Alzando el vuelo
PERO LORD ALDOR TODAVÍA CONSERVABA sus poderes y le bastó un movimiento del dedo meñique para hacer caer desde el techo de las Grutas del Eco una red que envolvió estrechamente a Mili. Los otros corrieron a asistirla, pero apenas pudieron dar unos cuantos pasos hacia ella antes de ser interceptados. Los Nueve Infames, con el pelo y la ropa salpicados de comida, se apartaron con deferencia para dejar paso a lord Aldor. El maligno hechicero avanzó hacia Mili con los brazos extendidos y una expresión de ira demoniaca en los ojos. Seguía siendo una imagen terrorífica a pesar de llevar la máscara torcida y la túnica manchada de lamparones de todos los colores.
Ahora bien, las sombras no habían olvidado a la valiente niña a la que debían la libertad y, reuniendo valor, descendieron en picado al percibir que estaba en peligro. Cuando Aldor el Ilustre se percató de lo que estaba sucediendo ya era demasiado tarde: un enjambre de sombras murmurantes había formado una nube de tormenta que se precipitaba hacia él, hasta que lo rodeó girando como un tornado. En medio de la escaramuza resultante, los chicos pudieron ver fugazmente algunas caras conocidas. ¿Era Bernardo Bernardini el que le tiraba del pelo? ¿Era en verdad el señor Arcadio Acorde quien le desgarraba el manto rojo en un intento de arrancárselo? ¡Resultaba increíble que fuera la señorita Línea quien le estuviera anudando los cordones de los zapatos! Los otros magos se horrorizaron al ver aquello y no movieron un dedo por ayudar a su jefe.
El furioso nigromante estaba pringoso a causa de tanto dulce y zarrapastroso tras el ataque de las sombras y no pudo soportarlo más. Levitar requería una gran dosis de energía de la que en ese momento carecía, pues estaba demasiado cansado, por lo que puso pie en tierra e intentó huir a la carrera, pero tropezó gracias al buen hacer de la señorita Línea y tuvo que detenerse para descalzarse a patadas y poder seguir corriendo.
—¡Hasta que volvamos a vernos, señorita Zuecos! —jadeó al pasar junto a ella, con un enjambre de avispas furiosas pisándole los talones—. ¡Esto no será lo último que sepa del Ladrón de Sombras!
La banda de hechiceros marchó entristecida detrás de lord Aldor por los húmedos túneles de las Grutas del Eco, hasta salir a la meseta rocosa donde habían desembarcado para asistir a la ceremonia.
Aldor el Ilustre subió de un brinco a la góndola más próxima y comenzó a remar con furia. Su embarcación despegó de la Laguna Fantasma para elevarse al cielo cuando llegó a las rocas siseantes de las Sirenas Malévolas. Los chicos, atónitos, vieron que la góndola negra y dorada ascendía más y más, desafiando la ley de la gravedad, hasta desaparecer entre las nubes, llevando a bordo al desmelenado Ladrón de Sombras.
Desaparecido el captor, el enjambre de sombras se volvió contra sus invitados.
Inmediatamente quedó en evidencia que en el Reino de los Taumaturgos no existen conceptos tales como la lealtad y el trabajo en equipo, pues los hechiceros, al verse abandonados por su jefe, se amontonaron y, entre empujones, mordiscos, zarpazos y trompazos, emprendieron el regreso a los botes. Muchos cayeron de cabeza a la laguna en el transcurso de la precipitada huida, y a otros los arrojaron las sombras.
A nadie le sorprendió que los Alcalde figuraran entre los pocos que lograron apoderarse de una góndola, aunque Tendón se negó a servirles de remero y los dejó varados. Los dos se acurrucaron en la cabina, por una vez en la vida deseosos de pasar inadvertidos; pero eso de pasar inadvertidos no se les daba nada bien: pronto estaban riñendo y culpándose mutuamente por haber confiado en aquellos pequeños truhanes. Por desgracia para ellos, la pelea sirvió para revelar su paradero a las sombras, que se arrojaron sobre ellos. Mientras ella se tironeaba del peinado griego como una histérica tratando de quitarse las volutas movedizas que se le habían metido en aquella peluca que tenía más de colmena, ¡las sombras volcaron la embarcación!
Dos míseras cabezas asomaron a la superficie entre toses y jadeos. El agua había deshecho la máscara de maquillaje de deidad griega y los churretes le resbalaban por las mejillas, y el pelo empapado le caía sobre los ojos, obstruyéndole la visión. No nadaba demasiado bien para haber sido bailarina, lo cierto era que apenas se mantenía a flote, aleteando como una gallina. A su esposo, en cambio, se le había inflado aquella especie de pañal que llevaba como taparrabos y ahora le servía de salvavidas, pero se esforzaba por quitarse el casco emplumado, que se le había atascado al llenarse de agua. ¡Qué espectáculo tragicómico ofrecían los dos! Era imposible no tenerles lástima a pesar de todo el mal que hubieran cometido.
—¡Vosotros! —jadeó la señora Alcalde, apuntando con un dedo a los chicos, más histriónica y alucinada que nunca—. ¡Picaros canallas! ¡Ya veréis cuando estemos en casa! ¡Pagaréis bien cara esta conducta vuestra! Pero quizá seamos indulgentes si nos arrojáis un salvavidas.
Apenas hubo acabado con su amonestación, las sombras se congregaron para formar un fuelle y soplaron sobre la Laguna Fantasma, levantando una columna de agua que se estrelló contra la mujer. Ella y su esposo, ambos igualmente despreciables, se vieron barridos hacia la extensión de aguas abiertas, donde quedaron flotando como corchos.
En cuestión de minutos, de los invitados de lord Aldor sólo quedaban unas cuantas prendas coloridas en la superficie de la laguna, como restos de un naufragio. Algunos de los hechiceros se habían convertido en estatuas de hielo, pero se derritieron con el soplo caliente de las sombras. Otros, licuados en la baba escurridiza de las Sirenas Malévolas, pasarían la vida convertidos en charcos brillantes dentro del agua. Hubo quienes pensaron que, si se mantenían absolutamente inmóviles, aún podrían escapar de la justicia; otros bebieron una poción mórfica para transmutarse en sapos moteados y se alejaron dando brincos, decididos a mantener una despreocupada existencia con una sabrosa dieta a base de moscas. A decir verdad, a nadie le importó saber qué había sido de ellos.
Detrás de los chicos se oyó un chasquido y un susurro de papel. Se dieron la vuelta y descubrieron a Pandora Primicia. La reportera garabateaba en su libreta con las uñas entintadas sin prestar atención a su moño embadurnado de petisú de nata. Flash disparaba su cámara, documentando la gresca para la posteridad. Al fin y al cabo esa era la noticia de la década.
Pandora se abrió paso entre los restos, imparable, con voz melosa.
—¿Quién ha sido el cerebro de la derrota de esta noche? ¿Ha sido una sola persona o colaborasteis todos? El Talisman Times estaría muy interesado en comprar vuestra historia. ¿Cuándo podré entrevistaros? No toméis ninguna decisión sin consultar conmigo. ¿Tenéis alguna idea de la posible represalia de lord Aldor? Lo has captado cubierto de merengue de limón, ¿verdad, Flash? ¿Y qué podéis decirme de vuestros nuevos padres, niños? ¿Pensáis reuniros con ellos en un futuro próximo?
—He oído a Aldor decir que concedería entrevistas en los túneles de atrás, una vez acabado el espectáculo —se inventó Mili.
—¿De verdad? —chilló Pandora—. ¡Vaya! Pues entonces no estaría bien que hagamos esperar a Su Excelencia, ¿no os parece? ¿Listo, Flash?
Sin dejar de garabatear, la señorita Pandora Primicia marchó hacia el interior de las Grutas del Eco. Ya iba formulando preguntas esclarecedoras que le sirvieran de base para un artículo novedoso.
Flash la seguía, pero sólo porque tenía pánico a la oscuridad.
—No sé por qué, pero me parece que el lado bueno de la señora Alcalde no aparecerá en primera plana —comentó Leo, entre risitas.
—¡Mirad! —exclamó Ernesto, gozoso.
Todos se giraron para ver qué podía provocarle tanto entusiasmo después de los acontecimientos de esa noche. Todavía llenos de moretes, trémulos, mojados y pegajosos por los fragmentos de dulce, no pudieron menos que sonreír al ver lo que su compañero señalaba: la nube de sombras había tomado la forma de un gigantesco símbolo de visto bueno: ✓.
—Nos están felicitando —dijo Ortiga.
Las sombras se diseminaron brevemente para reagruparse adquiriendo la forma de una ciudad muy conocida.
—Quieren volver a casa —susurró Mili.
Hubo una leve pausa; todos se preguntaban cómo sería Villacana cuando hubiera recuperado las sombras. Fuera de ese pequeño grupo no creían conocer, en realidad, a la gente de la ciudad. Al fin y al cabo el verdadero carácter de cada uno llevaba mucho tiempo oculto.
Aunque entusiasmados ante la perspectiva de volver a casa, les intimidaba el largo viaje que tenían por delante y ninguno de ellos se ofreció a coger el remo. Pero las sombras, cuyas formas oscuras y plumosas ya se habían alterado varias veces esa noche, aletearon quedamente por encima de ellos, fundiéndose unas con otras. Se estiraron más y más hasta que sobre la cubierta de la góndola apareció un palo mayor hecho de sombras. Entonces algunas empezaron a estirarse hasta formar una silueta alta y triangular que la brisa hizo ondear con suavidad. Habían construido una vela para los chicos.
El viaje de regreso fue silencioso; cada miembro de la tripulación iba sumido en sus pensamientos.
Ernesto pensaba en sus padres. ¿Qué dirían cuando le vieran dentro de pocas horas? ¿Estarían enfadados por su ausencia o se alegrarían de verlo regresar? Le reconfortaba pensar en su colección de piedras; ahora se sentía capaz de gritar a pleno pulmón si alguien se atrevía a tocarla. Ya era hora de acabar con los juegos de silencio de la familia Periclavo. Incluso se atrevió a considerar la posibilidad de compartir con alguien sus emocionantes expediciones a las gargantas rocosas. Llevarían mochilas similares y un almuerzo frío para comer mientras examinaran sus hallazgos. Ortiga parecía ser el tipo de chica que disfruta con las experiencias apasionantes y novedosas.
Ortiga contemplaba las ondas de agua roja y se preguntaba qué le reservaría la vida en Villacana. Había disfrutado mucho al actuar frente al Armario de la Desaparición (y sobre todo con el traje bordado de lentejuelas); tal vez pudiera hacer carrera en los escenarios, aunque para eso tuviera que fundar su propia escuela. Para ella, Villacana representaba un nuevo comienzo. Aunque no tuviera familia allí, contaba con amigos que la aceptaban y apreciaban. Y hasta era posible que cambiara de imagen.
Leo, al sentir el viento en la piel, se sentía estimulado, como si estuviera a punto de correr en las Olimpiadas. ¡Hacía tres años que no tenía contacto con sus padres! ¿Y si no lo reconocían? ¿Y si en ese tiempo habían tenido otro hijo? Pero en el fondo sabía que todos los padres quieren incondicionalmente a sus hijos; a pesar de su preocupación ansiaba reunirse con ellos y contarles todo lo que le había ocurrido en esos años perdidos. Y tal vez se decidiera a devolver, por fin, aquel libro a la biblioteca.
En cuanto a Mili, sus pensamientos eran de un cariz más filosófico; se descubrió reflexionando sobre la naturaleza del cambio. Al observar a sus compañeros notaba lo mucho que habían cambiado en el breve tiempo de su amistad, pero la transformación no le causaba aprensión. La gran aventura, durante tanto tiempo anhelada, había resultado ser mayor de lo que ella hubiera podido imaginar, y a su regreso le aguardaban otras muchas, de eso no tenía la menor duda.
Le enorgullecía pensar que había desempeñado un papel en la restauración de la pieza que faltaba en Villacana. Las sombras habían recobrado la libertad y la ciudad no volvería a ser víctima de la codicia de un demente. Equipada con pensadores libres, en adelante podría defenderse y el subterfugio sería cosa del pasado. Mili no podía preverlo, pero en tiempos venideros se hablaría de ese periodo de la historia villacanense como de una aberración, un tiempo oscuro que jamás debía caer en el olvido. Se crearían nuevos cargos que representarían un altísimo honor. Los Custodios de la Concordia cuidarían de que no volvieran a repetirse los errores de la Historia.
Mili, con los ojos cerrados, se dijo que lo más importante era aquello a lo que regresaba: una familia con la que estaba deseando volver a intimar. Y ahora incluiría una madre. ¿Cómo sería la vida con una madre? Por primera vez se permitió el lujo de pensar en eso sin sentir mareos. Tal vez con Rosie en casa la ropa ya no se arreglaría con imperdibles, sino con cosas más resistentes, y quizá Pestoso se viera obligado a aceptar un baño más a menudo. ¿Sería Rosie como las otras madres de Villacana, que trenzaban el pelo a sus hijas y amasaban galletas? No pudo evitar sonreír al imaginarla con un delantal de cocina; no sabía la razón, pero tenía la impresión de que las artes domésticas serían suficiente desafío para esa madre suya. Por encima de todas las cosas, Mili confiaba en que su retorno librara a su hermana de algunos temores y disuadiera a su padre de andar por la vida como quien navega a la deriva por el mar. Alzó instintivamente la vista a las caras impresas en la vela formada por sombras. La sombra del señor Zuecos bajó la vista y guiñó un ojo a su hija.
Los niños contemplaron muchas cosas esperanzadoras según se acercaban a la ciudad. Fue a la vez un regocijo y una sorpresa ver que una flota de balsas improvisadas se llevaba a los erizos, casi invisibles debajo de las casacas militares rojas que lucían. Ellos también volvían a su hogar con las cuatro patas en el suelo, como dicta la Naturaleza. Un movimiento en el cielo captó su atención: su viejo amigo, el secretario flamenco, pasaba volando por encima de ellos. Parecía disfrutar mucho de lo que estaba haciendo: esparcir al viento carpetas despedazadas de un portafolio que sujetaba con el pico; las páginas llovieron sobre la góndola como confeti. Con un poco de suerte, al final del vuelo encontraría un buen plato de sopa de algas y un rostro conocido. El secretario, ya libre de su corbata y de la tensión nerviosa que le hacía perder las plumas, inclinó la cabeza en un gracioso saludo a la góndola que pasaba por debajo.
Pronto tuvieron la urbe a la vista: surgió en la distancia como una mota parpadeante. Con los ojos clavados en las luces de Villacana, Mili se descubrió pensando en aquellas casas ordenadas, con sus cercas iguales y sus llamadores idénticos. Pronto la ciudad estaría irreconocible. Súbitamente exhausta, se arrimó un poco más a Ernesto, que la rodeó con un brazo reconfortante.
—¿Cómo será ahora? —musitó, soñolienta.
—¿La ciudad? Muy diferente, supongo.
—No sé si algún día llegaremos a aburrirnos.
Ernesto la miró un buen rato antes de responder.
—No, no creo —repuso.
Un ruido similar a un batir de alas atrajo la atención de los niños. Al levantar la vista vieron las caras combinadas de las sombras, que resoplaban y bufaban por el esfuerzo. Las velas, al hincharse, impulsaron al pequeño navio hacia delante, hacia el amanecer. Ahora avanzaban más deprisa. Tan deprisa que era muy parecido a volar.