LLEGUÉ A LA ESCUELA mucho antes de que empezara la clase, y expuse a la señorita Ernestina mi propósito de ganarme el pan con el sudor de mi frente.
—¿Con el de la frente nada más? —se burló la maestra—. Así no ganarás ni una miga. Las cosas se ponen cada día más difíciles y no basta segregar por las glándulas sudoríparas frontales para satisfacer el apetito. Hoy, hija mía, cada trozo de pan cuesta torrentes de sudor por todos los poros.
—Sudaré a caño libre si es preciso —afirmé muy decidida.
—¿Qué sabes hacer?
—Nada.
—Eso es demasiado poco. ¿No sabes, por lo menos, taquigrafía?
—Saber, saber, no. Pero si me pusiera a ello, haría los garabitos esos como las taquígrafas de verdad.
—Pero luego no los entenderías.
—Tampoco los entienden ellas.
—Pero tienen el aplomo de traducirlos como si de veras los hubiesen entendido. ¿Sabes pegar un botón?
—Con cola, sí.
—¿Y freír un huevo?
—Eso no hace falta saberlo: se pone en contacto el huevo con el aceite hirviendo, y se marcha uno de la cocina para dejarles discutir. Al cabo de un rato, el aceite gana siempre la discusión y el huevo acaba frito.
—¿Sabes algo de costura?
—Eso sí: sé descoser con unas tijeras lo que cosieron los demás.
—Pero ¿qué es lo que harías tú con una aguja en la mano?
—Pincharme en un dedo.
La señorita dio por terminado el examen, e hizo una pequeña pausa antes de comunicarme la calificación que había merecido.
—Puesto que no sirves para nada —dictaminó—, debes colocarte para servir para todo.
—¿Qué quiere usted decir? —indagué sin haber captado el sentido de la paradoja.
—Que sólo te queda un camino: colocarte de criada.
—¿Criada? —repetí con una espina de ofensa clavada en la voz.
—Es la única solución decente para una chica ignorante. Podría indicarte otras muchas, más provechosas desde el punto de vista material, pero menos admisibles desde el moral.
Recordé con horror la mirada de don Fidel cuando aquella mañana me propuso modificar su horario para hacerme compañía, y decidí seguir el único camino que me brindaba la maestra.
—De acuerdo —dije—. Pero ¿qué debo hacer para llegar a ser criada? Carezco por completo de experiencia.
—Te daré algunos consejos, con los cuales podrás alcanzar una elevada posición en la servidumbre —comenzó la pedagogo invitándome a sentarme.
Y empezó a dármelos, mientras yo los iba recogiendo para guardarlos cuidadosamente en mi memoria.
—Antes de encontrar una casa que te agrade por su buen sueldo y su escaso trabajo, tendrás que recorrer muchísimas a título de prueba. Pero no confieses nunca a tu nueva señora la vida nómada que hayas llevado hasta entonces. La confesión de tus frecuentes cambios de casa hará que las señoras te clasifiquen en el grupo de las «maleadas», y te será muy difícil lograr ser admitida. En el argot de la señorumbre, «maleada» es la chica que, por tener muchas horas de escoba, se limita a hacer estrictamente lo que ella llama «su obligación». Y su obligación, según ella, es no dar golpe. Una «maleada» no cose un botón fuera de cupo ni aunque la aspen y responde a las regañinas de su jefa con desplantes chulapos. Por eso las señoras las prefieren en bruto.
—¿Qué es una criada en bruto? —me informé, deseando conocer todas las castas de mi nuevo oficio.
—La criada en bruto, con perdón, es una mercancía envuelta en refajos, aromatizada con una mezcla de tomillo y cabra, que exportan las aldeas en los trenes-correo. La producción de esta especie doméstica ha disminuido mucho últimamente, estando muy solicitados los escasos ejemplares que andan sueltos por ahí. La señora que caza una de estas perlas, puede darse con un canto en los dientes. (Entre nosotras te diré que esto del cantazo en la dentadura para exteriorizar la satisfacción que un hecho nos produce, es un sistema que me ha parecido siempre no sólo brutal, sino sumamente doloroso; pero cuando la gente lo recomienda, por algo será). El esfuerzo que requiere domesticar una criada en bruto queda compensado por su docilidad, que permite un aprovechamiento total de su recia musculatura campesina en las tareas más rudas y variadas.
—Pero ése no es mi caso —objeté—. Yo no soy una palurda que acaba de llegar del campo.
—No lo eres, pero debes fingirlo —subrayó la maestra con su índice levantado—. Si aspiras a colocarte bien, no te presentes a solicitar la plaza con esos aires de señoritinga que adquiriste en tu roce diario con la ciudad: lávate la cara de polvos y pinturas, date después una tanda de cachetes para que tus mejillas adquieran el salutífero encarnado campestre, envuélvete bien en trapos, como si fueras un paquete postal, y frótate el cuerpo con unas ramas de tomillo y cantueso. El olor a cabra que debe completar tu perfume, te lo proporcionará una breve visita al establo del señor Plutarco. Y cuando te abran la puerta de la casa donde vayas a pretender, baja los ojos al suelo y murmura con humildad: «Vengo de mi pueblo, que se llama Tomasón de los Altos Cuernos». Y la puerta se te abrirá de par en par, mientras la señora sonreirá feliz creyendo haber cazado un auténtico diamante sin pulir.
—Así lo haré —prometí—. Pero ¿qué debo hacer después, cuando ya me hayan admitido?
—Eso no debe preocuparte: la señora te perseguirá constantemente diciéndote lo que debes hacer y criticando lo que hayas hecho. No te esmeres demasiado haciendo las cosas bien, porque a ella siempre le parecerá que las hiciste mal. Preocúpate únicamente de tu persona, y no perdones ninguna oportunidad que se te brinde de cubrir tus necesidades. No te aconsejo que robes, ¡Dios me libre!, pero ¿quién nota en la inmensidad de un armario ropero la desaparición de una pieza insignificante? ¿Qué inventario, por minucioso que sea, advierte en una despensa colmada de víveres la evaporación de dos latas de conservas? ¿Quién no te disculpará si tratas de redondear tu enteco salario con pequeños golpes de mano? Defiende, ante todo, tu nutrición. Antes de sacar una fuente a la mesa de los señores, aparta en un plato la ración que a ti te corresponderá cuando vuelva la fuente a la cocina. Así no corres el riesgo de que, si les gusta mucho el manjar, se lo coman todo y te digan despectivamente que te frías un huevo. Y más adelante, cuando pesques novio, busca una casa donde el señor tenga la misma estatura que él y parecida corpulencia. Poco despabilada serás si no logras equiparle con alguna camisa y unos cuantos calcetines, que le sentarán divinamente. Hasta las párvulas saben justificar esas pequeñas desapariciones, echándole la culpa al viento que zarandeó la cuerda de tender. Y te haré una última advertencia: limítate a los ojos de las cerraduras como observatorios donde aplacar tu sed de curiosidad. Los agujeros con berbiquí en la madera de las puertas, aunque se disimulen con miga de pan mascado o pegotes de engrudo, siempre se notan.
Pertrechada con estos consejos, equipaje al que añadí una maleta de cartón con toda mi ropa, me dispuse a abandonar la casa que me vio nacer; pero como la casa vio mi nacimiento con gran indiferencia, tampoco yo sentía por ella ningún afecto y la dejé sin derramar ni una lágrima.
Don Fidel, aunque herido en sus deseos por mi marcha, se avino a entregarme una pequeña cantidad de sus ahorros en concepto de traspaso por el cuarto con los pocos trastos que contenía. Así quedó liquidado el escenario de mi infancia y de mi adolescencia. Y bajé con precaución la maleta hasta el portal, para evitar la aparatosa escena de despedida que hubiese organizado doña Remedios si llega a verme salir.
Por intermedio del señor Plutarco —en cuya vaquería estuve impregnándome de olor a cabra como me aconsejó la maestra—, encontré colocación. Ya se sabe que los lecheros, panaderos y otros proveedores de artículos de primera necesidad, son también un a modo de alcahuetes que trafican con las chicas de servir.
—A ver si me manda usted una doncella que sea buena —les dicen las señoras como si estuviesen encargando una pierna de carnero, o dos litros de leche recién ordeñada.
La casa en la que me presenté recomendada por el señor Plutarco era de nueva planta, construida en las afueras siguiendo un plan de ensanche remoto todavía. Tan remoto que el edificio limitaba al norte con el campo, al sur con un chamizo llamado presuntuosamente «Fábrica de ladrillos», al este con el final de una calle que moría pocos metros después y al oeste con un garaje mixto para camiones y carros de mulas. La finca tenía seis pisos y ciertas pretensiones ornamentales en su fachada conseguidas con pegotes de escayola. La mayor parte de sus inquilinos, dada la pequeñez de los cuartos y la apartada situación geográfica del inmueble, eran parejas: recién casadas unas y recién liadas otras.
«Mis señoritos», como empecé a llamarles desde el momento en que me admitieron, pertenecían al primer grupo. O por lo menos eso decían ellos. Y debía de ser verdad, porque ella le llamaba a él «Moñoño» y él a ella «Pichirrichina». Y sólo los recién casados son capaces de deformar sus bonitos nombres auténticos hasta convertirlos en esos apodos estúpidos.
«Pichirrichina» —que en realidad se llamaba Pilar sencillamente— me recibió con gran cordialidad e incluso me invitó a sentarme mientras discutíamos el sueldo, días de salida y otras menudencias. Por su cortesía comprendí que era primeriza en eso de tener chacha, pues en cuanto una señora ha tenido sucesivamente once o doce, deja de tratarlas con tantos miramientos. Ella misma me lo confirmó al decirme:
—Usted perdone si no conozco bien las costumbres, pero es la primera criada que tengo. Y es natural, porque también es la primera vez que me caso.
—¿Tienen ustedes niños? —pregunté haciéndome la profesional.
—¡Por Dios, hijita! —se ruborizó—. ¿Cómo quiere que los tengamos, si sólo hace un mes que me casé con mi Moñoño?
—Podían tenerlos de antes —dije yo, para arreglar mi planchazo.
«Pichirrichina», con todos los respetos, era lo que en el teatro se llama «una ingenua» y en la vida corriente «una mema integral». Tenía el pelo rubio, aunque de fábrica le salía moreno, como podía verse en su negrura junto a la raíz. Sus ojos eran blancos, como los de todo el mundo, con el redondelito central azul; pero un azul tan artificial y tan cursi que parecían teñidos también. De cuerpo estaba peor que yo, aunque tenía sus cosas bastante bien puestas.
Al enterarse de mi reciente orfandad se estremeció y me dijo suspirando:
—Yo también, aunque no tanto como usted, soy un poco huérfana: mi madre es viuda de un militar.
—¿En activo o retirado? —pregunté repipi.
—Siendo viuda, es señal de que está retiradísimo.
—Tiene razón —reconocí azorada.
Dejé la maleta en mi cuarto (dos metros y pico de largo, por otros dos sin pico de ancho) y puse manos a la obra. La obra en aquel sitio no era El Escorial precisamente, pues bastaba situarse en el pasillo y soplar con fuerza para quitar el polvo de todas las habitaciones. En cuanto a las comidas que debía preparar, según me dijo la novata señora, eran de una simpleza rayana en la «cafetería».
Se notaba que aquel nuevo matrimonio había basado su economía hogareña en el tradicional principio español «contigo pan y cebolla», que en muchos hogares modestos se aplica casi literalmente. El sueldo de Moñoño, empleado en el Ministerio de Gracia y Justicia, no tenía ninguna gracia porque era demasiado justo. El único lujo gastronómico que permitía era medio pollo dominical, cuyos menudillos ilustraban la paella del lunes y cuyos huesos daban substancia a la sopa del martes. Del miércoles en adelante, se adornaba la vulgaridad de los víveres utilizados con el recuerdo del pollo anterior y la esperanza del pollo futuro. Las cenas tenían siempre carácter de tentempié, y su frugalidad la justificaba Pichirrichina diciendo que después de cenar no hacía falta tenerse en pie mucho tiempo, puesto que en seguida nos íbamos a dormir.
Gracias a esto debuté con éxito como criada para todo, pues muy obtusa hay que ser para no saber pelar unas patatas, cocer unas lentejas y asar un cacho de ave los domingos.
Pronto, sin embargo, tuve que dejar aquella colocación. Y no porque mis señoritos no estuvieran contentos conmigo, sino porque yo no pude soportarles a ellos. No hay nada tan empalagoso como servir a un par de tortolitos recién casados. El almíbar que destilan sus ternezas es tan espeso, que acaba saturando de azúcar la sangre del espectador y produciéndole una enfermedad tan grave como la diabetes.
Parece mentira que una cosa tan agradable como es el amor, pueda causar esos ataques de cretinismo galopante entre quienes lo disfrutan. Porque si la memez de Pichirrichina era notable, la de Moñoño era sobresaliente.
Moñoño, cuyo nombre verdadero era Luis —¡cualquiera averigua las degeneraciones etimológicas en virtud de las cuales un sano Luis a secas se convierte en un enfermizo «Moñoño»!— tenía el aspecto de un polluelo que asomaba la cabeza fuera del cascarón de su primer cuello duro. Reforzaba este símil avícola la delgadez de su cuello, la pequeñez de sus ojos y la rubiez de su pelo, muy semejante a la pelusa amarilla que recubre al pollito cuando sale del huevo.
El amor que sentía Moñoño por su mujer, se manifestaba en escenas de una imbecilidad sorprendente. Una de ellas, la que más me sacaba de quicio, era la que se producía a diario cuando él llegaba a casa: abría la puerta con su llavín, se ponía a cuatro patas y avanzaba por el pasillo imitando con voz atiplada el maullido de un gato.
—¡Miau!… ¡Miau!… —graznaba mimosamente el zángano, poniendo una cara que él creía de gato, pero que sólo era de tonto—. ¿Dónde está mi ratita?
Pichirrichina, al oírle, dejaba todo lo que estuviera haciendo en ese momento, se ponía también a cuatro patas y gateaba con ligereza al encuentro del minino.
—¡Hip!… ¡Hip!… —hipaba la mema en falsete, supliendo con esta arbitraria onomatopeya su desconocimiento del lenguaje ratuno—. ¡Aquí está la ratita del gatazo!
Solían encontrarse los dos mentecatos en el centro del pasillo, y en esa postura indecorosa jugueteaban fingiéndose animalitos.
—¡Fu, fu! —decía él metiendo mano a la rata, que se rendía al primer zarpazo.
—¡Rrrr, rrrrr! —ronroneaba ella, acogiendo con gusto la caricia.
Cuando se aburrían de ser animales cuadrúpedos, recobraban su posición de bípedos, aunque sin dejar de ser animales. Eso, los pobres, no podían evitarlo. En cuanto se ponían de pie, iniciaban otra farsa amorosa más irritante aún que la anterior, a la que yo asistía con los nervios crispados: ambos se fingían niños y hablaban horas enteras empleando un idioma infantil cuajado de diminutivos cariñosos. Esta media lengua suelen utilizarla todos los recién casados en la fase inmediata a su luna de miel, mientras conservan en sus labios el dulzor de la miel que paladearon en la luna. Pero mis señoritos se pasaban de rosca.
Y un domingo ocurrió la tragedia que sólo me costó la colocación, pero que estuvo a punto de costarme una cadena perpetua.
Aquel día como todos los festivos, los tórtolos aprovecharon la mañana de asueto quedándose en la cama hablando de sus cosas. Cuando logré al fin ablandar el medio pollo tradicional, al que tuve que aplicar torturas de checa soviética para vencer su heroica resistencia, les avisé que la comida estaba lista.
Acudieron a ocupar sus puestos en el comedor. Se sentaron tan juntos en una punta de la mesa, que sus platos quedaban tan próximos como los cristales de unas gafas. Y empezaron a mirarse tiernamente, con una ternura muy superior a la que yo había logrado infundir al medio pollo. Procurando no mirarlos, empecé a servir el primer plato. Entonces empezó mi suplicio:
—¿Quiere mi Pichirrichina oto potitín de salsita dita? —preguntó Moñoño poniendo una inmunda voz de niño.
—¡Ti, ti! —palmoteó ella como una chiquilla, en el mismo tono—. ¡Me gusta la salsita calele, cuando me la da mi Moñoño!
Les lancé una mirada asesina, pero mantuve la fuente con firmeza mientras él servía salsa a su mujer continuando el diálogo:
—La salsita calentita es buena para la tipita de mi nena. ¿Quién es mi plincesita monita?
—La Pichirrichina de Moñoño. ¿Y quién es mi plincipón guapetón?
—El Moñoño de Pichirrichina.
Aquello empezaba a ser demasiado y acusé el golpe levemente: mis manos temblaron y se me derramó en el delantal un poco de la salsa que contenía la fuente. Mi señorita, divertidísima por el percance, le dio a mi señorito un codazo en los ijares y gritó señalándome:
—¡Mira qué cotina! ¡La chacha Rosita se manchó de comidita!
—¡Cotina, cotina! —coreó el muy imbécil, riendo y haciéndome burla—. ¿Quiere mi Pichirrichina que le ponga un baberito a la chacha Rosita para que no se manche?
—¡Ti, ti! —celebró la lela con aplausos y carantoñas—, ¡pónselo, para que no le dé azotes su mamina!
Moñoño, juguetón, se levantó de un salto y me ató su servilleta al cuello como si fuera un babero gritando:
—¡Ponte el baberito! ¡Ajito, ajú!: ¡así no se manchará tu camisita ni tu canesú!
Soporté la broma pueril estoicamente, disimulando mis verdaderos sentimientos con una sonrisa que debió de salirme tan cordial como al monstruo del doctor Frankenstein, y me fui a la cocina en busca del medio pollo. Su llegada al comedor fue saludada con nuevos palmoteos de la cretinizada pareja.
—¡Vamos a trinchar el pollito! —dijo Moñoñito, empuñando un cuchillo con decisión—. La pechuguina, para mi Pichirrichina.
—¡Ay, no! —se asustó ella con un mohín de susto—. ¡No tero que trinches al pobre animalín!
—¿Por qué, corazoncín?
—Porque le harás mucha pupa.
—Es verdad —se dio el estúpido una palmada en la frente—, no había yo pensado en la pupa. Pues si no teres que le haga pupa, no lo trincharé, ea —añadió complaciente, deponiendo el arma—. Que lo trinche la chacha Rosita, y mi nena y yo nos volveremos de espaldas para no sufrir.
—¡Eso, eso! —aprobó la desgraciada.
—Toma, chacha. Y Moñoño me entregó el cuchillo.
Su mujer y él se volvieron de espaldas dando grititos, para no ver la endemoniada pupa que yo iba a hacerle al pedazo de animal. Una ola de sangre enfurecida rompió en el dique de mis sienes. La pareja, inerme y vuelta contra la pared, ofrecía al cuchillo que yo empuñaba el objetivo de sus pescuezos sonrosados. Alcé el brazo bruscamente, dispuesta a segar de un solo tajo aquellas vidas idiotas…
Pero antes de que el filo rozara su epidermis, un relámpago de cordura alumbró mi arrebato. Y soltando el arma que el azar puso en mis manos, huí a mi cuarto para hacer rápidamente la maleta.