Esa noche, tras la cena, Roger de Flor nos dio más detalles de lo sucedido desde aquel día en que nos separamos del grueso del ejército almogávar para buscar la ciudad del Preste Juan.
Tal y como habíamos supuesto todos, lo de Bulgaria era sólo un engaño para sacar a los almogávares de Anatolia. Las tropas de Roger estuvieron dando vueltas arriba y abajo por toda Bulgaria, y las pagas no llegaban nunca; tan sólo cartas de Andrónico en las que se daban largas y vanas esperanzas de cobrar algún día.
Finalmente, Roger, harto de todo ese juego, regresó a Anatolia.
—Dejando un reguero de sangre griega allí por donde pasabais —le acusó doña Irene. Además de los cuatro que habíamos regresado de Oriente, se sentaba en la mesa, junto a Roger, su lugarteniente Berenguer de Rocafort, y un ministro del Imperio fiel a doña Irene; un noble griego con aspecto de galgo viejo, llamado Canavurio.
—Bandas de desertores catalanes se han enseñoreado por los caminos griegos —siguió diciendo doña Irene—, y desvalijan a cuanto viajero cae en sus manos.
—Es posible —admitió Rocafort—; pero los hombres se están volviendo cada vez más incontrolables. Algunos incluso pasan hambre y privaciones, y en esas circunstancias se ven en la obligación de tomar cuanto precisan de las poblaciones griegas.
—Lo que hace cada vez más improbable que mi hermano os pague algún día —apostilló la mujer.
Roger pidió silencio a su amigo y a la madre de su esposa, y siguió contando los desdichados acontecimientos de aquel último año:
—Cansados de deambular por Asia, cruzamos el estrecho de los Dardanelos y nos instalamos en Gallípoli. Desde aquí le mandamos un ultimátum al Emperador; le pedimos que nos pagara y que así continuaríamos a su servicio con mucha fidelidad, prometiéndole que castigaría los excesos de aquellos almogávares que se atrevieran a ofender o maltratar a los pueblos amigos. Andrónico me respondió que deseaba entrevistarse conmigo en persona, para lo que me invitaba a su Palacio en Constantinopla. A lo que me negué; pidiéndole una vez más que nos abonara su deuda. Y él intentó saldarla con esto…
Roger me envió una moneda rodando sobre la mesa. La atrapé y la acerqué a la luz de las velas. Era una moneda desconocida para mí, parecida a los ducados venecianos.
—¿Qué es? —pregunté a Roger.
El Capitán hizo una mueca burlona y dijo:
—Andrónico los llama vintilions; los hizo acuñar específicamente para nosotros. Pretendía que su valor era de ocho dineros barceloneses, pero en realidad no llega a los tres dineros. ¡Y con esa moneda devaluada pretendía saldar tan sólo una mínima parte de su deuda! ¡Bonita operación! —exclamó Roger, dando un sonoro golpe a la mesa—. Lo peor fue que consiguió engañarnos como a estúpidos; aceptamos la moneda e intentamos ponerla en circulación. Pero los mismos griegos rehusaron aceptarla…
Y así empezaron muchos de los conflictos con la población nativa, comprendí. Donde fallaba la capacidad adquisitiva de esa moneda falseada por Andrónico, los almogávares, tal y como era su costumbre, reforzarían su valor real con el acero de sus armas. Imaginé las muertes y sufrimientos que esto debió de provocar entre los pacíficos comerciantes griegos; de repente aquellos latinos habían dejado de ser sus defensores para convertirse en sus verdugos.
Pregunté qué había sucedido a continuación, y Berenguer de Rocafort tomó la palabra, y dijo:
—Andrónico mandó a su esbirro, ese gordinflón de Marulli, que pretendía ser el buen camarada de armas de Roger desde Artaki, y que quería entrevistarse con el Capitán para convencerle de que viajara con él hasta Constantinopla. Para asegurarse de que yo le apoyaría en sus pretensiones, me hizo llegar previamente un valioso presente. —Rocafort soltó una seca risotada, y dijo—: Yo intercepté su galera antes de que entrara en los Dardanelos, y le devolví los treinta vasos de oro y plata con los que había pretendido sobornarme. Luego recogí todas las insignias y honores concedidos por el Imperio; el bonete de megaduque, el sello y el bastón de mando, y los arrojé delante de él para que fueran tragados por las aguas del Bósforo. Ése fue mi escupitajo de catalán a la faz innoble de ese griego.
Doña Irene se revolvió en su asiento, y dijo que, mientras Rocafort realizaba esas exhibiciones de dudosa utilidad, ella se había preocupado de mantener abierta la línea de comunicación con Andrónico. Canavurio, su ministro, había llevado las negociaciones; de Constantinopla a Gallípoli y de Gallípoli a Constantinopla.
Canavurio carraspeó, y empezó a hablar con una voz potente y bien templada.
—La situación es la siguiente, protosebasto —dijo el griego dirigiéndose a mí—; la postura de xor Andrónico es implorante; no tiene dinero para liquidar las soldadas de los almogávares, aunque no puede menos que reconocer la razón que les asiste. La del César es exigente; las tropas necesitan cobrar, aunque bien es cierto que no ignora la precaria situación de la hacienda del Imperio. Es decir, se distribuye la razón, se hacen concesiones morales que, si bien no cuentan gran cosa a la hora de liquidar, deja a ambas partes un asidero dialéctico, un punto en el que apoyarse para la negociación. El Emperador tiene ahora una nueva propuesta… A falta de una satisfacción material —siguió diciendo el ministro mientras desenrollaba un pergamino marcado con el sello imperial—, apunta una satisfacción honrosa, un lavado del honor almogávar. Que él no pueda pagar en buena plata, no quiere decir que no quiera hacerlo en, a su juicio, mejor especie —leyó—: «en concesiones señoriales en las provincias de Asia, como feudo a los ricoshombres y caballeros catalanes y aragoneses. Con la obligación por vuestra parte de que siempre que seáis llamados y requeridos por él o por sus sucesores, acudáis a servirle a su costa, y que el Emperador no estuviese obligado a dar, después de la conclusión de este trato, sueldo alguno a la gente de guerra; sólo había de socorreros cada año con treinta mil escudos y veinte mil modios de trigo».
Cuando terminó de leer, enrolló con cuidado el documento, y me lo pasó.
—Y en ésas estábamos en el momento en que llegasteis —concluyó Roger.
—¡Basura griega! —escupió Berenguer de Rocafort—. Los hombres ya están hartos de las mentiras y las falsas promesas de Andrónico. No aceptarán más tratos.
—Creí que era el Capitán Roger de Flor quien tenía que aceptarlo o no —dijo doña Irene con tono irónico—. ¿Estaba equivocada?
Dejé a un lado el pergamino, sin intentar leerlo.
—Nada de esto tiene ya ninguna importancia, Roger —dije—; porque encontramos lo que fuimos a buscar en Oriente…
—¿Qué quieres decir? —preguntó Rocafort—. ¿El Reino del Preste Juan?
A continuación hice un minucioso relato de todo lo que nos había sucedido desde que emprendimos nuestro viaje hacia Oriente. Cuando terminé, tiempo después, la noche era ya muy avanzada, y en los rostros de Rocafort e Irene se dibujaba el asombro y algo de escepticismo. Pero no en el de Roger, que sonreía con satisfacción.
—Ciertamente es un historia difícil de creer —dijo Berenguer de Rocafort rascándose la piel bajo la barba.
—Pues es la verdad —dije, y le ordené a Sausi que les mostrara algunas de las maravillas que habíamos traído con nosotros. Las asombrosas heliografías de Apeiron fueron pasando de mano en mano por todos los comensales, y después Guzmán y Guillem hicieron en el patio una demostración del temible poder de los pyreions.
—Nunca hubiera dudado de tu palabra —me dijo Roger más tarde, de nuevo en el salón—, pero no alcanzo a imaginar lo que esto va a suponer a partir de ahora para todos nosotros.
Berenguer de Rocafort entrecerró los ojos, y dijo:
—Para empezar deberías intentar recuperar la fe de tus hombres; que están cansados, hartos de no recibir las pagas y faltos de moral por la lejanía de su tierra.
Vi cómo estas palabras afectaban a Roger, que pensaba que la fidelidad de sus almogávares era algo que no tendría que cuestionarse nunca.
—Ha sido un día demasiado largo-dijo poniéndose en pie. —Mañana me ocuparé de esos asuntos. Ahora necesito un descanso.
Mientras abandonaba el salón, su mirada se cruzó con la mía; y creí descubrir en ella una especie de indiferencia que me asustó. Roger estaba ciertamente cansado por el curso que habían tomado los acontecimientos. Y la huida de su esposa a Constantinopla le hacía contemplarlo todo con un peligroso distanciamiento emocional.
Pensé que en esos momentos su actitud podría resultar fatal. Como así resultó ser.