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Me sentía como un viejo inválido con mi brazo inmovilizado y sin nada que hacer hasta que llegara el día del ataque gog.

Que éste iba a producirse era algo en lo que nadie en Apeiron dudaba ya.

Neléis me había expresado su preocupación por esto, pues no se consideraban un pueblo guerrero. Durante cientos de años habían permanecido tras las murallas de Apeiron, silenciosos y ocultos, evitando emprender cualquier acción bélica que pudiera llamar la atención del Adversario sobre ellos. Y desde la invención del fuego griego, apenas se habían producido avances en su tecnología militar, y jamás habían tenido ocasión de probarlos en una situación de fuego real. Sus generales eran apenas buenos teóricos.

—Es posible —repliqué—; pero aun así vuestras armas son formidables.

—Nuestro poder —me confesó—, el maravilloso poder de esta ciudad, puede ser también nuestra principal debilidad. No soportaríamos un largo asedio. No somos una aldea de campesinos; nuestras necesidades de energía son enormes, y si nos fuera cortado el suministro de agua para producir vapor, Apeiron moriría rápidamente.

—¿Qué haríais entonces?

—No lo sé; pero debemos evitar esa posibilidad a toda costa. Si los tártaros atacan, debemos derrotarlos y destruirlos antes de que tengan la posibilidad de poner cerco a la ciudad y cortar todas sus vías de suministro. Nuestras murallas soportarían cualquier ataque, pero en su interior los ciudadanos se derrumbarían con rapidez.

Estas palabras causaron una gran preocupación en mi ánimo. Yo había visto lo numerosos que eran los efectivos gog acampados cerca de Samarcanda. La ciudad no contaría con más de tres mil dragones, además de los trescientos almogávares de Joanot. Eso hacía una proporción de quizá doscientos a uno.

Demasiados para ser detenidos en un único choque frontal; por muy buenas que fueran las armas de Apeiron.

Mientras llegaba ese temido momento, solía acudir al campo de entrenamiento, situado en el exterior del perímetro de la ciudad, junto a los concéntricos de cultivo.

Los almogávares se entrenaban con las armas de pólvora de los dragones. Los sifones de fuego griego eran, a juicio de los soldados de Apeiron, demasiado peligrosos para ser dejados en manos de unos bárbaros. Pero los pyreions parecían más sencillos de manejar que un arco largo o una ballesta.

Los catalanes habían empezado a entrenarse usando los pyreions, que iban provistos de un afilado cuchillo sujeto a un extremo, como si se tratara de sus azconas. Eran más pesados y voluminosos que sus famosas lanzas cortas, pero no les resultó difícil hacerse con su manejo, y trasladar a su uso en la lucha cuerpo a cuerpo, la habilidad que ya tenían con las azconas.

El segundo paso fue aprender a hacer fuego con estas nuevas armas.

No resultó fácil para los almogávares acostumbrarse al estrépito que producían los pyreions al ser disparados. Un estampido que lanzaba los proyectiles de plomo de dos onzas con una fuerza suficiente para perforar una armadura de hierro a doscientas varas de distancia; tal y como nos mostraron los instructores de Apeiron.

Pero el arma tenía algunos inconvenientes; como bien le explicaba Guillem al sargento instructor de dragones llamado Amfimaro; su rendimiento dejaba mucho que desear. Le demostró que un buen arquero como él podía disparar más de treinta flechas, con una precisión razonable hasta las cuatrocientas varas, en el tiempo necesario para volver a cargar el pyreion una vez disparado.

Amfimaro tenía el pelo rubio, muy fino y escaso y su constitución era delicada, con unas piernas cortas y muy delgadas, llenas de cicatrices. Al parecer había nacido con problemas y había sufrido múltiples operaciones. Su deseo de entrar a formar parte del ejército de dragones sólo había podido verse cumplido en un puesto de instructor.

—La idea es que cada unidad de cincuenta almogávares armados con pyreions cuente con diez dragones con sifones de fuego griego para su protección.

—No, gracias —dijo entonces Ricard—. Ya he visto cuáles pueden ser los resultados de combinar el Juego griego con la pólvora. Me sentiría más tranquilo, y protegido, si unos cuantos de los almogávares fueran armados con picas. Una proporción de cuatro a uno sería suficiente para mantener alejados a los caballos gog.

Yo estuve cronometrando el tiempo de la cadencia de fuego de los almogávares con sus nuevas armas. En las mejores condiciones podían efectuar un disparo desde el momento en el que el gog entraba dentro del alcance eficaz de los pyreions hasta que comenzaba la lucha cuerpo a cuerpo.

—Sólo hay dos modos de modificar esta situación —le indiqué a Amfimaro días después—; uno es modificar la precisión de los pyreions. Los que nos habéis dado sólo son efectivos a una distancia de ciento cincuenta varas. Es preciso aumentar esa distancia.

—Podemos —dijo Amfimaro—; pero no funcionaría. Ya lo hemos probado, con cañones con el ánima rayada, pero requieren mucho más tiempo de recarga, porque es más difícil introducir el proyectil y la carga de pólvora hasta el fondo de un ánima rayada. Por eso lo descartamos. ¿Cuál es la otra opción?

Le conté a Amfimaro la descripción hecha por Aelio de la instrucción que practicaban las antiguas legiones romanas para conseguir una lluvia continua de jabalinas y proyectiles de hondas, sobre sus enemigos:

—Formaban seis filas de legionarios en fondo disparando alternativamente. La primera fila disparaba una sola vez, y se retiraba a la última posición, mientras que las filas siguientes avanzaban y repetían la operación.

Yo había calculado que, tratándose de los pyreions, serían necesarias diez filas de hombres armados para mantener un fuego ininterrumpido. Amfimaro consideró muy valiosa mi idea, y se propuso llevarla inmediatamente a la práctica.

Mientras tanto, la consejera Neléis iba a mostrarme la fabulosa nueva arma de Apeiron, a la que llamó: el caballero caminante.

Estaban produciéndola en unos talleres situados a jaloque de la ciudad; y cuando vi aparecer el prototypos por las grandes puertas del taller quedé sin habla.

Vi a un gigante de cuatro varas de altura, completamente cubierto por una armadura, y un enorme espadón en la mano, avanzar hacia nosotros. Mientras caminaba lanzaba mandobles a diestro y siniestro, agitando el aire como lo harían las aspas de un molino, y sus pies hacían retumbar el suelo al clavarse en él. Llevaba la celada bajada y, a través de sus rendijas, surgían chorros gemelos de vapor a presión.

Asustado, intenté retroceder, pero la consejera me retuvo sujetándome por el brazo, y me señaló la retaguardia de aquel gigante acorazado. Otro caballero cubierto por una armadura caminaba tras el gigante, pero éste tenía el tamaño y las proporciones de un hombre de altura normal. Observé que las armaduras del gigante y la del caballero estaban unidas por manojos de varillas metálicas; y que cada movimiento del caballero era transmitido por estas varillas y reproducido fielmente por el gigante.

Cuando el pequeño avanzaba una pierna, el gigante adelantaba la suya; cuando alzaba un brazo el gigante hacía lo propio.

—¡Es un títere! —comprendí.

—Algo más que eso —me corrigió la consejera—; el caballero caminante multiplica por diez la fuerza y el poder de un hombre. ¡Mira eso!

El gigante avanzó hacia un grupo de gruesos troncos de árbol alineados en el centro de la calle, y con certeros y violentos mandobles los partió en dos uno tras otro.

—Todavía se está perfeccionando el modelo —siguió explicándome la mujer—; queremos incorporarle un sifón de fuego griego, lo que lo haría casi invulnerable.

Pero en aquellos momentos el caballero caminante efectuó un extraño paso, y saltó hacia arriba sin control. El hombre que lo manejaba cayó de espaldas, y el gigante se estrelló aparatosamente contra el suelo. Por todas las juntas de su armadura escaparon chorros de vapor hirviente, y los mecánicos de Apeiron corrieron para liberar al hombre que había quedado atrapado en el interior de la armadura pequeña.

—Como ves —me dijo Neléis mientras los mecánicos lo sacaban—, aún hay que resolver muchos detalles, en especial en lo que respecta a la estabilidad del caballero.

Le pregunté si estaría listo para la llegada de los gog y la consejera respondió que era difícil decirlo, pero que los mecánicos trabajarían día y noche para lograrlo.

Mientras tanto el entrenamiento de los almogávares continuaba.

La puesta en práctica del fuego por descargas propuesto por mí, había obligado a replantearse todas las tácticas de combate ensayadas hasta ese momento.

Los almogávares tendrían que desplegarse lo máximo posible durante la batalla; tanto para hacer mayor el efecto de los propios disparos, como para reducir el blanco presentado a las flechas de los gog. La idea era formar filas tan largas y poco profundas como fuera posible. Los almogávares estaban acostumbrados a atacar en grupos de hasta cincuenta hombres en fondo. Con sólo diez en fondo era mayor el número de hombres que se verían enfrentados a la vez con el cuerpo a cuerpo contra la vanguardia gog, lo que exigía a cada combatiente más habilidad y disciplina. En segundo lugar, cobraba mayor importancia la capacidad de cada unidad de almogávares para efectuar con rapidez y simultáneamente los movimientos necesarios para el fuego por descargas.

La solución a ambos problemas era, por supuesto, el entrenamiento, cada vez más duro y preciso. Había que instruir a los almogávares sobre cómo debían disparar, efectuar contramarcha, cargar y maniobrar todos a la vez.

Y esto parecía algo substancialmente contrario al espíritu salvaje de aquellos hombres llegados de las tierras altas de Aragón.

Joanot dividió a sus catalanes en tres compañías de cien hombres y diez almocadenes cada una. Tuvo que nombrar a nuevos almocadenes para que esto fuera posible, pero lo hizo escogiendo a aquellos hombres que a lo largo del viaje habían destacado por su aspereza y capacidad de disciplina.

Amfimaro analizó cada uno de los treinta y dos movimientos necesarios para cargar y disparar los pyreions, y preparó para los almogávares cuidadosos dibujos sobre cómo debían realizarse cada uno y en qué orden.

Joanot ordenó a sus almogávares que la última cosa que debían ver sus ojos antes de irse a dormir y la primera al despertar, eran esos croquis; hasta que quedaran grabados indeleblemente en sus mentes.

Y así se hizo; hasta que llegó el temido día en el que los exploradores de Apeiron anunciaron que las tropas enemigas habían sido avistadas avanzando hacia nosotros.