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Algo huele a podrido

TODOS TENÍAN LAS MANOS enrojecidas y llenas de ampollas cuando la góndola llegó finalmente a la bifurcación que andaban buscando. Las piernas se les habían entumecido mucho antes. La laguna se dividía en dos canales, ninguno de los cuales daba buena espina. El de la derecha era más estrecho y un fino velo de bruma pendía sobre sus aguas. Alfombraba las orillas una capa de frondosa hierba aplastada en algunas áreas, como si allí hubiera dormido alguien. También detectaron rastros de una baba plateada, similares a los que habría podido dejar un caracol gigante.

El curso de la izquierda era más amplio y de su cauce emergían rocas grises afiladas como colmillos de mamut. Las ramas de los árboles pendían sobre la laguna formando una especie de dosel que ocultaba por completo la luna llena. Ambos canales parecían igual de traicioneros.

Ortiga desplegó el plano para verificar si debían tomar la vía de la derecha. Mientras la góndola se deslizaba por el estrecho canal, los acantilados estaban tan cerca que parecían formar un nido.

Una cháchara ininteligible y un sonido similar a un jadeo se alzaron en medio de la bruma en cuanto se adentraron por allí. Una manada de monos de mar apareció en lo alto de los acantilados antes de que tuvieran oportunidad de preguntarse qué lo originaba. La banda se puso a hostigarlos. Trepaban a las rocas y usaban el rabo como catapulta para arrojar a la góndola una lluvia de pequeños guijarros marrones. Sobresaltados pero indemnes, los chicos remaron más deprisa hasta que los monos se quedaron atrás, chillando y brincando de frustración al ver que se alejaban. Sólo después, cuando aquel ruidoso parloteo se redujo a un leve eco, comprobaron que los proyectiles no eran piedrecillas desprendidas de los acantilados, como habían supuesto en un principio, sino ¡excrementos de mono!

Leo asumió el papel de gondolero y Mili se dejó caer, flexionando las manos con alivio. Una vez libres de las travesuras simiescas pudieron inspeccionar los alrededores y entonces vieron unos bultos moteados de forma oval en las áreas donde raleaba la hierba. Sólo podían ser huevos. Esos huevos formaban círculos desiguales y estaban cubiertos de un brillo ambarino, pálido y espectral bajo el claro de luna. Ninguno de los chicos había visto antes un huevo de semejante tamaño y les entraron ganas de acercarse para echar un vistazo, pero ese revestimiento ambarino hizo que al final desistieran de investigar. Además sabían perfectamente que libraban una carrera contrarreloj. Dentro de pocas horas los magos se sentarían en los bancos de terciopelo rojo de las lustrosas góndolas que les aguardaban en el río Sobras y zarparían rumbo a las cavernas.

Un movimiento en el agua atrajo la atención de Mili. Al bajar la vista llegó a ver unos ojos redondos como platos instantes antes de que su propietario desapareciera raudo de la vista, dejando sólo el reflejo de la niña que le sostenía la mirada.

—¡Ernesto! —exclamó, cogiéndolo con fuerza—. ¡Había un rostro en el agua!

El semblante misterioso había desaparecido sin dejar rastro cuando su amigo se inclinó por la borda para verlo. Solamente las ondas de la superficie de la laguna hacían pensar que algo podía haber pasado por allí. Entonces fue Ernesto quien hizo un gesto dubitativo y Mili se preguntó si estaría viendo visiones. Estaba tan exhausta que tal vez la mente empezaba a jugarle malas pasadas.

En ese preciso instante todos se percataron del intenso tufo que impregnaba el aire. Ernesto no logró identificarlo a pesar de que le resultaba familiar.

—¿Oléis eso? —preguntó, más para sus adentros que para los demás. Todos lo sentían, desde luego, y era cada vez más intenso—. Se parece mucho a… —Hizo una pausa para ser absolutamente exacto—. ¡Es igualito al de las albóndigas de salmón de mi madre!

Aunque los otros nunca habían probado las albóndigas de salmón de la señora Periclavo bien podían imaginar que olerían así, y sintieron una repentina punzada de compasión por el pobre muchacho. Además del hedor empezaban a aparecer, todo en derredor, charcos de líquido coagulado, como si fueran de metal fundido. Ernesto metió los dedos en uno. ¿Conoces el dicho «la curiosidad mató al gato»? Pues bien: la curiosidad tampoco trató muy bien al incauto niño; pronto puso cara de consternación, pues esa baba plateada no se le desprendía de los dedos. Habría podido vivir con dedos plateados, pero no tardó en descubrir que el olor a pescado provenía de esa viscosidad iridiscente. Su vida social podía sufrir graves (y nocivas) consecuencias si aquello persistía, y daba la impresión de que ese pringue no se iba ni a la de tres.

Mientras su amigo trataba en vano de restregarse los dedos, Ortiga observaba el agua con nerviosismo: un ser esbelto y de color blanquecino estaba pasando junto a ellos. Mili también se encontraba como en trance. Leo tiró de ellos hacia atrás justo cuando la bestia se detenía bruscamente. Parecía bastante inofensiva, pero ya habían descubierto que en la Laguna Fantasma no había nada ni nadie digno de confianza. La bruma se despejó, dejando a la vista seis o siete rocas pulidas, todas envueltas en varias capas de una sustancia plateada y de aspecto pringoso. Ernesto se estremeció y metió la mano en el bolsillo del pantalón para esconder el brillo iridiscente de sus dedos.

Aguzaron la vista. Sobre las rocas lejanas se veían varias siluetas alargadas cuyo contorno no podía apreciarse con nitidez a causa de la distancia. Los cuatro aventureros se enzarzaron en una discusión sobre qué podrían ser esos contornos y se ensimismaron tanto en la contemplación del espectáculo que no se percataron de que la embarcación avanzaba sola, y cuando recordaron que los remos yacían entre sus pies, inmóviles, estaban a punto de estrellarse contra las rocas. En todo caso no había manera de retroceder: las siluetas los habían visto y comenzaban a moverse.

Las criaturas de cabelleras de tono añil se movieron con morosidad para poder estudiar a los recién llegados. La luz de la luna incidía sobre ellas e iluminaba aquella piel marfileña que tenía aspecto de ser fría como el mármol, las colas centelleantes y las escamas iridiscentes de sus cuerpos. Las greñas de color azul cobalto les caían en cascada sobre los hombros desnudos y llegaban hasta las cinturas de avispa. Los labios carnosos se curvaron en una sonrisa de bienvenida. Leo y Ortiga supieron de inmediato que habían encontrado a las Nereidas, hijas de los dioses marinos y habitantes legendarias de la Laguna Fantasma.

Mili no pudo contener la risa al ver que movían la cola para salpicar juguetonamente la góndola. Había soñado muchas veces que viajaba montada a lomos de un ser como ellas, y en verdad parecían tan encantadoras como las describía la leyenda. Ortiga no dejaba de mirar aquellas manos primorosas extendidas sobre las rocas; eran tan pequeñas como las de un niño y tan delicadas como la porcelana fina. Ernesto sonrió de oreja a oreja: una Nereida de ojos azules y pestañas largas como hebras de paja se había quitado una concha del pelo para arrojársela. Bajo sus rizos arremolinados se entreveían dos orejitas rosas. Le extrañaba que esas criaturas tan gráciles quisieran vivir en un sitio tan terrible, pero no tenía manera de preguntarles el motivo, puesto que no sabía hablar sirenés. Leo estaba igualmente hechizado por una Nereida que, danzando en el agua, arrancó de la laguna una sarta de perlas y se la colgó del cuello. Sin embargo, aquellas coqueterías no impresionaron lo más mínimo a Mili. La muchacha fulminó con la mirada a la ninfa hasta que se alejó con aire culpable.

El resto del clan ronroneaba con un tono de satisfacción muy parecido al de los gatos después de lamer un cuenco de rica nata. Las rocas empezaban a despedir una fina capa de vapor blanco. Ellas se retorcían de gozo, agitaban la cola y frotaban las escamas contra la piedra como si estuvieran tomando el sol en la arena de una playa tropical. Mili arrojó un poco de agua a la superficie rocosa y la oyó sisear.

—Esto debe de ser como una gran sauna —comentó, asombrada.

Pero nadie le prestó atención. Las Nereidas acariciaban con dulzura las palmas de Leo, Ortiga y Ernesto. Tenían un tacto similar al de una pluma que te hace cosquillear todo el cuerpo hasta que sólo te apetece acurrucarte a dormir.

Mili sintió el tacto de unos dedos fríos cerrándose sobre su mano antes de que pudiera notar que algo iba mal. No tardó en encontrarse sujeta por esas manos palmeadas y no era capaz de zafarse del contacto de la Nereida por mucho que lo deseara. Vio que la conducían hacia la roca humeante. ¡Qué bien le sentaría secarse y descansar después de un viaje tan agotador! Estaba muy fatigada y el tacto fresco de la piel de las ninfas calmaba el ardor de sus brazos acalambrados y doloridos.

A Mili se le cerraban los ojos mientras la Nereida la conducía hacia un amplio lecho cubierto por un velo de vapor, y la voluntad no le bastó para mantenerlos abiertos. Los otros ya roncaban dulcemente mientras el sueño la rondaba, envolviéndola en visiones y tentándola con su voz suave. La muchacha suspiró debajo de la manta de hierbas entretejidas con la que la habían cubierto. Arrullada por aquella melodiosa nana, se dejó arrastrar por la corriente del sueño.

Apenas se había adormecido cuando la desveló una fetidez espantosa. Al abrir los ojos se encontró frente a la cara bulbosa de una sirena muy, pero que muy maloliente. El ser se apartó en cuanto se percató de que Mili estaba despierta y echó una mirada de indignación a sus compañeras.

La niña se incorporó de inmediato y bien espabilada. Esa sirena no había salido de ningún cuento de hadas. En primer lugar, por su corpulencia: era ancha como un camión y tenía por todo el cuerpo grandes bolsas de grasa que se estremecían al menor movimiento, su rostro estaba hinchado y las facciones abotagadas, y los cabellos flotaban alrededor de la cabeza como hilos sueltos de un ovillo de lana.

Alzó una garra de color rojo sangre a la altura del pecho de la niña y la empujó al tiempo que emitía un siseo amenazador. Mili retrocedió mientras estudiaba a la criatura con la mirada en un intento de descubrir cuál era la expresión de la sirena bajo la gruesísima capa de polvos que le cubría la cara. A pesar del aspecto de muñeca grotesca que le daban las mejillas pintarrajeadas, los labios centelleantes y los enormes ojos oscuros, sepultados en polvo turquesa, era obvio que esa Nereida ejercía cierta autoridad. Mili no tuvo tiempo de preguntarse de dónde sacaban los cosméticos esas Nereidas, pues las garras ya se alargaban hacia ella.

La muchacha reaccionó con la celeridad del rayo y tiró de Ernesto para levantarlo. La conmoción despertó a los otros, que forcejearon, aturdidos, para apartar las mantas herbáceas. Leo se frotó los ojos para quitarse el sueño.

—¿Qué es eso? —preguntó, desconcertado por la aparición de ese personaje tan poco atractivo.

La góndola seguía varada junto a la roca y la respuesta de Mili fue saltar de la piedra a la embarcación para luego indicar a los otros que la siguieran sin perder tiempo. Y así lo hicieron, salvo Ernesto, que perdió pie en la resbaladiza roca, como de costumbre, y cayó de cabeza en la embarcación.

En ese momento se habían reanudado los siseos. La niña notó que el efecto del hechizo volvía a entumecerle los sentidos, pero el brillo codicioso que despedían los ojos de la matrona gorda la mantuvo muy alerta.

A pesar de que a bordo de la góndola estaban a salvo de las viscosas garras de las Nereidas, había un problema aún mayor: ¡no tenían adónde ir! El bote estaba rodeado de rocas. Las ninfas les impedían navegar entre ellas, a la espera de que los chicos cayeran en sus manos si intentaban pasar. Estaban cercados.