6

No había noche y día en aquel lugar de pesadilla. Prácticamente toda la luz provenía de la extraña fosforescencia de la tromba central. El cielo era tan sólo un torbellino gris oscuro enmarcado por las afiladas cumbres del acantilado.

No había sensación alguna de paso del tiempo, pero nuestros organismos nos decían que estábamos al borde del agotamiento. Neléis decidió acampar allí mismo hasta averiguar si el telecomunicador estaba o no en condiciones de volver a funcionar.

Almogávares y dragones trabajaron juntos en la construcción de una gran tienda, utilizando para ello las viguetas de metal y la cubierta de lona del Teógides. La caja del telecomunicador fue transportada a aquel espacio razonablemente seco, y los dragones siguieron trabajando con ella. Uno de ellos aseguraba haber escuchado una débil señal del Paraliena, y esto significó una pequeña esperanza para todos nosotros.

Sentado al borde de la tienda los veía reparar los componentes dañados, y rezaba para que todo fuera bien y aquel aparato, cuya existencia no hubiera podido ni imaginar unos meses atrás, y que ahora parecía tan importante, funcionara otra vez.

Vi también a Guillem caminando bajo la lluvia, entre aquellos árboles cadavéricos, y me sonreí; aquel hombrecillo flaco y encorvado parecía indestructible.

La consejera Neléis se acercó a mí y me entregó una manta doblada.

—Deberías intentar dormir —dijo—; si no conseguimos reparar el telecomunicador tendremos que ponernos en marcha y en ese caso nos espera una larga caminata.

Le respondí que tenía pánico de volver a dormir, y ella quiso saber por qué.

Le hablé entonces de mi último sueño, que había sido tan nítido y real como las alucinaciones que sufría cuando llevaba el rexinoos en mi interior.

—En el puente del Teógides —seguí contándole— los kauli intentaron atraparme una y otra vez; como si yo fuera su único objetivo.

—No debes pensar en eso —dijo ella mirándome preocupada.

Pero no podía quitar de mi cabeza la posibilidad de que el rexinoos se hubiera reproducido, y que a través de mí el Adversario conociese todos nuestros movimientos.

—Nunca ha sucedido algo así —dijo ella.

—Tampoco tenéis una experiencia tan amplia en esto. Sólo cuatro casos.

—Es cierto —dijo Neléis sentándose a mi lado—; pero tampoco sirve de mucho que te preocupes por algo que no podemos comprobar de ningún modo.

Pero mi mente volvía una y otra vez a mi sueño del mismo modo que la lengua busca el hueco dejado por una muela. Había soñado con el Infierno, pero ahora estaba en el Infierno; en el verdadero; realidad y sueño eran indistinguibles la una del otro.

Había visto a Blanca, mi esposa, y a mis hijos; y ella me había acusado de haberles abandonado. No era cierto; no se puede abandonar lo que nunca se ha tenido.

Cuando vivíamos juntos le fui infiel y ella me perdonó. Al final fui yo quien la abandonó, agradeciéndole de este modo su paciencia conmigo.

Durante el resto de mi vida mi alma sufriría cada vez que mi mente recordara el trato que yo le había dado a los míos. Y ahora que estaba en el Infierno ese recuerdo había sido el más nítido de todos.

Le hablé de estos pensamientos a Neléis, y le expresé mi temor de que ya no fuéramos seres vivos, sino almas purgando en el Infierno los pecados cometidos en vida.

—Yo me siento tan viva como antes —me respondió la consejera—. Los golpes y los arañazos que cubren mi cuerpo me duelen tanto como antes; y además, si nosotros estamos muertos, ¿qué es de esos hombres que murieron durante el combate?

—No lo sé —respondí—; éste es un lugar extraño y nada de lo que han imaginado alguna vez los hombres sobre el Infierno tiene por qué ser completamente cierto.

Neléis meditó unos instantes, y dijo:

—Creo que el Infierno es algo que está dentro de cada hombre, en su mente, y que es diferente para cada uno de nosotros. Sus paredes no son de roca como el acantilado que nos rodea, sino de sentimientos de culpabilidad y deseos reprimidos. Tú abandonaste a los tuyos por aquello en lo que creías, por tu fe. Hiciste lo correcto de acuerdo con tus sentimientos, pero una parte de ti se niega a aceptarlo.

—No es cierto —dije; y le conté a la consejera mi desesperado amor y mi impúdico deseo por una mujer casada; y cómo, cuando ella murió, me vi perdido y no encontré sentido a nada de lo que me rodeaba. Deseaba huir de todo, dejar que el telón cayera sobre lo que había sido mi vida hasta ese momento; cerrar los ojos y amanecer en un nuevo lugar, con una nueva vida. No deseaba la muerte ni la desintegración, tan sólo quería huir, y Dios fue la única puerta que encontré abierta.

Neléis me miraba con una expresión sombría, y me pregunté hasta qué punto entendería mis palabras y mis sentimientos. Le pregunté si ella había estado casada.

—No como tú imaginas… —respondió; y añadió al cabo de un instante—: existe un abismo entre nuestras dos culturas que resultará más difícil de salvar que el de nuestros conocimientos científicos. En Apeiron la relación entre dos personas se entiende de otras formas diferentes a la única aceptada por tu pueblo, pero los sentimientos son iguales. Comprendo y sé lo que es amar como tú has amado; estar aquí es tanto más doloroso para mí cuando me obliga a permanecer separada de la persona a la que amo. El amor es algo que siempre nos hace más vulnerables.

Aquellas palabras sonaron extrañas y turbadoras a mis oídos, y no sentí deseos de seguir hablando de aquel tema. No obstante tenía mucho que aprender de aquella gente, pero consideré que aquél no era el momento de hacerlo.

Vimos regresar a Guillem y pasar frente a nosotros, empapado por la lluvia y manchado de barro, con la rama cortada de uno de aquellos árboles blancos entre sus manos. La rama mediría tres varas de longitud y era bastante recta. El almogávar parecía muy satisfecho con ella.

—Descansa ahora, Ramón —me dijo Neléis—; si no conseguimos establecer contacto con el Paraliena en las próximas horas, tendremos que caminar hasta el anillo de columnas.

¡Caminar hasta el anillo de columnas! No era una de las decisiones más afortunadas de la consejera. Sobre todo después de comprender la enorme distancia que tendríamos que recorrer para llegar hasta él. Si estaba, como Neléis y yo habíamos creído ver, situado a un par de vueltas más abajo, significaba rodear dos veces aquel inmenso acantilado en espiral. Por supuesto, tan sólo podía hacer estimaciones aproximadas de lo que esto significaba; pero, incluso en las más optimistas, tendríamos que recorrer más de ciento cincuenta millas por terreno difícil y, sin duda, lleno de enemigos.

Pero ¿qué alternativas nos quedaban? ¿Sentarnos en el barro rojo y esperar mansamente el fin? Me sentía tan solo, tan abandonado y perdido en aquel lugar infernal…

Con estos pensamientos rodando por mi mente, caí de nuevo en un sueño febril, plagado de alucinantes pesadillas; hasta que fui despertado por un almogávar que me sacudía por el hombro. Le miré desorientado, y reconocí a Guillem.

—En pie, viejo —dijo—; nos ponemos en camino.

—¿No habéis conseguido hablar con el Paraliena? —pregunté, restregándome los ojos.

—No sé nada de eso. Pero esa mujer nos ha ordenado que empecemos a andar, y el Capitán ha acatado sus órdenes.

Me fijé que un nuevo arco colgaba de su hombro. Guillem lo había hecho con aquella rama de madera albina que había cortado.

Me puse en pie, y distinguí a uno de los fabulosos caballeros caminantes que al fin había sido rescatado de entre los restos del Teógides. Varios dragones trabajaban en él poniendo minuciosamente a punto sus complejos mecanismos interiores.

La consejera supervisaba aquellas operaciones, y yo me acerqué al grupo, y le pregunté a la mujer si no se sabía nada de nuestra nave hermana.

—Creemos haber captado algún sonido proveniente de ella —me explicó Neléis—; pero no estamos seguros, y no podemos perder más tiempo atascados en este lugar, pues nuestros víveres no durarán para siempre. Tenemos que empezar a movernos.

La orden de la consejera era la única posible, esto lo comprendieron todos inmediatamente, y ninguno intentó discutirla; ni siquiera Joanot.

—¿Funcionará? —pregunté señalando al gigantesco autómata.

—Sí —respondió Neléis—, y será de una gran ayuda para nosotros.

La placa del pecho del caballero caminante había sido retirada, exponiendo a la vista su maravilloso interior. Distinguí una caldera de acero ocupando el lugar que en un ser humano ocuparían los intestinos, y una maraña de tubos de cobre enredándose por todo el pecho; manivelas, engranajes y alambres, todo en compleja disposición.

Los dragones cerraron el pecho del autómata, y uno de ellos se introdujo en la armadura del titiritero y comprobó el funcionamiento de los miembros del gigante.

Con los restos del Teógides había sido fabricado un gran carro. Los tambores del timón habían sido convertidos en las ruedas del carromato, y sobre la improvisada entalamadura se había extendido una amplia porción de la lona de la cubierta.

Las limoneras del atalaje, dos viguetas de metal de la sentina, fueron sujetas a la cintura del caballero caminante, y cuando éste empezó a andar, exhalando vapor por las rendijas de su celada, arrastró tras de sí, sin dificultad alguna, el enorme carruaje. En él había sido dispuesto un espacio para los tres heridos que llevábamos con nosotros, y para los víveres, la pólvora de los pyreions, y el aceite de piedras que era el combustible del autómata y el componente principal del fuego griego.

Pero nuestros efectivos no podían ser más patéticos: dieciséis almogávares y catorce dragones. Una fuerza ridícula para enfrentarse a la amenaza del Adversario.

El caballero caminante iba al frente del grupo, arrastrando tras de sí el enorme carro. Joanot caminaba inmediatamente tras él, con su brazo izquierdo apoyado en el pomo de su espada; avanzaba despacio, con precisión, procurando con habilidad mantener un ritmo uniforme en la marcha. Sabía por experiencia que una salida demasiado rápida es casi siempre la causa del fracaso de una larga caminata.

Nadie decía nada, porque el hablar cansa; y aquellos bravos almogávares confiaban en su líder, y nada tenían que preguntar.

A nuestra derecha, ajeno a nuestra minúscula presencia en sus aledaños, la gigantesca tromba seguía girando ferozmente, lanzándonos consecutivas ráfagas que parecían querer arrancarnos de la ancha terraza espiral por la que descendíamos.

Del fondo del abismo se levantaban sin cesar rebaños de nubes que nos ocultaban la visión de nuestro destino. Un hervor volcánico, donde surgían verticalmente hilos de bruma que, aspirados por el aire ascendente, se esforzaban en unirse, en soldarse a la gruesa manguera del tifón central.

Nuestro camino se vio repentinamente cortado por una espesa y sofocante maleza que crecía entre la pared y el acantilado como una muralla verde y húmeda.

Encontramos un sendero que se internaba en aquella selva, pero era demasiado estrecho para que pasara el caballero caminante y el carro que arrastraba. El camino parecía haber sido abierto por el paso de unas bestias semejantes a caballos; estaba casi cubierto de maleza, y no se distinguía de cualquier otra ruta que hubiéramos podido seguir más que por una estrecha faja de tierra apisonada y alguna que otra raíz cortada.

Joanot se inclinó para estudiar aquellas huellas.

—Se trata de animales algo más grandes y pesados que un caballo —concluyó.

Neléis le preguntó qué íbamos a hacer con el carro, y el valenciano desenvainó su espada y dijo:

—Le abriremos un paso más ancho.

Empezamos así a avanzar muy lentamente. Los almogávares se iban turnando en la vanguardia de la formación, e iban despejando el camino a machetazos de sus espadas. En algunos casos cruzábamos por debajo de raíces enormes, como arcos retorcidos en una pesadilla, o entre rocas cubiertas de musgo, o sobre troncos caídos que servían de puente para salvar zanjas u hondonadas rellenas de grandes helechos. Aquellos árboles eran semejantes a los primeros que habíamos visto tras estrellarnos; eran de corteza blanca y lisa como la piel humana, pero allí, por alguna desconocida razón, habían crecido de una forma desmesurada. La textura de las hojas de árboles y helechos también era extraña; eran de color verde, pero muy gruesas y esponjosas, cubiertas de largos pelos traslúcidos, y exhalaban un nauseabundo olor a corrupción. El roce con aquellos pelos pronto hizo que nos salieran por todo el cuerpo grandes ronchas encarnadas que picaban desesperadamente y nos hicieron temer haber contraído alguna enfermedad.

Los árboles y plantas trepadoras estaban cubiertos de denso musgo, y a veces los almogávares creían golpear con sus espadas un tronco macizo para luego atravesarlo como si fuera manteca, haciéndoles perder el equilibrio. El interior de aquellos troncos huecos siempre estaba lleno de gusanos rosáceos.

El follaje fue adquiriendo proporciones cada vez más gigantescas conforme avanzábamos. Una hierba gigantesca se elevaba por encima de nuestras cabezas, y encontramos algunas lagunas completamente cubiertas por hojas de nenúfar de más de tres varas de diámetro. Aquel avance nuestro entre la vegetación debía semejarse al de las hormigas cuando se abren paso por un prado sin segar.

Yo no hacía más que dar tropezones; me sangraban las piernas por muchos sitios, y la sangre atraía sobre mí a diminutos reptiles semejantes a lagartijas de seis patas.

Cuando llevábamos muchas horas de camino por aquella selva, escuché gritar a la consejera Neléis. La mujer estaba junto al gran carro que arrastraba el autómata, y miraba aterrorizada hacia su interior.

Llegué hasta allí al mismo tiempo que varios almogávares, y vi cómo el cuerpo de uno de los heridos que viajaban en el carro no era más que una masa ensangrentada, cubierta por completo de sanguijuelas.

Sacamos el cadáver de aquel pobre desgraciado, y lo arrojamos a un lado del camino. Después limpiamos minuciosamente los cuerpos de los otros dos heridos, pues en su heridas sangrantes ya habían empezado a amontonarse aquellos repugnantes gusanos.

—La vida satura este lugar de una forma enfermiza —dijo la consejera llena de horror.

Todos estábamos agotados y ansiábamos abandonar aquella senda oscura, resbaladiza e insana. Como no habíamos avanzado en todo aquel día más que unas tres millas, empezábamos a considerar que iba a ser imposible llegar hasta el anillo de columnas.

Guzmán se encaramó entonces a un árbol, y nos anunció, lleno de alegría, que la selva terminaba tan sólo un poco más adelante. Con nuestras fuerzas renovadas por aquella noticia, seguimos avanzando hasta el linde de aquel húmedo bosque, a partir del cual se abría una especie de prado salpicado de matorrales espinosos.

Vimos una cabaña, construida con troncos de madera albina, recostada contra la pared de roca. Joanot, Neléis y yo, entramos en ella por una ancha puerta doble y comprobamos que estaba desierta; en el exterior, sobre la hierba, se veían los restos de un carro completamente carcomido. Dentro de la cabaña había algunos útiles de madera, una capa hecha con tiras de corteza de árbol entrelazadas, y algo de leña quemada.

Aquella cabaña podría haber indicado la presencia de seres humanos, pero había demasiadas cosas extrañas; aquellas enormes puertas dobles eran demasiado incómodas e innecesariamente grandes; y el suelo de la cabaña estaba repleto de pisadas de cascos y excrementos de caballo. Parecía un establo, pero ¿quién encendería un fuego en el interior de un establo? Los utensilios de madera, cucharas y cuencos, parecían hechos para manos humanas, pero eran algo más toscos y grandes de lo habitual.

Joanot dijo, señalando hacia las puertas:

—El pasador está por el interior; cualquier caballo podría abrirlo y escapar.

Llenos de dudas, abandonamos aquel lugar, y seguimos nuestro camino. Sabíamos que pronto tendríamos que parar y establecer un campamento para recuperar fuerzas, pero la malsana cercanía de aquel bosque nos aterrorizaba.

Caminamos junto al precipicio, entre enormes matas de enredaderas cubiertas de largos pinchos. Las ramas de aquellos arbustos espinosos eran blancas y las espinas de un palmo de largo estaban listadas en amarillo y negro como el cuerpo de una avispa.

Pero no avanzamos mucho más. Joanot levantó su mano derecha, ordenando detenernos, y se quedó plantado donde estaba, escuchando con cuidado; intentando eliminar el continuo bramar de fondo del ciclón de aquellos huidizos sonidos. Me acerqué a él.

—¿Qué sucede? —le susurré.

—Nos siguen —dijo.

Recordé mi pesadilla, y dije al valenciano que probablemente serían perros; mastines negros y diabólicos.

—Te equivocas, anciano —dijo mirándome extrañado—; somos acechados por un grupo de jinetes muy hábiles, que controlan perfectamente sus monturas, como los gog.

Yo miré hacia la masa de enredaderas, y no vi nada. ¿Cómo podía afirmar Joanot algo así con tanta seguridad? Pero era evidente que para un adalid almogávar los sonidos hablan de una forma mucho más concreta que para un anciano hombre de ciencia.

Neléis se acercó a nosotros y quiso saber qué pasaba. Por lo visto, para los apeironitas, el lenguaje de los sonidos tampoco era tan evidente. Pero éramos observados por criaturas oscuras que se camuflaban entre las sombras de aquellas enredaderas espinosas. Tan sólo un suave rumor había alertado a los almogávares de su presencia y, como un solo hombre, discretamente y con movimientos casuales, se habían ido disponiendo en un círculo defensivo en torno a nosotros. Joanot no había dado orden alguna, pero los almogávares parecían saber muy bien qué hacer.

El caballero caminante fue desenganchado del carro, y el titiritero le hizo desenvainar su descomunal espada. El brazo izquierdo del caballero era un sifón de fuego griego, preparado ya para ser usado.

Guillem se alejó algo del grupo; se situó tras un solitario y grueso espino que brotaba en línea recta de la hierba, y de un machetazo cortó su tronco a una vara y media de altura. Apartó a un lado las ramas cortadas, y con precisos golpes de su espada talló una afilada punta en el tronco que como un muñón surgía del suelo. Después clavó, una tras otra, cuidadosamente, sus flechas alrededor del espino.

Yo, plantado e inmóvil donde estaba, contemplé extrañado estas acciones del almogávar, sin escuchar otra cosa que el tiberio del tornado tras de mí.

Dirigí nuevamente la vista hacia las ramas espinosas y al cabo de algún tiempo me di cuenta de que me estaban observando. Ojos malévolos suspendidos a dos varas y media de altura, tras el ramaje nos vigilaban, y comprendí que estaba ante un peligro inmediato.

Presa del terror, sentí cómo los tendones de mi cuello se volvían rígidos, y contemplé asustado las tenebrosas sombras que ocultaban a nuestros enemigos.

Si eran perros, debían de tener un tamaño gigantesco.

Entonces mis ojos descubrieron una figura horrenda que heló de espanto la sangre en mis venas. Una cabeza maciza y de un negro brillante, apareció entre las ramas erizadas de púas, quebrándolas, y avanzó hacia nosotros.

Aquellos ojos que brillaban formando círculos cada vez mayores parecían poseer un poder que comunicaba rigidez a mis miembros y hacía brotar de los poros de mi cuerpo un sudor helado. La criatura abrió su boca, que parecía partir en dos su enorme cabeza, y bramó. Un estruendo de bramidos le respondió desde la oscuridad, y todo el grupo avanzó hacia la luz.

No es posible formarse una idea del terror que los rugidos de aquellas criaturas causaron en nosotros. Era como si la sangre quisiera salirse de nuestras venas a borbotones y sentí como si se dislocasen todos los huesos de mi cuerpo. Era algo terrible y espantoso para todo ser viviente.

—¡Atención almogávares! —gritó Joanot, haciéndose oír por encima de los bramidos—. ¡Desperta ferro! —Todos los pyreions fueron cuidadosamente cargados, y Guillem, tomando un dardo del suelo, lo colocó en su nuevo arco de madera albina.

Aquellos seres nos rodearon con calma. Eran grandes y pesados como caballos percherones, y sus rostros eran bestiales, más parecidos a los de un buey que a los de un hombre; tenían grandes narices de orificios negros y dilatados, y orejas colgantes. Unos ojos grandes y acuosos, situados frontalmente, bajo unos prominentes arcos superciliares. Sus manos tenían sólo tres dedos, pero cada uno de ellos era tan grueso como dos pulgares humanos. Todos iban armados con hachas de acero que sujetaban con sus musculosos brazos.

—¡Centauros! —exclamó Neléis, como si no creyera lo que le mostraban sus ojos.

Si yo no hubiera estado tan aterrorizado, habría sonreído ante la expresión de desconcierto de alguien tan racional como la consejera al verse enfrentada cara a cara con algo que parecía surgido de los mitos remotos. Simplemente no podía aceptar lo que ahora le mostraban sus ojos. Creo que, para ella, las milenarias teorías de Apeiron se derrumbaron en ese preciso instante; el mundo no era un lugar tan racional como había supuesto.

Pero aquellos seres no eran exactamente como los describen las antiguas leyendas. Para empezar, sus cuerpos se parecían más al de un toro que al de un caballo. Sus rostros también tenían algo de bovino, pero unas espesas melenas negras, que se derramaban sobre sus espaldas, les hacía parecerse más a un león con torso humano.

No había tiempo para reflexionar, pues los centauros-toro se lanzaron inmediatamente contra nosotros.

Avanzaron con un sordo retumbar, haciendo temblar las ramas de los árboles como si fueran débiles bambúes rotos por el paso de una manada de elefantes, salpicando barro rojo en todas direcciones. Los lanzallamas escupieron un resplandor mortal que se apagó en medio de una humareda negrísima. Los pyreions de los almogávares dispararon uno tras otro, sonando como si algo se desgarrara, y soltando espesas nubes de humo asfixiante. El caballero caminante avanzó hacia los centauros lanzando chorros de fuego griego y dando amplios mandobles con su espada.

La vanguardia de centauros rodó por el cieno, en una confusión de miembros, sangre, y carne carbonizada. La segunda fila saltó sobre sus compañeros, y se estrelló contra el círculo de dragones y almogávares.

Un centauro chocó contra el caballero caminante como un toro estrellando ciegamente su testa contra otro. El golpe a punto estuvo de desequilibrar al gigante, pero el titiritero manejó con habilidad los miembros del autómata impidiéndole caer. Después descargó el pomo de su espada sobre la columna vertebral del centauro, y la partió en dos con un horrible chasquido. El monstruo quedó sobre el barro pateando estertóreamente, y el caballero lo roció con fuego griego y se alejó a por un nuevo rival.

Guillem giraba alrededor del tronco afilado, lanzando flechas sin descanso contra los centauros. Uno de ellos intentaba alcanzarle con su hacha, pero el arquero se protegía hábilmente interponiendo el tronco entre él y la bestia. El centauro no se acercaba demasiado, al parecer por temor de lastimarse las patas o el abdomen con la aguzada punta del tronco, y Guillem aprovechó para enterrarle varios dardos en el pecho.

Otros centauros saltaron sobre los almogávares, que intentaron inútilmente clavarles los cuchillos sujetos al extremo de sus pyreions, y los aplastaron bajo sus cascos mientras seguían aullando como bestias enloquecidas.

Mientras estos combates se desarrollaban, volví mi atención hacia el primer centauro que había visto aparecer entre los árboles. La bestia avanzaba en línea recta hacia mí, arrollando a todo aquél que se interpusiera en su camino. Vi cómo partía en dos a uno de los dragones con un solo golpe de su descomunal hacha, y seguía adelante.

La tierra temblaba bajo nosotros, los gases de la pólvora nos atenazaban la garganta y nos vimos en el eje de un huracán de confusión y sangre. Pero los almogávares no se entregaron ni siquiera cuando todo parecía perdido. Replegándose una y otra vez, hasta la distancia efectiva para usar sus pyreions, disparaban sin descanso contra los fieros centauros. Pero este retroceso tenía por límite el borde del acantilado.

El caballero caminante hacía estragos entre las bestias; había establecido un anillo de fuego a su alrededor, y cercenaba de un mandoble a cualquier centauro que tuviera el valor de atravesarlo. Vi cómo seccionaba a uno de aquellos monstruos en dos partes que parecían un toro sin cabeza, y un hombre sin piernas derramando sus intestinos.

Joanot, que nos protegía a Neléis y a mí con su cuerpo, nos obligó a retroceder hasta la misma línea del abismo, y una vez allí, nos miró impotente sin saber qué hacer.

La enorme silueta de un centauro-toro se plantó entonces frente a nosotros.

Reconocí en él al primero que había visto asomando entre los espinos. Su melena era algo más clara que la de sus compañeros, y poseía algunos reflejos rojizos. Pero su rostro bestial no contenía ningún rasgo humano que pudiera identificar. Los enormes orificios de su nariz estaban dilatados al máximo, y resoplaba por ellos como un toro antes de atacar. Había dejado un surco de muerte tras de sí para llegar hasta nosotros.

Joanot miró hacia el precipicio por encima de su hombro, y nos hizo un gesto para que le dejáramos espacio para pelear. Sujetó su espada con ambas manos, y avanzó hacia el centauro con su rostro fruncido por una expresión llena de determinación.

El valenciano no era ni mucho menos tan fuerte como Sausi, pero era más rápido que el enorme búlgaro, y de movimientos tan nerviosos como Ricard de Ca n'. Y en una lucha tan desigual, la pura fuerza tenía poco que hacer. Esquivó sin dificultad la primera embestida del centauro, cuya hacha pasó rozando el cráneo del adalid almogávar, y lanzó su espada hacia las gruesas patas del monstruo abriéndole una ancha herida.

El centauro se encabritó sobre sus patas traseras, e intentó aplastar el escurridizo cuerpecillo que le había herido. Joanot intentó introducir nuevamente su espada en el flanco descubierto, pero recibió, como un mazazo, el puño del centauro en pleno rostro. Sorprendido, cayó de espaldas, y rodó rápidamente por el barro para evitar ser alcanzado por los cascos delanteros del centauro.

A nuestro alrededor, la batalla continuaba con un halo de esperanza para nuestros compañeros, que habían conseguido crear un núcleo fuerte alrededor del caballero caminante, y varios dragones usaban sus sifones de fuego griego para mantener a los centauros a una distancia en la que los pyreions de los almogávares resultaran efectivos.

Pero Joanot tenía demasiados problemas en esos momentos para darse cuenta de este afortunado giro de la batalla. Se había puesto en pie con un salto felino, y dispuesto nuevamente en guardia, con su espada trazando amplios arcos frente a él.

El centauro avanzó un par de pasos hacia el valenciano y se detuvo, como si estudiara cuál podría ser el ataque más efectivo; pero giró su cabezota hacia mí, y me miró con aquellos ojos enormes y terribles.

Intenté retroceder, pero sólo había vacío a mi espalda.

Súbitamente, el centauro saltó hacia mí y me atrapó con su enorme brazo izquierdo, rodeando con fuerza mi tórax e impidiéndome respirar.

Escuche a Neléis gritar, y por el rabillo del ojo vi cómo Joanot se lanzaba al ataque. El centauro lo derribó de un hachazo, pero no logré distinguir si había alcanzado a Joanot con el filo o con el plano de la hoja.

Aquel monstruoso brazo apretaba más y más, y sentí cómo la turbiedad empezaba a envolverme. Todas mis fuerzas, y mis sentidos, estaban concentrados en inhalar una bocanada más de aire, por eso apenas noté cuando el centauro empezó a galopar a toda velocidad. Me apretó contra su velludo e inhumano pecho, y todo se oscureció.