La aldaba roja
ME SIENTO EN LA OBLIGACIÓN de advertiros, antes de continuar, que Mili no encontró ningún mensaje de amor en una botella ni tampoco salvó al mundo de un peligro espantoso. Lo que halló fue una fotografía, sí, una vieja y simple fotografía publicada en una página amarillenta del Clarín de Villacana utilizada para envolver las conchas de la cena anterior: caldo de moluscos y nabos.
Le tocaba sacar la basura, y ella, impelida por las ganas de acabar, hizo rodar el incómodo cubo hacia el lugar asignado, junto a la cerca de madera, pero lo hizo en un ángulo tan peligroso que saltó la tapa; además de golpearla ruidosamente en la cabeza, le ofreció una clara visión de su repugnante contenido. El paquete de conchas estaba medio sepultado bajo un montón de puré de patatas; la foto era apenas visible. Tú o yo, en la misma situación, no habríamos sentido el menor deseo de rescatar esa página mojada de debajo de esa pasta viscosa y gris. Para Mili, en cambio, era una oportunidad de aventura demasiado tentadora para rechazarla, aun cuando, por cierto, ignorara la importancia trascendental…
… de la instantánea hallada. Claro que para cualquiera sería difícil conceder demasiada importancia a una fotografía sepultada bajo un montón de puré medio podrido.
No había misterio alguno en la temática de la foto, una estatua del señor Alcalde, recientemente erigida en el centro de los Jardines Poxxley. Mili recordó que había sido descubierta en un acto oficial pocas semanas antes. Era obvio que la instantánea se había tomado desde cierta altura, pues el rostro de piedra del señor Alcalde la miraba radiante, redondo como un plato. Varios vecinos se habían congregado al pie de la efigie para celebrar la ocasión y felicitar a Bernardo Bernardini, el escultor de la ciudad. Mili estaba a punto de arrojar la hoja a la basura, pero se detuvo al divisar algo fascinante en el fondo de la imagen. Detrás de los árboles, casi invisible, se erguía una grandiosa casa de cuatro chimeneas. La niña había pasado incontables ratos de ocio vagando por los Jardines Poxxley o leyendo bajo sus robles centenarios, y conocía el robledal como la palma de su mano, de ahí su asombro: lo que esa foto mostraba no se parecía a nada que hubiera visto hasta entonces. A diferencia de las modestas casas grises de Villacana, esa se distinguía por su tamaño, su diseño y un indiscutible aire de esplendor. La mansión habría parecido acogedora, si no fuera por la hilera de plantas negras y espinosas que bordeaban la calzada.
Hasta donde Mili era capaz de intuir, la noble casa solariega se encontraba en el preciso lugar donde los Jardines Poxxley se perdían entre los densos bosques que marcaban el comienzo de los Territorios Prohibidos, unos páramos desolados y peligrosos sobre los cuales se advertía muy seriamente a todos los niños villacanenses. Quien se adentrara en ellos se exponía a caer en manos de bandidos implacables o fieras salvajes y a no salir jamás. ¿Quién en su sano juicio querría construir una casa allí? ¿Y cómo era posible que su existencia hubiera pasado inadvertida durante tanto tiempo? Este descubrimiento no podía achacarse a una simple coincidencia. «Tal vez sea yo la destinada a hallarla», dijo Mili en su fuero interno. Mientras regresaba a casa, el corazón le palpitaba a punto de salírsele del pecho y sentía un hormigueo por todo el cuerpo a causa del pánico y la expectación. El descubrimiento la había emocionado tanto que por un instante olvidó la prohibición de gritar en la calle.
—¡Papá! —aulló al entrar como una exhalación.
Su padre apartó la mirada inexpresiva del fregadero que estaba restregando.
—¿Hummmm? —se limitó a responder.
—¿Quién vive en la casona de los Jardines Poxxley? —La niña plantó el periódico ante los ojos de su desconcertado padre.
—¿Qué casa? ¿Los Jardines Poxxley? Eso es propiedad pública; allí nunca se ha edificado ninguna casa.
—¡Pues mírala! Aquí está, en esta foto.
Su padre meneó la cabeza.
—Debe de haber algún error. Mili, cielo, ¿no ves que estoy ocupado en un proyecto de suma importancia? ¿Por qué no sales a jugar un rato con Pestoso? —Agitó una mano como si quisiera quitársela de encima—. Anda, vete.
La muchacha se indignó y salió de la casa dando un portazo para luego cruzar la plaza de la Pimienta a grandes zancadas. Sólo había una persona capaz de comprenderla o, al menos, dispuesta a analizar su descubrimiento. Ernesto vivía a pocas calles de distancia, en el Callejón de la Baratija. La niña notó que la gente la miraba con suspicacia mientras se encaminaba hacia allí y de pronto comprendió el motivo: lucía un ceño tan feroz que habría ahuyentado al peor de los monstruos. En Villacana se consideraba de mala educación no sonreír como un tonto cuando se estaba en un sitio público, y esa costumbre estaba recogida en el Código de Conducta villacanense. No pretendo decir que sonreír como un necio fuera obligatorio, pero se instaba a los ciudadanos a mostrar un semblante alegre en todo momento.
Al llegar a casa de Ernesto, Mili llamó con sigilo a la ventana de su dormitorio con la yema de un dedo a fin de no molestar a la señora Periclavo, una dama extremadamente sensible a toda clase de ruidos que vivía para infligir juegos de silencio a sus hijos. Para los Periclavo la diversión en familia consistía en eso; por lo general se recompensaba al ganador a la hora de cenar con una segunda porción de compota de manzana o pudín de pera. La ventana se abrió en silencio al cabo de un breve intervalo. Mili entró por la abertura y encontró a Ernesto sentado en su cama, con las piernas cruzadas, clasificando con meticulosidad su colección de piedras de río, con los rizos castaños caídos sobre la frente; de vez en cuando se los apartaba con un gesto de fastidio.
—¡Hola! —saludó Mili alegremente. Ernesto gruñó a modo de respuesta—. ¿Qué opinas de esto? —Le entregó la página maloliente. Él enarcó las cejas e hizo una mueca de asco, pero no dijo nada. De pronto comenzó a arrugar el entrecejo. Irguió la espalda y estudió la foto con los ojos entrecerrados, inclinándola hacia un lado y luego hacia el otro.
Primero puso cara de confusión; luego, de perplejidad—. ¿Qué piensas? —le instó su amiga.
Pero el interpelado seguía encerrado en su mutismo. Aunque el silencio era algo que fastidiaba muchísimo a Mili, mantuvo la boca cerrada. Al fin, el niño se levantó de la cama para llevar el periódico a su escritorio; allí lo puso bajo un cristal de aumento.
—¡Hala! —exclamó al mirar por la lente—. Ven a ver esto, Mili.
—Ya lo he visto —le espetó ella—. Te lo he traído yo, ¿recuerdas?
—¡Por las tortas voladoras, Milipop, te digo que mires la aldaba!
Mili se quedó sin respiración al fijarse en el detalle. Parecía un objeto común y corriente, salvo por una diferencia pasmosa. Más sorprendente aún que el tamaño y la localización de la casa era una pequeña mota cromática: el llamador de la puerta. El uso de ese color acarreaba el más grave de todos los castigos: la desaparición… Los únicos llamadores permitidos en Villacana eran los de bronce, ¡y ese era rojo! Ni siquiera era marrón, sino bermejo, como un camión de bomberos.
A los pocos minutos, Ernesto se encontraba suspendido en el aire como un trazo horizontal, sin dejar de aferrarse con desesperación al poste de su cama mientras su compañera lo mantenía sujeto por los tobillos y tiraba de un modo implacable.
—¡Nooooooo! —chilló él—. ¡No iré, Mili! ¡Está maldito! ¿Alguna vez has visto una aldaba roja?
—¡Venga, Ernesto! ¡Nunca hacemos nada interesante!
—No pienso arriesgarme a que se me pongan las orejas de punta o me salgan pelos en los nudillos sólo porque tú quieras jugar a detectives.
Este diálogo podría haber resultado bastante cómico si no fuera porque la situación estaba a punto de entrar en un giro más serio. Desde luego, Mili no veía más que un estímulo apasionante en la idea de invadir una zona prohibida para buscar una casa con llamador rojo. Al fin y al cabo, oportunidades así no se presentaban todos los días; pero tal como resultaron las cosas, habría debido prestar más atención a la aprensión de su amigo.
Ernesto soltó con resignación el poste de la cama cuando temió que estaba a punto de arrancarle los pies y se estrelló contra el suelo en una posición carente de toda dignidad. La muchacha, triunfante, fue de un lado a otro y metió todo cuanto juzgó de utilidad en la mochila de su amigo, que rezaba: «Tres vivas por Villacana». Se sentía muy a sus anchas en el dormitorio de Ernesto, aunque le recordara a un museo. El sol entraba a raudales por las altas ventanas y desde sus marcos polvorientos la miraban los semblantes de exploradores célebres. Aunque el chaval era estudioso y destacaba en todas las asignaturas, su gran pasión eran las piedras. En las paredes se alineaban inmaculadas vitrinas donde exhibía sus especímenes más apreciados, a salvo de dedos entrometidos y pegajosos. La favorita de Mili era la vitrina de las piedras preciosas. Le complacía porque contenía gemas de nombres románticos: lapislázuli, amatista, cuarzo rosa y hematites gris plata. Imaginaba que cada una tenía un poder diferente, lo cual siempre resultaba de la mayor utilidad cuando una aventura tomaba mal cariz.
—¡Que me empañas el cristal! —gimió Ernesto, al verla rondar la vitrina.
Ella puso cara de pocos amigos, le arrojó los zapatos y aguardó con impaciencia a que él se calzara. Se echó al hombro la bolsa de pertrechos y salió por donde había entrado en cuanto el muchacho pasó los cordones por todos los ojalillos. Ernesto la siguió con gesto sombrío y ánimo vacilante, murmurando algo sobre malos presagios, fatalidades y el fin de la vida tal como la conocían.
El sol estaba a punto de ocultarse en el horizonte cuando la pareja llegó a la entrada de los Jardines Poxxley; cuyas puertas de hierro forjado se habían cerrado ya.
—Entremos —dijo Mili con la voz más segura que pudo emitir.
Pero Ernesto era de los que son capaces de hallar un millón de riesgos posibles en algo tan simple como destapar una botella de soda, y no compartía su entusiasmo.
—Lástima que no se nos haya ocurrido traer abrigos —se lamentó—. Está refrescando mucho. Pues mira, casi voy a por ellos corriendo. No te preocupes, que te alcanzaré en un momento.
Ella le aferró con firmeza por un brazo y le arrastró al otro lado de las puertas. Estaban dentro de los Jardines Poxxley.
Como llevaban ya un rato vagando por los senderos serpenteantes sin haber encontrado nada, el chaval empezó a dar muestras de cansancio y malhumor.
—Oye, Mili, esa casa no existe.
—Sólo quiero echar una miradita al otro lado de esa curva —replicó ella, tolerante.
Ernesto dejó escapar un quejido. Lo que se veía delante era igual a lo que habían cruzado pocos minutos antes.
—Estamos caminando en círculos —refunfuñó, pero ella ya le había dejado atrás y se perdía de vista.
El chico permaneció clavado en su sitio a modo de protesta y siguió a su amiga con una mirada furiosa hasta que sólo se oyó el leve crujir de los zapatos en la gravilla. Si a Mili eso le parecía divertido, él, francamente, tenía cosas mucho mejores que hacer. Para empezar, había cuatro especímenes de cuarzo recién adquiridos que aún debía examinar, rotular y catalogar; pero cuando se oyó el primer grillo cobró súbita conciencia de que estaba solo en la creciente oscuridad de un área de recreo pública, a una hora prohibida, y corrió detrás de la niña.
Enseguida encontró a la muchacha, con la cabeza gacha, inspeccionando las frondas que se desbordaban hacia el sendero.
—Mira estos helechos —susurró ella. Ernesto, aún resentido por el hecho de que ella lo hubiera abandonado (así lo sentía él), apartó la vista—. Cuelgan sobre el sendero —prosiguió Mili—, pero las telarañas están intactas. Parece que por aquí nunca pasa nadie. ¡Y eso significa que estamos en el camino correcto!
—Qué bien —repuso él, inexpresivo—. Vamos a tener que buscarte algún hobby.
Los niños avanzaron por un sendero cada vez más estrecho y ahogado por la maleza hasta toparse con un altísimo muro de piedra que les bloqueaba el paso. Las enredaderas cubrían casi por completo la pared; en la parte superior de esta podían verse dos gárgolas acuclilladas y a punto de saltar. Ernesto habría dado media vuelta muy gustosamente en ese mismo instante, pero su compañera ya estaba estudiando las diferentes opciones.
—Este muro es demasiado alto para treparlo —observó la muchacha—. Debemos buscar otra manera de entrar.
Se adelantó y empezó a palpar las piedras en busca de una abertura o una grieta a través de la cual poder echar un vistazo al otro lado, pero no había ninguna. Incluso intentó apoyarse en los hombros de Ernesto para auparse por encima del muro y lo único que consiguió fue aplastarle contra el suelo y hacerse un corte doloroso en la pierna izquierda. Estaban a punto de darse por vencidos cuando el niño divisó un tejón que olfateaba la base de la tapia.
—Mira eso. —Codeó a Mili—. ¿Qué está haciendo ese animal?
El mamífero había desaparecido de la vista cuando ella se giró para mirar.
—Probablemente corre a casa en busca de un abrigo —repuso con una gran sonrisa.
Las fosas nasales del muchacho se dilataron de pura indignación hasta adquirir el tamaño de un tapón de botella; luego se encaminó hacia el sitio donde había visto al animalito e inició la búsqueda. Mili le observó con curiosidad. Al cabo de un rato él profirió una exclamación ahogada: había encontrado una pequeña madriguera en la base del muro, oculta por la enredadera. Por suerte era lo bastante grande para que cupieran dos niños menudos si se retorcían un poco.
Ernesto pasó el primero, animado por su descubrimiento, y Mili le siguió inmediatamente después. No les importaron los rasguños de las manos ni la suciedad de la ropa ante la impresionante vista que se extendía ante sus ojos: la casa de la fotografía reverberaba como un espejismo a la declinante luz del sol detrás de los jardines enmarañados y descuidados. El edificio era mucho más imponente al natural: Mili y Ernesto no pudieron evitar sentirse empequeñecidos ante sus dimensiones. Guardaba un gran parecido con las mansiones antiguas descritas en los cuentos de hadas que leían de pequeños. Una calzada circular conducía a la puerta principal y cuatro chimeneas exhalaban vaharadas de humo de diferentes colores. En Villacana no había ningún edificio como ese; hasta el Ayuntamiento, la edificación más ornamentada de la ciudad, resultaba modesto en comparación. Al acercarse a la entrada, los niños tuvieron ocasión de comprobar que la aldaba roja de la puerta tenía, además, la forma de una cabeza de cerdo, pero eso no era todo: sobre la puerta se leía, en letras negras con profusión de bucles, la inscripción «Casa Cebón». Delante de ellos, ante la puerta, descansaba un enorme felpudo. Debéis admitir, sin duda, que en las casas normales las alfombras de la entrada suelen tener mensajes acogedores, tales como «Bienvenido» u «Hogar, dulce hogar», pero el propietario de esta residencia había optado por un enfoque bastante distinto. El felpudo de Casa Cebón se limitaba a decir: «¡Vete!».