Corría detrás de Roger de Flor, a través de un oscuro bosque quemado. Esqueletos de árboles trasformados en carbón, un suelo formado de cenizas. Unos perros ladraban salvajemente tras nosotros, acortando la distancia. Tropecé con una raíz y caí de bruces levantando una nube de polvo ceniciento. Los perros se abalanzaron sobre mí. Eran siete, negros como la noche, con un rostro formado por dos ojos rojos y luminosos como brasas ardientes y una fauces amarillas y babeantes. El primero saltó con sus colmillos buscando mi garganta, pero Roger de Flor lo detuvo en el aire, partiéndolo en dos con un tajo de su espada.
Los otros seis mastines retrocedieron espantados mientras las dos mitades del cadáver de su compañero se retorcían sobre las cenizas como dos serpientes agonizantes.
—Esto no va contigo, Roger de Flor —ladró una de las bestias— no es a ti a quien buscamos, sino a ese anciano senil. Apártate y no sufrirás daño.
—Apartaos vosotros, o tendréis el mismo fin que vuestro compañero.
—El no merece tu ayuda, Roger de Flor. Es un embustero, un falsificador que ha engañado a todo el mundo con sus mentiras…
—¡Eso no es cierto! —grité poniéndome en pie—. Jamás he dicho o hecho algo en lo que no creyera firmemente.
Uno de los perros se adelantó. Una sombra negra de fauces relucientes babeando espuma. Ladró, dirigiéndose a mí:
—Tú eres la principal víctima de tus embustes, y el que los cree más firmemente.
—¡No! —grité.
Roger de Flor tiró de mi brazo.
—Vámonos, Ramón —dijo—. Salgamos de aquí.
Corrimos, perseguidos por los perros negros, hasta la misma linde del bosque.
Un angosto valle, rodeado de altas y afiladas cumbres, semejantes a los dientes de un dragón, se abría siniestro ante nosotros. Una terrible batalla parecía haberse desarrollado en aquel lugar. Entre los jirones de niebla que resbalaban por el desfiladero asomaban los restos de cuerpos mutilados de hombres y de sus caballos, formando un confuso montón en el que se enredaban los miembros humanos con los de las bestias muertas. Algunas lanzas, clavadas en los cuerpos, sobresalían por todas partes como las espinas de un puercoespín. Era como un río de carne y sangre deslizándose por el centro de aquella quebrada.
El olor era nauseabundo, y sentí deseos de dar media vuelta e internarme nuevamente en el bosque, pero los perros ladraron a nuestra espalda, y Roger me empujó para que venciera mi temor y caminara junto a él por aquel valle de muerte.
Los cuervos revoloteaban asustados a nuestro paso, y eran la única nota de vida en medio de toda aquella mortandad. Roger no parecía impresionado.
—¿Qué ha pasado aquí? —le pregunté.
—Una batalla, no lejos de Acre. Yo estuve aquí; el destino de Tierra Santa se decidió en este desfiladero. Fuimos derrotados, pero mis hermanos del Temple murieron con honor.
—¿Cómo puede haber algo de honorable en medio de tanta muerte?
El rostro de Roger de Flor se iluminó y dijo, señalando a lo lejos:
—Mira, ahí tienes tu respuesta.
Me volví, y caí de rodillas sin poder evitarlo. Mis piernas se habían negado a seguir sosteniéndome. A lo lejos, envuelto en una luz que abrasaba mis ojos, caminaba un hombre desnudo entre los cuerpos de los muertos. El hombre tenía sus manos clavadas a una cruz, y arrastraba el tablón tras él como si éste fuera la más liviana de las cargas. A su paso los muertos se levantaban y, formando un compacto grupo, le seguían.
Escuché las voces de los muertos murmurar una plegaria mientras desfilaban tras la impresionante figura del hombre crucificado. Amigos y enemigos, cristianos e infieles, muertos juntos, ahora resucitaban y le seguían.
El hombre cruzó frente a nosotros y Roger de Flor también se puso de rodillas. Tras él se alzaba una ola de vida. La carne regresaba a los miembros desgarrados; las cuencas vacías de los ojos se rellenaban, las heridas se cerraban…
Yo apreté mis manos y recé. No era la primera vez que veía a aquel hombre.
Tres figuras se acercaron a nosotros; una mujer y dos niños. Nos pusimos en pie; el hombre de la cruz y su cada vez más numeroso séquito, ya estaba lejos.
—¿Ya no nos reconoces, Ramón? —me preguntó la mujer.
No podía creerlo.
—¡Blanca! —exclamé. Me arrodillé, y abracé a mis dos hijos—. Creía que…
—¿Que estábamos muertos? —me dijo mi esposa—. Así es, desde hace mucho, para ti. Tú nos abandonaste, Ramón.
Me señaló con un dedo acusador.
—No, no digas eso. No os abandoné; os procuré todo lo que necesitabais.
—Nos abandonaste, y tuvimos que luchar para sobrevivir, para salir adelante. Tú te olvidaste de nosotros, como si nunca hubiéramos existido.
—No, no —tapé mi rostro con las manos y lloré con todas mis fuerzas—… el Señor me llamó… y no pude eludir su llamada…
Era mentira. Mentira. Mentira…
Desperté aterrorizado. La nitidez y materialidad de aquel sueño me recordó las alucinaciones que había sufrido cuando estaba poseído por el rexinoos.
Pero ¿dónde estaba ahora?
Por un momento pensé que seguía soñando. Un paisaje de pesadilla me rodeaba. Árboles de ramas blancas como huesos. Lluvia incesante. Cataratas de espuma negra derramándose sobre un barro rojo y pegajoso. Lejanos ladridos y aullidos. Una enorme masa de lona y hierros destrozados. Un demonio plateado tendido junto a mí.
¡Estaba en el Infierno!
Joanot estaba de pie junto al kauli, con su espada en la mano, el cuerpo cubierto de cortes y sus ropas destrozadas.
Me incorporé, y vi a varios supervivientes, almogávares y dragones, sentados en el barro. Pero no había ni un sólo kauli vivo a la vista. Sólo cadáveres mezclados con los cuerpos de nuestros compañeros muertos. No podíamos haber tenido tanta fortuna como para que todos esos demonios murieran durante el choque.
Pregunté a Joanot qué había pasado.
—Cuando nos estrellamos, todos levantaron el vuelo y salieron huyendo como patos asustados. Todos menos ése —señaló al kauli que se debatía en el suelo, atado con un cable de acero del timón del Teógídes—. Ése intentó cogerte mientras estabas inconsciente; pero fuimos nosotros quienes le atrapamos a él…
Estábamos en el lugar más horroroso que pueda concebir la mente humana; en medio de una especie de bosquecillo de árboles raquíticos y retorcidos, sin hojas; chapoteando en un barro rojo y pegajoso como la sangre; en el fondo de un acantilado de pesadilla. Las paredes se elevaban como una muralla a partir del punto en el que nos habíamos estrellado, hasta desaparecer entre las capas de niebla. Un lodo rojizo resbalaba sin cesar por aquellas paredes, y se encharcaba a nuestros pies.
No tenía derecho a quejarme; era lo blando y viscoso de aquel terreno lo que nos había salvado la vida.
La consejera Neléis apareció entre los hierros retorcidos y los andrajos de lona destrozada que era todo lo que quedaba del Teógídes.
Caminó hacia nosotros con pasos inseguros; con el rostro y el cuerpo tan cubiertos de lodo que era difícil reconocerla. Pero no había ni un ápice de inseguridad en su voz.
—Capitán Joanot —dijo—; recuenta a tus hombres y a los dragones. Tomo el mando de esta expedición.
Joanot puso sus brazos en jarras, y dijo:
—¿Esperas que acepte recibir órdenes de una mujer?
Neléis le respondió, inexpresiva tras su máscara de barro:
—Ahora no tenemos tiempo para esas tonterías, capitán. Infórmame sobre el número de supervivientes.
Joanot soltó una risita, pero obedeció; se acercó a los dragones y almogávares, y les fue ordenando que se pusieran en pie y se numerasen.
Mientras tanto, la consejera se acercó a uno de los árboles, y quebró una ramita con sus manos. El líquido rosáceo empezó a gotear inmediatamente de la herida.
—Tiene una textura extraña esta madera —dijo, haciendo rodar la ramita entre sus dedos—. Casi parece piel humana.
—Todo está equivocado en este lugar —dije—. Deberíamos salir de aquí.
La mujer se volvió hacia mí, divertida.
—¿Qué pasa, Ramón; has perdido tu eterna curiosidad?
Señalé con un gesto al kauli que yacía a nuestros pies.
—Intentó capturarme. No matarme; capturarme —repetí como si este detalle fuera lo más extraño de todo. Una posibilidad terrible se había formado en algún lugar de mi mente, y hacía que incluso mi alma se estremeciera de pavor. ¿Es posible que los médicos de la ciudad no lograran extirparme completamente el rexinoos, y que fuera mi presencia la que había atraído a los kauli?—. Me quería vivo; ¿por qué?
—No lo sé, Ramón. Pero no podemos abandonar hasta haber acabado con el Adversario. En realidad, tampoco creo que pudiéramos huir, aunque ésa fuera nuestra intención. No sé si te has dado cuenta, pero hemos perdido nuestro medio de transporte.
—¿Y el Paraliena? —pregunté.
Neléis sacudió la cabeza.
—No sabemos nada de ellos, pero es de temer que su suerte no haya sido mejor que la nuestra. La última vez que lo vimos estaba cubierto de enemigos. —Neléis se tambaleó y si yo no la hubiera sujetado habría caído sobre el barro. Le ayudé a sentarse sobre una piedra, junto a las raíces de uno de aquellos espectrales árboles.
—Lo siento —murmuró.
—¿Te encuentras mal? —le pregunté—. ¿Estás herida?
—No, no —dijo con voz débil—; tan sólo un poco mareada.
Tomé asiento junto a ella. La piedra era fría y resbaladiza.
—Es como si estuviéramos en otro mundo —dije, mirando hacia el borde del precipicio. Pensé en el poderoso y noble Sausi, que tantas veces había salvado mi vida, y me pregunté si el búlgaro habría encontrado su final en un lugar tan remoto y horrible.
—Lo estamos —respondió ella, con su voz algo más firme—. Éste es el hogar del Adversario; pero, incluso aquí deben regir los mismos principios que son comunes a toda la naturaleza. Este barranco con forma de espiral no puede haber sido producido por ningún fenómeno natural. Por muy increíble que nos parezca debemos admitir que ha sido labrado en la roca por los siervos del Adversario. Con tecnología, o con las manos desnudas, no importa cómo, pero esto no es una formación natural. Como tampoco lo es ese inmenso anillo de columnas que empieza varias vueltas más abajo.
—Tú también lo viste —dije.
—Sí. Quizás eso sea su palacio, o quizá no; pero iremos hasta allí. Parece un buen sitio para empezar a buscar a nuestro enemigo. Después de que comprobemos con cuántos recursos seguimos contando.
Se puso en pie, y caminó hacia los restos del Teógides. Yo le seguí en silencio.
Algunos dragones escarbaban entre los hierros retorcidos de lo que una vez había sido la proa del Teógides. Intentaban liberar del amasijo a uno de los caballeros caminantes que había quedado allí atrapado. Tras largos e infructuosos intentos desistieron.
—Es inútil —dijo uno de ellos—. Aunque lográramos sacarlo de ahí, está destrozado. Y el otro aún no lo hemos localizado.
—Seguid buscando —les ordenó Neléis.
Joanot se acercó a nosotros, y dijo:
—Dieciocho almogávares, y quince dragones supervivientes. Eso es todo. Hay dos almogávares gravemente heridos; uno de ellos parece haberse roto la columna. Y uno de los dragones tiene un brazo aplastado. Tus compañeros les han dado una de vuestras pócimas quitadolor, y parecen tranquilos.
—Muy bien —dijo Neléis, asintiendo lentamente, como si meditara cuidadosamente sus palabras—; no vamos a dejar a nadie atrás. No sé lo que vosotros pensaréis, pero yo preferiría estar muerta antes que verme sola e indefensa en un sitio como éste.
—¿Qué sugieres? —dijo Joanot cruzando los brazos sobre su pecho.
—Improvisaremos unas angarillas, con viguetas y unos trozos de lona; y los llevaremos con nosotros.
—Me parece una excelente idea —dijo Joanot, y la consejera le miró desorientada.
Nos acercamos a uno de los dragones que intentaba poner el telecomunicador nuevamente en funcionamiento, y Neléis le preguntó qué tal iba su trabajo.
—Esta humedad no es lo mejor para este aparato, consejera —dijo el hombre—; he tenido que sustituir varios circuitos, pero creo que podré hacerlo funcionar.
—Es imprescindible comunicarnos con el Paraliena lo antes posible.
El dragón asintió, y volvió a concentrarse en la caja del telecomunicador.
Joanot había regresado junto al kauli y llamó a gritos a dos almogávares. Entre los tres agarraron al demonio plateado por los hombros, y lo arrastraron hacia el borde del abismo. La consejera y yo corrimos junto a ellos para ver qué sucedía.
—¿Qué haces Joanot? —le preguntó Neléis al valenciano.
Sin dejar de arrastrar al kauli, Joanot dijo:
—Creo que los hombres tienen derecho a divertirse un poco, consejera. Además necesitamos información, y este monstruo nos la va a dar gustosamente. ¿No es cierto?
—¿Piensas torturar al kauli? —la expresión de Neléis era casi divertida.
El valenciano se detuvo, y se quedó mirando a la mujer.
—¿A qué viene esa sonrisa, consejera? —Joanot parecía turbado, como si aquella mujer le hubiera pillado haciendo algo vergonzoso—. Este bicho debe de saber muchas cosas que nos pueden ser muy útiles. Le haremos hablar.
Neléis se encogió de hombros.
—Lo que intentáis hacer es tan ridículo e infantil —dijo—. ¿Queréis hacerle hablar? ¡Si ni siquiera conocéis su idioma!
Joanot miró desorientado hacia sus hombres, y dijo:
—No importa. El lenguaje del dolor es fácil de entender para todos.
Mientras discutían, me acuclillé junto al kauli y lo observé con detenimiento.
Era tan extraño. La textura de la piel de su rostro era exactamente igual a la piel humana; podía distinguir sus poros, y un vello suave como el de una mujer cubría sus mejillas. Sus ojos eran grandes y perfectamente humanos, de largas pestañas negras, igual que su pelo que ahora estaba empapado y manchado de barro. La piel del cuello seguía siendo normal justo bajo las mandíbulas, pero se volvía rígida y adquiría un color plateado conforme descendía hacia la clavícula. A partir de ahí, su piel se convertía en aquella coraza de aspecto metálico, pero que en realidad era de una materia semejante a los élitros de un escarabajo.
Mientras lo estudiaba, el kauli permaneció quieto, pero de repente saltó hacia mí, e intentó atraparme con sus mandíbulas de león.
Al apartarme caí de espaldas en el barro; y Joanot y los almogávares le dieron patadas a aquella criatura en el tórax y en la cabeza, para alejarla de mí.
Uno de los almogávares, Guzmán, se arrodilló entonces junto al kauli, e introdujo su cuchillo por debajo del pliegue del pecho de su armadura; tajó hacia arriba, y empezó a desprender la placa del pectoral izquierdo. El kauli aulló como un alma en pena.
—Vaya —comentó Joanot con una sonrisa—, parece que esto sí lo ha entendido. Creo que empezamos a comunicarnos, consejera.
—Debéis suspender esto inmediatamente —dijo la mujer.
El kauli sacudía la cabeza de un lado a otro, bramaba y lanzaba espuma por la boca como si hubiera enloquecido. Guzmán le había arrancado la placa y la masa muscular del pecho aparecía roja y brillante. Sonó un estampido, y el kauli quedó inmóvil. Un orificio había aparecido en el centro de su cráneo, pero apenas manaba sangre de él.
—¿Qué ha pasado? —gritó Guzmán—. ¿Quién ha disparado? —Entonces vio a uno de los dragones que bajaba su pyreion humeante—. ¿Has sido tú? ¿Tú has disparado?
El almogávar avanzó resueltamente hacia el dragón con su cuchillo manchado con la sangre del kauli en la mano.
—Ya es suficiente —ordenó Neléis—. Joanot, contén a tu hombre.
Guzmán se plantó frente al dragón, y le amenazó con el cuchillo. La diferencia física entre los dos hombres era más que notable; Guzmán apenas llegaba al pecho del dragón, era canijo y desgarbado; pero le había visto luchar, y sabía de lo que era capaz.
—Basta Guzmán —dijo Joanot, con gesto cansado—; déjalo.
El almogávar se volvió hacia Joanot con los ojos chispeando de furia, pero no bajó el cuchillo con el que amenazaba al dragón.
—No, Adalid —dijo entre dientes—; estoy harto de esta gente. ¿Acaso se creen dioses? ¿Se creen mejores que nosotros? Hemos peleado y hemos muerto por ellos, y aún nos siguen mirando por encima del hombro, ¡como si fuéramos bestias miserables!
Joanot pasó por encima del cuerpo del kauli y se acercó al almogávar que parecía cada vez más fuera de sí. Le tendió la mano, y le pidió que le entregara el cuchillo.
—No te daré mi cuchillo. Yo era amigo de Fabra, ¿sabes, Adalid? Él era mi camarada, y muchas veces salvó mi vida en Túnez y en Sicilia… —Guzmán sollozó, y añadió con rabia—: ¡Y tú ordenaste su muerte por culpa de una de las furcias de esa ciudad! El Capitán nunca lo hubiera permitido, ni que nos trajeran a este infierno. ¿Qué estamos haciendo aquí? ¿Qué lugar infernal es éste, y qué criaturas diabólicas nos rodean? Nuestras almas jamás podrán escapar de esta sima… —El almogávar se dejó caer de rodillas en el barro, le entregó su arma a Joanot, y dijo—: Jamás saldremos de aquí, Adalid.
—Sí lo haremos, Guzmán —dijo Joanot—; te lo prometo por mi honor.