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Descubrimientos desagradables

MILI Y ERNESTO DEBIERON ESPERAR hasta que todos los habitantes de Casa Cebón estuvieron profundamente dormidos; sólo entonces se escabulleron hasta el tercer piso para acudir a su cita con Ortiga. La señora Alcalde tardó muchísimo en adormecerse, probablemente porque se había empeñado en que Mili le cantara las nanas de un confuso volumen titulado Nanas del País de los Sueños. La niña tuvo que inventarse las melodías sobre la marcha, pues no conocía la mayoría, y resultó ser una tarea ardua, puesto que los versos eran espantosos.

Duerme, duerme, mi pulguita chiflada.

Cierra los ojos y sueña conmigo,

y con las sardinas aventureras

que hacen burbujas con el pegamento.

Todo es de color azul cobalto en mi sueño.

La dama se adormeció al cabo de pocos segundos y Mili notó con cierta alarma que, apenas pasados cinco minutos, comenzaba a sufrir extraños paroxismos durante los cuales se lanzaba hacia arriba, con las extremidades bien abiertas. Cada espasmo duraba sólo unos segundos; luego volvía a caer en la cama y reanudaba sus rítmicos ronquidos. La niña se alejó con sigilo en cuanto estuvo segura de que no la despertarían esas sacudidas y anduvo por el corredor apenas iluminado, donde se alineaban retratos de los antepasados de Casa Cebón. Al llegar al cuarto infantil descubrió que aún no se había librado, por esa noche, de la mala poesía: Ernesto trabajaba en la composición de una Oda a Ortiga, que obviamente se le estaba resistiendo.

La niña espió por encima de su hombro.

—Hay que ser tonto para creer que a las chicas nos gustan estas cosas —dijo, pacata, con la intención de que él no continuara por un camino que sólo podía acabar en lágrimas.

—¿Qué sabes tú de eso? ¿Acaso alguien te ha dedicado algún poema?

—No, porque quien tuviera semejante atrevimiento no viviría para contarlo.

—Pues mira, no todas son tan cínicas como tú, Mili. Estoy seguro de que ella sabrá apreciar mis sentimientos.

—Al menos trata de no irte por las ramas. Tenemos cosas ALGO más importantes que hacer. Anda, vamos.

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Ortiga había acertado al decir que su habitación no les pasaría inadvertida. Esto podía deberse, en parte, a su puerta medieval, decorada con enredaderas naturales llenas de espinas que crecían por una calavera con tibias cruzadas. Los chicos llamaron con discreción; dos ojos oscuros se clavaron en ellos a través de la mirilla; luego se oyó descorrerse un cerrojo y la puerta se abrió con un chirrido.

El dormitorio de Ortiga era un caos de trastos en desorden, persianas cerradas y la cama sin hacer; además, el aire olía a quemado. Había una pila de ropas arrugadas en el suelo, junto a una montaña de envoltorios de dulces. El único juguete a la vista era un oso marrón con una cicatriz en la mejilla; vestía de cuero negro y blandía un alfanje. Allí el rosa estaba prohibido por ley.

Ortiga echó unas cuantas cosas al suelo para despejar un espacio en la cama y que los invitados pudieran sentarse. Se hizo un incómodo silencio hasta que Mili rompió el hielo. Después de la vacilación inicial, el clima se entibió y los chicos se sintieron lo bastante a gusto para abordar el tema que traían en mente.

—¿Qué ha pasado allí abajo?

—No soporto la obsesión vanidosa de mi madre —respondió la muchacha, como al desgaire—. Supongo que se me ha ido la olla. —Jugaba con un botón flojo de su chaqueta militar (negra, no podía ser de otro color)—. Se preocupa más de su esmalte de uñas que de mí.

—¿Alguna vez tuvisteis una buena relación? —quiso saber Mili, demasiado consciente del vacío que puede crear la ausencia de madre.

—Sólo tengo memoria de haber sido siempre un bochorno para mis padres. —Ortiga suspiró—. Nunca lucía mona y jamás decía lo debido. Después de mí, el Ilustre les aconsejó que no tuvieran más hijos biológicos.

Se hizo un silencio incómodo en tanto los niños registraban los motivos en que se basaba, en gran parte, el antagonismo de la chica. Ernesto intentó cambiar de tema con discreción.

—¿Qué papel desempeña lord Aldor en esto? —preguntó.

—Siempre acude al rescate cuando mi madre no sabe qué hacer. Ella no se atreve ni a estornudar sin su autorización.

—Pero ¿por qué? —inquirió Mili.

—Porque está completamente chalada por él, y mi padre, también. Él los mueve a su antojo, como a peones en una partida de ajedrez.

—¿Y por qué lo permiten?

—Mis padres son trepas sociales; es decir, son capaces de cualquier cosa por llamar la atención. Su trato con Aldor les permite mantener el tren de vida que llevan. A cambio sólo tienen que sonreír y estrechar la mano a la gente.

—Sigo sin comprender —confesó Ernesto.

—Pues mira, es muy simple —explicó la muchacha—: Eso se llama codicia.

—¿Y qué es eso del Baile de Abracadabra?

—Lo están organizando por todo lo alto, lo cual significa que esperan ganar algo con eso.

—¿Se sabe quiénes serán los invitados a quienes no debemos estorbar?

—Están invitados todos los magos conocidos y respetados en el Reino de los Taumaturgos.

Ernesto se maravilló ante la idea de que existiera un reino dedicado por completo a la magia.

—Nunca he conocido a ningún mago —comentó.

—Pues aquí verás un buen espectáculo. Comparados con esos tipos, mis padres parecen aburridos.

Mili se dijo que había llegado el momento de salir pitando al ver que su amigo rebuscaba algo en sus bolsillos.

—Será mejor que nos larguemos antes de que alguien se percate de nuestra ausencia. Me alegra que te sientas mejor, Ortiga —dijo…

… y trató de empujar a Ernesto hacia fuera, rogando que se dejara llevar sin oponer resistencia. Lo último que necesitaba era que él complicara las cosas enamoriscándose. Además, ¡Ernesto le pertenecía! Después de dedicar tantos años a cultivarlo, no iba a permitir que cualquier chica vestida de luto se lo llevara así como así.

Por desgracia sus plegarias no fueron oídas. El chico había tenido su poema muy presente durante toda la conversación y no hacía sino esperar el momento oportuno para declamarlo. Y como ese parecía un buen momento, extrajo el papel del bolsillo, inspiró hondo y fijó la mirada a media distancia, recurso bien conocido de todos los que deben hablar en público. Sin la menor introducción, se lanzó a un recitado teatral.

A Ortiga

Hubo una chica llamada Ortiga

con el pelo del negro del hierro más candente,

con la nariz por un imperdible atravesada,

más agudo que la espina más afilada.

¡Jamás vimos chica tan valiente!

Mili contuvo el aliento, segura de que a continuación se oiría una carcajada, pero no fue así: Ortiga miró con otros ojos a Ernesto cuando este hubo terminado la declamación.

—¡Ostras! Muchas gracias, Erni. Es la primera vez que alguien me dedica un poema.

Y le dio un puñetazo amistoso en el brazo. Ernesto estaba tan feliz como si le hubieran descargado una camionada de raras piedras preciosas en la puerta de su casa.

—¿Amigos? —ofreció la chica, esperanzada.

—Amigos —convinieron los niños.

Se estrecharon los tres la mano y, por segunda vez, comprendieron que no estaban solos. Se había establecido un pacto.

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Todos los miembros importantes de la mansión parecían llevar encima uno de esos viales vaporizadores de cristal azul. Era prioritario apoderarse de uno de ellos, y así lo acordaron. Eso les brindaría acceso a todas las habitaciones, lo cual significaba que podrían investigar sin obstáculos. Si bien no tenían una idea exacta de lo que esperaban encontrar, cualquier investigador que se precie sabe que toda puerta cerrada con llave lo está por algún motivo. Hasta donde llegaba su información, los únicos que poseían esa preciosa esencia eran los Alcalde, lord Aldor, Tendón y la señora Basilisco. Sin duda sería imposible coger desprevenidos al mago y al ama de llaves; por tanto, las únicas opciones eran los Alcalde o Tendón, a los cuales creían poder engañar con más facilidad, pero tendrían que robar la ampolla sin ser descubiertos. Si los pillaban, irían a reunirse con los otros prisioneros en la mazmorra, y entonces ya podrían despedirse de cualquier esperanza de escapar.

Mili y Ernesto debieron esperar una semana antes de que se les presentara la oportunidad de escamotear una ampolla, y cuando surgió fue casi por casualidad. Los dos amigos se habían puesto a explorar los mil y un rincones de Casa Cebón que no les estaban vedados por puro aburrimiento. En la amplia y despejada cocina, con sus lajas de piedra, alguien golpeaba un pulpo contra la mesa de mármol para hacerlo más tierno. Los cocineros, ataviados con inmaculados delantales blancos, amasaban y apartaban con impacientes patadas a los pollos que correteaban entre sus pies. Mili y Ernesto quedaron especialmente fascinados por la Rueda Robótica Restregadora, un artefacto de brazos metálicos rotativos que sumergía la vajilla primero en agua jabonosa y luego en agua limpia para aclararla.

Un malhumorado chef salió de una habitación blandiendo un gran cuchillo de carnicero y los empujó al pasar; así descubrieron la despensa, en cuyo interior tuvieron ocasión de cerciorarse de que los Alcalde eran muy aficionados a las conservas. Allí se encurtía todo lo que se pudiera. Ernesto no pudo menos que pensar en el abrumado secretario del señor Alcalde; ya no le parecían tan infundados sus temores por el futuro de su lengua. Mientras examinaban aquellos frascos de condimentos y salsas fueron sorprendidos por la ceñuda señora Basilisco, quien los escoltó hasta la puerta de la cocina bien cogidos por las orejas y amenazó con ponerlos a limpiar lentejas si volvía a encontrarlos allí.

Ya estaban a buena distancia de sus garras cuando les llamó la atención un son de música. Mili y Ernesto lo siguieron por una escalera de caracol, tan estrecha que tuvieron que subirla en fila india. La escalera apestaba a calcetines viejos y bocadillos de huevo, pero los condujo inesperadamente a las habitaciones de Tendón: una torreta dentro del ala más apartada de la casa. La puerta a la que llegaron estaba entornada y en el interior vieron, apoyada en la pared, una cachiporra que habían visto a menudo en manos del hombrote. Ernesto se lo pensó mejor.

—¿Crees que es buena idea? —susurró.

—Buena o mala, es nuestra única oportunidad de conseguir ese vial vaporizador —replicó ella; luego respiró hondo y empujó la puerta.

Se dieron un buen susto y se les quedó cara de espanto cuando se alzó junto a ellos un horrísono gorgorito de ópera procedente de un maltrecho gramófono instalado en un estante. Aturdía tanto que estuvieron a punto de echarse atrás. A juzgar por el grito, una señora gorda estaba a punto de arrojarse desde un acantilado, pero antes quería estar segura de que el mundo entero lo supiera. Las notas agudas rebotaban en las paredes y los golpeaban con la fuerza de pelotas de criquet.

La pequeña habitación circular estaba asombrosamente limpia y ordenada. Los rescoldos de la chimenea la calentaban y le conferían un aspecto acogedor. Había una cama de hierro con un colchón medio hundido situada debajo de un ventanuco arqueado por el cual Tendón tendría difícil asomar la cabeza, al menos según los cálculos de Mili. El cuarto parecía diseñado para albergar a un elfo, no a un ogro como él. En el alféizar descansaba un manual tocho titulado Ópera para tontos; las páginas se alborotaban con el soplo de la brisa. Completaba el mobiliario una silla rústica cubierta con un echarpe lleno de remendones. Un cuadro torcido pendía de la pared; parecía pintado por los dedos de un niño.

Se accedía a un cuarto de baño aún más minúsculo por otra puerta también entornada, pues Tendón no se había molestado en cerrarla, seguro de estar completamente solo. Al mirar por la rendija, los chicos se encontraron con un espectáculo perturbador: el hombrón estaba en una bañera de hojalata rebosante de agua y a punto de desbordarse, rodeado de burbujas y espuma. A su lado, en una fina taza de porcelana, humeaba té. Su cara se reflejaba en un espejo con forma de corazón empañado por el vapor.

La música había embelesado al gigantón, que permanecía con los ojos cerrados y una sonrisa de satisfacción como nunca antes le habían visto mientras un patito de goma cabeceaba junto a él en el mar de burbujas. Los fisgones descubrieron en la repisa de piedra una sorprendente cantidad de accesorios para el baño: una gigantesca piedra pómez, un cepillo colgado de un cordón, un bol lleno de bombas de baño efervescentes, una máquina de afeitar y un frasco de Burbujas Beso de Banana.

Tendón cantaba al son de la música del disco mientras se restregaba y de vez en cuando utilizaba el cepillo de batuta. ¡Conque ese era el santuario privado en el que el hombrón desaparecía todas las noches, entre las seis y las siete, único momento del día en que estaba libre de preocupaciones! Los niños se hubieran echado a reír en otras circunstancias, pero sabían demasiado bien cuáles serían las consecuencias si los descubrían en aquel lugar.

—¡Allí! —indicó Mili por señas…

… al ver unas botas junto a la puerta del cuarto de baño.

El vial de cristal asomaba imperceptiblemente bajo la lengüeta de una bota. Sin perder de vista la espalda velluda de Tendón, la niña se arrodilló en el suelo y alargó una mano vacilante para retirar con extrema cautela la ampolla de su escondrijo. Sustrajo el vial veloz como el rayo y trasvasó el contenido a un frasco vacío, rotulado «Brujas de medianoche», que les había facilitado Ortiga. Se lo entregó a Ernesto una vez terminada la operación y devolvió el vial al sudado escondrijo, esforzándose por evitar todo contacto con la bota.

Los niños estaban tan satisfechos con su logro que no escucharon el chapoteo del agua: Tendón estaba saliendo de la bañera. La puerta se abrió de par en par y el gigante apareció con un albornoz y pantuflas de conejito. Se miraron fijamente en desconcertado silencio durante un minuto largo; por suerte, Ernesto había tenido el buen tino de esconder la botella a su espalda y meterla bajo el cinturón.

—¡Mil perdones, señor! —tartamudeó al tiempo que retrocedía—. No queríamos molestarle.

—Es que estábamos jugando al escondite y nos hemos extraviado —agregó la niña.

Tendón parecía más avergonzado que furioso; se agachó hasta poner la cara a la altura de ellos.

—Ya tenéis la habitación infantil para jugar —refunfuñó mientras avanzaba hacia ellos.

Los chicos huyeron a toda carrera por la escalera de la torre y no se atrevieron a detenerse hasta que les faltó el aliento. Entonces utilizaron la ampolla recién sustraída para abrir la puerta más cercana: la de la biblioteca de Casa Cebón, una habitación sombría y sofocante de techos altos y abovedados e innumerables tomos alojados en anaqueles cubiertos de telarañas. Los estantes cubrían todas las paredes desde el suelo hasta el cielo raso. Las motas de polvo en suspensión revoloteaban en los haces de sol que se filtraban por las claraboyas mientras las velas chorreaban cera. El silencio era ensordecedor.

Mili se acercó a un estante para retirar un grueso volumen, pero cuando trató de abrirlo descubrió que estaba cerrado con llave. No figuraban el nombre del autor ni la fecha de publicación; en la cubierta sólo se leía el título: Breve tratado sobre el dominio mundial. Los otros tenían nombres igual de amenazadores: El tiempo y la tiranía, Delinquir con provecho, Cómo dominar el mundo y hacer amigos en seis lecciones fáciles, El poder: un goce a tener en cuenta y El arte del engaño. Ernesto descubrió títulos aún más sugerentes en otra sección: Remedios mágicos a base de antipolillas, por madame Listilla, Ciento una aplicaciones para los huevos de araña y El caldo de escarabajos: dieta para echar alas. Ninguno les serviría de mucho mientras no fueran capaces de abrirlos.

Al devolver a su sitio Tinturas para curar todos los trastornos de la piel notaron que surgía luz por detrás de un estante. Por un momento estuvieron a punto de iniciar una retirada apresurada, pero algo los impulsó hacia delante. Con el corazón palpitante, retiraron con suavidad varios volúmenes de su lugar a fin de continuar investigando. Un vistazo a la rendija les reveló cuán peligroso era su descubrimiento. Habían tropezado con el prestidigitador, que estaba trabajando en su refugio. Si lo piensas un poco, esta palabreja imposible (¡prueba a decir «prestidigitador» en voz alta!) va de maravilla para definir a los magos, pues combina la idea del ¡tachaaán!, cuando hacen un truco de magia, con la de los fríos dígitos.

El taller de lord Aldor era una cocina estrecha y en penumbra, repleta de todo tipo de especímenes horrorosos: una tortuga pendía de las vigas de la techumbre; una palma de gorila servía de cenicero junto a unas orejas que en otros tiempos habían pertenecido a un perrillo de aguas, y en el interior de una bandeja de plata se bamboleaba un trozo de hígado crudo. Amontonados en una mesa de mármol se veían platos de bacteriología sucios, cuyo contenido había cristalizado, y varios implementos científicos más.

Y allí estaba lord Aldor en persona, frente a los niños, inclinado sobre su quehacer: ensartar de manera despreocupada escarabajos australianos en un hilo de pescar. De vez en cuando se llevaba a la boca algo que cogía de un cuenco lleno de confites gelatinosos. Los dos niños dieron a la vez un paso atrás; pero antes de que pudieran apartarse de esa horrenda escena sin ser detectados, el mago levantó súbitamente la cabeza para mirarlos mientras recogía el cuenco de gelatinas transparentes; entonces los chicos vieron que el contenido se retorcía.

—¿Os apetecen unas larvas?