotito me das y tortazo te pego, fue acercándose el verano con su cutis pegajoso de sudor y su bigote de espigas. Las cretinas se vistieron de cretonas y los grillos empezaron a sonar en los patios como pequeños teléfonos que nadie descuelga. Don Godofredo se quitó tres de sus cuatro camisetas, poniéndose en cambio un jipijapa que guardaba como oro en paño, hecho a mano en La Habana mucho antes de que estallara la guerra de Cuba.