En un tris
HACÍA FALTA MUCHO MÁS que el mensaje hostil de una alfombra para detener a Mili.
—Deberíamos tocar el timbre —propuso con júbilo.
Ernesto no pudo contener el sarcasmo.
—¿Por qué no? Probablemente nos inviten a tomar té con pastas.
—Si hemos llegado hasta aquí, ahora no podemos echarnos atrás —declaró la niña, y alargó la mano hacia el llamador, pero…
… antes de que pudiera cogerlo sucedió algo aún más inesperado que el felpudo con un mensaje desagradable o esa cabeza porcina: la boca del cerdo comenzó a ensancharse y soltó un vendaval tan potente que los levantó del suelo y los arrojó al prado, a varios metros de distancia, antes de que tuvieran tiempo de dar un salto hacia atrás y retroceder. Ese ventarrón continuó soplando por un tiempo que se les antojó larguísimo, durante el cual tanto Mili como Ernesto debieron protegerse el rostro con las manos a fin de evitar las punzadas de la gravilla impulsadas por la corriente.
La muchacha se puso de pie en cuanto al fin cesó aquel fenómeno y se acercó a la puerta más resuelta que nunca. Esta vez, apenas momentos antes de que su mano tocara la aldaba, el suelo comenzó a temblar debajo de ellos. Se inició como un estremecimiento, pero muy pronto la tierra se sacudía con tanta violencia que los niños debieron aferrarse el uno al otro para no perder el equilibrio. Los dos amigos llegaron a verse moviendo los pies de un modo parecido a como cuando se juega a la rayuela, a fin de no caerse por las mortíferas grietas que se abrían en el suelo circundante.
Los temblores cesaron abruptamente al cabo de un tiempo que se les hizo eterno, aunque en realidad fueron sólo unos pocos minutos. Los chicos se miraron, incapaces de hablar a causa del asombro. Ernesto apoyó una mano en el hombro de su compañera para darle a entender que tocaba iniciar la retirada. Por un momento Mili pareció a punto de cumplir sus deseos, e incluso llegó a dar la espalda a la puerta, pero en el último instante decidió lanzar un ataque por sorpresa y se lanzó de nuevo hacia el llamador.
Por la boca del cerdo brotó un rugido tan grave y terrible que los pájaros alzaron el vuelo desde los árboles cercanos, entre chillidos de alarma. Por mi parte, os puedo asegurar que si oyera un sonido tan escalofriante como ese, pondría pies en polvorosa y no pararía hasta hallar cobijo en un sitio seguro, con gente y edificios. Pero ¡ay!, este relato no trata de mí, sino de Mili y Ernesto, que no cedieron terreno. Aunque, a decir verdad, sería más exacto decir que Mili no cedió su terreno ni el de Ernesto.
—Ahora propondrás que acampemos aquí fuera hasta que nos dejen entrar, supongo —insinuó él, irritado.
—Es una verdadera lástima, Ernesto Periclavo —replicó la niña—, que no emplees mejor ese gran intelecto tuyo.
—¿Y qué entiendes por «mejor», si puedo preguntarlo?
—¡Venga, idea un plan, hombre!
Si bien es cierto que era Mili quien ponía el arrojo en cada aventura, Ernesto era el cerebro, eso sin duda. ¡Cómo no! Imaginaos, sabía presentarse en ocho idiomas diferentes y había inventado varios códigos secretos, incluido uno basado en los antiguos jeroglíficos egipcios. En ese momento su mente científica entró en actividad. El niño bajó por la calzada, a grandes pasos decididos, y miró a su alrededor con atención.
—¿Qué haces, pitagorín? —bufó Mili.
—Pues mira, cerebrito: estoy buscando el buzón. Los buzones y los cubos de basura suelen revelar muchísimas cosas sobre la gente.
El buzón no fue tan fácil de hallar: era una columna decorativa instalada junto a la calzada, a poca distancia de la casa.
—¿Y qué te dice este, Nancy Drew[2]?
—Quien vive aquí ha puesto en su buzón una pegatina: «No deje correo basura» —explicó Ernesto, como si se dirigiera a un crío muy pequeño—. Ya sabemos que el correo basura anuncia chollos y mercancía de segunda mano. El propietario de esta mansión debe de ser bastante rico, puesto que no necesita comprar barato.
Mili lo miró como si no entendiera nada.
—Te explico —continuó su amigo—: La gente adinerada está habituada a las comodidades y detesta salir de su casa. O mucho me equivoco o debería haber una llave de repuesto escondida cerca de aquí. Con ella podremos entrar en la casa; tan sencillo como zamparse un merengue. Basta con dar con la llave.
—Además, la gente adinerada suele tener poca imaginación —añadió Mili de forma competitiva—. Debemos buscar en los escondrijos más obvios.
Los dos amigos desviaron la vista hacia la alfombrilla mientras hablaban y echaron a correr hacia allí, donde, rodilla en tierra, levantaron el felpudo por los aires para llevarse la decepción de no encontrar absolutamente nada en el limpio rectángulo de piedra. Ernesto miró mejor, por si la llave fuera tan pequeña que les hubiera pasado inadvertida a simple vista; su amiga había desviado su atención hacia un tiesto de arcilla vacío, situado detrás de un arbusto bien cuidado, lleno de primorosas flores de color crema. El tiesto era un sitio tan apto para esconder una llave que, en sus ansias de alcanzarlo, Mili metió el brazo dentro del arbusto de flores, que resultaron ser venenosas.
Una docena de espinas negras como el regaliz brotaron del centro de cada flor en cuanto los dedos de Mili entraron en contacto con los pétalos y de inmediato alancearon el antebrazo de la niña. Esta dio un alarido de espanto y se apartó del arbusto. Ernesto también gritó, pues, en realidad, no se le ocurría ninguna otra cosa que pudiera hacer.
—¿No has reconocido esa planta? —inquirió, presa del pánico—. Es una Devoradora. ¡Su veneno es tan mortífero que mata a sus víctimas en menos de diez minutos!
Mili estaba demasiado angustiada para responder. Lo que hizo fue derrumbarse a los pies de Ernesto y empezar a reflexionar sobre su vida, tan breve y poco interesante.
—Espero que avises a mi familia —pidió. El niño le chistó para que se callara y se puso a murmurar para sus adentros como loco—. Qué noble de tu parte —prosiguió ella—. Tu mejor amiga se muere y ni siquiera quieres prestar atención a sus últimos deseos.
—¿Quieres callarte, Mili? Creo que está a punto de ocurrírseme algo. Fue mi tía Pimpollo quien me advirtió lo de la Devoradora. La medicina tradicional no sabe de ningún antídoto, pero ella es botánica y ha estado buscando una cura. Tía Pimpollo no está segura de su efectividad, pues aún no se la ha sometido a las pruebas necesarias, pero en este caso vale la pena intentarlo. Si al menos pudiera recordar qué era…
Con la cara fruncida en un gesto de concentración, se dejó caer junto a la niña, que ya estaba entrando en las primeras etapas del delirio.
—Mira —comentó entre risitas, señalando una mariquita que se le había posado en la pierna—. ¿Crees que ella también tiene un nombre y una familia, Ernesto? Una familia con tíos, primos y bisabuelos…
Su amigo no consideró que esa memez mereciera respuesta. Además, seguía devanándose los sesos en busca del posible antídoto que su tía Pimpollo le había revelado. Entretanto, Mili gateó hasta un cuadro del jardín y se despatarró en una zona de tierra donde había un extraño diseño de anillos azules y purpúreos. Ernesto se levantó para ir en su busca, pero se detuvo en seco al ver aquellos aros luminosos.
—¡Higlopung! —gritó, en tanto saltaba treinta centímetros en el aire—. ¡Ahora lo recuerdo! El único antídoto para el veneno de la Devoradora es la destilación de los jugos gástricos del gusano higlopung, pero no tenemos tiempo para eso. Tendrás que tragarte algunos así, enteros.
Mili, aturdida, le vio lanzarse de rodillas y empezar a escarbar en el cuadro, lanzando grandes terrones de tierra grumosa hacia todos lados. Muy pronto asomó apenas una cabeza azul, viscosa. Tenía el grosor de un pulgar, ojos saltones y bigotes rojizos. El cuerpo abotagado del higlopung era del color del queso enmohecido, con una telaraña de finos capilares. La bestezuela torció la cabeza con cara de malhumor, lo cual hizo que las excrecencias de su coronilla se arrugaran de una manera muy poco halagüeña.
Por si no has tenido la suerte de que tu profesor de geografía fuera un explorador, tengo el deber de informarte de que el insólito gusano higlopung es originario de las remotas montañas de Higlopunglia, donde figura entre los animales excluidos de la cadena alimenticia. En Higlopunglia se venera a ese gusano por sus poderes curativos y nunca se lo arranca violentamente de su hogar subterráneo. La única persona a quien le fue concedido el privilegio de actuar así fue al gran rey Compost Tercero, y sólo por muy buenos motivos.
Ernesto, con una exclamación triunfal, tiró del higlopung y se lo ofreció a Mili.
—¡Cómetelo ya! —le urgió—. Es la única manera de neutralizar el veneno.
—¿No bastará con frotarlo en las heridas? —preguntó ella. La sola idea de tragar ese gusano que se retorcía la había devuelto inmediatamente a sus cabales. Pero el chico se mostró inflexible.
—No, no —dijo, mientras arrancaba del suelo otro higlopung—. Debes comértelos. Creo que con tres bastará.
Aunque Mili no era remilgada, le parecía inconcebible eso de masticar y tragar a una bestezuela de aspecto tan repulsivo.
—Creo que no podré.
—No es necesario que los mastiques —la tranquilizó Ernesto—. Echa la cabeza atrás.
Aunque de mala gana, hizo lo que se le ordenaba. Antes de enterarse de lo que ocurría, su amigo le había metido los gusanos en la boca abierta y ya se le escurrían por la garganta.
Tras varios momentos muy largos y muchas arcadas, las espinas negras que tenía clavadas en el brazo cayeron a tierra y los pinchazos que habían dejado cicatrizaron sin dejar huella. Mili se volvió hacia Ernesto, sorprendida de verle preocupado en vez de jactancioso.
—¿Ha funcionado? —preguntó él.
—Tendré que dar las gracias a tu tía Pimpollo —reconoció Mili, dócil.
Ernesto, con una enorme sonrisa, se arrojó hacia ella para abrazarla, lleno de alivio. Como la niña no estaba habituada a recibir de él demostraciones tan emotivas, lo único que logró contestarle fue un cortés «gracias».
El sol ya desaparecía tras Casa Cebón como una bola de fuego. Pronto oscurecería y les sería imposible encontrar el camino de regreso. Además de sufrir los embates de un vendaval y de violentos bramidos, habían estado a punto de ser tragados vivos y de morir envenenados. Hasta la valiente Mili reconoció que era hora de volver a casa.
Cuando llegaron a la madriguera de la pared, ya arrodillados para arrastrarse por ella, se giraron para echar un último vistazo a la mansión. Les pareció que los ojos de la cabeza de cerdo chisporroteaban y se abrían más. Unos fieros globos oculares, inyectados de sangre, se clavaron en ellos por un instante; luego recobraron la inmovilidad de la piedra. Tanto Mili como Ernesto hubieran jurado que eran imaginaciones suyas, pero lo cierto es que no podían quitarse la inquietante y molesta sensación de haber sido vistos.
En tanto marchaban por las calles desiertas hacia la plaza de la Pimienta, Mili reflexionaba sobre los extraños acontecimientos de esa tarde. Tenía la certeza de que iba a regresar a Casa Cebón. De hecho planeaba ir al día siguiente. Al ver que la cabeza de marrano cobraba vida, había sentido más curiosidad que miedo. Ernesto opinaba que ya tenía suficiente desafío con los deberes de trigonometría; obviamente deseaba dejar atrás ese infortunado episodio. Pero Mili se había pasado la infancia inventando villanos más espantosos que los de cualquier libro de cuentos, para luego buscar maneras ingeniosas de derrotarlos. Sus malvados tenían ciegos ojos blancos que te perforaban el cráneo. Manos negras cubiertas de sangre seca. Uñas amarillas afiladas como puñales y arqueadas sobre los dedos, ansiosas de tallarte su emblema en la piel. Estos villanos escondían armas en las mangas y en las botas; todos los días se daban un banquete con los niñitos que se perdían después del anochecer. Y Mili, en sus juegos, había derrotado a muchos de ellos. Por tanto, como bien podéis imaginar, no iba a preocuparse mucho por un llamador temperamental.
Al llegar a su casa entró por la ventana del cuarto de baño, que siempre quedaba abierta por si se presentaba una emergencia. Mientras se escurría hacia su dormitorio pisó un papel que había en el suelo, junto a la puerta, y resbaló hasta caer dentro del ropero. Se levantó, soltando tacos por lo bajo; era de esperar que el ruido no hubiera despertado a su familia. Cuando estaba a punto de ponerse el camisón se fijó en el papel, que seguía caído en el suelo, y fue a recogerlo. Entonces vio que se trataba de un sobre, con su nombre pulcramente impreso en el frente, en letras muy formales. Cada vez más atemorizada, rasgó el sobre y leyó:
Por orden del Alcalde de Villacana, queda arrestada por perpetrar los siguientes delitos:
Esta noche, exactamente a las 20:15 horas, se te retirará de tu domicilio.
Toda resistencia es inútil.
Mili clavó una mirada de incredulidad en aquella nota. Los habían visto, a ella y a Ernesto, y ahora iban a arrestarlos. Echó un vistazo al reloj; eran las 20:05. ¡Qué desastre! Debía despertar a su padre. No; él no lo entendería. Debía hablar con Ernesto.
Garabateó apresuradamente una nota para el señor Zuecos y la deslizó por debajo de la puerta de su dormitorio. Saldría del aprieto por sus medios. ¿Cómo exactamente? Eso tendría que resolverlo después.