18

La reina Griswalda

LAS NEREIDAS ESTIRARON las manos palmeadas hacia la ondulante góndola entre siseos iracundos. Mili lanzó un suspiro de alivio al ver que no les alcanzaban esos brazos extendidos, pero aún faltaba algo peor. Os estaréis preguntando qué podría ser peor que verse atrapados en un círculo de Nereidas de cabellera azul, ávidas de hacerte caer en coma, y tener que soportar esa espantosa fetidez a pescado, sin nada más que la honda tinta roja de la Laguna Fantasma bajo los pies. Pero podéis creerme si os digo que aún faltaba algo peor.

Los chicos habrían debido adivinar que ese olor pútrido no provenía de algo tan normal como las albóndigas de salmón de la señora Periclavo, las cuales, aunque poco apetitosas, eran bastante inofensivas, sino que anunciaba un peligro inminente. El olor habría debido advertirles que las Nereidas no eran tales, sino seres hostiles de un reino tenebroso de cuya existencia preferiría dejaros en la ignorancia.

Me duele ser yo quien os despoje de vuestra inocencia, pero sería una irresponsabilidad dejaros creer que el mundo es un lugar feliz, con praderas llenas de margaritas y vecinos cordiales que vienen a pedirte prestada una taza de azúcar. Se me antoja preferible informarte bien a las claras de que el mal existe de verdad, pues cuando sabes que algo existe estás mucho mejor equipado para vértelas con él. En este caso el peligro vino bajo la forma de la matrona de mejillas infladas, pelo lanudo y lápiz labial sangrante en las comisuras de la boca. Se llamaba Griswalda y era la reina de las Sirenas Malévolas, la especie más peligrosa…

… de cuantas habitan las lagunas. Esto se debe, sobre todo, a que son lo que vulgarmente denominamos metamorfos, lo cual significa que pueden cambiar de aspecto en cuestión de segundos: de buitre a unicornio o a algo tan encantador como una Nereida. Pero cuando un ejemplar de esta especie se enfada, la ira le hierve dentro como lava en un volcán, se extiende y la infecta por completo, hasta que ya no puede impedir que aparezca su verdadera forma. En ese estado de ánimo, esa sirena maligna no es capaz de conservar el aspecto ilusorio que había adoptado para atraer hacia sus garras a marineros desprevenidos o a niños aventureros en misión de rescate; esa forma se deshace y revela su verdadera identidad. En ese momento las presas se habían escabullido y huían delante de sus narices. ¡Las Sirenas Malévolas estaban lívidas!

La primera alteración tuvo lugar en la piel marfileña, que pasó del tono dorado del pan con mantequilla a un gris plomizo, como el de las nubes que anuncian tormenta. Acto seguido les cambió el pelo: las greñas azules cayeron al agua, dejando una calva rosácea, en la que de inmediato comenzaron a brotar largas y escurridizas algas de color verde botella que les rodeaban la cara como jirones de tela aceitosa. El tercer cambio acaeció en las orejas: aumentaron de tamaño y comenzaron a flamear con el soplo del viento de una manera muy poco atractiva. Y luego vino la contorsión de los labios: se estiraron hasta convertirse en muecas amenazadoras.

Ahora bien, lo más terrorífico de las Sirenas Malévolas son los ojos. Esos ojos risueños e inocentes que habían cautivado a los chicos se fueron encogiendo hasta reducirse a dos ranuras furiosas que parecían el haz horquillado de los relámpagos iluminando el rostro sombrío de las criaturas.

Griswalda profirió un aullido de cólera antes de girarse hacia sus súbditas, que se aplastaron contra las rocas humeantes en lo que vendría a ser el equivalente a una reverencia de las sirenas. La reina alzó las manos palmeadas en el aire y habló en una lengua sibilante de la que los niños no entendieron ni una palabra. Sólo sabían que, cuando ella hubo terminado, aquellas siniestras mujeres-serpiente parecían aún más hambrientas e implacables que antes. Obviamente la belleza externa ocultaba su naturaleza rapaz.

Los cuatro chicos cerraron filas como por instinto. Hicieron bien, pues las sirenas se estaban dispersando, pero no de una manera apacible, lo cual hubiera alegrado el corazón de los aventureros; no, se disgregaban de una forma tan desagradable que se les cayó el alma a los pies, y la sensación era tan real que casi sentían los latidos en sus dedos gordos.

Las sirenas se deslizaron en las aguas rojas una tras otra y avanzaron en dirección a la góndola como si fueran anguilas. Tan sólo aquellos ojos en forma de ranura eran visibles por encima de la superficie, y no había nada que los chicos pudieran hacer, salvo esperar, muertos de miedo.

Las malévolas criaturas extendieron las manos viscosas hacia sus ocupantes nada más encaramarse a la embarcación. He estudiado en profundidad a estas viles criaturas y puedo deciros que, al carecer de piernas, les resulta difícil luchar contra seres de cuatro miembros, a los que, por cierto, envidian mucho. Por eso no se limitaron a volcar la góndola o a remolcar a los chicos hasta sus alcobas acuáticas; en lugar de eso emplearon una magia marina detestable.

Leo fue el primero en caer bajo su hechizo: en cuanto fijó la vista en aquellos ojos hendidos ya no pudo apartarla. Las sirenas tejieron un embrujo de inmovilización y envolvieron al niño en él. ¡No podía mover un músculo! Se quedó indefenso y apenas conseguía mover la cabeza. Seguía mirando a las sirenas a los ojos, embobado como un niño frente al televisor mientras emiten dibujos animados. Entretanto los monstruos le sacaban de la góndola poco a poco para meterlo en la laguna.

Mili lo aferró por un brazo y trató de sujetarle, pero pesaba como si fuese de plomo, lo cual le obligó a pedir ayuda a sus compañeros. Al no recibir respuesta a sus gritos de socorro comprendió que había ocurrido lo peor: Ortiga y Ernesto, tiesos como palos, se inclinaban hacia fuera del bote con los brazos entrelazados con los de las sirenas y la cara petrificada en un gesto de consternación. Mili probó a berrear, a darles codazos, e incluso llegó a tirar del pelo a Ernesto en un esfuerzo por romper el trance. No reaccionaban. Centímetro a centímetro, las sirenas los iban llevando hacia sus tumbas de agua.

Mili se giró entonces hacia Leo a tiempo de ver que ya había desaparecido en el lago hasta los hombros. Trató de acercársele, tambaleante, pero tropezó con un remo antes de que pudiera alcanzarlo. De inmediato se vio atrapada por una mano pálida y fría: ¡había cruzado la mirada con una Sirena Malévola!

Fue como si cientos de cuerdas invisibles se envolvieran en torno a ella, atándole de brazos y piernas. Trató de gritar, pero tenía la boca más seca que una galleta rancia. Vio por el rabillo del ojo que el mentón de Leo desaparecía en el agua roja.

Griswalda, encaramada en su roca como una ballena varada, mascaba golosamente una jugosa trucha e iba escupiendo las espinas al agua entre risas guturales, muy entretenida por el espectáculo que se desarrollaba ante ella.

Mili ya estaba sumergida hasta la cintura; había que actuar deprisa. Cuando trataba de pensar lo único que visualizaba eran grandes charcos de baba plateada. Sacudió la cabeza con fuerza en un intento por despejar la mente y dar paso a una idea nueva. De pronto la mano que la aferraba por el brazo se aflojó y los siseos cesaron. Ahora eran las sirenas las que se habían quedado embobadas. Se dilataron sus pupilas, hasta donde puede dilatarse una ranura, y fruncieron los labios entre exclamaciones de admiración. La niña, sin saber qué las había detenido en seco, repitió el movimiento y percibió el bamboleo de los abalorios de la cabeza. Entonces las mujeres-serpiente soltaron también a los otros niños. Mili, con la vista empañada, llegó a ver que los hombros de Leo volvían a emerger de la laguna.

La niña sólo se atrevió a dejar de sacudir la cabeza cuando sus tres compañeros estuvieron tendidos en el fondo del bote, jadeantes y exhaustos. Las sirenas parecieron recuperar el sentido unos segundos después y avanzaron de nuevo hacia la góndola para lanzar otro ataque conjunto, obligando a Mili a reanudar los meneos de cabeza. Aquellos seres se detuvieron en seco con una expresión de sorpresa casi inocente en la cara angulosa, pero ¿qué les detenía? Nuestra amiga tuvo la sensación de que las células de su cerebro estaban chocando unas con otras dentro de su cabeza. El tintineo de los abalorios prendidos a su pelo iba a hacerle perder la olla.

Pero claro… ¡Eran los abalorios lo que había hipnotizado a las sirenas! La vanidad de las Nereidas era un impulso superior al ansia destructiva y la niña comprendió que su única posibilidad era aprovecharse de ella.

Sin pensarlo dos veces, se desprendió de un puñado de aquellos pequeños adornos, sin importarle arrancarse un mechón de pelo con ese movimiento. Luego alargó tentadoramente los abalorios a Griswalda. Al parecer ese ofrecimiento era más seductor que la perspectiva de zamparse otra trucha, pues la reina se descolgó de su roca y nadó hacia la góndola, acompañada de varias doncellas que la sostenían por los codos para mantenerla a flote.

Griswalda estaba muy impresionada, de eso no cabía duda. Cogió de la palma de Mili un abalorio azul, lo olfateó con cautela, lo sacudió y hasta lo mordió para probar su solidez.

—Es una baratija, te lo aseguro —garantizó la niña.

—¿Es posible que domine otro idioma aparte del sirenés? —preguntó Ortiga—. Se diría que te entiende.

Mili, cauta, prendió en el pelo esponjoso de Griswalda un ornamento en forma de lazo de color rosa intenso. La reina se arrancó de la cola una escama grande y la utilizó como espejo para admirarse. La imagen que esta le devolvió pareció complacerla.

—Te doy todos —negoció la niña— si nos dejáis pasar.

Si las Sirenas Malévolas son renombradas por su vanidad y su codicia, la reina las superaba a todas. Ante aquella colección de abalorios brillantes que tintineaban y reflejaban el claro de luna, tenía la certeza de haber cerrado un buen trato. Sólo deseaba una cosa más: a ese atractivo chaval de pelo dorado y músculos abultados y tensos como cuerdas. Con las mejillas encendidas como ciruelas, Griswalda miró a Leo con un parpadeo de coquetería.

Mili, con un carraspeo, creyó necesario reiterar su ofrecimiento:

—Puedes quedarte con estas preciosas baratijas a cambio de nuestra libertad.

La reina, sin prestarle atención, miraba a Leo con ojos tiernos.

—Tal vez si estas cosas fueran un regalo de Leo… —tanteó la niña, mientras empujaba a su compañero hacia delante.

Esta vez Griswalda alargó la mano palmeada en señal de aceptación. Mili entregó los abalorios a Leo. El chico se retorció y tragó saliva, pero depositó tímidamente los pequeños objetos en la palma de la sirena. Pero la matrona aún no estaba satisfecha. Le dio un cabezazo travieso en la mano y le lamió los dedos con su lengua áspera de gato, en una demostración de afecto. Si sabéis algo de sirenas, reconoceréis esta conducta como típica de seres que, al no contar con un lenguaje común, deben comunicarse con un desconocido por gestos. El comportamiento de Griswalda sólo podía significar una cosa: ¡quería un beso! Leo se echó hacia atrás, en absoluto seducido por esa piel resbaladiza y ese aliento de algas marinas. Por suerte Mili estaba detrás de él e imaginaba perfectamente cómo reaccionaría la reina si se sentía rechazada.

—Hazlo de una vez —le aconsejó. Sus celos anteriores se evaporaron al ver que el chaval se inclinaba hacia Griswalda con los ojos cerrados con fuerza.

El beso no fue tan asqueroso como él esperaba. Esa mejilla era como de goma, sí, y le dejó en los labios un repugnante sabor a albóndigas de salmón, pero todo sucedió en un visto y no visto.

La reina agitó la mano para despedirse de Leo con una picara sonrisa en los labios y retrocedió hacia los lechos de roca. Sus súbditas volvieron a dispersarse, pero en esta ocasión lo hicieron de un modo que les alegró el corazón a los chicos.

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En situaciones como esta, cuando has sobrevivido a la persecución de un Vórtice Carnívoro, a un bombardeo con estiércol de mono y a un ataque de Sirenas Malévolas empeñadas en que te pudras en el fondo de la Laguna Fantasma, lo único que se te ocurre hacer es lanzar una carcajada triunfal, puesto que has vencido obstáculos insuperables.

Los aventureros habrían reído sin lugar a dudas en cuanto dejaron atrás la isla de rocas humeantes, pero se les quitaron las ganas cuando apareció ante sus ojos un nuevo escenario que los dejó petrificados. ¿Cómo reír si apenas podían hablar?

Las Grutas del Eco emergían de la laguna como un tumor monstruoso de contornos difuminados por la bruma. Las formaciones rocosas abultadas eran mucho más grandes de lo que ellos habían imaginado y negras como la pez. Parecían alzarse de patas en el agua roja como caballos salvajes.

El cuarteto echó mano a los remos y bogó hacia la ciclópea entrada que los atraía como la luz a las polillas. El fulgor del plenilunio se apagó de forma tan brusca como una vela en cuanto se adentraron en la caverna, cuya negrura devoró la embarcación de forma inmediata. Todos se estremecieron, pero no sucedió nada y la góndola siguió deslizándose por cámaras rocosas cuya altura superaba los diez metros. Con la ayuda de una linterna llegaron a una meseta rocosa donde resolvieron amarrar el bote para continuar a pie.

El aire de las cavernas estaba saturado de humedad y había un rosario de charcos en el suelo. El sitio donde se encontraban los chicos era escarpado y desigual. De lo alto pendían estalactitas: unas parecían colmillos de piedra; otras, miembros colgantes, y las había semejantes a caras retorcidas de animales prehistóricos. El eco de un goteo sordo reverberaba contra las paredes, pero en la penumbra resultaba imposible ver de dónde provenía. Las Grutas del Eco eran la prisión subterránea de las sombras y resultaban mucho más tétricas que las mazmorras de Casa Cebón.

—¿Cómo se formó todo esto? —preguntó Ortiga, maravillada por las siluetas de roca, que casi parecían tener vida.

—De hecho se forman por el movimiento del agua a lo largo del tiempo —respondió Ernesto, sapiente. Por primera vez en todo el viaje se sentía a gusto.

—¿Y cómo haremos para encontrar el camino? —planteó Leo—. Este lugar parece una madriguera de conejos.

—Es fácil —replicó Mili en voz baja—. Seguiremos las voces.

En su asombro por todo cuanto les rodeaba, los chicos no habían prestado atención a unos susurros: un eco distante y tan tenue que era preciso aguzar el oído para percibirlo. Ahora lo reconocían: era el mismo sonido quejumbroso que habían escuchado aquel día en el cuarto infantil. De pronto las voces sonaban más cerca y más angustiadas.

Los cuatro iniciaron la marcha por las serpenteantes Grutas del Eco, guiados por el gemir de las sombras. A veces debían caminar en fila india, por lo estrechos que eran los pasadizos. En otros sitios el techo era tan bajo que se veían forzados a doblar la espalda o a gatear para seguir avanzando. Cuando Ernesto acababa de pisar a Mili en el tobillo por quinta vez, los chicos vieron un resplandor al final del húmedo túnel.

—¡Mirad! —susurró Ortiga—. Debemos de estar a punto de llegar.

No sabían exactamente adónde llegarían ni qué buscaban, pero confiaban en tropezar, tarde o temprano, con otra pieza del puzle, y esta apareció más temprano que tarde.

Cuatro caras ansiosas asomaron por detrás de un canto rodado ¡y descubrieron que no estaban solos! Habían dado por seguro que no habría nadie más explorando las Grutas del Eco hasta que llegaran los hechiceros, pero era un error garrafal y se habían equivocado de medio a medio. Ante ellos se alzaba una plataforma de roca plana que formaba un claro rodeado de rocas altas. En uno de esos muros se abría una profunda fisura, custodiada por un apretado círculo de seres espectrales vestidos con túnicas rojas: los Guardianes de las Sombras. Flotaban por encima del suelo con los brazos entrelazados, formando una muralla impenetrable.

Mili observó a los centinelas: los espectros no comían ni dormían, y no tenían más objetivo que la custodia de las sombras. Se le cayó el alma a los pies. A esos no se los podía sobornar con abalorios ni burlar con una estratagema. ¿Existía siquiera la posibilidad de destruirlos? Intercambió una mirada abatida con los demás.

Los chicos no esperaban toparse con un adversario tan formidable como los Guardianes de las Sombras y por un momento les flaqueó el valor, pero se repusieron en cuanto vieron lo que yacía atrapado dentro de la fisura: una masa de siluetas oscuras y susurrantes que volaban desesperadamente de un lado a otro, como pájaros que confundieran el cristal de una ventana con un acceso a la libertad.

—¡Las sombras! —susurró Mili—. ¡Las hemos encontrado!