Escuchamos gritos procedentes de la bodega y abandonamos rápidamente la enfermería y el cadáver del monstruo.
Las puertas que daban a la balconada, situadas a ambos extremos de la bodega, estaban abiertas y el aire entraba como un huracán por ellas. Entrecerré los ojos intentando comprender lo que allí estaba sucediendo. Almogávares y dragones preparaban sus armas mientras Joanot impartía órdenes a gritos para hacerse oír por encima del bramar del viento. Me acerqué a él y le pregunté. Joanot, sin apenas mirarme, señaló hacia el exterior a través de una de las portillas.
Me acerqué a ella. Los hombres tomaban posiciones en la balaustrada, desafiando el ímpetu del viento. Al fondo, ascendiendo por el mismo centro del tornado, una miríada de formas vagamente humanas, pero dotadas de unas enormes alas, como ángeles o demonios, ganaban rápidamente altura empujadas por el flujo de vapor.
—¡Los kauli! —exclamó Herófilo, junto a mí.
Neléis cogió un tubo comunicador y le informó rápidamente a Vadinio de lo que habíamos averiguado sobre el monstruo capturado.
—Esto es un ataque del Adversario —concluyó—, no hay duda sobre eso, pues él ya sabe de nuestra presencia aquí.
—Muy bien, consejera —escuché la voz de Vadinio respondiéndole—; estamos preparados.
Las diabólicas figuras de las langostas —o los kauli, como llamaban los ciudadanos a aquellos seres— ya eran claramente visibles sobre nosotros. Habían ganado altura, planeando con sus inmensas alas plateadas, hasta situarse directamente encima nuestro.
Usando el catalejo, pude ver una de ellas con nitidez. Era tal y como mi sueño me había mostrado, o como son descritas en el Apocalipsis de san Juan; un cuerpo envuelto en una armadura plateada que reproducía fielmente una musculatura humana; un tórax enorme, desproporcionado con relación al resto del cuerpo, sin duda necesario para contener los poderosos músculos que debían accionar aquellas inmensas alas a su espalda; unas alas cuyas plumas parecían cuchillos de acero. Una cola de escorpión, compuesta por una docena de anillos articulados, se cimbreaba a la espalda del kauli. Su rostro podía pasar por el de una hermosa joven de largos cabellos agitados por el viento como una aureola negra; pero su boca, semejante a la de un león de largos y afilados colmillos, y labios finos y negros, deformaba horriblemente aquel bello rostro.
—¿Dónde debemos atacarles, Ramón? ¿Cuál es su punto débil?
Era Joanot de Curial. Me volví y le miré atónito.
—¿Cómo?
—¿Qué sabes de esos monstruos? —insistió—. ¿Son demonios voladores? ¿Pueden ser abatidos por nuestras armas?
—No… no lo sé —musité.
Joanot no perdió más tiempo conmigo; tomó su espada con una mano, y un pyreion con la otra, y salió a la balaustrada.
Los kauli se dejaron caer sobre nosotros como una bandada de fieros halcones.
Joanot disparó su pyreion contra el que volaba más cerca, después arrojó el arma a un lado, y tomó su espada con ambas manos. Un kauli había recibido la bala de Joanot en pleno pecho, y saltó hacia atrás, justo cuando estaba cerrando sus manos enguantadas de plata sobre la barandilla de la balaustrada. La bala había abierto un gran agujero en su armadura, lo que respondía a la pregunta de Joanot.
Aquel kauli se precipitó al abismo, girando incontroladamente sobre sí, pero otros muchos combates se estaban desarrollando alrededor del aeróstato, tantos que me resultaba imposible seguirlos todos.
Guillem disparó una flecha que rebotó inútil contra la coraza de otro kauli. El demonio saltó sobre el almogávar, y a punto estuvo de decapitarle con un solo golpe del filo cortante de sus alas. Pero Guillem evitó el tajo arrojándose al suelo y, desde allí, sin tiempo para desenvainar su espada, golpeó al monstruo con su arco en las corvas.
Al caer, el kauli partió en dos el largo arco de tejo inglés, y Guillem gimió como si lo que se hubiera partido fuera su propia espina dorsal. Lleno de furor asesino, saltó sobre el kauli y estranguló al monstruo con la cuerda del arco destrozado.
Junto a él, varios dragones dispararon a la vez sus sifones de fuego griego contra el enjambre de monstruos voladores que se abatían sobre nosotros. El espeso líquido ardiente se pegaba a los cuerpos de los kauli, convirtiéndolos en antorchas voladoras. Cegados y abrasados por las llamas, chocaban entre sí, y se precipitaban al abismo dejando turbios rastros de humo negro.
Mientras tanto, Joanot corría por la balaustrada, con su espada en la mano, gritando voces de aliento a sus almogávares. Un kauli saltó frente a él, e intentó golpearle con sus alas. Joanot las esquivó, agachándose con los reflejos de un gato, y lanzó un golpe con su hoja hacia el amplio tórax del demonio; pero éste desvió la espada protegiéndose con una de sus alas que usó como un amplio escudo de bordes cortantes.
El kauli giró entonces rápidamente y ofreció su espalda a Joanot, que vio cómo la cola de escorpión del kauli saltaba hacia él con la velocidad de una bala, sin que apenas tuviera tiempo de apartarse hacia la barandilla. El golpe lo alcanzó de refilón y acertó de lleno en la balaustrada, que quedó reducida a astillas. Joanot, empujado por la fuerza del impacto, cayó por el borde; pero pudo sujetarse a los restos de la barandilla y así evitó precipitarse al vacío. El kauli se plantó frente al valenciano y levantó uno de sus pies para golpear a Joanot, y su nuca estalló alcanzada por un disparo.
El demonio cayó hacia el abismo, por encima de la cabeza de Joanot.
Me volví, era Neléis la que había disparado desde el interior de la bodega, a unos pasos junto a mí. Ahora, la consejera estaba cargando nuevamente el pyreion.
Mientras tanto, Joanot había trepado de nuevo a la plataforma, y recogía su espada del suelo, dispuesto para seguir peleando.
Pero la pasarela era demasiado estrecha para luchar tal y como los almogávares tenían costumbre. Los kauli seguían apareciendo sobre nosotros, materializándose como espectros surgidos de la bruma, y se lanzaban a toda velocidad hacia ellos.
Vi con horror cómo varios de aquellos monstruos atrapaban a algunos de nuestros defensores, y los arrastraban con ellos hacia el abismo.
—¡Estamos perdiendo flotabilidad! —gritó Neléis—. Muy rápidamente.
—¡Mirad el Paraliena! —dijo el médico, señalando hacia el aeróstato.
Me volví, y vi cómo la nave en la que viajaban Sausi y Mirina atravesaba por graves dificultades. Toda la parte superior de su estructura de lona estaba cubierta por kaulis que seguían dejándose caer allí, como cuervos sobre un terrado. En aquel lugar estaban fuera del alcance de los pyreions y de los sifones de fuego griego.
Los defensores del Paraliena poco podían hacer para desalojar a los demonios de allí, y su peso estaba haciendo que la nave perdiera altura rápidamente.
Sentí una sacudida y comprendí que nosotros debíamos tener el mismo problema. Nuestro techo debía de estar tan lleno de langostas como el del Paraliena.
Pero nosotros descendíamos más rápidamente incluso, y al hacerlo éramos arrastrados por el vórtice hacia su fiero núcleo, alejándonos de nuestra nave hermana.
Herófilo descolgó uno de los comunicadores, e intentó advertir a Vadinio, pero una sección de la pared de lona frente a él fue rasgada por las afiladas alas de un kauli que irrumpió en la bodega por el orificio.
Herófilo, con el tubo comunicador aún en la mano, retrocedió un paso sin saber qué hacer. Neléis, que ya había cargado su arma, le gritó que se agachara, pero el médico no pudo oírla. Permaneció inmóvil mientras el plateado demonio avanzaba hacia él, lo sujetaba por los hombros, y le clavaba sus dientes de fiera en el cuello.
El kauli desgarró con un solo movimiento de su cabeza la garganta de Herófilo, y arrojó a un lado el cadáver del médico. Después avanzó directamente hacia mí.
Su rostro, manchado por la sangre del pobre Herófilo, era ahora verdaderamente horroroso, y sus ojos estaban clavados en los míos, apresándome con su poder magnético, inmovilizando mis piernas y aturdiendo mis sentidos.
Neléis me empujó a un lado, y disparó a bocajarro contra aquella faz demoníaca.
Vi caer al kauli hacia atrás, con una lentitud de pesadilla, como un enorme árbol abatido, dejando tras de sí, en el aire, un rastro de sangre que manaba de su rostro destrozado. Cuando chocó contra el suelo, yo seguía contemplándolo fascinado.
Me arrodillé junto a él, y toqué curioso su armadura plateada; no era de metal, sino que parecía estar hecha del mismo material que conforma el caparazón de un escarabajo; duro, pero elástico. Y no estaba colocada sobre su piel; era su piel. Cuando intenté separar una de las secciones del pecho, vi que estaba pegada a su cuerpo, y que bajo ésta aparecían ya los rojos músculos de las alas.
—Ahora no es el momento, Ramón —me increpó la consejera mientras volvía a cargar su pyreion.
Con mi brazo en cabestrillo, no podía ponerme en pie solo, y pedí a la mujer que me ayudara.
—Debemos subir a la sentina —dijo ella mientras me ofrecía su brazo—; los kauli deben de estar intentando penetrar por allí.
En la balaustrada el combate continuaba desesperadamente. Dragones y almogávares peleaban allí codo con codo, moviéndose con dificultad por la estrecha plataforma, abatiendo con fuego y balas a los kauli que se acercaban, peleando cuerpo a cuerpo con los que conseguían saltar sobre el aeróstato. No vi a Joanot, perdido en mitad de un pandemónium de cuerpos que mataban y eran muertos a un ritmo vertiginoso.
Neléis ordenó a algunos de los dragones que la siguieran. Yo también subí hasta la sentina detrás de la consejera. Aunque impedido por mi brazo roto no esperaba ser de mucha utilidad, no podía soportar la espera inactiva de que llegara el final; porque para entonces creo que era evidente para todos que no podíamos defender los frágiles aeróstatos contra aquel ataque de enfurecidos demonios.
Pero tampoco podíamos esperar la muerte con los brazos cruzados.
La sentina presentaba el confuso y habitual aspecto de maleza de varillas metálicas entrecruzándose. Al final de la pasarela central, cuatro mecánicos cuidaban del motor de vapor, forzado al máximo para contrarrestar la perdida de flotabilidad que estaba sufriendo la nave. Miramos hacia el techo de lona, presintiendo la muchedumbre de langostas que debían de estar amontonándose sobre él.
—¡Os lo advertí! —chilló una desagradable voz a mi espalda—. ¡Os dije que si permanecíais en este lugar sería vuestro final! ¡Ahora es tarde! ¡Ahora es tarde!
Era el gordo sacerdote nestoriano, cogido con ambas manos a dos de los barrotes de su jaula, como una rata chillando en su trampa. Ni Neléis ni los dragones le hicieron el menor caso, pero yo deseé con todas mis fuerzas hacerle callar de alguna forma.
—¡Demasiado tarde!
El techo de lona se rasgó por varios sitios a la vez, y un enjambre de alados kauli se precipitó hacia el interior de la sentina a través de los orificios.
Los dragones no podían hacer uso de sus sifones flamígeros en el interior de la nave, pero dispararon sus pyreions contra los invasores sin importarles si perforaban o no los grandes balones de gas.
El nestoriano gritaba y saltaba dentro de su jaula, como un mono loco, hasta que un kauli aterrizó justamente sobre la prisión del hereje.
El nestoriano alzó sus manos hacia él y dijo con un tono de oración:
—¡Oh tú, arcángel vengador, dame tu bendición!
El kauli lo sujetó por las muñecas y lo atrajo hacia sí, haciendo que su cabeza se estrellara contra los barrotes del techo de la jaula. El nestoriano aulló, sorprendido y dolorido por el golpe, pero el kauli se inclinó hacia él, lentamente, como si fuera a besarle. Durante un largo instante, los dos rostros se juntaron, y vi cómo el hereje pataleaba espasmódicamente. Cuando el kauli al fin lo soltó, dejándole caer como un pelele roto al fondo de la jaula, la cara del nestoriano había desaparecido, substituida por una pulpa sanguinolenta. El kauli, plantado sobre la jaula como un gran halcón de plata, masticaba lentamente.
Aparté la vista mareado y vomité, sujetándome con mi única mano disponible al varillaje de metal, para no caer sin sentido.
Los dragones habían establecido una línea de defensa en torno al motor de vapor, pero un enjambre de kaulis acechaban sobre ellos dispuestos a lanzarse al ataque. Nuestra única ventaja era que, en los estrechos y enrevesados espacios libres de la sentina, cruzada de un lado a otro por cables y viguetas, aquellos demonios no podían desplegar completamente sus mortíferas alas. Los primeros kauli que intentaron saltar sobre nosotros fueron rápidamente abatidos a balazos.
Estábamos en tablas, y durante un momento no se produjo ningún movimiento.
—Sal de aquí, Ramón —me dijo Neléis.
—¿Qué?
—Sal de aquí. No podremos resistir mucho tiempo, y los kauli se harán con el motor de vapor. La comunicación se ha cortado. Intenta llegar al puente y advierte a Vadinio. Nuestra única oportunidad es que logre aterrizar la nave en una de esas terrazas, y una vez en tierra contraatacar a los kauli.
Me arrastré hacia la salida de la sentina lo más rápido que pude, y descendí por la escalerilla sujetándome tan sólo con mi brazo sano. La bodega se había hundido en el caos; hombres y kaulis peleaban por todas partes, cuerpo a cuerpo, destrozándose mutuamente con espadas, uñas y dientes. Con la vista fija en la trampilla que llevaba al puente, atravesé la bodega sin detenerme a mirar a quienes combatían a mí alrededor.
Estaba a punto de alcanzarla cuando una fuerte mano me detuvo. Era Joanot.
—¡Ramón! —exclamó—. Creí que habías muerto, anciano.
—Necesito llegar al puente —dije casi sin aliento—. Nuestra única oportunidad es llegar a tierra antes de que los demonios controlen completamente la nave.
Dos almogávares, Guillem y Guzmán, le acompañaban; Joanot los señaló y me dijo:
—Nosotros también íbamos al puente. La nave está ahora sin control.
Le miré atónito, sin saber cómo reaccionar. Por supuesto, ¿por qué no se me había ocurrido pensar que las langostas podrían haber tomado el puente mientras nosotros peleábamos en la bodega y la sentina?
Joanot me apartó a un lado, y dijo:
—Nosotros iremos delante.
Los tres almogávares descendieron por la escalerilla, y yo fui tras ellos.
El aspecto del puente era desolador. Todas las portillas de falso cristal estaban destrozadas, y el aire entraba en tromba por todas partes haciendo volar papeles y restos destrozados de las cartas de navegación. Los cadáveres del piloto y del técnico de comunicación yacían juntos, con las gargantas destrozadas por una dentellada. Vi el cuerpo de Vadinio un poco más lejos, junto a la columna que sujetaba la brújula. Supe que era él por las ropas que llevaba, pues su cabeza había desaparecido.
Un kauli estaba al timón, de espaldas a nosotros, de modo que sólo podíamos ver sus enormes alas plegadas. Había colocado la nave casi en picado, y descendíamos a gran velocidad hacia lo más profundo de aquel abismo.
¿Hacia dónde nos llevaba aquel monstruo? ¿Qué destino nos había fijado?
Lo vi aparecer brevemente entre los jirones de niebla; una hilera interminable de columnas de piedra roja que encerraban toda una vuelta de aquella espiral que descendía al abismo. Millas y millas de columnas que encerraban una especie de claustro interminable; o quizá la entrada al palacio del Adversario.
Desapareció entre la niebla tan rápidamente como había aparecido, y me pregunté si no lo habría imaginado. Pero aquel demonio de alas plateadas conducía el Teógides directamente hacia aquel lugar, y esto sí era real.
Sin pensarlo ni un instante, Guzmán, lanzó su azcona contra la espalda del kauli. Pero ésta estaba perfectamente protegida por las dos alas, y la lanza rebotó inútil contra ellas. El kauli ni siquiera demostró haber percibido el ataque.
Escuché entonces un ruido a mi espalda, semejante al bufido de un gato, o al silbido de una serpiente; me volví, y me vi enfrentado con el contraído rostro de un kauli, los labios fruncidos y mostrando sus amarillentos y largos dientes de león.
El demonio desplegó sus alas de plata para impedirme la huida, ocupando la anchura del puente de un lado al otro. Yo no estaba armado, y no tenía más opción que retroceder, pero tropecé y caí de espaldas. La cubierta del puente estaba muy inclinada por el picado cada vez más pronunciado de la nave. El kauli saltó hacia mí, y yo me protegí instintivamente el rostro con mi brazo herido. Los dientes del demonio se cerraron con fuerza contra la escayola y las vendas. El kauli respingó extrañado, y soltó la presa mientras intentaba comprender qué había mordido.
Su expresión de sorpresa era casi divertida cuando un golpe de la espada de Joanot le arrancó la cabeza de los hombros.
Otros kauli penetraron a través de las portillas destrozadas, y gatearon hacia nosotros. Guillem saltó contra la espalda alada del kauli que se había apoderado del timón del Teógides. Intentaba clavar uno de sus dardos en la nuca del demonio, pero no lo consiguió. El kauli, de algún modo, vio las intenciones del almogávar, y le descargó un fuerte golpe con su cola en el centro del pecho de Guillem. El almogávar rebotó contra un mamparo, y cayó de bruces llevándose la mano al pecho, sangrando por nariz y boca.
Uno de los kauli que se arrastraba hacia nosotros, saltó hacia Joanot. El valenciano intentó clavarle su espada, pero resbaló contra el pecho plateado del demonio. Las mandíbulas del kauli se cerraron, con un chasquido, a pocas pulgadas del rostro de Joanot. Viéndose perdido, Joanot no vio otra salida que abrazarse con manos y piernas al cuerpo del kauli, manteniéndose fuera del alcance de sus dientes. Joanot y el kauli rodaron entonces por el suelo del puente, en una confusión de brazos, piernas, y cortantes alas de acero. El kauli no podía alcanzarle de ninguna forma, pero Joanot tampoco podía soltar ni por un instante la presa del kauli.
Otro kauli pasó sobre los dos cuerpos entrelazados, y avanzó hacia mí y el almogávar. Guzmán lanzó una patada que acertó al monstruo en pleno rostro. El Teógides estaba más inclinado a cada instante que pasaba, y teníamos que sujetarnos a los mamparos para no rodar hacia la proa, y caer a los pies del kauli que manejaba el timón.
Otro demonio plateado pasó sobre Joanot y su kauli y saltó hacia delante. Parecían ciegas fieras a las que nada importaba con tal de conseguir nuestra destrucción.
Los dos kauli avanzaban a gatas hacia nosotros, los rostros fruncidos en una mueca que les permitía exhibir sus impresionantes dentaduras.
A duras penas, logré ponerme en pie, sujetándome con mi brazo sano a la que había sido la silla del técnico del telecomunicador. Miré alrededor, y grité.
Ya no había cielo, ni nubes a nuestro alrededor, ni lejanos barrancos medio perdidos en la bruma. Vi árboles completamente blancos, resecos y retorcidos, y un muro de piedra, y un suelo cubierto de barro rojo que se abalanzaba hacia nosotros a toda velocidad. ¡Íbamos a estrellarnos! Y todo esto lo vi en un fugaz instante antes del choque.
Todo el puente saltó a mi alrededor hecho añicos. Los fragmentos de mamparos volaron por todas partes como hojas arrastradas por un vendaval. El barro rojo saltó hacia mí como una ola viscosa, me envolvió, y me arrastró hacia el fondo del puente. De repente me encontré en el exterior, rodando por aquel cieno pegajoso. Tuve retazos de imágenes en las que vi al Teógides aplastado contra el barro, con su morro hundido en él, y su cubierta rajada como la piel de una granada. Sentí una punzada de dolor en mi brazo escayolado cuando mi cuerpo se detuvo al chocar contra la base de uno de aquellos árboles albinos. Quedé tendido boca arriba, con el rostro cubierto de barro, mirando aquel cielo gris y turbulento por entre las retorcidas ramas blancas del árbol.
Una de las ramas se había roto y un líquido rosado, como una mezcla de sangre y savia, goteaba sobre mi rostro. Escuché lejanos ladridos de perros, o algo semejante.
Entonces, el cuerpo de un kauli, con sus alas desplegadas, llenó mi campo de visión. Vi su rostro de ojos hermosos y sonrisa de fiera acercarse lentamente hacia mí. Y todo se volvió oscuro.
Los kauli se dejaron caer sobre nosotros como una bandada de fieros halcones