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Roger de Flor había instalado su cuartel general en Gallípoli, y la ciudad estaba rodeada por un anillo de campos quemados y griegos empalados. El aspecto era desolador; caminamos durante horas rodeados de cadáveres que se pudrían al sol.

Horrorizado, pregunté qué había pasado allí a uno de los almogávares que nos había acompañado desde Filadelfia, y con quienes habíamos cruzado los Dardanelos.

El hombre, encogiéndose de hombros, respondió simplemente que los griegos se negaban a pagar.

Gallípoli era una ciudad aterrorizada por el dominio almogávar. Los griegos contemplaron nuestra llegada a través de las rendijas de las ventanas de sus casas, rodeadas de basura, excrementos y ratas. Los almogávares corrían por las calles, borrachos y cargados de botín de saqueo.

El Capitán Roger de Flor nos recibió en la sala de banderas de lo que había sido el palacio del gobernador. Su aspecto era de profundo agotamiento y desesperación.

Parecía sólo un espectro del hombre que habíamos dejado al inicio de nuestra aventura. Sus ojos estaban hundidos, y sus ropas sucias y descuidadas.

—Te creía muerto hace mucho, viejo —me dijo Roger, apenas nos tuvo ante él.

No era exactamente el recibimiento glorioso que yo había esperado.

—Lo conseguimos, Roger —le dije—; dimos con la ciudad que soñabas.

Él nos contempló cuidadosamente a los cuatro; observó con detenimiento, pero sin emoción, los pyreions que los tres almogávares llevaban al hombro, y su vista se detuvo en mi brazo en cabestrillo. Y dijo con expresión cansada que ojalá pudiera creerme.

—Me creerás, Roger —le dije con una sonrisa de confianza—; me creerás…

El Capitán ordenó a uno de sus sirvientes que nos condujeran a los alojamientos del palacio, y dijo que esa misma noche, durante la cena, tendríamos ocasión de hablar.

Mientras me lavaba y cambiaba mis ropas, manchadas por la sangre de un centauro, doña Irene llamó a mi puerta, y al entrar en la habitación, sus ojos se llenaron de lágrimas de felicidad por verme de nuevo.

Afirmó haber estado segura de que yo habría perecido en aquella loca aventura; y le rogué que me diera detalles sobre lo acontecido desde nuestra marcha.

—Todo ha ido mal —dijo ella—. Todo se ha convertido en una locura.

Pregunté por doña María, la esposa de Roger; y ella respondió que su hija había regresado a Constantinopla. Ella misma se lo había ordenado, pues consideró que sólo así tendría la joven princesa una oportunidad de sobrevivir cuando todo acabara.

—¿Cuando esto acabe? —pregunté.

—Roger ha enloquecido, y su locura será el final de todos nosotros —dijo ella.

Pregunté por qué entonces permanecía ella junto al Capitán.

—Yo soy vieja, pero mi sacrificio puede ser suficiente para aplacar a los dioses —fue su enigmática respuesta.