El resto del ejército del Adversario se reunió con su vanguardia en el transcurso de esa noche. Los ciudadanos de Apeiron abrieron las conducciones que llevaban agua desde la Represa a la ciudad y el terreno situado entre la muralla y la falsabraga se convirtió en un enorme barrizal.
Al amanecer del día siguiente el enorme ejército sitiador avanzó en bloque hacia las murallas de Apeiron.
El aire de la mañana era frío, y me estremecí dentro de mi viejo jubón de viaje. Pero aquel temblor no era sólo causado por la baja temperatura. La masa viviente que se nos venía encima era impresionante; como si la arena del desierto se fuera, poco a poco, transformándose en enemigos frente a nosotros. A mi lado, Joanot dijo:
—Creo que no vamos a sobrevivir a esto, anciano.
Una montaña de arena parecía estar formándose al frente de la horda invasora. Era como una gigantesca duna que crecía más y más a cada instante que pasaba. El viento del amanecer arrastraba la arena de la cúspide de aquella duna creando una impresionante columna de polvo.
—¿Qué es eso? —pregunté.
—No lo sé —dijo Joanot—; jamás vi nada igual.
Recordé el relato de Ibn-Abdalá sobre la toma de Bagdad por los gog, la niebla que avanzó hasta cubrir la ciudad, y la masacre que se produjo a continuación, y me pregunté si eso mismo es lo que iba a suceder allí, sin que todo el poder de la ciudad pudiera impedirlo. Al imaginar a los civilizados y amables ciudadanos de Apeiron en manos de aquellas bestias, sentí cómo mis entrañas se estremecían.
Cuatro de los seis aeróstatos de la ciudad; el Teógides, el Ieragogol, el Demetrio, y el Paraliena, iban a participar en el combate desde el aire; habían sido cargados de bombas y sifones de fuego griego. Se soltaron de sus mástiles de sujeción y, sobrevolando la ciudad, se dirigieron hacia el ejército invasor.
La enorme duna que avanzaba en la vanguardia gog, crecía a cada momento. La arena debía de ser empujada por una fuerza enorme para apilarse de esa forma; era como una gran ola que lentamente se acercaba a la primera línea defensiva.
Tras la arena, empujándola y apilándola, estaba la más gigantesca máquina de guerra que jamás se hubiera visto: Una enorme pala formada por innumerables tablones de madera entrecruzados con vigas de hierro forjado, ligeramente curvados hacia afuera, arrastraba la arena del desierto apilándola frente a ella, creando la inmensa duna que avanzaba hacia la ciudad. Tras la pala, había una compleja estructura de hierro y madera que era en realidad un gigantesco arnés para, al menos, un centenar de elefantes, que servían de fuerza motriz para aquel ingenio.
Tras aquel primer maganel, avanzaban diez más que habían permanecido ocultos por la columna de polvo que levantaba el paso de los elefantes.
La primera duna se estrelló contra la falsabraga de ladrillo rojo y la destrozó sin apenas detener su avance hacia las puertas de Apeiron.
La Ieragogol bombardeó con pellas el primer maganel, pero los tártaros ya habían previsto esta posibilidad y la coyunda de elefantes estaba protegida por un mantelete de pieles. Al menos un centenar de gog corrían sobre esta cubierta y arrojaban cubos de agua, que les iban pasando los de abajo, para mantener las pieles empapadas.
El Ieragogol dejó caer un racimo de esferas de fuego sobre el maganel, y los gog del mantelete saltaron por los aires envueltos en llamas.
Pero el fuego no prendió en las pieles húmedas.
Otros gog treparon al mantelete y apagaron los restos del fuego con cubos llenos de arena. Después arrojaron más agua sobre las pieles.
El Ieragogol seguía sobre el maganel, suspendido en el aire a unas doscientas varas de altura, cuando una lanza de fuego cruzó el espacio que la separaba de suelo y se clavó en el centro de la estructura que sujetaba el puente, que estalló violentamente lanzando pedazos de su estructura de metal y madera en todas direcciones. Dos nuevas lanzas de fuego saltaron hacia el aeróstato dejando tras de sí un reguero de chispas amarillentas. Una falló y rebotó inútilmente contra su costado de lona, y la otra le dio de lleno; estalló, y la nave empezó a arder.
Los dragones que se encontraban en la bodega de la nave saltaron al vacío desesperados, envueltos en llamas. La segunda lanza de fuego debía de haber alcanzado las esferas de cristal que contenían el Juego griego, y aquel incendio pronto inflamaría la pólvora de las bombas.
Varias violentas explosiones consecutivas en la barriga del aeróstato me hicieron parpadear. El Ieragogol empezó a arder rápidamente, con unas llamas altas como torres que parecían correr por su casco de lona como almas en pena. El aeróstato se dobló por la mitad, y se precipitó contra la arena donde siguió ardiendo.
Mientras las otras naves que se situaban rápidamente a más altura, más lanzas de fuego surgieron del suelo e intentaron alcanzar a los aeróstatos.
Afortunadamente, todas fallaron.
Con un catalejo logré distinguir la máquina que disparaba aquellas lanzas de fuego: Un armazón de madera arrastrado por acémilas, con un travesero horizontal que podía ser orientado con precisión como una ballesta romana. Sobre este travesero, los gog colocaban unas gruesas y largas cañas terminadas en una especie de descomunal punta de flecha. Con una tea encendían una mecha que salía de estas puntas y, al cabo de unos instantes, el objeto se inflamaba y salía disparado a gran velocidad dejando un rastro de chispas llameantes.
Una decena más de estos artefactos, medio ocultos por el polvo, estaban preparados para ser disparados contra los aeróstatos, que se habían situado ya a más de trescientas varas de altura, donde parecían estar seguras fuera del alcance efectivo de aquellos ingenios.
El primer maganel empujado por elefantes había llegado a la zona inundada alrededor de la ciudad, y la duna de arena se había derramado sobre el barro. Se hizo a un lado para dejar pasar al segundo maganel que lanzó más arena sobre la zona encharcada, y éste dejó paso a un tercero que cruzó sobre el barro y derramó la mayor parte de la arena contra las murallas de Apeiron.
Mientras tanto, los defensores lanzaban chorros de fuego griego y bombas contra los maganeles cuyos manteletes parecían tan duros y resistentes al fuego como el caparazón de una tortuga. Cientos de gog eran barridos e incinerados en ellas cada vez, pero eran rápidamente substituidos por otros que seguían apagando el fuego y manteniendo húmedas las pieles de los manteletes.
Los aeróstatos lanzaban bombas de pólvora y esferas de fuego griego contra los elefantes, pero al tenerse que mantener a tan gran altura por los coets, sus blancos resultaban muy poco efectivos. Tan sólo en una ocasión, el Demetrio lanzó varias bombas de acción retardada que fueron a caer junto a uno de los maganeles y rodaron bajo los pies de los elefantes. Las bombas estallaron entre las patas de los animales, despertándoles de su extraña indiferencia hacia todo lo que pasaba a su alrededor. El maganel fue despedazado cuando los elefantes que lo empujaban, y que estaban sujetos entre sí, intentaron huir en todas direcciones atropelladamente. Los gog que estaban sobre su techo, cayeron al suelo y fueron pisoteados, así como los asistentes que corrían junto a la máquina cargados con cubos de agua.
El ejército del Adversario había encontrado todas las conducciones de agua, y las había destruido una tras otra, por lo que el foso que rodeaba Apeiron pronto empezaría a secarse. Intentaban extender el frente alrededor de la ciudad, realizando ataques simultáneos a diferentes sectores de la muralla. Los vehículos que corrían por las vías que rodeaban las murallas iban de un lado a otro, arrojando chorros de fuego griego hasta que la ciudad pareció estar situada en el centro de un gran lago de lava.
Pero, a pesar de todos los esfuerzos de los defensores, en varios puntos de la muralla, los terraplenes iban creciendo poco a poco.
Este pulso continuó hasta el anochecer. Una noche sin estrellas, con el cielo enturbiado por todo el humo desprendido por los incendios que rodeaban la ciudad.
Los aeróstatos regresaron entonces a sus puntos de amarre a repostar combustible y armamento. Con su iluminación reducida al mínimo imprescindible, Apeiron parecía un fantasma de la ciudad que había sido. Sus altas torres de cristal parecían ahora un bosque de tétricas agujas negras, ocupadas por hombres y mujeres asustados, que especulaban sobre cuánto tiempo les quedaba antes de que el ataque final llenara sus calles de aquellos demonios peludos y ululantes.
Mientras tanto, los ingenieros de la ciudad trabajaban a contrarreloj para fabricar una bomba que estallara horizontalmente y alcanzar así las patas de los elefantes por debajo del mantelete protector. Pero alguien descubrió que ya tenían a su disposición otro tipo de bombas, mucho más efectivas contra los elefantes, y que además no era necesario fabricarlas.
Varios cajones grandes de madera, de una vara y media de ancho cada uno, fueron cuidadosamente cargados en los cinco aeróstatos supervivientes. Un horrible zumbido llegaba desde el interior de cada uno de ellos.
Con la fantasmagórica iluminación que producían los incendios, vimos a las cinco naves dirigirse hacia los nueve maganeles que seguían apilando arena contra las murallas de la ciudad. No distinguimos caer la primera caja junto a uno de los maganeles, pero observamos inmediatamente la reacción de los elefantes que, barritando doloridos y asustados por el ataque y el zumbido de las abejas, se volvieron contra los gog que los guiaban, y despedazaron el maganel como si estuviera construido con débiles cañas, y no con duro hierro y gruesos maderos.
Esto se repitió nueve veces, y en todas el resultado fue el mismo. Los aeróstatos no tenían que descender demasiado para dejar caer las cajas llenas de abejas, lo que les evitaba el riesgo de ser alcanzados por los coets de los tártaros.
A la mañana siguiente, contemplamos los restos destrozados de los maganeles diseminados por las afueras de la ciudad. Y también los miles de cadáveres gog, esparcidos por la arena, que pronto empezarían a pudrirse al sol.
El ejército del Adversario había retrocedido hasta establecer un cerco a una milla de Apeiron.
Había dejado de amontonar arena contra las murallas, y había renunciado a un ataque masivo. En cambio, parecían prepararse para un largo sitio.
Lo que Neléis y el resto de consejeros más habían temido.
—Esas bestias ni siquiera retiran a sus muertos —dije.
—¿Para qué? —se preguntó Neléis con gesto desolado—. Si consiguen provocar una peste en la ciudad, habrán vencido.
Joanot y el general Esténtor llegaron en ese momento a la torre donde se había reunido la Asamblea. Ambos estaban cubiertos de polvo y cenizas arrastradas por el viento desde los múltiples incendios. El gesto de ambos era de infinito cansancio.
El anciano consejero Nyayam, tras saludar a los dos guerreros, afirmó que no les sería posible esperar eternamente, tras las murallas de Apeiron, a que los gog se cansasen y abandonaran, porque mientras existiera el Adversario jamás se retirarían.
Uno de los consejeros le preguntó qué quería decir, y el anciano dijo que éste era el momento de pasar a la acción, mientras aún nos quedaran fuerzas.
Quise saber si eso significaba que la expedición prevista para llegar hasta su guarida en el Remoto Norte se iba a realizar entonces.
—Sólo le vamos a devolver algo del daño que él nos ha causado —dijo Nyayam.
Esténtor protestó, diciendo que si enviaban todos los aeróstatos al Remoto Norte la ciudad quedaría completamente desprotegida frente a otro ataque de los gog.
—Sólo viajarán dos naves al encuentro del Adversario —replicó Nyayam—. Las otras tres se quedarán en la ciudad.
—Sólo dos naves para enfrentarse al Adversario… —musitó Neléis.
—Dos naves y doscientos hombres —insistió el anciano consejero—. Debemos aceptar las cosas tal y como vienen, y recomponer nuestros planes de acuerdo con las circunstancias que nos dominan.
—¿Creéis que si destruimos al Adversario —pregunté— el asedio a la ciudad terminará?
Nyayam negó con su delgada y oscura cabeza y dijo:
—No podemos estar seguros de eso. Probablemente no. Después de todo, por lo que sabemos, el Adversario tan sólo controla directamente a un puñado de sus esclavos. El resto siguen fanáticamente las ordenes de éstos, pero también actúan por voluntad propia. Quién sabe qué harán si el Adversario muere.
—Si la muerte del Adversario no aleja a los tártaros y a los gog de los alrededores de Apeiron —intervino Joanot—, hay seis mil guerreros almogávares, a las órdenes del gran Roger de Flor, esperando en Anatolia.
Y podríamos conseguir algo más de ayuda del Imperio Romano; pues, a fin de cuentas, Constantinopla está en deuda con vosotros.
Nyayam asintió con sobriedad.
—Sí, es posible que haya llegado el momento de salir a la luz; de que los logros que hemos conseguido alcanzar en Apeiron sean compartidos por toda la humanidad. Esto marcará, sin duda, el inicio de una nueva época. Pero antes tendremos que acabar con la amenaza del Adversario…
Iba a empezar entonces la parte más extraña de mi aventura; un viaje de locura que me haría dudar de mi razón cada vez que intentara revivirlo.