El acantilado con forma de anfiteatro estaba rodeado de montañas afiladas como astas de unicornio, que destacaban sombrías contra el cielo cubierto por nubes grises y espesas, que cambiaban de forma constantemente.
La bruma disimulaba los enormes precipicios que, tanto en la vertiente tramontana como en la de occidente, se abrían en una perspectiva brutal.
Aquélla era una tierra de penumbras, pues el resplandor del sol, oculto tras las nubes grises, apenas se elevaba unos pocos grados sobre el horizonte para volver a ocultarse en una eterna y oscura noche. Los aeróstatos se aproximaron a aquellas crestas de hielo y piedra y se asomaron al abismo en forma de cono. Un caudaloso río se despeñaba desde la vertiente oriental, con el rugido de una catarata que lanzaba chorros de espuma hacia las profundas tinieblas de un abismo sin fondo.
—Según la leyenda, ése debería ser uno de los cuatro ríos del Paraíso —dije.
Todos nos agolpábamos junto a las portillas, fascinados por el tétrico pero espectacular paisaje que nos rodeaba. Trajeron al nestoriano, cargado de cadenas y custodiado por dos dragones, hasta el puente.
—¿Sabes lo que es eso? —le preguntó Neléis.
El hereje miró las enormes agujas de roca negra, aparentemente tan fascinado por ellas como nosotros; y se volvió hacia el interior del puente con lágrimas en los ojos.
—El mundo es un océano infinito, y ésos son sus acantilados —dijo—. Si persistís en vuestro deseo de seguir avanzando sólo encontraréis la muerte y el olvido. Os estrellaréis como gaviotas ciegas contra esos arrecifes.
Las paredes interiores del farallón descendían formando terrazas concéntricas, hasta perderse entre la bruma. Del centro del cono surgía una enorme y bulbosa columna de vapor rojizo que se retorcía como un intestino y se aplanaba en su parte superior, desde donde se derramaba una incesante lluvia que resbalaba sobre las terrazas creando riachuelos de barro de color sangre.
Neléis conjeturó que aquella torre de vapor debía de estar muy caliente y cargada de humedad; y al chocar contra el aire frío de la superficie vertía su agua sobre las terrazas. Quizás aquella lluvia había caído incesantemente durante siglos y siglos.
Pero yo discrepé, porque en ese caso aquellas rocas deberían estar completamente peladas. Había visto llover muchas veces en los acantilados de mi montañosa Mallorca, y conocía perfectamente el efecto de limpieza que el agua ejercía sobre la tierra suelta. El barro rojizo que cubría aquellas rocas demostraba que la lluvia no había podido durar mucho.
—Te equivocas —señaló Neléis—; ese barro procede de las profundidades del abismo y es derramado junto con la lluvia.
La lluvia caía como una cortina de cristal frente a nosotros. Vadinio ordenó al timonel avanzar y nos encaminamos hacia nuestro reflejo en aquella pared líquida. Cuando la afilada proa del Teógides rozó la cortina de agua, la nave vibró como si fuera a desarmarse por completo. Al caer sobre la lona de nuestra envoltura, el agua produjo un horrible sonido de desgarro, y el aeróstato fue sacudido hacia arriba y hacia abajo como si un perro gigantesco nos hubiera atrapado entre sus dientes.
Unos relámpagos azules saltaron entre las guedejas de nubes sobre nosotros, seguidos de truenos que parecían eructos de ogros.
No avanzábamos. Nos quedamos allí parados en mitad de aquel velo de agua que parecía querer cortar en dos nuestra nave como si fuera el hacha de un verdugo.
Vadinio ordenó enviar más potencia a las hélices, pero un fragor espantoso ahogó sus palabras. El Teógides tembló como si hubiera sido golpeado por un brutal ariete que nos empujara hacia abajo, hacia los afilados dientes de piedra. Pero pasamos, atravesamos el telón de lluvia y nos vimos envueltos por una fantasmagórica e irreal calma en la que los latidos de mi corazón parecían resonar en mi pecho.
El barro rojizo resbalaba ahora por los falsos cristales de las portillas. La lona de nuestra cubierta estaba empapada y soportaba además el peso de aquel cieno. La temperatura de las bolsas de gas había descendido un poco y habíamos empezado a perder altura. Para contrarrestar esto, Vadinio ordenó que se introdujera más combustible en la caldera y que se aligerara la nave soltando algo de lastre.
Cuando volvimos a estabilizar nuestra altura, Vadinio ordenó al Paraliena que atravesara también la muralla de agua. La vimos acercarse lentamente, reflejada y distorsionada por la cortina lluviosa, y cómo perforaba dicha muralla líquida y cruzaba hasta nuestro lado. Estábamos dentro, ahora no había marcha atrás.
Vi cómo temblaba el nestoriano; a pesar del frío, su frente brillaba sudorosa. Joanot y los aeronautas parecían encogidos en sus puestos, como si el extraño paisaje que nos rodeaba ocultara alguna enorme alimaña que estuviera a punto de saltar sobre nosotros. Neléis y Vadinio aparentaban calma, pero ése era su papel, no podían dejar que sus sentimientos se exteriorizaran ni siquiera durante un instante.
Herófilo descendió al puente por la escalerilla que lo comunicaba con la bodega. Miró a su alrededor asombrado. A través de las portillas del castillo se tenía una perfecta visión de 360 grados del paisaje de alucinación que nos envolvía.
Las rocas negras descendían hacia las profundidades de la Tierra formando lo que en un primer momento nos habían parecido estrechas terrazas concéntricas. Pero no era así; en realidad, las terrazas formaban una interminable espiral que a cada vuelta se hundía más y más en el abismo. Era como si aquellas montañas hubieran sido talladas con la forma de un gigantesco tornillo.
Las terrazas tendrían una milla de ancho, y en alguna de ellas se podía distinguir restos de vegetación y ruinas de antiguas edificaciones. La distancia entre una vuelta y otra sería de unas cinco millas, y el diámetro total de aquel cono de piedra era de muchas millas, por lo que el ángulo del suelo de las terrazas no era muy acusado.
El agua de la lluvia roja se derramaba por esta enorme espiral creando espectaculares cataratas que se perdían en el abismo.
De las profundidades surgía la torre de vapor y barro que brillaba con una fantasmagórica luminosidad y se retorcía como una columna salomónica, para estrellarse contra el frío aire del exterior y derramar su cascada de agua. También desprendía el calor que transportaba desde el abismo, y la temperatura en el interior de la nave había subido, la escarcha había desaparecido de las portillas, y las prendas de piel que nos cubrían se habían vuelto algo incómodas.
—Este lugar no puede ser natural —dijo Neléis—; ninguna fuerza geológica puede tallar un precipicio con esa forma de tornillo.
—Por supuesto que no —dije, preguntándome cuántas más pruebas necesitaría la consejera para convencerse de la realidad de aquel lugar.
—¿Qué es eso? —preguntó el médico señalando hacia la columna de vapor—; desde arriba no se distingue con claridad, pero…
Yo seguí el punto que señalaba, y creí distinguir unas brumosas formas oscuras deslizándose entre las volutas de vapor. Vadinio ya estaba mirando con su catalejo.
—Parece… —empezó a decir—. No puede ser.
Yo tomé otro de los catalejos, y miré también. En medio de aquel vórtice, pequeñas criaturas nadaban o se retorcían como peces arrastrados por un ciclón.
—Hay seres vivos ahí dentro —musité, sin creer en lo que yo mismo había dicho.
Joanot, que estaba muy nervioso, se volvió hacia el nestoriano y le golpeó en la boca. Iba a golpearle por segunda vez, pero Neléis se lo impidió.
De cualquier forma, aquello pareció tranquilizar al valenciano.
—¡Dime de dónde procede ese torbellino! —le gritó al hereje.
Éste le miró dolorido, y le dijo:
—Del mismo Centro del Mundo. El agua se derrama sobre el fuego y escapa de vuelta al exterior formando esa columna de vapor.
—El fuego del infierno —le dije—. ¡Adoras a demonios que provienen del abismo!
El nestoriano pareció cargarse de valor y me increpó:
—¡Nosotros no adoramos! ¡Vosotros sois los idólatras! ¡Dios es Alfa y es Omega, es Luz y Oscuridad, es Hielo y es Fuego, porque todo ha sido creado por Él!
Estaba fuera de sí, al hablar escupía saliva por las comisuras de sus labios. Joanot hizo un amago de golpearle otra vez, y el hereje se acobardó. Sollozó pidiendo que lo sacaran de allí, que aquél no era un lugar para los hombres.
—Moriremos todos de una forma horrible —gimió mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas—. No debemos permanecer en este lugar ni un instante más.
Furioso y cansado de sus lloriqueos, Vadinio ordenó a los dragones que custodiaban al nestoriano que lo sacaran del puente y lo devolvieran a su jaula.
Así lo hicieron, aunque el hereje no dejó de gritar y lamentarse mientras lo arrastraban hasta la sentina.
Después, Vadinio tomó el telecomunicador y conectó con el Paraliena.
—Vamos a acercarnos a ese vórtice —dijo a través del aparato—. Nosotros iremos delante, seguidnos con precaución, manteniendo la distancia que ahora nos separa.
Ordenó al timonel que avanzara lentamente hacia el torbellino de nubes que giraba frente a nosotros. Mientras nos acercábamos, intenté calcular su anchura, era difícil sin ningún punto de referencia, y además sus bordes eran imprecisos, pero estimé que sería de varias decenas de millas, esto suponiendo que el diámetro total del anfiteatro de montañas que nos rodeaba fuera de cincuenta millas al menos.
Pero era difícil de precisar, pues la bruma no nos permitía verlo en su totalidad, y sólo podíamos hacer cálculos con la curvatura de las paredes rocosas y el efecto de la perspectiva de las montañas que lo cerraban por arriba.
Cuando la proa del Teógides rozó el vórtice, sentimos una violenta aceleración lateral que nos obligó a todos a buscar desesperadamente un lugar donde agarrarnos.
Vadinio gritó rápidas órdenes al timonel, y la nave fue estabilizándose lentamente. Un torbellino de vientos huracanados nos arrastraba hacia estribor, pero el aeróstato nadaba en aquellas ráfagas de vapor, como un pez en un torrente.
—Tengo problemas para recibir con claridad al Paraliena —dijo el técnico del telecomunicador—. Hay mucho ruido de fondo, y su voz me llega distorsionada.
Vadinio tomó entonces el telecomunicador, y ordenó a nuestros compañeros del Paraliena que nos siguieran. Después se quitó las orejeras, y miró a través de una de las portillas buscando a nuestra nave hermana.
Apenas teníamos visibilidad más allá de un cuarto de milla de distancia, pero vimos cómo el Paraliena penetraba en el rabión siguiendo fielmente nuestro rastro.
—Bien —dijo Vadinio con alivio—, no podemos comunicarnos con claridad, pero es evidente que ellos sí nos oyen.
Estábamos en los aledaños de un universo cambiante y turbulento, y nos arrastrábamos torpemente alrededor de su centro. La nave vibraba como una espada que intentara penetrar una roca, mientras nos hundíamos en aquel mare mágnum.
—¡Mirad eso!
Era Neléis quien había hablado, pero casi al instante escuché la voz de Vadinio exclamar: «¡Por el perro!».
Se trataba de un ser inconcebible. Una desviación de todos los principios conocidos de la naturaleza. Todos en el puente, Joanot, Herófilo y los aeronautas del Teógides, contuvimos un grito de asombro al verlo acercarse hacia nosotros.
Tenía un único miembro, semejante a un largo y huesudo brazo con una doble articulación; al final de este brazo, cinco dedos larguísimos, y tan delgados como las patas de una araña, se disponían radialmente, como las varillas de un parasol. Estos dedos estaban unidos entre sí por una membrana traslúcida, como la de las alas de los murciélagos, de color sonrosado y con algunos pelos en su superficie. Esta membrana se abría y cerraba, interceptando más o menos aire al hacerlo, para controlar la posición de la bola de pelo que estaba al otro extremo del brazo.
Esta bola, de al menos una vara de diámetro, debía de ser el cuerpo del animal, pero carecía de rasgo alguno, con la única excepción de dos grandes ojos marrones que parpadeaban lentamente.
Unos ojos inquietantemente humanos en mitad de aquel ser de pesadilla.
Vimos al menos una docena más de aquellas criaturas acercarse a nosotros, arrastradas por el viento, abriendo y cerrando su mano parasol, para dirigir con precisión sus movimientos por aquel vendaval. Nos miraban con curiosidad, sin hacer nada que pudiera ser considerado como hostil, aunque dado lo limitado de su estructura corporal, esto pudiera hacérseles más bien difícil.
Por supuesto pensé que estaba en presencia de almas en pena, condenados que purgaban sus pecados terrenales vagando eternamente en aquellos cuerpos monstruosos; errantes, impelidos por la furia ciega de un huracán. Escuchamos voces de terror por parte de los almogávares desde la bodega. Joanot y yo subimos para estar con ellos y tranquilizarlos.
—Ese sacerdote afirmó que éste no es lugar para ser visitado por los vivos —dijo Guzmán; un hombre de valentía probada, pero que ahora parecía al borde del pánico.
—Ese hombre no es un sacerdote de Dios —le dije con firmeza—; sino del diablo. Y nos dirá cualquier cosa que Satanás quiera que creamos.
Pero interiormente estaba muy lejos de sentir una firmeza tal. No es que, por supuesto, creyera en las palabras del hereje nestoriano, pero cada nervio de mi cuerpo me gritaba para que saliéramos de allí, para que huyéramos con rapidez de aquel tétrico lugar.
Quizás ésta fue la causa de que mis palabras no tuvieran ningún efecto en aquellos hombres, que siguieron mirando con ojos desencajados de terror a través de las portillas, a aquella manada de criaturas de pesadilla.
Joanot de Curial desenvainó entonces su espada, y la alzó gritando:
—¡Aragón! ¡Aragón!
Sólo eso, pero su efecto fue inmediato. Los cincuenta almogávares allí presentes, desenvainaron a su vez sus armas, y respondieron al unísono:
—¡Aragón! ¡Aragón!
Los dragones nos miraron entre asombrados y divertidos por aquel ritual, incapaces de comprender cómo la simple pronunciación del nombre de nuestra patria podía ejercer un efecto tan catártico sobre los miedos de aquellas gentes.
El temor se había esfumado como por arte de magia de los ojos de todos y cada uno de los valientes almogávares. En aquel momento se podrían haber enfrentado a cualquier cosa. Pero mi estancia en la ciudad me había vuelto lo suficientemente escéptico como para preguntarme cuánto duraría el efecto.
Herófilo apareció entonces en la trampilla que comunicaba con el puente.
—Vamos a capturar a uno de esos monstruos para estudiarlo —dijo—. ¿Quién de vosotros, almogávares, es el mejor con el arco?
Guillem, que ya se había recuperado la herida en el costado que había recibido en la expedición a Samarcanda, se adelantó preparando su arco. Herófilo le pidió una de sus flechas, y le ató un delgado cordel que llevaba con él.
—¿Crees que serás capaz de hacer blanco con esto?
Guillem sopesó la flecha de punta de acero y respondió afirmativamente. Ambos salieron a la balconada exterior que rodeaba la bodega y Guillem se afianzó apoyando su espalda contra la cobertura del aeróstato, y empujando con sus piernas contra la barandilla de la balconada. Las ráfagas de viento que parecían querer arrancar a ambos hombres de su posición penetraban por la puerta abierta por la que habían salido a la plataforma, y creaban remolinos en el interior de la bodega.
Guillem disparó, y falló el tiro.
El monstruo flotaba apenas a unas cincuenta varas de él, y estaba casi inmóvil manteniéndose milagrosamente en esa posición mediante el ejercicio de abrir y cerrar aquella especie de parasol con aspecto de alas de murciélago.
Guillem recogió con cuidado la flecha tirando del cordel a la que estaba atada. Volvió a prepararla, tensó el arco, y desvió su blanco teniendo en cuenta la enorme presión que el viento ejercía sobre la flecha y el cordel.
Disparó y esta vez alcanzó al monstruo justo entre los dos ojos.
Herófilo le ayudó a cobrar su presa tirando a la vez que Guillem del cordel, y los dos hombres entraron de nuevo en la bodega con su extraño trofeo con ellos.
Todos nos congregamos alrededor del médico para contemplar de cerca aquel capricho de la naturaleza: una cabeza sin cuerpo, y con un único brazo surgiendo de ella, rematado por una especie de ala circular de murciélago.
Yo sentí a mi alrededor el alivio de mis compañeros almogávares al comprobar que aquellas criaturas podían ser muertas por sólo una flecha.
Neléis, que también había subido a la bodega, se inclinó sobre el cadáver del monstruo, y apartó con una mano el pelaje alrededor de aquellos ojos, tan humanos, que ahora estaban fijos y vidriosos por la muerte. Apenas manaba sangre de la herida.
—¡No tiene boca! —exclamó la consejera atónita.
Y era cierto, ni boca ni ningún otro rasgo en aquella pelota de pelo, con la excepción de aquellos dos ojos. Herófilo volvió a cargar con el monstruo y dijo que lo iba a diseccionar. Pidió ayuda a Neléis, y la mujer me preguntó si deseaba acompañarles.
Asentí. Aquel ser me repugnaba, pero sentía una gran curiosidad por él.
Entramos en la enfermería que había sido delimitada en el interior de la bodega con sólo tres mamparas apoyadas contra la cubierta de lona, y el médico de Apeiron depositó su monstruosa carga sobre la camilla que estaba situada en el centro. Rebuscó entre su instrumental, ordenado en varios cajones sujetos a las mamparas, y se inclinó sobre la criatura con un afilado escalpelo entre sus dedos.
—Bien —dijo Herófilo—, ahora sabremos cómo estás hecho por dentro.
Llevado por un súbito presentimiento, le retuve la mano cuando estaba a punto de empezar a cortar.
—¿Qué sucede? —dijo el médico, elevando sus ojos hacia mí.
Les pregunté a ambos si estaban seguros de lo que iban a hacer.
—No podemos estarlo, Ramón —me respondió Neléis—. Nada de lo que hemos hecho aquí se ajusta a nuestras leyes científicas. Hemos matado a esta criatura sin saber si era un ser racional o no. Si esto podía perjudicarnos o no. Pero nuestra situación es excepcional; estamos en el mismísimo hogar del Adversario, y nuestra única oportunidad, nuestra única opción más bien, es actuar rápidamente. Cada instante cuenta antes de que nuestra incursión sea descubierta por él y tengamos que enfrentarnos a todo su poder. Debemos aprender cuanto podamos sobre este lugar antes de que eso suceda, y si ello supone abandonar toda precaución, bueno, me temo que no podremos evitarlo.
Comprendí los argumentos de la consejera y asentí mientras Herófilo volvía a acercar el escalpelo a la peluda piel del monstruo; pero no pude alejar los temores que hormigueaban en mi interior. Temores que se vieron inmediatamente confirmados cuando el médico clavó su instrumento en el cuerpo de aquella criatura.
Herófilo gritó, y saltó hacia atrás como impulsado por una fuerza demoníaca.
El médico rebotó contra la mampara que estaba tras él y cayó de bruces al suelo.
Neléis y yo nos quedamos paralizados por la sorpresa durante un instante; pero inmediatamente acudimos a socorrerle.
No estaba herido, tan sólo un poco conmocionado. Se puso en pie rápidamente.
—¿Qué ha sucedido? —le preguntamos.
—Una descarga de energía —respondió él sacudiendo la mano que había sujetado el escalpelo y que ahora parecía dolerle—. Muy intensa, pero muy breve.
—¡Por el perro! —exclamó Neléis—. ¿Qué vas a hacer ahora?
—Voy a intentarlo de nuevo —dijo Herófilo recogiendo el escalpelo del suelo.
Yo iba a protestar, pero Neléis me hizo callar con un gesto. Era evidente que ese asunto era responsabilidad de Herófilo, pero yo seguía sintiéndome aterrorizado.
El médico clavó su instrumento en el mismo punto que antes, y sajó longitudinalmente la piel del monstruo. Esta vez no sucedió nada. Después tomó una especie de tenazas cortantes, y partió con varios chasquidos unos huesos en forma de costillas circulares que protegían el interior del animal.
—Ayúdame ahora, Neléis —dijo, señalando uno de los labios del corte.
El médico y la consejera tiraron con fuerza y la criatura se abrió por la mitad como una concha, mostrándonos sus entrañas. Apenas había sangre, y no pude reconocer ninguno de los órganos que colgaban dentro de la cavidad central del monstruo.
Pero Neléis y el médico sí que reconocieron algo; una especie de racimo de uvas bulboso, cubierto por una especie de gelatina espumosa, y al señalarlo, recordé a los rexinoos que la consejera me había mostrado en el hospital de la ciudad. Éstos poseían este mismo órgano, pero de tamaño mucho menor. Neléis me había dicho entonces que era una especie de colonia de seres microscópicos que generaban energía para que el rexinoos pudiera comunicarse con el Adversario.
—Eso es lo que me causó la sacudida eléctrica-dijo Herófilo.
Ambos parecían ahora muy asustados; pero yo no entendía nada.
—¿Tenéis ya una idea de lo que es esa cosa? —les pregunté.
Herófilo levantó la vista de la cavidad interior del animal, y dijo:
—Son los ojos del Adversario. Nuestra incursión ya no es un secreto para él.