La Represa empezó a dibujarse a lo lejos, como una delgada línea que iba de un extremo a otro del horizonte.
Contemplé boquiabierto aquella nueva demostración del poder y del ingenio de los apeironitas, mientras la Salaminia se aproximaba a ella como a una muralla que cerrara el mundo entero, dividiéndolo en dos realidades opuestas; la arena reseca y salina del desierto y el agua.
Las arenas se estrellaban contra el pie de aquella muralla que se alejaba del punto donde la Salaminia se encontraba, por babor y estribor, hasta empequeñecer y desaparecer en la distancia. Sin embargo, hierbajos y matorrales crecían al pie de las murallas, alimentados por la humedad que escapaba a través de los enormes bloques de piedra que formaban el gigantesco muro.
Porque lo que había al otro lado de las piedras era un inmenso y reluciente mar.
—Los apeironitas desecaron esta zona —comprendí—. ¡Todo este desierto estaba sumergido hasta que ellos construyeron esa muralla! Pero ¿cómo es posible? ¿Cómo pudieron dominar y contener toda esa enorme cantidad de agua?
Para Vadinio aquella obra era tan asombrosa como para mí, a pesar de que el genovés llevaba doce años en Apeiron, asimilando sus muchas maravillas, aún no se había acostumbrado a la Represa. Pero, según me dijo, los apeironitas actuales también se maravillaban con su contemplación, pues aquella ingente obra había sido realizada hacía más de mil años, cuando Apeiron era joven y llena de vitalidad.
Vadinio dudó que hoy en día pudiera ser realizada una obra de ese calibre.
La Salaminia sobrevoló la muralla. Era una gruesa masa de piedra, sin adornos ni detalles, casi vertical por el lado del desierto, y que se curvaba suavemente por el lado del mar. Continuas secuencias de olas se formaban y rompían incesantemente contra el muro, que en algunos sitios parecía muy desgastado. Mirando hacia atrás, y al ver cómo la inmensidad azul de aquel mar se cortaba bruscamente para dar paso a las polvorientas llanuras del desierto, sentí acelerarse mi corazón. El vértigo de aquella inmensa obra, el mismo concepto de dominio de la naturaleza que conllevaba, me aturdía.
—La Represa se extiende entre las desembocaduras de los ríos Oxus e Iaxartes —me explicaba el genovés—. Es un enorme espacio embalsado, y cuesta mucho mantener la Represa en perfectas condiciones, pero puede cubrir todas las necesidades de agua de Apeiron hasta el final de los tiempos. Este territorio es muy extraño, parece plano, pero en realidad se hunde suavemente, como un cuenco, hasta la ciudad, cuyo nivel está situado incluso por debajo del Mediterráneo.
—¿Y toda el agua de la ciudad proviene de aquí?
—Prácticamente toda. Tenemos algunos pozos subterráneos, pero están casi agotados. Hay otras muchas conducciones como la que has visto, pero situadas mucho más a tramontana.
Durante las siguientes horas sobrevolamos aquel enorme mar encerrado por los apeironitas; pero, poco a poco el nivel del agua fue bajando, y el mar se transformó en un pantano por el que se arrastraban los innumerables meandros del río Oxus.
El Oxus serpenteaba perezosamente en aquella inmensa llanura empapada de agua, anegaba los campos y rodeaba las colinas. El terreno estaba sembrado de pequeños lagos, y una vegetación exuberante cubría las suaves colinas con un ondulado manto esmeralda, que se extendía hasta las blancas nubes que cubrían el cielo frente a nosotros. Supuse que en algún lugar, allí donde las nubes se fundían con el horizonte, estaba Samarcanda. A nuestros pies se veían zonas brillantes que eran recodos del río Oxus.
Las pequeñas manchas blancas que se divisaban, pegadas al cauce del río, debían de ser casas de los lugareños.
Las casas siguieron apareciendo cada vez más frecuentes, creando pequeñas agrupaciones y ocasionales poblachos. Aquella zona, sin duda gracias al continuo suministro de agua del río Oxus, estaba muy poblada. Vimos también algunos barcos pescando en el río, y barcazas transportando mercancías por él. Era extraño cruzar sobre las cabezas de aquellas gentes, contemplar sus vidas y su actividad sin conocer sus rostros, como si fuéramos espíritus del cielo sin contacto alguno con las debilidades humanas.
Aquellas casitas fueron cada vez más numerosas, hasta que descubrimos que se fundían con los suburbios de Samarcanda.
Samarcanda estaba asentada en mitad de aquella gran llanura, no muy lejos del cauce del río Oxus, y enmarcada por una cordillera montañosa azulada por la distancia. La ciudad estaba rodeada por un muro de barro prensado, y no parecía muy grande; pero fuera de aquellas murallas, Samarcanda se extendía por una gran superficie de terreno gracias a innumerables casitas blancas, semejantes a las que habíamos visto junto al río, que rebosaban a partir de ella. Estas casitas estaban rodeadas de huertas, y rodeaban la ciudad hasta una distancia de unas dos leguas. Entre las huertas había calles y plazas muy pobladas, formando pequeños núcleos de actividad como si fueran otras tantas ciudades independientes. Por la ciudad, y por entre estas huertas, discurrían innumerables acequias plateadas.
Todo esto lo sobrevoló la Salaminia, lentamente, mientras los hombrecillos que habitaban aquellas casitas blancas, salían a sus portales y señalaban el aeróstato llenos de terror supersticioso. Algunos se arrojaban al suelo tapándose la cabeza con las manos, y otros se arrodillaban y rezaban.
A una orden de Vadinio, el piloto hizo girar el timón maniobrando la Salaminia en un estrecho círculo que rodeó las terrazas de Samarcanda, y se dirigió hacia occidente.
Me sujeté a una barra de metal, para no caer al suelo del puente mientras la nave viraba. La segundo, que oteaba el horizonte con un catalejo doble, exclamó:
—¡Por el perro! Acabo de descubrir el campamento de los tártaros. —Giró sobre sí misma, y miró en otra dirección—. Están por todas partes, Capitán.
Le entregó el catalejo a Vadinio que, tras observar lo que Calionira le indicaba, ordenó al piloto dirigirse hacia aquel lugar.
Más allá de la última de las casitas blancas, y de los últimos campos cultivados, se abría una inmensa explanada situada a jaloque de la ciudad de Samarcanda. Aquel lugar parecía ahora un inmenso mar de yurtas, las tiendas cónicas de los gog.
Sentí cómo el pelo de mi nuca se erizaba al recordar las horas pasadas en aquel inmundo campamento de los gog. Pero lo que ahora teníamos bajo nosotros era un inmenso hormiguero humano; tártaros de piel blanca o amarillenta, aunque su estilo de vida no parecía diferir mucho de los peludos y malévolos gog.
—Deben de ser más de un millón —dijo Vadinio, casi para sí—; me pregunto cómo habrán podido reunirse tantos en tan escaso margen de tiempo.
Los tártaros y los gog se hacinaban ocupando el espacio entre las tiendas, junto con los bueyes, los camellos y los caballos. Y descubrimos algo aún más sorprendente: una empalizada hecha con gruesos troncos de palmera, encerrando a toda una manada de elefantes de color gris sucio y largas trompas agitándose hacia nosotros.
Algunos tártaros habían montado rápidamente en sus diminutos y nerviosos caballos, y corrían tras la Salaminia, dirigiendo sus monturas sólo con las piernas mientras empleaban sus brazos para disparar flechas contra el aeróstato.
Algunas golpearon, con un seco trallazo, contra la base del puente.
—¡Vamos a muy poca altura! —exclamó Vadinio, y ordenó soltar lastre.
Melampo accionó una manivela, y dos chorros de agua surgieron por los dos lados opuestos de la Salaminia. El agua fue a dar de lleno contra los jinetes que corrían tras el aeróstato, derribándolos, más por la sorpresa que por la fuerza del impacto.
La Salaminia ganó lentamente altura, y vi cómo los tártaros derribados se ponían en pie, furiosos y humillados, y agitaban sus puños hacia el aeróstato.
Casi todos eran gog.
—Ya hemos visto suficiente —dijo el genovés—; regresemos.
La brújula giró lentamente, hasta quedar alineada en dirección tramontana, y la Salaminia emprendió el camino de regreso a Apeiron.
Mucho más abajo, un grupo de tártaros, reducidos al tamaño de pequeños insectos por la distancia, seguían obstinadamente a la máquina voladora.
Bien —pensé—, que lo hagan hasta que revienten sus caballos.
Toda la nave empezó entonces a traquetear con una vibración sorda y continua.
—¿Qué sucede? —preguntó Vadinio, con voz alarmada.
Melampo, el piloto, consultó los instrumentos; la vibración hacía difícil leer las esferas indicadoras, pero dijo:
—Perdemos potencia, Capitán. El motor tiene dificultades.
Me volví hacia Vadinio, a tiempo para ver cómo el viejo marino palidecía.
—¿Cómo has dicho? —preguntó.
—Algo le pasa al motor —repitió Melampo—; no transmite suficiente fuerza a las hélices, se están deteniendo, Capitán.
Vadinio descolgó uno de los comunicadores internos del aeróstato —una especie de boca de trompeta unida a una manguera de cobre y lona— y llamó a la sentina.
—Atención ahí —dijo—: ¿qué está sucediendo? Perdemos potencia.
No hubo respuesta.
Y la vibración aumentaba. La nave protestaba por todas sus juntas; parecía a punto de descuadernarse. Una de las portillas de falso cristal se agrietó.
—Calionira —dijo Vadinio dirigiéndose a su segundo—. ¿Quiere ir a la sentina a ver qué sucede?
—Sí, Capitán.
Yo dudé un instante y dije:
—Yo le acompañaré. —Una desagradable idea había empezado a formarse en mi mente. Deseé con todas mis fuerzas equivocarme.