Corrí hacia la salida y miré atónito hacia el exterior. Una espectacular batalla se estaba desarrollando sobre la cuadrícula de losas de mármol anaranjado.
El aeróstato Paraliena había penetrado en el inmenso recinto, y flotaba entre el suelo y el techo de mármol. Un enjambre de guerreros kauli giraba en torno a él. Los dragones habían abierto orificios en la cubierta de lona superior de la nave, y allí habían instalado los más potentes sifones de fuego griego. Los kauli caían al suelo envueltos en llamas antes de que pudieran siquiera acercarse. Ardían en el aire y sobre las losas de mármol, chocaban entre ellos, contagiándose las llamas. Estaban perdiendo.
Un grupo de centauros luchaban en el suelo contra tres caballeros caminantes que avanzaban imparables dejando un sangriento rastro de cadáveres mutilados, mitad hombres, mitad toros, amontonados confusamente a su paso.
Almogávares y dragones avanzaban protegidos por los tres autómatas gigantes hacia la entrada de la cueva donde yo estaba. Al frente de ellos reconocí a Joanot y a Sausi, abriéndose paso a machetazos entre los centauros. También vi a Mirina, que cargaba con un potente sifón de fuego griego. Varios almogávares y dragones cayeron bajo las hachas de los centauros antes de que lograran llegar a las escaleras que conducían a la entrada de la guarida de la Parca, pero los caballeros caminantes crearon una barrera defensiva para los guerreros humanos. Cualquier centauro o kauli que intentara atravesarla era rápidamente incinerado, o partido en dos de un mandoble.
Los campeones humanos cubrieron a saltos los mil escalones que llevaban hasta la boca de la cueva útero. Una decena de centauros, liderados por el de la melena rojiza, les aguardaban en lo alto de la plataforma, frente a la entrada circular de la cueva.
Lanzando horribles aullidos, cargaron contra los humanos apenas les vieron pisar el último peldaño.
Surtidores de fuego griego rociaron de llamas a los centauros de la plataforma. Joanot, Sausi y varios almogávares corrieron hacia los monstruos llameantes, y les golpearon con sus espadas en las patas delanteras, obligando a las bestias a caer de bruces.
Uno de los caballeros caminantes ascendía lentamente por las escalinatas. Era una operación difícil para el autómata, y el titiritero la ejecutaba con mucho cuidado.
Algunos kauli se lanzaron entonces contra aquel caballero, y revolotearon a su alrededor, golpeándole con sus alas de acero, intentando hacer caer al autómata y a su titiritero por el borde de la escalinata. Pero el caballero caminante los roció de fuego griego con su brazo-sifón, y a uno de ellos lo partió en dos en pleno vuelo; librándose de los kauli como si no fueran más que molestos insectos.
El autómata alcanzó entonces la plataforma donde seguía el desesperado combate entre hombres y centauros.
Joanot y Melena Roja habían reiniciado su duelo interrumpido.
El valenciano fintaba diestramente alrededor del monstruo que tenía parte de su piel abrasada y un lado de su bestial rostro destrozado por las llamas. Pero esto no parecía haberle hecho perder ni un ápice de fuerza y coordinación a Melena Roja, que lanzaba su enorme hacha una y otra vez hacia Joanot, empujándolo lentamente hacia el borde de la plataforma. El monstruo bramaba con si hubiera enloquecido; su rostro quemado estaba contraído en un mueca espeluznante que mostraba sus grandes dientes amarillentos.
Los talones de Joanot tocaron entonces el borde de la plataforma de mármol, y el valenciano comprendió que ya no podría retroceder más. Entonces hizo algo sorprendente y desesperado; lanzó su espada contra Melena Raja, y el monstruo la apartó a un lado con un golpe de su hacha. Joanot había quedado desarmado, pero aprovechó el instante de sorpresa del centauro para escurrirse entre las patas de la bestia. Después, de un salto, se plantó sobre la ancha grupa de Melena Roja.
Al notar al humano sobre su espalda, el centauro se encabritó sobre sus cuartos traseros, intentando derribar a su indeseado jinete; pero Joanot se sujetó con fuerza a la melena del centauro, y descubriendo una corta daga, la clavó una y otra vez entre los omoplatos del monstruo. Melena Roja, pareció volverse loco de furia; empezó a girar sobre sí mismo, como un perro que intentara atraparse la punta de su cola, mientras sus bramidos retumbaban frenéticos, e intentaba coger al humano de su espalda girando sus brazos hacia atrás. Pero Joanot se apretó contra el torso semihumano del centauro; y, pasando el brazo que empuñaba la daga por encima de los anchos hombros de Melena Roja, lo degolló limpiamente.
La sangre manó a borbotones de la herida, y el aullido de la bestia se transformó en un sofocado gorgoteo. Joanot se dejó caer por el flanco del monstruo, y contempló, aún en guardia, cómo éste trastabillaba ciegamente hasta el borde de la plataforma, y se despeñaba herido de muerte.
Joanot recuperó su espada del suelo, y corrió hacia sus compañeros.
La plataforma había sido despejada de centauros por los almogávares y dragones ayudados por el incontenible poder del caballero caminante; y Joanot se unió a Sausi y a Mirina que avanzaban, ya sin ninguna oposición, hacia la entrada de la cueva útero.
Joanot fue el primero que me reconoció. Se quedó inmóvil, mirándome incrédulo.
—¡Ramón! —exclamó—. ¡No puede ser!
Sausi y Mirina se volvieron a la vez, y la sorpresa también se reflejó en sus rostros.
Joanot caminó hacia mí, pero no se acercó más allá de la distancia que le daba su espada que ahora chorreaba sangre sobre el pavimento.
—Vimos cómo Melena Roja te llevaba con él —dijo entrecerrando los ojos—. No puedes estar vivo, viejo.
—Lo estoy, créeme —dije, intentando sonreír.
¿Lo estaba? Hasta un momento antes yo también había pensado que había muerto. Incluso había visto a mi Amada muerta conducirme hasta las puertas de la guarida de la Parca.
Pero ahora sólo me sentía confuso, y no tenía fuerzas para convencer a Joanot.
—¿El Adversario está ahí dentro? —preguntó el valenciano mirando con recelo hacia el oscuro interior de la cueva.
Me interpuse en su camino.
—Espera, debemos hablar.
—¿Hablar? —rió Joanot—. No es momento de hablar, viejo.
—Si matáis a esa criatura desencadenaréis una enfermedad que exterminará toda la vida sobre la Tierra.
Sausi y Mirina ya habían llegado junto a nosotros. Los dragones habían formado un semicírculo defensivo alrededor de la puerta, e incinerarían a todo aquél, centauro o kauli, que intentara atacarnos.
—Puedes estar bajo el poder del Adversario —dijo Mirina—, o ser una de sus criaturas que ha adoptado la forma del anciano.
¿Cómo podía convencerles de lo contrario si yo mismo no estaba seguro de esto?
Mirina preparó su sifón de fuego griego, y avanzó resueltamente hacia el interior de la cueva. Al pasar junto a mí, vi cómo su cuerpo se transformaba; cómo de su piel nacían espinas óseas y afilados espolones, cómo su rostro se retorcía para convertirse en una máscara de maldad; sus colmillos crecían y sus uñas se transformaban en garras amarillentas. Todos estos cambios se produjeron rápidamente, ante mis ojos, y horrorizado me volví hacia Joanot y Sausi y contemplé cómo ellos mismos se transformaban en monstruos no menos horrorosos, con lenguas bífidas que goteaban un negro veneno.
Llevado por un impulso, salté hacia el monstruo que había sido la capitana de dragones Mirina, y le arranqué el corto machete que llevaba al cinto.
El monstruo estaba preparando su arma lanzafuego, y fue cogido por sorpresa por mi reacción. Antes de que las criaturas horrorosas en que se habían transformado Joanot y Sausi pudieran reaccionar, golpeé con el machete el cuerpo de Mirina. La hoja resbaló inútil contra la armadura, y yo intenté golpear de nuevo, esta vez en la desprotegida base de su cuello. Pero Sausi ya estaba sobre mí. Aquel monstruo era tan enorme como antes de transformarse lo había sido el búlgaro, y me derribó sin dificultad, aplastándome con su peso contra el viscoso suelo. Vi su lengua bífida entrar y salir de su boca a pocas pulgadas de mi rostro, y sus ojos inyectados en sangre clavarse en los míos.
No podía moverme, y desde mi posición en el suelo sólo pude ver al monstruo que había sido Mirina avanzar hacia el fondo de la cueva. Una figura delgada, femenina, llena de belleza, le salió al paso; era mi Amada, que le suplicó que le perdonara la vida.
Pero aquel monstruo sediento de sangre en que se había transformado la capitana de dragones, le apuntó con su arma, y roció a la mujer con el líquido flamígero.
Aplastado contra el suelo grité de desesperación mientras las llamas envolvían el cuerpo de mi Amada. Intenté soltarme para correr en su auxilio, pero fue inútil. Imploré y lloré pero nada pudo conmover el negro corazón de aquel monstruo que me tenía atrapado.
El cuerpo de la mujer se retorció bajo las llamas. Su pelo negro y brillante ardió, y su piel se arrugó, hasta que por un momento creí ver a la anciana Parca debatiéndose desnuda, en medio de aquella hoguera, hasta que quedó convertida en un gran montón de diminutos gusanos, que se derrumbaron entre las brasas y huyeron en todas direcciones, carbonizados por los chorros de fuego griego.
En aquel momento, sentí como si el fuego también me alcanzara a mí. Mi mente estalló como una carga de pólvora, y la oscuridad me envolvió serenamente.