Era una anciana decrépita, de rostro severo, coronada con grandes copos de lana blanca entrelazada con flores de narciso. Vestía una túnica blanca, bordada de púrpura, que cubría completamente su cuerpo.
—Satanás puede adoptar cualquier aspecto —le dije a la anciana con una placentera tranquilidad en mi voz.
No podía entender cómo no estaba aterrorizado por aquella visión.
La anciana caminó sobre el viscoso suelo hasta plantarse frente a mí.
—No soy un demonio, Ramón —dijo ella sin hablar, con una sonrisa desdentada.
—Lo que yo crea importa muy poco —le respondí mirándola con fijeza.
¿De dónde venía el extraño valor que ahora llenaba mi corazón? Estaba en presencia del mismísimo principio de todo mal, y mi mente se mostraba tranquila y confiada.
Pero una parte de ella me repetía una y otra vez que aquello no era natural, que estaba sometido al poder magnético de aquel ser de maldad.
—Tampoco soy un ser llegado de otro mundo como creen los ciudadanos de Apeiron —siguió pronunciando la anciana Parca, hablando sin sonidos—. Todos estáis equivocados, pero yo puedo mostrarte la realidad; si lo deseas.
No respondí y ella volvió a preguntarme:
—¿Lo deseas?
Yo luchaba desesperadamente contra aquella fuerza que encadenaba mi alma.
—Habla lo que tengas que hablar. No puedo hacer nada excepto escucharte.
La anciana asintió, y entrecruzó sus dedos esqueléticos como si estuviera rezando.
No había pronunciado ni una sola palabra, pero voces e imágenes extrañas inundaron mi mente mostrándome una nueva realidad tan asombrosa que tan sólo mi estado de sometimiento mental me impidió enloquecer al instante.
No era una criatura de otro mundo como afirmaban los apeironitas.
Su raza era tan antigua como las estrellas —y comprendí entonces que las estrellas eran mucho más viejas que el mundo—, pero ella nació en nuestra Tierra antes de que nuestros primeros padres caminaran por ella.
Mientras su voz sonaba en mi mente, las paredes de mi alrededor se esfumaron, y permanecí envuelto por una oscuridad en la que ahora brillaban lejanas estrellas.
Una gran esfera luminosa de color azul giraba a mis pies; pero yo no tenía sensación de arriba o abajo, flotaba en una nada sin peso y sin substancia, como si mi mente hubiera sido trasladada a otro lugar y a otro tiempo. Tampoco podía ver ya a la anciana junto a mí, pero su voz seguía resonando en mi cabeza.
—Éste es mi mundo —dijo la voz en mi mente—; el lugar al que llamáis Tierra… Mi herencia…
Entonces vi un gran huevo de color sangre, entrelazado de venas azules, cruzar frente a mí, y caer lentamente hacia la gran esfera azul.
Como un ángel que arrojado del cielo se precipitara hacia la Tierra, sentí la vertiginosa caída hacia el planeta. El huevo rojo me precedía; vi el Sol refulgiendo en el mismo borde curvo del mundo, y una bola de fuego envolvió al huevo.
Las nubes nos rodearon durante un instante, y las atravesamos con la velocidad del rayo. Poco después el cielo se despejó, y vi la agreste superficie de la Tierra extendiéndose hasta el horizonte.
No había bestias, ni una brizna de hierba, ni el más pequeño rastro de vida.
El huevo se estrelló contra la corteza del mundo, provocando una gigantesca explosión que, como un hongo de fuego, ascendió entre las nubes.
Cuando el cráter abierto por la explosión se enfrió, vi cómo legiones de criaturas, reptando, gateando, arrastrándose sobre sus miembros a medio formar, abandonaban la inmensa sima que había abierto el huevo al chocar contra la Tierra.
El Mundo giró a gran velocidad ante mis ojos, hasta que sus rasgos se convirtieron en confusos borrones. Comprendí que la Parca intentaba mostrarme el paso del tiempo. De mucho tiempo.
Cuando todo se aclaró de nuevo, las llanuras estaban pobladas de gog. Vivían en chozas y cultivaban enormes campos que labraban sirviéndose de grandes bestias de tiro, semejantes a elefantes peludos con enormes colmillos curvos. Cazaban a extraños animales que yo jamás había visto, y a otros que me recordaban especies conocidas. Vi también enormes caravanas avanzar por la superficie de aquel mundo primitivo, cargadas de alimentos y tributos para el señor absoluto de la Tierra.
La voz en mi mente pronunció estas palabras:
—Nacimos con la primera generación de estrellas, cuando el Universo era joven. Somos criaturas solitarias, y cada una de nosotras puede habitar y gobernar un único planeta, auto-fecundarse y poblarlo de vida, engendrando millones de vástagos esclavos. En el Universo hay mundos suficientes para todos y cada uno de los miembros de mi raza, pero eso no nos impide pelear.
La imagen cambió súbitamente, como si mi alma se hubiera transportado en un instante de un lugar a otro del Universo.
Estaba de nuevo en la negrura exterior, junto a otro mundo que brillaba a mis pies. Pero los colores de éste eran diferentes; mientras que en la Tierra predominaba el azul y el blanco, aquí el color dominante era el marrón y el amarillo. Descendí a él, tal y como lo había hecho en la Tierra, y vi un mundo de enormes desiertos de colinas cobrizas y arenas doradas. No había grandes montañas en él, y la escasa vegetación eran plantas que apenas se elevaban unas pulgadas del suelo. Estaba habitado por criaturas semejantes a ciempiés del tamaño de un hombre, que trabajaban pacientemente recogiendo los aplastados frutos de aquellas plantas. Vi entonces aparecer en el horizonte a una manada de centauros, semejantes a los que nos habían atacado, que sin mediar palabra cargaron contra los indefensos ciempiés, y en pocos instantes acabaron con todos ellos a golpes de hacha.
Intenté cerrar los ojos para no seguir contemplando aquella masacre, pero en el estado etéreo en el que había viajado hasta allí, no tenía ojos que cerrar.
—La guerra forma parte de nuestra naturaleza —dijo entonces la voz de mi mente—, peleamos a lo largo de cien millones de mundos diseminados por todo el Universo, siempre de la misma forma: engendramos esclavos guerreros, adaptados al ambiente del mundo que queremos conquistar, para que luchen allí por nosotras.
La visión que me rodeaba, tan real como la realidad, cambió bruscamente, y me vi de nuevo en la Tierra, al borde del abismo de terrazas en espiral en el que se había ido transformando el cráter. El torbellino de vapor giraba en su centro, y vi ascender por él un nuevo huevo rojo, acelerándose mientras se acercaba a la superficie. Finalmente salió disparado, y escapó de nuestro mundo. Atravesó la negrura sin aire entre las estrellas, y chocó contra la superficie del mundo de los ciempiés.
Pero ya no había ciempiés en aquel planeta; tan sólo centauros que se congregaron reverentemente alrededor del cráter abierto por la caída del huevo.
Me vi de nuevo perdido en la negrura, rodeado de estrellas.
El mundo que ahora brillaba frente a mí era muy extraño, y poseía una sorprendente belleza. Era como una gran bola cubierta por nubes de colores que se entremezclaban creando armoniosas bandas anaranjadas, canela, y lavanda. Un mundo turbulento calentado por un sol doble, sobre el que caí tal y como ya había hecho antes; pero en esta ocasión no llegué a ver ninguna superficie sólida; tan sólo capas de nubes bajo más capas de nubes.
En aquel mundo de nubes vi flotar un inmenso bosque, arrastrado por las corrientes de aire. Se sustentaba gracias a inmensos balones llenos de gas caliente que crecían como frutos de las raíces de los árboles de aquel bosque flotante.
Todo esto, y muchas otras cosas, podía comprenderlo de un sólo vistazo, como si pasara de la mente de la Parca a la mía.
Yo avanzaba directamente hacia las copas de aquellos árboles, rodeado por un ejército de seres voladores. Un inmenso ejército de kauli, y yo volaba en formación junto a ellos, como si estuviera contemplando la escena a través de los ojos de una de aquellas criaturas demoníacas.
Entre las copas de aquellos grandes árboles flotantes se extendía una ciudad habitada por unas criaturas semejantes a ángeles de grandes alas y cuerpos esqueléticos. Sus cabezas eran simplemente dos grandes esferas nacarinas unidas entre sí al final de un largo y huesudo cuello. Volaban entre los árboles con movimientos lentos y majestuosos de sus grandes alas de murciélago.
Los kauli cayeron sobre ellos y los destrozaron.
—¡Ya basta! —grité—. No quiero seguir contemplando esto.
La imagen desapareció inmediatamente, y volví a encontrarme en el interior de la cueva útero, frente a la anciana Parca.
—No importa cómo os queráis llamar —le dije—; tan sólo sois demonios llenos de violencia y crueldad.
Ella sonrió con su boca desdentada y su voz volvió a resonar en mi mente:
—Es irónico que alguien de tu raza diga eso.
—¿Qué quieres decir?
—Vosotros sois los demonios —resonó en mi mente mientras ella me señalaba con su dedo sarmentoso—. Sois la plaga que ha acabado con la vida de este mundo.
Sacudí la cabeza mientras decía:
—¿De qué locura me hablas ahora?
En realidad estaba harto de todo aquello; si lo que me aguardaba era el tormento del infierno, deseaba que éste empezara cuanto antes; no tenía sentido seguir escuchando todos aquellos embustes.
Pero la voz de la Parca seguía sonando en mi interior:
—Peleamos por una única razón; instaurar nuestra propia descendencia en todos y cada uno de los mundos de este Universo capaces de soportar la vida, y enviamos a nuestros esclavos guerreros a destruir la herencia de nuestras hermanas.
Jamás peleamos con tecnología, porque así es nuestro instinto, del que somos tan esclavas como nuestros vástagos lo son de nosotras. Yo era una de las mejores en este juego despiadado; has visto algunas de mis victorias. Pero varias de mis hermanas se unieron contra mí y crearon un arma formidable. Un arma que sería mi perdición…
La Parca me mostró entonces cómo los vástagos de esas hermanas enemigas capturaron algunos de sus esclavos gog y los reprodujeron en condiciones controladas por ellas para crear unas criaturas de mayor inteligencia y agresividad.
Después devolvieron a aquellos gog transformados a la Tierra para que se multiplicaran por el planeta y destruyeran la herencia de la Parca.
Esos gog alterados éramos nosotros.
—Yo estaba indefensa ante esto —siguió diciendo la voz de mi mente—, y desorientada por esta nueva forma de pelear. Ante un ataque masivo de una hermana, siempre es posible crear una enfermedad capaz de destruir sólo a la herencia extraña y respetar a la propia, pero en este caso nada podía hacer, porque vosotros, los humanos, compartíais herencia con los gog y con el resto de mis vástagos. No podía destruiros mediante una enfermedad sin además correr el peligro de destruir a toda mi descendencia. Erais parte de mi carne y de mi sangre, pero al igual que un cáncer, no obedecíais mis órdenes. Mi hermana buscaba con vosotros sólo mi destrucción, y no ocupar este mundo con sus vástagos, lo que también es insólito, porque sois la primera raza de vástagos sin amo en toda la historia del Universo…
La anciana dejó de prestarme atención durante un instante, y pareció escuchar ensimismada algún sonido o alguna voz que no llegaba a mis oídos.
Después, como si recordara de repente mi presencia allí, se volvió hacia mí.
—Tus amigos están cerca; no nos queda mucho tiempo —dijo su voz en mi mente.
¿Mis amigos?, me pregunté. ¿A que se referiría? Pero la voz siguió diciendo:
—Creé eso que los de la ciudad llaman rexinoos para intentar controlaros, pero no me era posible engendrar el número suficiente de ellos como para esclavizaros a todos. Cuando descubrí la existencia de las gentes de la ciudad, comprendí que no podría sobrevivir a una raza de siervos bastardos armada con tecnología avanzada; mi poder se extinguía, y mis esclavos eran cada vez menos numerosos. Os reproducíais con rapidez, y llenabais mi mundo, asfixiándome y recluyéndome en este remoto lugar…
—¿Qué quieres de mí? —le pregunté—. ¿Por qué me cuentas todo esto?
La anciana miraba ahora hacia la entrada de la cueva. En su rostro se reflejaba un profundo temor. El miedo a su propia extinción.
—Creo que mis hermanas no se han dado cuenta del nuevo poder que ha surgido en este mundo. Mi final está próximo, pero algún día vuestro desarrollo incontrolado os llevará hasta las estrellas, y en ellas, a enfrentaros con mis hermanas. Casi desearía dejar que las cosas siguieran su camino y que mis traicioneras hermanas se vieran al fin destruidas por la propia bestia que ellas crearon; sería una justicia poética, pero no puedo permitirlo, porque en algunos de esos mundos del exterior está instalada mi propia herencia, y tras mi fin será lo único que permanecerá de mí. Debéis ser destruidos. Hasta el último de vosotros. Sois una aberración que jamás debió de existir; y yo puedo exterminaros… a la vez que me aniquilo a mí misma. Pero no deseo hacerlo… Quiero vivir.
Y esta última frase sonó desgarradora en mi mente. Comprendí que aquella criatura, que antaño había sido tan poderosa como un dios, estaba aterrorizada.
—Tú puedes ayudarme —dijo mi mente—. Tus amigos de la ciudad jamás me escucharán, pero tú sí. Tú conoces el valor de la razón y el orden, y yo podría dotar de todo eso a vuestras vidas, que discurrirían felices por un camino ya trazado. Podéis convertiros en mis nuevos vástagos, voluntariamente… Vuestra descendencia puede ser mezclada con la mía y obtener así híbridos capaces de obedecer mis órdenes. Invertir la mutación provocada por mis estúpidas e inconscientes hermanas. Sería un proceso largo, que se completaría en varias decenas de generaciones, pero es vuestra única oportunidad de sobrevivir… Y también la mía.
—¿Esperas conseguir con las palabras lo que no has logrado con tus armas y tus guerreros en miles de años de lucha? —le pregunté asombrado de que ésa fuera su pretensión—. ¿De qué te serviría eso? Siempre habría alguien en este mundo dispuesto a hacerte frente…
Fui interrumpido por unas explosiones y unos gritos que llegaban desde el exterior. Sonidos de lucha. Sentí deseos de correr a ver qué sucedía, pero permanecí junto a la anciana, como paralizado y con mi voluntad pendiente de su voz.
—No lo entiendes —resonó impaciente su voz en mi interior—. Tengo en mi poder una Plaga que si es liberada acabará con toda la vida de este mundo. Eso significaría también mi final y el de mis vástagos, por lo que no ha sido usada hasta ahora. Pero si yo desaparezco, la muerte arrasará por completo este planeta. ¿Lo has entendido? Mi extinción será también la vuestra y la de vuestra descendencia… Debes advertir de eso a tus amigos, antes de que sea tarde para todos.
Una violenta explosión resonó en la entrada y la penumbra de la cueva quedó brevemente iluminada por la llamas. Aparté un instante la vista de la anciana, y cuando volví a mirarla se había alejado varios pasos de mí, regresando a la oscuridad donde era sólo una forma imprecisa que se movía.
—Advierte a tus amigos… —dijo la voz de mi interior convertida en un susurro.