Los cautivos de Casa Cebón
UN ENORME VEHÍCULO GRIS llegó a las ocho y cuarto en punto, ni un segundo antes. Mili lo estaba esperando en la acera; la puerta trasera se abrió sin ruido y esperó a que ella subiera. Quizá os preguntéis por qué la muy tonta no hizo las maletas y escapó en cuanto hubo recibido la carta. Veréis: no hay adónde huir ni dónde esconderse en Villacana. No importa en qué remoto rincón de la ciudad te refugies, siempre te localizarán.
Cuando Mili subió al coche, Ernesto ya estaba en el asiento trasero, encorvado y triste, con la cabeza apoyada en las manos; de vez en cuando se le escapaba un gemido. Una mampara de cristal tintado separaba los asientos traseros de los delanteros. Mili no podía ver al conductor, pero, aun así, tenía la sensación de que este podía observarlos.
—¿Te encuentras bien? —susurró.
Lentamente Ernesto se giró hacia ella; un arañazo mellado le cruzaba la mejilla izquierda de arriba abajo.
—He intentado huir.
Se le veía tan indefenso allí sentado, con la cara surcada de lágrimas y las manos trémulas en el regazo, que Mili sintió una punzada de compasión con sólo mirarlo.
—Esto es indignante —replicó, rabiosa—. Se nos acusa de delitos que no hemos cometido. ¿Qué significa eso de «medicación no autorizada»?
—Los gusanos higlopung —respondió Ernesto, lúgubre.
—Ah.
De pronto la niña se sintió abrumada por los remordimientos. ¡Todo era culpa suya! Su amigo no quería ir a los Jardines Poxxley, pero ella lo había obligado con halagos y amenazas. Una cosa era meterse ella en dificultades, y otra muy distinta arrastrar al pobre Ernesto. En ese preciso momento Mili decidió conseguir que ambos se liberasen; lo haría por Ernesto Periclavo, su único amigo y compañero de verdad. Alargó las manos para coger la del chico y la estrechó con fuerza. Justo en ese instante el coche viró en una curva cerrada y se detuvo con suavidad.
Les abrió la puerta un hombrón cuyos músculos abultados recordaban a los melones por su redondez Mientras los niños bajaban, Mili notó de inmediato que no parecía muy malvado: sólo aburrido. Una poblada barba negra le cubría el mentón. La mandíbula prominente y los largos brazos bamboleantes le daban un aspecto simiesco. Al mirar más allá de su carnoso custodio, Mili reconoció al instante el sitio donde estaban. Las primorosas flores amarillas, la serpenteante calzada de gravilla, el llamador rojo: ¡estaban nuevamente en Casa Cebón!
Periclavo se quedó boquiabierto al reconocer también el lugar, y tuvo que morderse el labio inferior para no romper a llorar. Mili, por el contrario, sentía una mezcla de curiosidad e indignación. Abrió la boca para preguntar cómo era posible que el coche hubiera atravesado el muro de piedra, pero la cerró otra vez al notar que antes habían llegado desde otro lado; la calzada se curvaba hacia la parte posterior de la casa, donde debía de haber otra entrada.
—Seguidme y no intentéis ninguna tontería —gruñó el hombre, en tanto los empujaba hacia la puerta principal.
Mili era incapaz de resignarse ante ninguna circunstancia e intentó escapar, pero el gigantón se limitó a alargar la mano, cogerla y echársela al hombro, como si la niña no pesara más que una bolsa de merengues.
—¡Bájame, tú, cacho de morcilla! —gritó ella, retorciéndose entre sus manos—. ¡Ya verás cuando mi padre se entere! El secuestro es un delito muy grave. Te has metido en grandes problemas.
—Esto no es un secuestro; es un arresto —le corrigió sin inmutarse el hombre de rostro pétreo.
Dejó en el suelo a la muchacha cuando llegaron a la altura de la puerta. El adulto hurgó con torpeza en el bolsillo hasta sacar un delicado pulverizador de cristal azul con forma de vial. Roció la zona alrededor de la cerradura con una fragancia acre y la puerta se abrió instantáneamente.
El hombrote los empujó hacia dentro. Los chicos se encontraron de pie en un vestíbulo del tamaño de un campo de fútbol. En los muros había retratos con marcos de oro y cabezas de ciervos cornudos. La luz atravesaba las telarañas polvorientas y proyectaba sobre el suelo de mármol formas fantasmagóricas similares a un tablero de damas. Al piso alto se llegaba por una amplia escalera con balaustradas de hierro forjado en forma de cocodrilos. Una maraña de pasillos salía de ese vestíbulo en todas las direcciones. Los corredores se retorcían y giraban de una manera verdaderamente enloquecedora. Algunos se prolongaban más allá de la vista y tenían a los lados hileras de puertas espejadas. Mili abrió mucho los ojos al recordar las dimensiones exteriores de la casa: era grande, pero no tanto. Aquello era un laberinto.
—Imposible —susurró.
—Debe de ser una especie de ilusión óptica —musitó Ernesto a modo de respuesta.
—¡Silencio! —bramó el hombre, y los empujó hacia la escalera.
En vez de subir por allí, como ellos esperaban, los hizo pasar por debajo; se detuvieron frente a unos cortinajes de terciopelo verde. Con un gruñido, el hombre a quien Mili había apodado Cacho de morcilla, a causa de sus brazos gruesos y rojizos, apartó las cortinas, dejando a la vista un pequeño ascensor de aspecto bastante sucio.
—Disculpe, señor… —musitó Ernesto, cuya voz apenas era audible.
—Me llamo Tendón —informó el hombre, gruñón.
—Claro, sí, disculpe, señor Tendón, ¿podría preguntarle el propósito de nuestra visita?
Tendón puso cara de confusión. Por un momento arrugó aquella frente tan similar a la de un cromañón, pero de inmediato ladró:
—¡Adentro!
Señaló con un gesto las puertas abiertas del ascensor. Obviamente no iba a ser tarea fácil entablar conversación con él.
Mientras iniciaban el matraqueante descenso, Mili aprovechó la oportunidad para estudiarle con mayor atención. Había algo extraño e imposible de identificar en los ojos del hombretón. Luego cayó en la cuenta de que, en vez de la mirada vacía que estaba habituada a ver en los vecinos de Villacana, las pupilas de Tendón centelleaban de emoción. Si las mirabas, podías leerle los pensamientos con tanta claridad como si fueran las páginas de un libro. En ese momento la observaba con suspicacia. Era realmente asombroso. Por debajo del pánico que le causaban su arresto y la posibilidad de no ver a su familia nunca más, Mili no podía negar una diminuta chispa de entusiasmo. ¿Qué otros descubrimientos harían dentro de la mansión? ¿Qué secretos se ocultarían tras sus puertas irradiantes? Ya se imaginaba jactándose ante sus compañeros de escuela de haber derrotado a un ogro cuyos ojos eran como lámparas encendidas, pues estaba segura de que la inteligencia de Tendón no guardaba proporción con su tamaño.
Ernesto, por su parte, se preguntaba si allí se estaría haciendo algún descubrimiento científico que él tuviera la suerte de presenciar. Ambos vieron sus esperanzas hechas trizas cuando, al salir del ascensor, se encontraron en el irregular suelo de tierra de una mazmorra subterránea.
El fondo del sótano era húmedo, y las vigas del techo, tan bajas que Tendón apenas podía mantenerse erguido. Unos braseros fijados a una pared iluminaban la oscuridad y dejaban ver una hilera de celdas que más bien parecían jaulas. Tendón los empujó hacia el interior de la más cercana y echó llave a la puerta con el pulverizador de cristal.
—Esta noche dormiréis aquí —les espetó burlón a través de los barrotes—. Mañana os presentaremos a una gente especial.
Y con una última sonrisa de idiota, que él creía aviesa, se marchó.
«Os presentaremos a una gente especial». A Mili no le gustaba el tono con que lo había dicho. Se parecía demasiado a una amenaza.
La niña, exhausta, se dejó caer junto a su amigo en el tosco suelo de tierra. En un rincón había dos desvencijados taburetes de madera, pero no parecían lo bastante estables para soportar el peso de un cojín, mucho menos de un chico. La celda no tenía ventana; era húmeda y olía a cebolla. Contra una pared se veía un montón de sacos; Mili supuso que debían servir como ropa de cama, aunque parecían muy ásperos. Costaba creer que poco tiempo antes, ese mismo día, Ernesto la hubiera advertido contra la casa y la aldaba roja. ¡Cuánto se arrepentía de no haberle hecho caso! Pero ya no tenía sentido lamentarse por eso: el daño estaba hecho y el tiempo no iba a volver sobre sus pasos sólo por dos niños que hubieran cometido una imprudencia. Así que se acurrucaron juntos en el duro suelo y trataron de conservar el calor. Aunque desgastadas por los sucesos del día, aquellas dos mentes aún funcionaban a toda velocidad. Ninguno de los dos hablaba; no había mucho que decir, al menos hasta la mañana. No podían hacer nada mientras no supieran quién los retenía prisioneros. Conscientes de que una buena noche de sueño era esencial para idear cualquier plan, sobre todo si se trataba de huir, ambos cerraron los ojos con decisión, pero, como ya imaginaréis, no pudieron dormir ni un segundo…
… y los chicos estaban tiesos como tablas y les dolía todo el cuerpo cuando Tendón regresó a primera hora de la mañana. El hombre no prestó la menor atención a sus quejas y lamentos y los guio hacia la pared más distante, donde había pintado un mural en el cual estaban representadas las ruinas de un antiguo anfiteatro, con sus arcadas, columnas y gradas. La pintura mural había pasado inadvertida a los dos amigos cuando llegaron al sótano la noche anterior. Había algo fuera de lugar entre las piedras rotas: dos tronos tapizados de terciopelo azul marino, situados en una plataforma en el centro de la arena. Tendón salpicó la pared con el contenido del vaporizador y el muro se plegó como un abanico. El anfiteatro cobró vida con un solo cambio: la presencia de dos individuos de atuendo extraño, cómodamente instalados en los tronos.
Tendón condujo a Mili y a Ernesto hacia la plataforma y las dos figuras entronizadas. En ese mismo momento varios cientos de presos entraron arrastrando los pies por la arena, azuzados por un puñado de siluetas encapuchadas, cubiertas de pies a cabeza por unas túnicas rojas. Había entre ellos abuelos, madres, padres y hasta niños pequeños. Mili observó a los cautivos y no tardó en reconocer a algunas de aquellas caras sucias y miserables, que le sostenían la mirada. Todas eran personas que, en algún momento, habían desaparecido misteriosamente de Villacana.
Cerraba el grupo el anciano señor Mulberry. Mili le recordaba a la perfección: era el relojero de la localidad, y siempre recibía con agrado la visita de los niños sociables. Le costó reconocerlo, pues había envejecido de un modo terrible. Tenía el rostro grisáceo y lleno de arrugas, pero, aun así, parecía estar muy decidido.
Frente a él distinguió a un niño delgado, de unos quince años, cuyos penetrantes ojos verdes le resultaron extrañamente familiares. Aunque reconoció a varios más, por el momento no era capaz de identificarlos.
Su mirada se detuvo en una mujer situada al frente de la multitud. Aunque tenía la ropa mugrienta y el pelo apelmazado como todos los prisioneros, sus ojos se mantenían desafiantes. Mili se sobresaltó al comprobar que la mujer le sostenía la mirada. «No tengas miedo», parecían decir sus ojos, y la niña creyó entrever una sonrisa fugaz en sus labios, antes de que se volviera hacia otro lado.
—¿Qué está pasando? —murmuró a Ernesto al ver que un hombrecillo raro, vestido de juglar, descendía del palco por una cuerda.
Un empellón de los gruesos dedos de Tendón los disuadió de intentar cualquier otra comunicación. El hombrecito se llevó una trompeta a los labios y por la arena resonó una marcha real. Cuando hubo terminado se irguió en toda su estatura, que era escasamente superior a la de Mili, y anunció con ostentosidad:
—La señora Alba Aurora Alcalde.
Se levantó la mujer bajita y regordeta que hasta entonces había estado sentada en uno de los tronos, erguida como un maniquí. Era la viva imagen de la riqueza y el privilegio. Todo en ella sugería redondez, desde las mejillas de manzana hasta las pantorrillas, que parecían jamones de Navidad. Después de saludar al pequeño grupo con un regio movimiento de la mano, les sonrió desde la distancia.
—El señor Aldo Alberto Alcalde —voceó el pequeño juglar.
Se incorporó un hombre de constitución corpulenta. Tenía las mejillas rubicundas y lucía un mostacho de morsa. Todo el mundo hizo una reverencia cuando las dos figuras estuvieron de pie; la de Tendón fue tan pronunciada que a Mili no le habría extrañado verle rodar por el suelo. Los niños observaron a la pomposa pareja con un parpadeo de incredulidad. Habían tardado varios segundos en identificar las caras familiares del señor Alcalde y su esposa: se los veía tan diferentes de la imagen que proyectaban en público que resultaban casi irreconocibles. Él no llevaba su descolorido traje de siempre, sino una mezcolanza de colores compuesta por una chaqueta púrpura y dorada, medias verdes y botas de goma amarillas; el pelo rojizo de punta salía desmandado en todas las direcciones, asomando por debajo del sombrero de pirata. Su esposa, junto a él, lucía un vaporoso vestido de baile, que se henchía a su alrededor, y unas mullidas mulas de color rosa. (No me refiero al animal de carga cuando uso el término «mulas», sino a otra acepción: un calzado que deja a la vista el talón). Además se había engalanado con unos guantes de rejilla plateados, y un enorme lazo de satén sujetaba sus rizos dorados. Mili se habría echado a reír si no estuviese tan abrumada por el espectáculo que tenía lugar ante sus ojos.
—¡Milipop Zuecos y Ernesto Periclavo! —exclamó la señora Alcalde, llenándose de hoyuelos—. Sed bienvenidos a vuestro nuevo hogar.
Los niños estaban demasiado estupefactos para responder o reaccionar. Tendón parecía cada vez más enojado por su falta de reacción y acabó por empujarlos para hacerlos avanzar.
Los Alcalde bajaron de su plataforma y caminaron sin prisa alrededor de los chicos. La dama observó a Mili a través de unos binoculares de ópera. Sonreía y luego fruncía el ceño, como si intentara resolver algo. Entretanto, el señor Alcalde inspeccionaba a Ernesto de pies a cabeza, tal como lo habría hecho con un perro premiado en una exposición canina.
—Un poco flaco —fue su veredicto.
Mili y Ernesto repararon en algo peculiar mientras los Alcalde se movían en círculos. Una especie de fantasma se movía con ellos. La primera reacción de los niños fue una exclamación ahogada. Los dos se agacharon para protegerse: Ernesto, pensando que un murciélago se había lanzado en picado desde algún dintel de piedra; Mili, convencida de que un demonio de ultratumba quería secuestrarlos. Pero no era ni lo uno ni lo otro.
Apareció otra vez cuando la señora Alcalde levantó una mano para examinar los lustrosos rizos de Ernesto. Una brizna oscura, informe, imitó su gesto. La cosa desapareció cuando la mujer entró en una zona de penumbra, pero al regresar a la luz de las llamas, aquello bailaba en torno a ella como si estuviera vivo. Cuando el señor Alcalde salió a la luz sucedió lo mismo: una larga voluta ondulaba a su lado encima de las losas. Aunque era negra y carecía de forma, no cabía duda de que formaba parte del señor Alcalde, tal como la trompa es parte del elefante.
—Se llaman «sombras» —ronroneó su esposa, con aires de superioridad, al reparar en la expresión nerviosa de los chicos.
—¿Sombras? —repitió Mili con un hilo de voz.
—¿No las habías visto nunca? No, supongo que no. Es difícil ver algo si no sabes siquiera que existe. Y esos —señalaba a los personajes vestidos de rojo, con un gesto perezoso de la mano enguantada— son los Guardianes de las Sombras.
La niña iba a preguntar qué era una sombra exactamente, cuando la señora Alcalde prosiguió:
—Supongo que no tenéis idea de por qué estáis aquí.
Mili y Ernesto no respondieron, pues esperaban recibir una explicación, pero no se les dio ninguna.
—¿Sabéis cuál es el castigo para los graves delitos que habéis cometido? —Los niños sintieron que se les humedecían las palmas de miedo. La mujer sonrió con dulzura—. Ahora os declaro prisioneros de Casa Cebón.
Si alguna vez os habéis encontrado en una situación parecida a esta, sin duda sabréis que toda amenaza suena aún más amenazadora cuando se pronuncia con una sonrisa en los labios. Y la señora Alcalde sonreía de oreja a oreja, como el gato de Cheshire.