7

Fui encerrado en una habitación del palacio, no muy lejos del lugar donde Roger había sido asesinado; y allí permanecí, escuchando a través de las ventanas los gritos desesperados y el lejano tumulto de la carnicería.

Más tarde, cuando hacía mucho que todo se había acallado, la puerta de roble de mi estancia se abrió y vi aparecer la gordezuela figura de Marulli.

Avanzó unos pocos pasos hacia mí, y se detuvo contemplándome.

—Qué honor —dije con tono burlesco—. ¿Envían a todo un Gran Mariscal del Imperio para matarme?

Marulli me estudió con una expresión de pena en su ancho rostro, y dijo:

—No he venido a hacerte ningún daño, Ramón, y debes saber que lamento profundamente todo lo sucedido.

Hice una mueca de cínica amargura.

—¿Lo lamentas? ¿Acaso quieres hacerme creer que toda esta traición ha sido exclusivamente obra de los alanos y genoveses? ¿Que la guardia del Imperio no ha tenido nada que ver? Por favor, Marulli, no te burles de mi inteligencia.

—No es eso, xor Miguel preparó cuidadosamente esta encerrona para Roger, pero eso no significa que yo considere honorable lo que aquí ha sucedido.

—Pues vaya, me siento más aliviado —le espeté.

Marulli hizo una mueca, y dijo:

—Merecemos tu sarcasmo, Ramón, pero debes saber que los almogávares también merecían ese final por todo el dolor que han causado entre nuestras gentes.

Es posible, pensé; pero la verdad es que todo aquello me importaba ya bien poco.

Otras causas seguían pareciéndome prioritarias; y le conté a Marulli nuestro viaje a Oriente y cómo encontramos la ciudad de Apeiron.

Al terminar la expresión de Marulli no había cambiado.

—No puedo creer nada de lo que has dicho —dijo—; pero tampoco puedo entender tus motivos para contarme una historia como ésa, y esto me preocupa.

—No me importa si tú me crees o no —dije impaciente—; conozco el camino hasta la ciudad del Preste Juan y puedo conduciros a ti, y a cuantas tropas del Imperio pueda mandar xor Andrónico. Vuestros catafractos, armados con los pyreions explosivos que yo os enseñaré a construir, liberarán fácilmente la ciudad del asedio de los tártaros…

—Pero ¿qué dices? —Marulli sacudió la cabeza desconcertado—. ¿Crees que el Imperio puede tener algún interés en embarcarse en una aventura expansionista como ésa? Llegas quinientos años tarde para eso, Ramón; lo único que ahora interesa al Emperador es mantener el remedo, al menos, una generación más. Sólo eso. Roger de Flor era el peligro más inmediato, y ya ha sido eliminado. Fuera de eso, de ir colocando parches conforme las heridas se van abriendo, nada importa a xor Andrónico, ni a su hijo Miguel el Basileo.

Me dejé caer abatido sobre una de las sillas de la estancia.

—En ese caso, déjame en paz o acaba también conmigo.

Me sentía desesperado. No quería seguir viviendo con la certidumbre de que Apeiron estaba agonizando, y yo no podía hacer nada para evitarlo.

Toda mi vida había sufrido esa misma sensación de impotencia; había recorrido el mundo una y otra vez para mostrarle mi verdad a los príncipes y jefes de la Iglesia, pero jamás me había acompañado el éxito en la empresa de convencer a los demás de algo en lo que yo creía firmemente.

—No te traigo la muerte, sino tu salvación y la de dos capitanes almogávares…

Levanté los ojos hacia él.

—Dos almogávares de la escolta de Roger se han mantenido con vida hasta ahora refugiándose en el campanario de una de las iglesias de la ciudad. Al menos uno de ellos es un arquero diabólico que desde la torre ha acabado a flechazos con más de treinta genoveses. Y han aprovechado la oscuridad y la estrechez de las escaleras que llevan a la torre, para degollar a cuantos alanos intentaban llegar a ellos.

Tuve una intuición:

—¡Guzmán y Guillem!

—No conozco sus nombres —me respondió Marulli.

Pero yo estaba seguro de que se trataba de ellos. No podía creer que después de todo lo que habíamos pasado juntos, aquellos dos bravos hubieran sido abatidos tan fácilmente. Aunque esto era, por supuesto, más un deseo que una certeza, pues había visto caer al poderoso Sausi Crisanislao ante mis ojos, despedazado por una jauría de cobardes traidores; mientras intentaba salvar la vida de su Capitán, Roger de Flor. El hombre que una vez le condenara a muerte.

—Esos dos siguen allí —continuó diciendo el capitán griego—, y disponen además de un arma mágica que parece obra de Satanás: ¡Un trueno horrible que es capaz de matar a un hombre a gran distancia!

El pyreion que llevaba Guzmán. Ahora estaba seguro de que eran ellos, y sentí una gran alegría por esta certeza.

Marulli me observó con cuidado, y preguntó:

—Tú sabes de lo que estoy hablando, ¿no es cierto? Siempre has tenido fama de hechicero. ¿Es esa arma que hace estallar el trueno producto de tu ciencia alquímica?

—No —respondí—; se trata de un pyreion explosivo, y es producto de la ciencia de la ciudad del Preste Juan de la que antes te he hablado. La misma ciencia que en el pasado creó el fuego griego.

Marulli sacudió la cabeza para indicarme que no quería seguir oyendo hablar de esto. Su órdenes eran muy claras, y aquel hombre carecía del más mínimo rastro de imaginación. Era como intentar razonar con un autómata.

—Eso no importa —dijo—; porque tus amigos siguen allí encerrados, y con estas armas fabulosas, no tenemos forma de desalojarlos, si no es por hambre.

—Pero el Basileo no quiere esto —comprendí.

—No, es cierto —admitió Marulli—. Xor Miguel está hastiado de tanta sangre, prefiere mostrarse misericordioso con esos valientes, y dejarlos marcharse contigo.

Era fácil comprender por qué. Aquellos dos bravos almogávares eran un grano en su fácil y rápida victoria sobre los catalanes. Xor Miguel no podría exhibir su traicionera acción ante su padre el Emperador mientras Guillem (si realmente se trataba de él) siguiera abatiendo a cuanto transeúnte se aventurara a cruzar bajo la sombra de aquella iglesia. Ante un problema así, era mejor mostrarse magnánimo, o recurrir nuevamente a las artes de la traición.

—¿Cómo pueden saber ellos —le pregunté con una mueca de ironía en mis labios— que xor Miguel Paleólogo, con su promesa de dejarlos marchar no quiere otra cosa que hacerlos salir de la torre para ejecutarlos inmediatamente?

Marulli sacudió la cabeza negando.

—No es así; pero, desde luego, tenéis derecho a desconfiar. Por eso, el Basileo quiere daros garantías. Doña Irene os acompañará una parte del camino, hasta que os sintáis seguros en los territorios del Imperio ocupados por los catalanes. Xor Miguel sólo desea pediros que les transmitáis al resto de los capitanes de Roger el deseo del Imperio de dar por concluidas las hostilidades entre nosotros. Roger de Flor ha pagado sus crímenes con la vida y, consumado esto, xor Miguel ya no alberga ningún deseo de seguir peleando, y os pide que abandonéis pacíficamente las tierras del Imperio.

Te vas a hartar de guerra, griego —pensé—; esto no ha hecho más que empezar.

Pero no podía imaginar lo exacta que iba a ser mi predicción.