—¡VAMOS, PELMA! ¡A ver si naces de una vez! —gruñó la comadrona impaciente, dándome unos azotes a través de la piel materna que me albergaba.
—Calma, doña Mínguez —la aconsejó mi padre, que se había sentado en el borde de la cama para calzarse, pues a las ocho entraba a trabajar y ya eran más de las siete—. Puede que la criatura no esté terminada todavía. Quizá le falte algún detalle: el meñique de un dedo, o un cacho de oreja… Hay que dejar a la fábrica que termine el producto antes de lanzarlo al mercado.
Mi madre sonrió satisfecha, aceptando como un piropo que su marido la comparase con una fábrica. Y lamentó no poder echar un poco de humo por las narices, para que la comparación resultara más exacta. Aunque se sintió más importante, no por eso interrumpió su tejemaneje en el refajo de lana que estaba terminando para ponérmelo cuando naciese. Tejía sin cesar, ajena por completo al proceso de dilatación que se operaba en su organismo para darme salida al exterior.
La portera, en cambio, estaba excitadísima, sintiendo en sus nervios todo el sufrimiento que no hacía mella en la reciedumbre de mamá. La pobre mujer sudaba más que una babosa y corría con frecuencia a la cocina, a vigilar una palangana de agua caliente en la que temí pretendiera cocerme al nacer como un cangrejo. Toda la gente del barrio la llamaba doña Mínguez porque sus padres, bastante despistados por cierto, se olvidaron de bautizarla con uno de esos nombres que usan las personas para diferenciarse entre sí. Y para tapar esta laguna de su nomenclatura, hubo que unirle el «doña» con el apellido.
—Pero ¿no siente dolores? —preguntaba doña Mínguez llena de asombro, metiendo la cabeza bajo la sábana en postura de fotógrafo.
—Tanto como dolores… —decía mamá muy tranquila—. A veces noto unas cosquillas, como si se me hubiera metido una hormiga en el ombligo.
—¡Cosquillas! —repetía la comadrona, llevándose las enormes manos a la cabeza y dejándolas un rato allí.
—Si lavara usted a diario un quintal de ropa como yo —explicaba la parturienta con modestia—, esto de dar a luz le parecería tan sencillo como accionar un interruptor eléctrico.
—De todos modos —insistía doña Mínguez—, debería usted tomar un poco de «anistesia».
—¿Y qué es eso? —se informó mi padre, que de medicinas sólo entendía de bicarbonato.
—Un remedio para suprimir el dolor. Es una anestesia económica que he inventado yo, especial para gente humilde: en vez de emplear cloroformo, que resulta carísimo, empleo una botella de anís.
—Es usted una científica de rechupete —elogió papá.
—Al décimo trago la parturienta está «anistesiada» por completo, y pare con la misma alegría que si estuviera bailando un charlestón.
—Eso estará bien para las enclenques —rechazó mi madre con desdén—. Pero a mí déjeme usted de menjurjes.
Y continuó enroscando la lana del refajo en sus largas agujas de calcetar. Era la más serena de todas las personas que se hallaban en la habitación asistiendo al acontecimiento. Gruesa y hercúlea, con su abultado abdomen cubierto por la ropa de la cama, parecía un Buda apacible reclinado en su altar.
A su alrededor, además de mi padre y doña Mínguez, se había reunido una pequeña multitud. En los barrios modestos hay pocas distracciones y un nacimiento viene a ser algo así como una función de circo, sólo que sin música. La multitud de mirones estaba compuesta por dos vecinas fisgonas que se colaron en el cuarto con el pretexto de ayudar, la portera del inmueble con su sobrina, otra portera de una casa próxima, una gata propiedad de un vecino, un gato forastero que debía de ser su novio, y un fumista. El fumista era amigo de mi padre y fue a casa antes de empezar su trabajo para arreglarnos gratis la cocina, que no tiraba bien; pero como con la cocina acabó en un santiamén, se quedó un rato en la alcoba a echar un párrafo, porque era de mucha confianza.
La razón de que todas esas visitas estuvieran hacinadas en la alcoba y no en alguna habitación contigua, como suele hacerse en esos casos, era que en el domicilio de mis padres no existían habitaciones contiguas de ninguna especie. El «apartamento» —así dice la gente fina para justificar la pequeñez de un piso—, se componía de la alcoba monda y la cocina lironda. Había también un cuchitril oscuro con un lavabo, una ducha, y un lo otro. Desde la habitación única se salía directamente a un gran rellano de la escalera, al que daban todas las puertas de las numerosas viviendas en que estaba fraccionado el piso.
La casa, en su remota mocedad, debió de ser cárcel, cuartel o cualquier otra institución para albergar y fastidiar a muchos individuos. Saltaba a la vista que al construirla sólo se pensó en obtener la máxima capacidad con la mínima comodidad, criterio mantenido por el propietario que la adquirió muchos años después para convertirla en viviendas económicas. Sus muros eran delgados, permeables a todas las temperaturas y sonidos. Su escalera era lóbrega, con un tenebroso hueco central que invitaba al suicidio. Su fachada nadie sabía cómo era en realidad, porque siempre estuvo cubierta totalmente por ropas puestas a secar en cuerdas tendidas de ventana a ventana. Era, en resumen, lo que en lenguaje arquitectónico se llama una solemne porquería. Estaba situada en el más humilde de los suburbios madrileños, en una de esas callejas tan abruptas y próximas al campo que no parecen trazadas para automóviles, sino para tractores. Arando un poco sus baches y con el abono natural de las basuras que arrojaban a la calzada las casas limítrofes, podía obtenerse en ella una cosechita de alfalfa muy aparente. Esta vergüenza urbanística se llamaba pomposamente «Calle de Jenaro Benítez». Nadie se molestó nunca en averiguar quién demonios era o fue el tal Jenaro; pero sospecho que debió de ser algún enemigo del gobierno, porque a un amigo no se le hace esa faena. Dar su nombre a aquella zona inhóspita, o al menos muy poco hóspita, más que un honor parecía una venganza.
Los minutos seguían pasando sin que yo me decidiera a asomar las narices fuera de mi refugio prenatal.
—Debe de ser una niña —profetizó el fumista.
—¿Por qué? —le preguntaron.
—Por lo mucho que tarda en acudir a su cita con el mundo —contestó el aludido con una carcajada, asombrado él mismo de haber dicho un chiste tan sumamente ingenioso.
—¿Dónde está mi otro zapato? —indagó mi padre, que continuaba intentando calzarse para ir a trabajar.
Doña Mínguez, con el fin de hacer más llevadera la responsabilidad que pesaba sobre sus hombros, comenzó a «anistesiarse» descaradamente, bebiendo de la botella a chorro.
—¿Cómo piensa llamar a la criatura? —preguntó una de las vecinas.
—Si sigue tardando tanto, la llamaremos pelmaza —rezongó la comadrona, que empezaba a empiriparse.
—Pero no hay ninguna Santa Pelmaza en el santoral —refutó la vecina.
—¿Quiere usted hacer el favor de levantar el pompis para ver si está mi zapato en el asiento de la silla? —rogó mi padre a la portera.
—Esto de nacer parece cosa de magia —filosofó el fumista moviendo el testuz de norte a sur.
—Ya, ya. Se ve y no se cree —apoyó la portera de la casa próxima.
—Yo siempre he dicho que la Naturaleza es muy sabia —se pavoneó el fumista, como si él fuese el único paladín que defendiera la sabiduría de la Naturaleza, negada por el mundo entero.
—Muy sabia tiene que ser para fabricar los seres vivos con esa facilidad pasmosa —concluyó la otra vecina—, un achuchón y ¡zás!, criatura al canto.
—¿Ninguno de ustedes ha visto mi zapato? —insistió papá andando a gatas entre los pies de los mirones.
—No. Pero le ayudaremos a buscarlo para que nos deje en paz —dijo la portera.
Y todos se pusieron a cuatro patas para buscar el zapato de mi padre, que se estaba poniendo pesadísimo con su dichoso zapato. En esta búsqueda andaban cuando llamaron a la puerta.
—¿Se puede? —preguntó una voz de hombre desde fuera.
—Sí se puede, pero no se cabe —contestó la vecina.
—¡Dios mío! —se apuró mi madre, que había reconocido al que llamaba—. Pero ¡si es don Fidel!
—¿Don Fidel? —repitió mi padre, dejando de buscar su zapato—. ¿Tan temprano?
—Es su hora: acaban de dar las ocho.
—¡Pañoleta! —exclamó el autor de mis días, que en presencia de extraños sabía sustituir las palabrotas por palabritas—. ¿Y qué vamos a hacer? ¡Con las malas pulgas que tiene el interfecto!
Don Fidel, como sabrá el lector tan pronto como yo se lo explique, era un inquilino al que mis padres habían realquilado su habitación para que la habitase durante el día. Todas las mañanas, a las ocho en punto, cuando ellos se habían ido a sus tareas respectivas, llegaba don Fidel y tomaba posesión del cuarto hasta las siete de la tarde. Este individuo estaba colocado de vigilante nocturno en los importantes Almacenes Popelín, y su trabajo terminaba a las siete y media de la mañana. Se iba entonces a casa, se acostaba en el lecho aún caliente, dormía, preparaba después su propio almuerzo y salía antes de que regresaran mis papás. Con la cantidad que abonaba don Fidel en concepto de realquiler, pagaban ellos casi toda la renta del pisejo. Gracias a esto no se asustaron cuando me vieron venir, pues habían ahorrado unos durillos para hacer frente a los gastos que acarrearía mi entrada en el censo capitalino. El vigilante de los Almacenes Popelín era un hombre ya maduro, cascarrabias y poco sociable. Le agradaba su horario de trabajo porque gracias a él reducía al mínimo el contacto con sus semejantes, que siempre le desagradó: ellos dormían cuando don Fidel trabajaba, y don Fidel viceversa cuando ellos viceversa. Se sentía feliz vagando de noche como un fantasma por las naves desiertas del gran establecimiento textil, y retirándose a las tinieblas de su letargo diurno cuando los gallos anunciaban el despertar de la ciudad. Era, en fin, un misántropo modesto que al no poder costearse la lujosa soledad de un castillo con mil hectáreas de parque, eligió el oficio donde más oportunidades vio de practicar la misantropía.
—Sal y explícale la situación. Dile que haga el favor de esperar un momento, que procuraré parir en un periquete para dejarle la cama libre —dijo mamá a papá, temerosa de perder un ingreso fundamental para la economía hogareña.
Mi padre, sin haber hallado aún su zapato extraviado, salió a conferenciar con el enfurecido don Fidel, que exteriorizaba su impaciencia aporreando la puerta.
—Don Fidel está que trina —informó al volver de su gestión—. Dice que ya podíamos haber elegido otra hora para ponernos a parir como unos conejos.
—Es que como soy primeriza, no calculo bien —se disculpó mi madre—. Sácale una silla a la escalera para que se siente, y ofrécele un pedazo de pan con chorizo para que se distraiga.
—El chorizo le ha calmado un poco —volvió papá al poco rato—. Pero insiste en que a ver si pares de prisita, que está muerto de sueño.
—¡Parirá cuando le salga de la matriz! —chuleó doña Mínguez, que ya andaba muy cerca de la «anistesia» total.
—Yo —dijo una de las vecinas para rellenar la espera con un poco de conversación— tengo un hijo que se llama Luis, como su padre.
—Pero ¡si su marido se llama Juan! —observó la portera.
—Por eso está tan furioso conmigo —concluyó la vecina poniendo carita de mosca muerta.
Por mi parte, aunque nadie se daba cuenta, hacía grandes esfuerzos para nacer porque ya estaba hasta la coronilla de tanta gestación. Y cuando al fin lo conseguí, poco faltó para que me cayera de cabeza desde la cama al suelo por estar la comadrona enfrascada en la frasca del anís.
El fumista fue el primero en darse cuenta:
—¡Miren! ¡Allí, debajo de la ropa, hay algo que se mueve!
Doña Mínguez volvió a adoptar bajo la sábana su postura de fotógrafo y, al cabo de un momento, me sacó a la curiosidad general agarrada por los pies como una liebre.
—¡Es una niña de tres kilos y poco pico! —proclamó, sopesándome con pericia.
Sonaron entre los presentes algunos aplausos dedicados a mi madre, equivalentes a los que se dedican en el circo al prestidigitador que logra sacar de su chistera una paloma. Pero fueron aplausos tibios, pues mi peso y mi sexo reducían la magnitud de la proeza.
—¿Está usted segura de que es niña? —preguntó mi padre, con unas hilachas de decepción adheridas a su voz.
—¡Si lo sabré yo! —se pavoneó doña Mínguez, presumiendo de sus profundos conocimientos ginecológicos como el gourmet que sabe distinguir el pato de la oca.
Debí de comprender que no me recibían con demasiado entusiasmo porque aguanté siete azotes en las nalgas sin atreverme a llorar. Al octavo, que me puso el pellejo en carne viva, estallé en un llantito tímido y sin lágrimas.
—Ya he conseguido ponerla en marcha —resopló doña Mínguez con cara de chófer que logra arrancar un motor después de hurgarle mucho rato en el ombligo con la manivela.
Mi madre puso punto final al refajo que estaba tejiendo, y me empaquetó en él atándome después con un cordelito. Papá, con el pretexto de que seguía buscando su zapato debajo de la cama, ni siquiera me miró.
Se oyeron golpes en la puerta y la voz impaciente de don Fidel que protestaba:
—¡A ver si echamos eso fuera de una endemoniada vez, demontre, que no soy ninguna cigüeña para dormir de pie!
La sobrina de la portera salió a comunicarle que ya habíamos parido, y que hiciera el favor de esperar un momentín porque en seguida le dejaríamos la cama libre.
Se hizo en el cuarto un silencio embarazoso, debido a que nadie era capaz de discurrir una felicitación sincera para paliar el disgusto de mis padres.
Por suerte el anís había caldeado la lengua de doña Mínguez y ella fue la que rompió el hielo con esta frase consoladora:
—Peor hubiera sido que, en vez de tener una niña, hubiesen tenido una mona.
—Tiene razón —reforzó una de las comadres apoyando a la comadrona—. Y no sería de extrañar. Como su padre es tan peludo…
El público empezó a desfilar, esforzándose en decir una amabilidad al despedirse.
—No se preocupe —dijo la portera que era una inculta de siete suelas—, a lo mejor, al crecer, se pone hecha un hombre.
—La acompaño en el niñamiento —dijo una de las vecinas, cuyo marido había trabajado de cochero en unas Pompas bastante fúnebres, gracias a lo cual sabía dar unos pésames muy oportunos.
—Tampoco es tan grave la cosa —remachó el fumista para acabarlo de arreglar—, para cuatro días que vivirá la criatura…
Y se fueron escalera abajo, criticando a mi mamá por no haber sido capaz de dar a luz un varón. Tener una hembra, entre las clases humildes, es un lujo comparable a tener una langosta cuando el salario sólo alcanza para un potaje. La mujer, como el zapato de tafilete, es un artículo de lujo. Y el hombre, como la bota de becerro, un artículo de primera necesidad.
Cuando mis padres se quedaron solos, suspiraron sencillamente. No dijeron nada porque todas las palabras que acudían a las puntas de sus lenguas estaban cargadas de reproches. Cada cual, «in mente», culpaba al otro del tremendo error de fabricación que mi sexo suponía. Pero ya no había remedio y se limitaron a decir:
—Otra vez será.
No hubo tiempo para más comentarios porque don Fidel, que se moría de sueño en el descansillo, insistió en sus mamporros a la puerta para reclamar sus derechos al colchón en comandita.
—¡Ya va, ya va! —le aplacó mi madre levantándose y vistiéndose a toda prisa, pues también ella tenía mucho quehacer y se había retrasado por culpa del dichoso parto.
Cuando estuvo vestida estiró las sábanas, mulló la almohada, y puso un poco de orden en la habitación. Llevó a la cocina la palangana de agua caliente y recogió los accesorios de mi venida al mundo, que andaban desperdigados por todas partes.
—Da pena tirar una placenta tan nuevecita —dijo doblándola cuidadosamente como haría una mecanógrafa con la funda de hule de su máquina.
—Pero ¿vas a guardarla? —se extrañó papá, que al fin había encontrado su maldito zapato y se lo estaba poniendo.
—Pues claro: quizá pueda servir para otra vez.
Por fin el cuarto estuvo listo para recibir a don Fidel, el cual entró como una tromba en cuanto le abrieron la puerta y se acostó sin dar los buenos días.
—¿Qué hacemos con «esto» hasta que volvamos?, dijo mi padre.
«Esto» era yo, que yacía empaquetada en mi refajo encima de una silla.
—Se la dejaremos al señor Plutarco, el de la vaquería —decidió mi madre echándome sobre el cestón de ropa lavada que debía entregar aquella mañana.
—Bien pensado: así, si tiene hambre, puede darle un chupetón a una vaca.
Y mis padres, con el cestón a cuestas, salieron del «apartamento» cerrando la puerta con cuidado para no despertar a don Fidel.