Un té con espinas
ERNESTO SE VIO OBLIGADO a sufrir una transformación radical, dictada por los cánones de lo que el señor Alcalde consideraba elegante y moderno, antes de que su aspecto fuera considerado lo bastante presentable para asistir al té de media tarde. Se encontró ataviado con un chaleco amarillo, unos pantalones bombachos de lana y una corbata con mariquitas diminutas estampadas. Los rizos, en vez de caerle sobre los ojos, fueron disciplinados hacia atrás con fijador para el cabello, de manera tal que formaban una especie de casco reluciente. Mili, al verlo, no pudo contener una risita, aunque su gorrito de encaje y su vestido de mangas abullonadas eran igualmente cómicos.
El escenario elegido para llevar a cabo la ceremonia del té de media tarde era un patio elegante con varias estatuas clásicas sobre pedestales de piedra y burbujeantes fuentes con forma de leones y de ninfas que retozaban juntos. Había que cruzar un tupido laberinto de setos pulcramente recortados para llegar hasta allí. Era tan serpenteante y tortuoso que los niños debieron corretear tras los Alcalde para no quedarse atrás. Obligados como estaban a caminar tan deprisa, al principio no repararon en que los setos no estaban compuestos por arbustos plantados uno junto a otro, que es lo que normalmente se espera de un seto. En realidad los componían erizos amontonados unos sobre otros, como acróbatas de circo. Por lo que pudieron ver, se obligaba a esos animales a permanecer inmóviles en sus posiciones todo el tiempo que durase la merienda. Unos soldados de uniforme rojo, armados de mosquetes, estaban listos para disparar contra cualquier erizo que abandonara de forma accidental su puesto. La idea era a un tiempo ridicula y repugnante. Mili y Ernesto se conmovieron al ver que cientos de ojos suplicantes seguían cada paso suyo.
—Estos puercoespines parecen estar terriblemente incómodos —aventuró Mili—. ¿Por qué tienen que quedarse así, inmóviles?
—Qué pregunta más tonta, criatura. ¡Pues porque para eso existen! —replicó la señora Alcalde, despreocupada—. Tal como las sillas existen para sentarse. —Y se rio de la preocupación de la niña con una estruendosa carcajada.
—¡Pero es muy cruel! —estalló Ernesto.
—¿Cruel? —Los Alcalde se miraron con fingido horror—. ¡Lo primero es divertirse, como decimos siempre!
—¿Y la bondad no cuenta aquí para nada? —soltó Mili, de mal humor.
—Bon… dad. —El señor Alcalde pronunció la palabra como si fuera extraña a su vocabulario.
—La bondad… ¿Se lleva esta temporada la bondad? —quiso saber su esposa, muy interesada.
—¿Se cotiza bien? —inquinó el marido, lleno de esperanzas.
—¡Pero si no es una cosa! —exclamó Mili, frustrada—. Es… es… una manera de comportarse.
Los dueños de la casa parecían desconcertados. Por mucho que se esforzaran, no les entraba en la cabeza la idea de que pudiera tener importancia algo que no fuera un artículo de consumo. Al fin alzaron las manos en un gesto de exasperación.
—La bondad —bufaron— ¿para qué sirve?
Mili y Ernesto se dieron por vencidos.
Ocupaba el centro del patio una mesa de hierro forjado cubierta por un mantel con volantes sobre el cual habían colocado piezas de porcelana fina. Los dos amigos debían admitir que el conjunto resultaba bastante exquisito. La magia se rompió cuando llegó la señora Basilisco, el ama de llaves, con esa cara suya tan avinagrada, y la señora Alcalde comenzó a ladrar órdenes.
—Que la cocinera prepare una porción de panecillos Boffin[3], algunos pasteles Margarita, una bandeja de bocadillos de pasta Tortuga, una gelatina Jirafa y un buen bol de melaza para mojar sopas. ¿Qué quieren mis tesoros para beber?
A juzgar por lo que habían visto hasta ese momento, ¡quién sabía qué bebidas exóticas compondrían la carta de Casa Cebón! Los chicos decidieron ir sobre seguro.
—¿Podría ser un zumo, por favor? —pidió Mili.
—¿Zumo? —bufó la dueña de la casa—. ¿Qué clase de zumo? ¿Fresa, frambuesa, nubarrón, madera silvestre o musgo húmedo?
—Mejor un té —replicó Ernesto en un intento de disimular lo confundido que se sentía.
—Vale. Té de zarzamoras para cuatro —fue la decisión de la señora.
El ama de llaves vestía de negro riguroso y llevaba un camafeo en el cuello. Al regresar depositó ruidosamente la bandeja del té en la mesa y fulminó a los chicos con una mirada que parecía decir: «Aunque hayáis hechizado a los Alcalde, tan impresionables, no os hagáis ilusiones conmigo». La señora Basilisco era flaca como un palillo y tenía la tez azafranada. De hecho, los niños nunca habían visto a nadie que necesitara tanto una buena dosis de vitamina D. Mantenía las piernas medio flexionadas, lo cual le hacía parecerse a un saltamontes, y fruncía tanto los labios que bien podrían confundirse con el trasero de un gato.
Durante el té, la señora Alcalde se esforzó por repartir equitativamente el tiempo entre la cháchara y la masticación; a veces le costaba compaginar ambas cosas. Cuando de su boca voló un saturado trocito de panecillo que fue a alojarse en los bigotes de su marido, él lo rescató como si fuera un obsequio de los dioses y se lo metió entre los labios con exagerado placer. Apodaba a su esposa «mi apetitosa croqueta» e intercambiaba con ella miradas ardientes y sonrisas cómplices. Durante estos intercambios, nuestros ingenuos protagonistas mantenían la vista baja en las tazas de té. Si vosotros o yo hubiéramos estado presentes, habríamos sabido con exactitud qué estaban pensando los Alcalde y, con toda probabilidad, habríamos tenido que dejar de comer inmediatamente.
Los chicos terminaron su té mucho antes de que el señor y la señora Alcalde se limpiaran al fin los labios grasientos con las servilletas de hilo, que tenían sus iniciales bordadas. «¡Por fin se termina esta tediosa merienda!», dijo Mili para sus adentros. Pero aquello distaba mucho de haber acabado.
La señora Alcalde pidió hojas de menta para mascar antes de adentrarse con su esposo en una conversación de hondo calado que a los niños les costó seguir. Estaban excluidos del todo de los asuntos de los adultos y no había nada que mirar, aparte de aquellos erizos totalmente inmóviles, de modo que empezaron a inquietarse. Ernesto se removía en el asiento. Mili se tironeaba del cuello y observaba la mesa: el diseño floral de las teteras, el rastro de migas que llevaba al plato de la mujer y, al fin, el panecillo de Ernesto, a medio comer. Su amigo, con la punta del índice, desmigó el trozo contra el mantel de encaje. Poco a poco fue escribiendo una sola palabra: «Paseo». Por suerte, el matrimonio estaba tan enzarzado en el diálogo que ninguno de los dos reparó en esa comunicación secreta.
—¿Podríamos Ernesto y yo dar una vuelta para estirar las piernas antes de que se haga demasiado tarde? —preguntó la niña, abriendo mucho los ojos en su mejor expresión de inocencia—. Hoy no hemos hecho mucho ejercicio.
—¡Vaya, es verdad! —añadió el chico—. Tengo las piernas entumecidas de tanto estar sentado.
El señor Alcalde frunció el entrecejo e hizo un gesto de aprobación.
—No conviene que les dé un calambre, ¿verdad, Alba Aurora? —dijo, con auténtica preocupación.
—¡No, por cierto! —replicó su esposa—. Me parece estupendo que vayáis a dar un paseo, pero creo que Tendón debería acompañaros.
Mili se llevó una gran sorpresa cuando Tendón emergió enseguida del laberinto, donde había permanecido oculto y a la espera.
La compañía del hombrón no fue del agrado de Mili, pero por fortuna la presencia de los chicos parecía serle tan desagradable como a ellos la suya, por lo cual se mantenía a cierta distancia. La niña se dejó caer sobre un banco cercano en cuanto doblaron un recodo, pero se levantó inmediatamente de un salto al descubrir que también el asiento estaba compuesto por un grupo de erizos erguidos sobre las cuatro patas. La muchacha optó por quedarse de pie después de haberse disculpado varias veces y procedió a contarle a su compañero todo cuanto había sucedido en las habitaciones de la señora Alcalde. Ernesto, a su vez, le habló del flamenco deprimido y de lo que había visto en los archivos sobre Ema Limpiatubos y su familia. Los dos creían estar sobre la pista de algo, pero tendrían que andarse con cuidado. Sin embargo, lo más difícil era encontrar sentido a esa inesperada adopción.
—¿Para qué quiere hijos este par de bestias? —preguntó Mili.
—No los desean —le aclaró Ernesto—. ¿Acaso crees que se interesan un ápice por nosotros?
—Pues entonces… ¿por qué?
—Porque no hay nada como adoptar niños para mejorar la imagen política.
Un ruido similar al de un corcho al saltar atrajo la atención de ambos y la teoría de Ernesto quedó a medio formular. Al levantar la vista vieron que había quedado un lugar vacío en la hilera superior de erizos, como si faltara un diente. Por ese hueco se veía ahora una aparición escalofriante. Era un semblante tan pálido y demacrado que bien habría podido ser el de un cadáver. Permaneció allí apenas un momento; luego desapareció.
Sobresaltados por semejante visión, los niños avanzaron con cautela hacia el sitio de donde había provenido el ruido y encontraron en el sendero el cuerpo sin vida de un erizo, patas arriba. Por el olor a chamusquina que perduraba en el aire, parecía haber sido incinerado; aún brotaban de él volutas de humo. Nunca antes habían visto un espectáculo tan triste: alguien o algo había eliminado fríamente a la bestezuela, sólo por la oportunidad de espiarles mejor. Demasiado abrumada para hablar, Mili se quitó la rebeca de encaje (regalo de la señora Alcalde) y cubrió con ella el cadáver del pequeño puercoespín.
Al regresar a la mesa los recibieron dos caras radiantes.
—Os tenemos reservada una sorpresa —arrulló la mujer—. ¿A que no adivináis qué es?
—No.
—¡Intentadlo!
Desde luego los niños no pudieron acertar. Casa Cebón era tan imprevisible que nadie era capaz de imaginar lo que iba a suceder en los segundos siguientes. La señora Alcalde apenas podía dominar su entusiasmo.
—¡Vuestra habitación infantil ya está lista!
Mili y Ernesto no supieron qué responder a esa noticia. ¿Por qué se les asignaba un cuarto infantil?
—Mira —ronroneó la señora—, ¡están tan felices que se han quedado sin habla!
—Vuestra deliciosa madre ha decidido que querríais tener habitaciones propias —explicó su esposo— para retozar, jugar y hacer todo eso que hacéis los niños.
Mili, por su parte, creía estar ya demasiado crecidita para un cuarto infantil; aun así esbozó una sonrisa beatífica.
—Gracias, gracias —barbotó—. Es que no merecemos que nos consintáis tanto.
—Tonterías —dijo la mujer—. Otra cosa… es una pequeñez. Hemos estado pensando…
—Es que vuestros nombres… —añadió el señor Alcalde. E hizo una pausa para esperar a que cesara un ruido de disparos.
—… son demasiado vulgares para nuestra familia —concluyó su esposa.
—Por tanto —continuó él— os hemos rebautizado…
—Tú vas a llamarte Bella Ranúnculo —chilló la señora Alcalde, encantada, mientras aplicaba un vigoroso pellizco a las mejillas de Mili.
Su marido desvió la atención hacia Ernesto.
—¡Y tú, Mozart Eucalipto! —anunció, dejando al chico sin aire en los pulmones con un abrazo de oso—. Ahora id a jugar hasta la hora de la cena.
Tal vez os extrañe que los Alcalde cometieran la tontería de dejar solos a los chicos para que pudieran conspirar y planificar la fuga, pero estaban convencidos de que Mili y Ernesto se sentían muy contentos de vivir en la mansión de los Jardines Poxxley, rodeados de lujos, y no se les pasaba por la cabeza que quisieran marcharse. Además, esos dos estaban bastante locos. Ahora bien, no vayáis a pensar que eso iba a facilitarles las cosas a los niños. Los villanos locos suelen ser más terroríficos que los malvados, pues nunca se puede prever lo que harán a continuación. Los villanos tradicionales tienen al menos una conducta previsible; los Alcalde, al contrario, sabían cambiar de planes en el tiempo que te lleva estornudar.
A estas alturas del relato quizá os preguntéis también por qué estos niños no echaban a andar tranquilamente hasta salir de Casa Cebón y volvían a las suyas; pero esto sería lo que se conoce como «solución fácil», común entre quienes sólo ven las cosas desde su perspectiva. Por propia experiencia puedo aseguraros que las soluciones fáciles rara vez sirven de algo. Y los chicos, avispados y astutos, sabían que serían localizados y capturados en menos de una hora si regresaban a Villacana en secreto, con lo cual no conseguirían más que perder los privilegios adquiridos y dar otra vez con sus huesos en las mazmorras, donde no serían de utilidad para nadie. Además, ya no podían pensar sólo en su pellejo. Por primera vez a los prisioneros se les había ofrecido un destello de esperanza; Mili y Ernesto eran demasiado responsables para arrebatársela. Por frustrados que se sintieran, por el momento debían seguir siendo Bella Ranúnculo y Mozart Eucalipto hasta que, con el correr de las horas, se les presentara un plan más eficaz.
Los niños disponían de una hora exacta antes de que se sirviera la cena. A Mili le habría gustado ir directamente a las mazmorras, donde los prisioneros estarían descansando tras haber pasado la jornada plantando nabollas, un cruce afortunado de nabos y cebollas; pero la señora Alcalde quiso que se familiarizaran con su nueva habitación.
Ese cuarto infantil no se parecía a nada de cuanto habían contemplado hasta entonces. Ni siquiera en los libros de cuentos había visto Mili algo tan mágico. Por mucho que se esforzó no pudo disimular su deleite. La alcoba en sí estaba diseñada a imitación de un enorme tiovivo, con caballos de crines doradas, piedras preciosas engarzadas en las sillas y un techo en forma de cúpula, con bandas como las de los Chupa Chups. Dos de los carruajes del tiovivo oficiaban de camas; una, con el edredón rosa; la otra lo tenía azul. Por encima de las camas pendían, formando un arco, los nombres Bella Ranúnculo y Mozart Eucalipto, que por la noche se iluminaban con luces multicolores. Con sólo activar un interruptor, el tiovivo comenzaba a girar y un órgano escondido tocaba una suave nana. La base estaba cubierta de juguetes, tableros, libros e instrumentos musicales.
Mili recogió un volumen de cuentos de hadas tradicionales. Mientras volvía las páginas se llevó una gran sorpresa al comprobar que las facciones de héroes y heroínas habían sido reemplazadas por las de los Alcalde. Ahí estaba él, con su cara de pudín, en vez del Príncipe Azul, y sobre los hombros de todas las princesas descansaba la cabeza de su esposa, con sus ricitos, y no sólo eso, sino que todos los nombres originales se habían cambiado por Alba y Aldo.
Cuando al fin los mayores se retiraron, agotados por la compañía de los niños, Ernesto quería seguir explorando el cuarto infantil. Estaba seguro de encontrar, en los cajones empotrados en los muros, artefactos para entretenerse horas y horas; pero su amiga se mostró implacable: tenían una cita con los prisioneros, a quienes ya consideraban amigos.
Llegar a las mazmorras era relativamente fácil una vez que aprendieron a evitar a los Guardianes de las Sombras. Eso se lograba fundiéndose con las paredes y buscando los rincones oscuros. Puesto que los Guardianes de las Sombras nunca se habían topado con intrusos, mantenían una vigilancia rutinaria y no estaban demasiado alerta, por decirlo con suavidad.
—¡Por todos los bombones de merengue! ¿Qué os ha pasado? —rio Rosie al verlos—. Habéis pasado de la miseria a la riqueza en pocas horas.
—Al parecer, se me ha asignado el papel de mascota de la señora Alcalde —replicó Mili, ceñuda.
La mujer miró a Ernesto con las cejas enarcadas en un gesto inquisitivo.
—A mí, tareas de oficina —explicó él—, sólo que aún no sé cuáles son.
—¿Tienes acceso a la oficina del señor Alcalde? —preguntó Leo—. ¿Te has parado a pensar en la cantidad de información que se esconde allí? En ese lugar se guardan todos los archivos secretos de lord Aldor. ¡Archivos que pueden sernos de enorme utilidad!
—Ya sabía que vuestra llegada no era mera coincidencia —aseguró Rosie, con toda la cara iluminada—. Bien podéis ser lo mejor que haya pasado aquí en mucho tiempo.
—¡Hombre, no creo que tanto! —Ernesto rio, nervioso y horrorizado ante la posibilidad de tener entre las manos el destino de alguien—. En verdad no tengo madera de héroe. Mili y yo sólo queremos volver a casa.
—Lo que Ernesto quiere decir, naturalmente —intervino su amiga—, es que ayudaremos en todo lo posible.
—¿Has dicho que quieres volver a casa? —apuntó Leo.
—Decidnos qué debemos hacer.
—Buscad pistas sobre la marcha —aconsejó Rosie—. Intentad averiguar cuanto sea posible, pero manteneos alejados de lord Aldor. Es implacable cuando se irrita.
—Aún no sabemos quién es —dijo Mili. Por su mente pasó el rostro descolorido que habían visto en el laberinto.
—En realidad nadie sabe gran cosa de él, salvo que todo lo malo que ha sucedido en Villacana se debe a él. —Rosie echó un vistazo en derredor; luego bajó la voz hasta que sonó a murmullo—. Según la leyenda, lord Aldor el Ilustre vendió su corazón a Hécate, la diosa del Mundo Inferior, a cambio de vivir mil años.
—¿Y quién querría vivir tanto? —se extrañó Mili, desconcertada.
—Debe de haber pensado que en mil años tendría tiempo de sobra para dominar el mundo entero —explicó la mujer—. Ya tiene a Villacana en un puño.
—Algunos dicen que, si no tiene corazón, tampoco ha de tener sangre —añadió Leo—. Se alimenta única y exclusivamente de morcilla; se la preparan con especial esmero en las cocinas de Casa Cebón.
Los chicos se estremecieron sin querer ante esa imagen. Y en verdad no podría criticarlos por eso. Si sabéis lo que es una morcilla, habéis de saber también que se trata quizá del comistrajo más monstruoso inventado jamás por los humanos. Mi abuela acostumbraba prepararla, junto con buenas salchichas y jamón salado, y se la daba en secreto a mi madre, en sus primeros años de vida, sin que ella conociera sus ingredientes. Debo agradecer que la familia no continuara con la tradición. Este bárbaro fiambre, que originariamente se conocía con el nombre italiano de sanguinaccio, se hace con la sangre del cerdo, para no desperdiciar ninguna parte del animal. He aquí una de tantas recetas repelentes para hacer morcilla.
Morcilla
Según aquellos desdichados que han consumido el plato sin saberlo, es delicioso mientras uno no sepa qué contiene. (Vaya un consejo: desconfía de cualquier adulto que te ofrezca un pudín con una cantidad excesiva de chocolate). Mili y Ernesto no lograban imaginar qué clase de persona escogería un alimento como ese voluntariamente.
—Los Alcalde son sólo títeres en el juego de lord Aldor —continuó Rosie—. Le conoceréis tarde o temprano, y entonces no olvidéis…
En ese momento retumbó el gong, llamándolos a la cena de forma ensordecedora. Los niños tuvieron que marcharse a la carrera a fin de que Tendón los encontrara en el cuarto infantil cuando fuera a por ellos. Mientras Mili subía rauda la escalera, en la cabeza le resonaba el nombre de Aldor el Ilustre. Pendía como un presagio. No le hacía ni pizca de gracia que ese sujeto anduviera hurgando en su mente como un gusano gordo que no se deja desalojar.
Cuando Tendón vino por ellos estaban sin aliento, pero él no hizo ningún comentario. Le siguieron en silencio a lo largo de una serie de pasillos y pudieron echar un rápido vistazo a lo que había dentro al pasar por delante de algunas puertas abiertas. Vieron una bodega polvorienta, una habitación pintarrajeada con todos los colores del arco iris y varios cuartos en los que sólo había algún objeto extraño y solitario, como una bañera para pájaros, una cascada y un castillo hecho por entero con bloquecillos de construcción. Se detuvieron ante unas magníficas puertas blancas, que se abrieron lentamente como respuesta a un rocío del vial vaporizador de cristal azul que Tendón parecía llevar siempre consigo. Dos lacayos de librea escoltaron a los niños hasta sus sitios y luego se retiraron discretamente a sus puestos junto al trinchante.
El comedor era tan ostentoso como cabía esperar de cualquier sala en Casa Cebón. La mesa estaba puesta con candelabros y cristalería centelleante; adornaban las paredes frescos con escenas de antiguos banquetes y junto a cada plato había un copón de peltre; Mili ya había contado varios botellones de vino. Pero la pieza central de la habitación era la imponente mesa de madera oscura. Era tan larga que quienes se sentaran en las cabeceras iban a necesitar megáfonos para oírse el uno al otro. Las sillas talladas eran de estilo Tudor, tan altas que la cabeza de Mili apenas llegaba a la mitad del respaldo y sus pies no tocaban el suelo; se sentía muy pequeña alojada allí, en un asiento donde habrían cabido cuatro personas. Los apoyabrazos curvos terminaban en zarpas de león. Por un momento la niña creyó ver cómo se contraían, pero sabía por experiencia que, cuando se mira fijamente un objeto el tiempo suficiente, parece cobrar vida ante tus ojos.
En el grandioso comedor pendía un silencio solemne, quebrado tan sólo por el tictac de los relojes que había en el trinchante. Mili observó el refulgente despliegue de cubiertos junto a su plato de plata. Nunca en su vida había visto tantos cuchillos, tenedores, cucharas y pinzas. Ella lo desconocía todo sobre las normas de etiqueta en la mesa, y si comía con cuchillo y tenedor era porque la obligaban. Esa ignorancia iba a causarle una rabieta a la señora Alcalde.
Los niños se revolvieron en las sillas e intercambiaron una mirada de angustia; los dos habían notado al mismo tiempo que la mesa estaba puesta para seis comensales.