5

Una picazón de color rosa

LA SEÑORA ALCALDE HABÍA LLEVADO la voz cantante hasta ese momento, lo cual dejaba poco lugar a las dudas de quién cortaba el bacalao en esa relación. Su esposo debió darse cuenta de la situación, pues de pronto pareció cobrar vida y tosió audiblemente para concitar la atención de su público.

—Como prisioneros de Casa Cebón —empezó mientras dirigía la mirada hacia Mili y Ernesto— trabajaréis para pagar vuestra manutención. Se os asignarán determinadas tareas y se os proporcionará ropa de trabajo, que deberéis usar en todo momento. No dejéis que os engañe mi gallardo encanto. Os aseguro que toda violación de las normas de buena conducta será castigada con la mayor severidad.

La señora Alcalde le sonrió con suficiencia, le tomó del brazo, lanzó una mirada de desprecio a los cautivos e hizo ademán de marcharse con su esposo; pero apenas había dado dos pasos cuando el tacón de aguja se trabó entre dos adoquines, haciéndole tropezar y perder una de las mulas. El señor Alcalde se lanzó al suelo para soltar el tacón trabado en cuanto lo vio, un gesto muy caballeroso, aunque se dio tal porrazo que estuvo a punto de abrirse la cabeza.

—Ya está arreglado, aquí tienes, Ornamento de mi Vida.

Ella volvió a meter el pie regordete en la primorosa zapatilla y reanudó su imperial partida. Mili la siguió con la vista, sin poder evitar que la señora Alcalde le recordara a un pastel de bodas ambulante.

Tendón interrumpió el hilo de sus pensamientos al depositar con brusquedad en los brazos de Mili un raído mono negro de mecánico. Ernesto contemplaba el suyo con disgusto, arrugando la nariz.

—No puedo ponerme esto —le explicó al hombrón, que parecía a punto de golpearle—. Me han aconsejado que evite los tejidos ásperos, pues agravan mis problemas de eccema.

Mili le evitó el golpe apartándole de un empellón justo en el preciso instante en que el hombre descargaba el puño.

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El matrimonio Alcalde había llamado Guardianes de las Sombras a los espectros ataviados de rojo y sin rostro visible, tan altos que siempre estaban encorvados y con un aspecto parecido al de unos pajarracos con el plumaje estropeado. Sus movimientos, habitualmente lánguidos, se tomaban veloces como el rayo en cuanto percibían alguna anomalía. Escondían las manos esqueléticas en las mangas, como los monjes, y por debajo de los faldones de las túnicas arremolinadas asomaban unas feas patas de pollo. Sólo era posible verles el rostro cuando se les deslizaba un poquito la capucha, instantes durante los cuales se atisbaba un pico resquebrajado allí donde deberían tener la nariz y, en vez de orejas, unos apéndices tubulares, peludos, diseñados de tal manera que captaban hasta la más leve de las vibraciones. Los ojos, de bordes enrojecidos, parecían los de un lobo.

Esos seres espeluznantes de brazos extendidos condujeron fuera de la arena a Mili y a Ernesto. Tras atravesar un dédalo de pasillos salieron a un magnífico patio iluminado por el sol, donde aguardaban los otros prisioneros. Al observarlos, Mili notó que cada uno de ellos tenía también una voluta negra al costado. Las había corpulentas, pequeñitas, gibosas y esmirriadas; cada una hacía exactamente lo que hiciera su propietario. Los niños olvidaron por un instante sus tribulaciones y rieron de placer al descubrir que sus sombras eran igual de juguetonas que ellos.

El momento de frivolidad terminó de forma abrupta en cuanto se asignaron las tareas del día. El trabajo de los chicos consistía en recoger fruta en los huertos bañados por lodosas aguas del río Sobras, que rodeaba la parte posterior de los terrenos.

Uno de los primeros descubrimientos de los dos amigos fue que la mayoría de los alimentos prohibidos en Villacana crecía en abundancia en las huertas de Casa Cebón. Había viñas cargadas de granadilla, fresas rastreras, matas de arándanos, melones galia, redondos como bobinas, uvas gordas como codos, naranjas de la China, manzanas de piel aterciopelada en vez de lisa, y cualquier otro tipo de fruta concebible. Mili y Ernesto recibieron el cometido de recoger una fruta llamada melocotón, muy abundante. ¿Era posible que esas pesadas bolas doradas, cubiertas de una superficie velluda, fueran comestibles? El aroma almibarado era tan tentador que Mili se llevó una a la boca a la primera oportunidad.

—No lo pruebes, Mili, quizá seas alérgica —le advirtió su amigo.

La ocurrencia hizo reír a la recolectora de un árbol contiguo. Era la misma que había observado antes con tanta atención en la arena, y la niña la reconoció.

—Anda, dale un mordisco. Son deliciosos —alentó a Mili—. Rápido. Ahora que nadie mira.

Mili lo hizo. El sabor le estalló en la boca; un zumo dulce y pegajoso le corrió por la barbilla y los dedos. ¡Esa fruta carnosa, cubierta de pelusa, era mucho más estimulante que las manzanas y las peras! Mili pasó el melocotón a Ernesto, que comenzó por mordisquearlo, no muy convencido, y luego lo devoró en un momento.

La novedad de cosechar fruta se acaba muy pronto cuando te obligan a hacerlo durante toda una mañana, y los niños comenzaron a cansarse tras varias horas de trajinar bajo el sol ardiente, pues el proceso era fatigoso.

Reunían los melocotones en redes que luego depositaban con suma delicadeza en unas carretillas de colores brillantes situadas más abajo. Después, unos enanos de guantes blancos y chaquetas recortadas los llevaban a las ventiladas cocinas, donde se transformarían en todo tipo de golosinas. La escena parecía sacada de una pantomima, pero no era ninguna representación, sino algo muy real, concluyó Mili en su fuero interno con abatimiento.

A mediodía les permitieron tomarse un breve descanso a la sombra de unas jojobas. Repartieron entre los cosecheros jarras de agua y trozos de un pan muy poco apetitoso, seco y duro como la piedra. Mili observó con mayor atención a la mujer que les había alentado aprobar la fruta. Era bastante joven y podría considerársela atractiva si no fuese por el cansancio que denotaban sus facciones. Unos círculos oscuros le rodeaban los ojos, que todavía conservaban un destello de la vivacidad de antaño. Una trenza gruesa y negra le caía por la espalda, entretejida con algunas hebras plateadas. La niña reparó en sus manos: las tenía finas, aunque encallecidas por el trabajo duro.

Los niños no pudieron contenerse por más tiempo una vez saciado el apetito y formularon a la vez todas las preguntas que habían ido guardando en su fuero interno. La mujer sonrió con paciencia y se presentó: se llamaba Rosie.

—Comprendo que os resulte confuso —les dijo—. Ordenar las piezas lleva su tiempo.

—¿Qué piezas? ¿Qué pasa aquí?

—Es una historia demasiado larga para contárosla ahora, sobre todo con los Guardianes de las Sombras rondando tan cerca. Lo que puedo adelantaros es que debemos trabajar todos unidos.

—Pero ¿qué podemos hacer? —gimió Ernesto.

Rosie volvió a sonreír bondadosamente, pero no respondió de inmediato.

—Milipop Zuecos y Ernesto Periclavo —musitó, como si paladeara los nombres—. Empezaba a preguntarme cuándo repararían en vosotros dos.

—¿Cuándo repararían en nosotros? ¿Quiénes? —exclamaron los dos al unísono. Esa conversación no les estaba aclarando nada y Rosie parecía hablar en acertijos.

Una cabeza rubia asomó entre el ramaje de un arbusto cercano y saludó:

—¡Hola!

Ernesto se llevó tal susto que cayó hacia atrás.

El chaval de ojos llamativos que tan familiar le había resultado a Mili cuando lo vio en el escenario les dedicaba una ancha sonrisa desde el follaje. La niña le observó con atención. ¿De qué le conocía? Era demasiado mayor para que hubieran sido compañeros de clase; sin embargo, esos ojos glaucos y esa mata de pelo pajizo, que brotaba vertical como en un cepillo de fregar, le resultaban muy familiares. Lo que no recordaba era esa piel bronceada ni los brazos musculosos; aun así, el chico tenía un atractivo tan alegre que costaba no quedarse mirándolo boquiabierta. Al fin logró reunir la temeridad suficiente para preguntar:

—¿Cómo te llamas?

—¿No me recuerdas? —El muchacho sonrió con aire pícaro—. Soy Leo.

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Condujeron a los prisioneros a sus celdas individuales nada más cenar, por lo cual no se les presentó otra oportunidad para entablar conversación hasta la mañana siguiente. Tras un temprano desayuno de gachas viscosas y tostadas quemadas, los prisioneros se reunieron en lo que llamaban «la sala común», donde se les permitía jugar a las cartas u hojear revistas viejas hasta que se les asignara el trabajo del día.

Dicha estancia no era una sala en realidad, sino un espacio vacío entre cuatro paredes. Alguien había tratado de hacerla más acogedora situando en torno a una alfombra raída divanes de terciopelo cubiertos de mugre. Un cajón de embalaje invertido hacía las veces de mesa de café. Había un fregadero y un hervidor ennegrecido para el té. Mili y Ernesto buscaron un rincón tranquilo y, mientras charlaban en voz baja, bebieron a sorbos el té aguado de las jarritas desportilladas que les entregó Rosie. Tuvieron que conformarse con tomarlo sin leche ni azúcar. Entretanto escuchaban con suma atención las explicaciones de Rosie y Leo.

—Esto es algo que sabe muy poca gente, pero la sombra no es sólo una mancha que te sigue a donde vayas —comenzó Rosie—. Es mucho más. Es tu fuerza vital. Contiene todo cuanto hace de ti un ser único. Sin ella eres como arcilla húmeda que cualquiera puede moldear.

—Pero ¿qué tiene eso que ver con el hecho de que nos hayan traído aquí? —interrumpió Mili.

—Os encontráis aquí porque a todos los villacanenses les han robado la sombra. El problema comenzó hace mucho tiempo, cuando un mago perverso fue arrebatando poco a poco la sombra de cada hombre, mujer y niño, hasta que no quedó nadie que pudiera protestar. ¿Por qué pensáis que la gente se sienta, se echa, rueda o ladra según lo ordenen los Alcalde? ¿Nunca os ha extrañado que nadie cuestione el Código de Conducta?

—Salvo nosotros —corrigió Mili.

—Sí —concordó Rosie—. De vez en cuando alguna sombra valerosa se resiste, se niega a la separación y regresa a casa. Cuando eso ocurre, siempre van a por ti.

—¿Por qué nos toman prisioneros? —objetó Ernesto—. ¿Por qué no se limitan a llevarse la sombra?

—Resulta casi imposible desprender a una sombra que se ha reunido con su propietario —explicó Rosie—. Dicen que la separación únicamente se puede efectuar en un momento de vulnerabilidad. La primera vez se dejan engañar, pero son demasiado listas para caer de nuevo en la misma trampa. Si tu sombra consigue hallar el camino de regreso, te raptan y te encierran en estas mazmorras antes de que hayas tenido tiempo de causar disturbios.

—Eso no puede ser —impugnó Mili (en realidad, eso de «impugnar» es una manera bastante rebuscada de decir que objetó, pero resulta más adecuada para su fiera personalidad)—. Yo siempre he sido así. ¿Por qué no me arrestaron antes?

—Es que no prestan mucha atención a los chicos. —Rosie se encogió de hombros—. Son los adultos quienes ostentan el poder de deshacer todo lo que se ha creado. Vosotros dos cometisteis el error de aventuraros por los Territorios Prohibidos, igual que Leo atrajo la atención sobre su persona al no devolver el libro a la biblioteca.

—¿Y por qué no tratáis de fugaros? ¿No ayuda tener tu sombra?

—No con los Guardianes de las Sombras pululando por los alrededores —explicó la mujer. De pronto una expresión traviesa le iluminó la cara—. Pueden retenernos aquí, pero no pueden impedimos pensar.

—¿Cómo ha podido suceder todo esto? —inquirió Ernesto, estupefacto.

—Poco a poco —fue la respuesta de Rosie—, tal como suelen suceder las cosas más terribles. Tan despacio que era apenas perceptible.

—Pero ¿qué se propone hacer ese mago con las sombras? —preguntó Mili.

La mujer se inclinó hacia delante y redujo la voz a un murmullo.

—Nadie lo sabe.

Mili arrugó la frente mientras trataba de hallarle algo de lógica a esa historia inconcebible.

—¿Qué pasa con las sombras? ¿Por qué no se escapan?

—Se las mantiene prisioneras donde nadie pueda encontrarlas. Aquí, en Casa Cebón, sólo se retiene a las que escaparon para reunirse con sus dueños.

—¿Cómo se enteran de que ha escapado una sombra?

—En Villacana —apuntó Leo— una persona con sombra llama la atención más que un perro verde, y lord Aldor cuenta con muchos espías a su servicio.

—¿Quién es ese lord Aldor? —inquirió el niño.

—Aldor el Ilustre, el verdadero cerebro que está detrás de Casa Cebón, los Alcalde y todos sus planes. También conocido como… el Ladrón de Sombras.

Mili y Ernesto se inclinaron con avidez hacia el centro, presintiendo que Leo estaba a punto de revelar una pieza clave del acertijo. Por desgracia, en ese mismo instante se abrió violentamente la puerta de la sala común y la mole de Tendón llenó el vano. Su índice apuntó a Mili y a Ernesto.

—¡Vosotros dos, acompañadme!

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Los niños le obedecieron: se levantaron y siguieron al hombrón al interior del ascensor, el cual subió al piso de arriba de la mansión, donde anduvieron detrás de Tendón hasta que se detuvo ante dos puertas muy diferentes, una a cada lado del corredor.

—Enhorabuena —los felicitó con tonillo burlón—. Da la impresión de que os han encomendado funciones más importantes.

Llamó con los nudillos a la gruesa madera de la primera puerta y empujó a Ernesto hacia dentro.

La segunda estaba pintada de rosa pastel y decorada con carnosos cupidos voladores que tocaban cuernos y disparaban flechas. Una vez dentro, Mili dedujo que debía de encontrarse en el tocador privado de la señora Alcalde.

Por mi parte, no podría describir en palabras la magnitud del lujo que insinuaba ese interior. De hecho, era como si todos los decoradores en paro del mundo hubieran trabajado allí al mismo tiempo. Se agolpaban en las paredes espejos con marcos ornamentados de flores, viñas y zarcillos; la alfombra, de un suave matiz rosa, era tan mullida que cualquiera se hundía en ella hasta los tobillos. Los montones de cojines de bordados suntuosos se alzaban casi hasta el techo. Varias muñecas de porcelana, de caritas delicadamente pintadas y pantalones de satén, formaban un pulcro círculo alrededor de un juego de té para niños.

Esa habitación era más amplia que la casa entera de Mili, allá en la plaza de la Pimienta. Le sorprendió ver, en un rincón, una rueda de la fortuna decorada con bellotas de mazapán y luces de colorines. Más adelante descubriría que la señora Alcalde la llamaba «mi rueda de meditación».

Todo aquello era extraño, pero lo más fantástico de ese camarín era el aire, sin lugar a dudas. ¡El aire, sí! Tal vez os preguntéis qué puede tener el aire de asombroso. Es un elemento transparente, inodoro y necesario para la vida tal como vosotros y yo lo conocemos, y en términos moleculares no resulta muy apasionante, la verdad; pero allí, en el dormitorio de la señora Alcalde, estaba colmado de brillos rosáceos y plateados, con una textura de polvo fino, que flotaban por todas partes como en un ensueño.

Por si no bastara con eso, por debajo de la puerta del baño se deslizaba un remolino de luminosas volutas de humo rosáceo. El efecto de esa niebla coloreada era un permanente escozor en la nariz. Mili se alegró de que Ernesto y sus alergias se hubieran librado de permanecer expuestos a eso, pues indudablemente le habría provocado un ataque de estornudos.

La señora Alcalde en persona se sentaba ante el tocador más grande que Mili hubiera visto jamás. Una doncella se aplicaba con esmero en la tarea de pintarle las uñas de los pies con bandas blancas y negras, como las de una cebra.

—No te quedes ahí plantada papando moscas, niña —le espetó la dama—. Acércate para que pueda echarte un vistazo.

La interpelada se acercó con paso vacilante mientras la dueña del lugar la observaba con ojo crítico.

—Tendremos que buscar remedio a esos andares tuyos de loro, pero antes ¡a la bañera con ella!

Una criadita regordeta surgió de los baños en cuanto la señora chasqueó los dedos.

—Quema ese uniforme mugriento que lleva puesto y busca algunos vestidos viejos de Agapanta Regia.

Mili puso cara de pocos amigos mientras se dejaba conducir por la criada al cuarto de aseo, que estaba lleno de vapor, pues aquella mujer tenía un oportuno lapso de memoria y parecía olvidar que había sido ella quien la obligara a ponerse ese horrible mono de mecánico.

Media hora después emergía del baño con las mejillas lustrosas; su pelo olía a champú de macadamia y cada centímetro de su persona refulgía de tanta limpieza. La señora estaba concentrada en revisar una colección de vestidos repulsivos. La niña especuló con lo aburrida que debía de estar para tener que entretenerse jugando a acicalarse.

Hacia mediodía ya había descubierto que esa mujer no se aburría, sino que era espantosa y desvergonzadamente presumida. Podía pasar horas y horas contemplándose en el espejo con expresión soñadora, sólo interrumpida de vez en cuando por un «¡oh!» o un «¡ah!» de satisfacción. A veces se acariciaba las mejillas y hacía mohines, sin dejar de parlotear sobre la importancia de ofrecer una imagen impecable en todo momento.

La dama presumida fijó su atención en Mili en cuanto hubo terminado de acicalarse. Los rizos de la niña fueron sometidos y enroscados en un peinado elevado en forma de cono. La muchacha se vio obligada a apretar los pies para meterlos en diminutas zapatillas de baile. Le cambiaron el mono de mecánico por un vestido de gala hecho enteramente de tafetán verde lima, en forma de hojas de arce. Luego le pintaron las uñas de colores tan intensos que hacían llorar, y le empolvaron el semblante hasta dejárselo más blanco que el de las muñecas de porcelana. No cabía la menor duda de lo que sucedía: Mili había sido adoptada.