7

Desperté tumbado boca abajo, mi mejilla derecha pegada a un mármol anaranjado, veteado de rojo. Me puse en pie con dificultad, sintiéndome cansado y dolorido hasta en el último de mis huesos. Miré a mi alrededor; ¿dónde me encontraba ahora?

Estaba en medio de una inmensa llanura pavimentada con grandes placas de mármol de cuatro varas de lado, que formaban una cuadrícula que a mi derecha, a mi izquierda y tras de mí se extendían hasta perderse en la lejana bruma. Pero frente a mí se detenía en una columnata rematada con arcos de medio punto, que también parecía continuar infinitamente a derecha e izquierda, amontonándose a lo lejos sus líneas de perspectiva hasta difuminarse en la niebla. A gran altura sobre mi cabeza se cernía un techo plano de mármol. ¿Qué lugar era éste?

Recordé entonces cómo nos habíamos estrellado con el Teógides, y cómo un centauro me había atrapado mientras nos encaminábamos hacia el palacio del Adversario. Quizá yo ya estaba muerto, a pesar del dolor de mis huesos. Quizás en el Infierno los dolores que hemos sufrido en vida tienen una continuación eterna.

Caminé hacia la columnata, que era la única particularidad interesante de aquel lugar. Estaba más lejos de lo que había calculado, engañado por el tamaño de las columnas. Cada una tendría, al menos, un centenar de varas de alto.

Los arcos que las unían se curvaban sobre mí a la altura de las bóvedas de las más altas catedrales. Aquel lugar parecía el claustro de un convento de gigantes. Las columnas llegaban hasta el suelo, y se necesitarían al menos veinte hombres cogidos por las manos, para abrazarlas. Eran de mármol anaranjado, como el pavimento que se detenía justo tras ellas. Finalmente llegué a aquel borde del pavimento, y miré hacia el exterior.

Seguía en el mismo siniestro paraje, en el interior de aquella sima diabólica, con el torbellino de nubes central girando frente a mí. Pero estaba a mucha más profundidad, casi toda la luz provenía de las nubes iridiscentes del centro. Vi la espiral de terrazas alinearse sobre mí, pero la abertura estaba tan lejana del punto en el que yo me encontraba que el cielo resultaba invisible.

Por supuesto, seguía en el Infierno, y mi alma se quedaría allí para siempre.

Aquella especie de claustro en el que yo me encontraba, ocupaba completamente una vuelta de la espiral, y se curvaba a un lado y a otro, en torno al torbellino central, con miles de columnas que se reducían hasta casi desaparecer en la distancia.

Hice unos rápidos cálculos mentales; si el claustro ocupaba toda la superficie de una de las terrazas, aquel pavimento debía de cubrir un anillo de una milla de anchura, ¡por setenta millas de circunferencia! Mareaba de sólo pensarlo.

Sentí un presencia tras de mí, y me volví rápidamente.

Era una mujer. Vestía una amplia túnica negra, y sus cabellos, tan negros como su ropa, estaban recogidos a su espalda en una gruesa trenza. Su rostro lucía como una luz dorada en medio de tanta oscuridad.

Mi corazón se detuvo durante un instante en mi pecho porque había reconocido ese rostro tan bello. Retrocedí un par de pasos, hasta que mi espalda quedó apoyada contra una de aquellas descomunales columnas.

—No puede ser —susurré tapándome los ojos con la mano—, tú no puedes estar aquí.

Era mi Amada. Tal y como yo la había conocido durante mi juventud, en el momento de máximo esplendor de su belleza, poco antes de su trágico fin. Yo la había perseguido como un loco endemoniado, pero ella siempre se había mantenido fiel a su esposo, jamás había cedido a mi acoso, porque era una mujer llena de virtud, además de hermosa. Por eso no podía comprender qué hacía en un lugar como ése. Sin duda que yo era merecedor de estar allí, aunque sólo fuera por los pecados de mi juventud de los que quizá no me había arrepentido lo suficiente; pero ella no merecía la condenación. A no ser que yo la hubiera arrastrado a ella con mi acoso; y en ese caso yo era la más ruin criatura que jamás hubiera caminado sobre la tierra.

—No es justo que tú estés aquí —repetí.

Ella alargó su mano hasta rozar mi mejilla. En vida jamás me había tocado.

—Esto no es lo que tú crees, Ramón —dijo con su voz dulce e inocente—; sígueme, estoy aquí para guiarte.

Me tendió la mano, y yo la cogí, notando su calidez encerrada en mi palma. Caminamos juntos en silencio, en dirección opuesta a la columnata. No sé durante cuánto tiempo, pero yo me sentía feliz y triste a la vez por estar allí con mi Amada.

La pared de fondo era de roca viva, y estaba adornada por las ciclópeas estatuas de seres monstruosos, alineadas unas junto a otras hasta donde alcanzaba la vista. Me detuve a contemplar aquellas figuras cuyas cabezas rozaban el techo situado a más de un centenar de varas de altura. Yo era como una hormiga a los pies de un ejército de ogros, grifos, sirenas, centauros, e innumerables y monstruosas criaturas. Aquellas moles de piedra parecían capaces de retornar a la vida en cualquier momento.

Mi Amada tiró suavemente de mí, y me condujo hasta una enorme escalera de piedra que ascendía paralela a las estatuas de los monstruos, hasta una plataforma de mármol cercana al techo. Subimos penosamente los mil peldaños —los conté— de aquella escalera. Muerto o no, el agotamiento físico, y el dolor de huesos, parecían seguir formando parte de la naturaleza humana en aquel lugar.

Sobre la plataforma creí ver más estatuas de centauros, éstas de tamaño real.

Pero los centauros se movieron, y avanzaron hacia nosotros.

Reconocí al que iba en cabeza; su pata delantera izquierda estaba cubierta por una costra de sangre seca que cubría la herida que Joanot le había infligido.

Era el que me había arrastrado hasta allí.

—No temas —dijo mi Amada—; son amigos.

No lo son, pensé contemplando sus hoscos rostros, pero dejé que los centauros nos escoltaran en silencio hasta la pared de roca.

No había allí estatuas de monstruos ciclópeos, sino una gigantesca puerta redonda, de metal, cubierta de extraños símbolos dispuestos en anillos concéntricos, como si fuera una representación o un plano del lugar en el que nos encontrábamos.

Al acercarnos, la puerta se abrió lentamente, descubriendo la oscuridad de su interior. Sentí una ráfaga de aire pestilente saliendo de aquella cueva circular.

Los centauros se habían dispuesto formando dos filas a ambos lados de la puerta, y mi Amada parecía desear que penetráramos ambos en aquellas tinieblas, pero yo me sentía incapaz de dar un paso más.

—¿Qué hay ahí dentro? —le pregunté con aprensión.

—La Matre —dijo ella con una sonrisa llena de extraña alegría.

La Matre, es decir; la Madre. ¿Qué significaba aquello? ¿A qué se refería mi Amada? Y entonces recordé que italianos y galos llamaban así a las Parcas, por el cuidado que, según creían, se dignaban tomar para favorecer el tránsito del hombre a la vida.

Árbitros de la muerte de los hombres, arreglaban sus destinos, y todo lo que acaecía en el mundo estaba sometido a su imperio; y no se limitaba este poder a hilar nuestros días, puesto que el movimiento de las esferas celestes y la armonía de los principios constitutivos del mundo, seguían también sus dictados.

Las Parcas habitaban, según Orfeo, en una caverna tenebrosa del Tártaro y servían de ministros al monarca de los infiernos. Según Ovidio habitaban un palacio donde los destinos de los hombres están grabados en planchas de metal, de modo que ni el rayo de Júpiter, ni el movimiento de los astros, ni los trastornos de la naturaleza puede borrarlas. Pero otros, y entre ellos Platón, afirmaban que su morada eran las esferas celestes, donde las representaban con vestidos blancos sembrados de estrellas, coronadas, y sentadas en tronos luminosos, para demostrar que son las dictadoras y que guardan esa armonía admirable en que consiste el orden del Universo.

—Entra —insistió mi Amada—; la Matre te espera.

Si ése era mi destino, ¿cómo iba a oponerme a él? Caminé hacia la oscuridad.

Mi Amada se quedó atrás, y pensé si sería realmente ella, o sólo un demonio que había adoptado forma humana para conducirme hasta la entrada al tártaro.

¿Qué extraños sentimientos ocupaban mi mente que me hacían contemplar las cosas más extraordinarias y temibles con una tranquilidad que me asombraba a mí mismo? Con esa misma tranquilidad avancé como un espectro, como si mi voluntad no me perteneciera ya, y fuera otro el dueño de mis actos. Una sensación que era casi agradable.

Estaba dentro; una cueva cilíndrica, con un diámetro similar al de la gran puerta de metal, que parecía prolongarse hacia las profundidades. A través de la abertura penetraba la escasa luz del exterior, pero ésta no iluminaba mucho más allá de unas pocas varas, como si en aquel lugar las tinieblas fueran más densas y gozaran de más poder que la luz. Avancé unos pasos, y mis pies chapotearon en algo viscoso. Me acerqué a la pared, y la toqué con la mano, retirándola rápidamente asqueado. Paredes y suelo eran todo uno, la cara interior de un cilindro, y su tacto era el de la carne; cálido y cubierto por una pegajosa mucosidad. Sentí como si caminara por el interior de un enorme útero, un pensamiento repugnante que me inmovilizó. Entonces vi una figura avanzando hacia mí recortándose contra la oscuridad del fondo.

Este encuentro se ha retrasado durante mucho tiempo, Ramón —dijo una voz cascada resonando en mi cabeza—, pero al fin estamos frente a frente.