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Bon appétit

LA PRIMERA EN LLEGAR al comedor fue una chica de unos quince años, o eso parecía, cuya aparición provocó cierta confusión. Su pelo renegrido se erizaba en varias púas, cada una de las cuales era un claro desafío a las leyes de gravedad, y se había puesto tanto kohl[4] en los ojos que cualquiera habría pensado que venía de una reyerta callejera. Sus ropas también eran negras, cargadas de cadenas plateadas que repiqueteaban a cada movimiento suyo. Llevaba ceñida al cuello una correa de cuero decorada con tachuelas, un gran imperdible en una de sus fosas nasales y botas tochas con cordones.

—Los nuevos agregados a la familia —comentó la muchacha con sarcasmo, mientras se dejaba caer sin ceremonias en una silla y comenzaba a escarbarse las uñas melladas con un cuchillo—. Lo que siempre he soñado: un hermanito y una hermanita.

Estaba claramente fuera de lugar en Casa Cebón. Mili le encontraba más aspecto de ser la novia de Frankenstein que la hija de los Alcalde.

La chica se hundió aún más en la silla y puso cara de pocos amigos cuando sus padres entraron y tomaron asiento frente a los niños.

La expectación cargaba el ambiente de la estancia ahora que sólo quedaba un cubierto libre en la cabecera de la mesa. Mili y Ernesto lo percibían a pesar de no tener la menor idea de la posible identidad del último comensal. De pronto las puertas blancas se abrieron de par en par. Ellos apenas alcanzaron a ver que la irascible muchacha ponía los ojos en blanco y sus padres saltaban de los asientos, en un gesto de bienvenida, antes de que un hombre entrara levitando en la habitación.

Probablemente imaginéis que, cuando alguien «entra levitando», hay algo elegante y grácil en su manera de caminar, pero no es eso lo que quiero decir, en absoluto. Lo que digo es que levitaba, caminaba en el aire, en sentido literal; sus pies, en vez de tocar el suelo, pendían a un palmo de él, lo cual aumentaba su estatura, ya notable, y le asemejaba más a un fantasma que a un hombre. Los niños adivinaron que se trataba de Aldor el Ilustre aun antes de que fuera formalmente presentado.

—Bienvenido, Señoría. Nos honra en grado sumo con su presencia esta noche —parloteó con efusión la señora Alcalde. Junto con su esposo, procedió a halagarle y afanarse en derredor como si su vida dependiera de que él la aprobara.

Lord Aldor era mucho más alto que todos ellos. Cubría la delgadez extrema de su cuerpo con un fino traje talar de suaves pliegues y mangas de campana que le llegaban casi a las rodillas. Su tez era de una palidez enfermiza y las mejillas, de tan hundidas, se le pegaban al hueso. Tenía la expresión ausente propia de quienes consumen su vida en intrigas execrables. Mili observó cómo avanzaba hacia su asiento, y entonces reparó en un delgado ovillo de humo que, según iba a tener ocasión de descubrir más adelante, arrastraba siempre tras de sí.

Mientras que los anfitriones se sentían sobrecogidos de forma ostensible por la presencia del recién llegado, este contemplaba las bufonadas del matrimonio casi como un padre indulgente que estuviera al límite de su paciencia.

Lord Aldor se inclinó para besar la mano a la señora Alcalde.

—Mi querida dama —le saludó con esa voz suya tan sonora como la de un oboe—, está tan radiante como de costumbre.

La mujer apenas pudo contener su entusiasmo al recibir ese cumplido. Se ruborizó, toda aturullada, y cuando quiso hablar sólo emitió una risita aniñada.

El mago se deslizó hacia su lugar en la mesa despacio, como si fuera a cámara lenta. Se había recogido la barba luenga con una trenza, pero llevaba alborotados los cabellos blanquiazules, cuyas finas hebras le llegaban hasta la cintura. La luz del salón arrancaba brillos a los hilos de metales preciosos que adornaban sus cabellos.

Una mueca burlona le curvaba los labios a modo de sonrisa mientras recorría la mesa con la mirada. Mili se sintió traspasada por una punzada de frío cuando sus ojos se encontraron con los del mago. Sus pupilas eran de un color indeterminable; se disolvían constantemente, para reaparecer con un matiz diferente. Unas veces eran dos negros charcos sin fondo, y otras relumbraban como ascuas encendidas. En ese momento eran ambarinas, como las de una víbora de sangre fría.

Tal vez os preguntéis qué podía tener de villano un viejo hechicero con un peinado de lujo y un poco de humo detrás de su persona. Sin duda conocéis el antiguo refrán: las apariencias engañan. Lo que convertía al nigromante en alguien tan terrorífico era su total incapacidad para sentir. Lord Aldor no amaba a nadie ni sentía remordimientos ni valoraba nada. En pocas palabras: era imposible reconocerlo como ser humano.

Si los niños le hubieran visto cortarse accidentalmente un dedo en medio de algún horrendo rito de magia, habrían advertido que su carne era blanca como la panza de una lagartija; si hubieran osado tocarle la mano, la habrían sentido fría como la piedra, y las posibilidades de morir eran muy altas si se pasaba mucho tiempo en su compañía, tanta era la maldad que brotaba de los poros de su piel.

El brujo sacudió el meñique y el dedo tintineó como una campanilla. De inmediato acudió un torrente de criadas con una humeante variedad de platos, fuentes y bandejas. El soniquete del meñique no era sólo una señal para que entrara el personal de servicio, sino también para que cobraran vida los apoyabrazos de las sillas. Mili pegó la espalda contra el respaldo de roble al ver cómo las garras de león sacudían la servilleta y se la metían con cuidado bajo el mentón. Los dos amigos se quedaron de piedra, pero el resto de los presentes actuó como si aquello fuera de lo más normal. Las garras procedieron a escoger los mejores bocados y los dispusieron en los platos, frente a cada comensal.

Las viandas servidas no se parecían en nada a las que ninguno de los niños hubiera visto ni probado nunca. En la mayoría de las cenas se sirve un primer plato, luego el segundo y finalmente el postre; y, algo más tarde, té o café. En esta cena se servían todos los platos a la vez, a fin de que cada uno pudiese comenzar por donde se le antojara. Si alguien rechazaba un plato que no le apeteciera, el gesto pasaba inadvertido y nadie se ofendía.

Había enormes torres de gelatinas bamboleantes junto a fuentes cargadas de fragante arroz verde y dorado, alitas de pollo sazonadas con especias y dispuestas en bandejas de plata en pilas de forma piramidal, cintas tricolores de espaguetis enroscadas en torno de setas silvestres y espolvoreadas con trufas ralladas, tortitas de camarones, anguilas al curry, tarrinas de salmón y espárragos, y montañas de fruta confitada. El niño se alteró cuando vio en el centro de la mesa una fuente con un pulpo a la parrilla servido con una guarnición de pasas y almendras. Los platos más exóticos del mundo se amontonaban en aquella mesa.

La conversación se redujo al mínimo en cuanto empezaron a masticar, momento que la muchacha, peinada como si llevara radios de rueda en la cabeza, aprovechó para dejar la cuchara sobre la mesa y pedir permiso para retirarse.

—No seas tan descortés, Agapanta Regina —siseó la señora Alcalde—. ¡Pero si acabamos de sentarnos!

«Qué nombre tan poco adecuado para esa inadaptada vestida de negro», se dijo Mili. Al parecer, la muchacha pensaba lo mismo.

—Podéis llamarme Ortiga —repuso, y dedicó a los chicos un guiño conspiratorio (o sea, como si todos tuvieran algún acuerdo secreto).

A Mili le pareció que sería de buena educación presentarse, pero la señora Alcalde la interrumpió bruscamente.

—Por favor, Agapanta Regina, haz el favor de dar la bienvenida a Bella Ranúnculo y a Mozart Eucalipto. Les apodamos Bella y Mozi para abreviar.

Mili estuvo a punto de atragantarse con una oliva rellena de caviar.

—¡Pero esos no son nuestros nombres! —replicó, enfadada.

—Por supuesto que sí —aseveró la mujer, descartando sin más la objeción de la niña—. Son mucho más monos que los vuestros, ¿a que sí?

Mili torció el gesto y volvió a centrar su atención en la comida, consciente de la inutilidad de perder el tiempo con personas tan frívolas como la señora Alcalde. Por suerte lord Aldor puso fin al asunto de los nombres.

—Supongo que ya se han preparado las invitaciones para el Baile de Abracadabra, ¿verdad? —inquirió. Su voz expresaba tanta emoción como un carámbano.

—Todo está arreglado —le aseguró el señor Alcalde.

—¡Qué ganas tengo! Estoy contando los días —chilló su esposa.

El hechicero le contestó con una sonrisa fría y forzada mientras los dos amigos intercambiaban una rápida mirada. ¿Acaso era una pista? Ese Baile de Abracadabra parecía importante, pero ¿cuál era su finalidad?

—Es el evento mágico más grande del siglo —les informó lord Aldor, adivinando la pregunta que se estaban haciendo—. Reunirá a los artistas más brillantes del Reino de los Taumaturgos.

Esta información era más desconcertante que esclarecedora.

—Bella y Mozi serán nuestros invitados de honor —continuó parloteando alegremente la mujer.

Lord Aldor curvó los finos labios unos instantes y esbozó una mueca agresiva, como si estuviera a punto de pegarla. Luego inspiró hondo y su cara volvió a la impasibilidad de siempre.

—No es un evento para niños —observó con aplomo.

En torno de la mesa reinó un silencio tenso, al que siguió un gimoteo afligido de la señora Alcalde. Los gemidos aumentaron de volumen; la mujer se sonó la nariz ruidosamente y parpadeó, levantando hacia el mago unos ojos desbordantes de lágrimas. Al final lord Aldor decidió que los niños podrían asistir; era mejor que soportar ese despliegue de emociones que tanto le molestaba. Y accedió.

—Pero cuidad de no estorbar —les gruñó.

Ortiga ya se había cansado de esperar el permiso para abandonar la mesa, de modo que bebió el último sorbo de zumo de brandy de miel, soltó un eructo bien sonoro y se levantó de la silla.

—¡Qué modales son esos, Agapanta Regina! —la regañó su madre.

La chica no se molestó siquiera en volverse a mirarla.

—No le hagas caso —susurró el señor Alcalde—. Tiene un temperamento muy artístico. Es cosa de familia, ¿verdad, mi albondiguilla Picasso?

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Cuando Mili y Ernesto volvieron al cuarto infantil, Ortiga los estaba esperando. Así, apoyada en la pared y mascando chicle con descaro, se la veía más intimidante que artística. Cada pocos segundos se formaba en sus labios un enorme globo azul que le ocultaba toda la cara. No parecía la misma chica que habían visto antes; la expresión tensa había desaparecido y se la veía más relajada.

—Yo diría que tenemos algo en común —insinuó.

Mili se mostró escéptica.

—¿Qué, por ejemplo?

—Un ardiente deseo de largarnos de aquí.

—¿Por qué habríamos de confiar en ti? A fin de cuentas eres hija de ellos.

—¡Eh! —Ortiga le clavó un dedo en el brazo—. Sólo de nombre.

Aunque su desafecto por los Alcalde parecía sincero, Mili seguía desconfiando. Esa chica moraba en Casa Cebón y ellos no podían permitirse el riesgo de confiar en nadie.

En cambio Ernesto parecía cautivado por el rampante descaro de Ortiga, que le hacía palpitar el corazón. Él era el primer sorprendido, pero no veía en ella a una rebelde que se pasara las convenciones por el forro, sino a un alma extraviada y solitaria. Tenía la sensación de que entre ambos existía un vínculo invisible.

—Vamos a tolerar esta tontería sólo hasta que ideemos la manera de escapar —barbotó, por congraciarse con ella.

—¡Ernesto! —Mili habría querido darle de patadas.

—Os comprendo bien. —Ortiga, con complicidad, bajó la vista a los incómodos zapatos de la niña y dio un capirotazo a uno de los lacitos que adornaban su vestido—. He pasado por lo mismo, creedme. Mis queridos padres me han dado abundantes motivos para chivarme. Os soplaré todo lo que sepa.

Al ver que la señora Basilisco pasaba el dedo enguantado por la superficie de una consola, en busca de la más mínima mota de polvo, Mili recordó lo expuestos que estaban.

—¿Dónde podemos hablar sin peligro? —preguntó.

—Mi dormitorio está en el piso de arriba; nos encontraremos allí mañana a esta hora.

—¿Cómo sabremos cuál es tu habitación? —quiso saber Ernesto.

—Lo sabréis.

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Todos los sábados por la tarde, mientras el señor Alcalde iba a la ciudad a visitar las salas del Ayuntamiento, su esposa se metía en la cama para lo que ella denominaba «sueño reparador», aunque en realidad no dormía mucho. Su actividad consistía en dar vueltas y vueltas durante veinte minutos, y a continuación dedicaba unas cuantas horas a hojear montañas de revistas de papel cuché sin dejar de mordisquear dulces de importación; a su modo de ver, cualquier posición medio reclinada contaba como descanso. Ese sábado no fue una excepción, lo cual concedió a Mili y a Ernesto total libertad para conspirar a puerta cerrada en el cuarto infantil. La niña había convencido a la señora de que necesitaban trabajar a solas en la preparación de una sorpresa para el Baile de Abracadabra. Abrumada por una mezcla de orgullo maternal y entusiasmo, ella les había concedido generosamente todo el tiempo del mundo.

Tras dejar a la mujer absorta en un ejemplar de Arpía y una aterciopelada caja de Copitos Cappucciño, los niños se retiraron a su habitación para ponerse manos a la obra. Ernesto vacilaba entre analizar el misterio de las sombras robadas o jugar con un tren en miniatura.

—Tenemos que apoderarnos del vial vaporizador de Tendón para abrir las puertas —le instó Mili por tercera vez.

Pero la única respuesta que extrajo de Ernesto, quien, como todo chaval que se precie, había sucumbido a la pasión de las máquinas y la locomoción, fue:

—¡Brummmmmm!

—¡Esto es una trampa! —exclamó su amiga antes de tirar el tren por una ventana abierta—. ¿No ves que te estás dejando seducir por juguetes y aparatos?

—¿No podría dejarme seducir siquiera cinco minutos más? —imploró él.

—¡Venga, hombre, reacciona! —le reprendió Mili, mientras le agarraba por los hombros y le sacudía con fuerza para que recuperase el sentido común…

… pero antes de que pudiera lograr su objetivo les llegó del pasillo un aullido de alma en pena.

Echaron a correr hacia el dormitorio de la señora Alcalde, cuya puerta estaba abierta de par en par, donde la encontraron acurrucada debajo de un montón de cobertores llenos de volantes. Para su sorpresa, hallaron también allí a Ortiga, quien, con un brillo de locura en los ojos, hacía añicos cuantos espejos tenía al alcance de la mano. Su madre no dejaba de proferir un hiriente aullido similar al chirrido de varias uñas arañando una pizarra, sólo que diez veces más agudo e irritante.

Ortiga se había desmelenado y hacía volar grandes trozos de cristal. Mili y Ernesto agacharon la cabeza para evitarlos y se quedaron quietos sin saber qué hacer, pues ninguno de los dos había presenciado nunca semejante despliegue de hostilidad. El alboroto acabó tan abruptamente como había comenzado al entrar la imponente figura de lord Aldor.

Con una calma sobrehumana, flotó por la habitación y contuvo a la adolescente con sólo estirar los brazos por encima de ella. Las amplias vestiduras del mago ocultaron de la vista a la muchacha mientras pronunciaba un encantamiento que nadie logró escuchar a causa de la batahola que estaba montando la señora Alcalde.

—A tu habitación —ordenó lord Aldor.

Y ella obedeció con la docilidad de una marioneta.

La madre salió de debajo del edredón con cautela en cuanto su hija se hubo marchado y echó mano de un frasco de Bruma reparadora de agua floral, con la que se roció las mejillas arreboladas y se alisó los cabellos revueltos. Luego, sin prestar atención a aquella ruina de cristales rotos, sonrió a su salvador, agradecida, y empezó a reacomodar sus revistas como si el incidente ya estuviera olvidado.

—Decidme, niños, ¿cómo marcha esa sorpresa especial?