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Empolvados, emperifollados y endomingados

ERA LA VÍSPERA del Baile de Abracadabra. Los chicos habían cenado hasta casi reventar faisán cocido en clarete, arroz pilaf con setas silvestres, berenjenas rellenas y batatas fritas, pero al refugiarse en su cuarto estaban lejos de sentirse contentos y comentaban con abatimiento las pocas pistas que habían podido desenterrar en las últimas veinticuatro horas mientras esperaban a que los Alcalde se retiraran para poder bajar a las mazmorras. Tendón se presentó de improviso y anunció que «la Patrona» (así llamaba a veces a la señora Alcalde, en broma) requería su presencia en la Sala de Máscaras.

—¿Qué quiere ahora? —gruñó Mili.

—Hay decisiones que tomar —fue la seca respuesta del gigante.

La niña no cesaba de maravillarse ante el gran número de salas asombrosas que contenía Casa Cebón, pero esa noche estaba cansada y preocupada. Lo último que necesitaba era otra ocurrencia de la señora Alcalde. ¡Pero si se cansaba con sólo pensarlo! Francamente, no estaba segura de poder aguantar hasta el final sin perder los estribos, fuera lo que fuese lo que esa mujer tenía pensado.

La Sala de Máscaras, según descubrieron, era un simple vestidor, pero albergaba una colección de disfraces y vestidos tan amplia que habría podido competir con la de cualquier compañía teatral importante. La señora Alcalde quería escoger los disfraces para el baile. Los chicos pensaron que sería bastante fácil, pero resultó ser un proceso largo y arduo.

El lugar estaba poco iluminado y olía mucho a antipolilla. El polvo era tan denso que Ernesto comenzó a estornudar nada más entrar. Colgados en perchas o dispuestos en los estantes, ordenados por colores, había pelucas, sombreros, mantos y trajes de fantasía para todas las ocasiones posibles. Y maniquíes sin cara engalanados con trajes de novia…

… e incluso una armadura completa. Ernesto, una vez que cesaron los estornudos, casi deseó que le invitaran a probársela. Los disfraces eran muy variados: desde una máscara de vampiro con gotas de sangre pintadas en los colmillos hasta un traje de payaso con motas amarillas y anaranjadas. Los accesorios incluían narices de bruja con sus correspondientes verrugas, gafas de plástico y una vitrina llena de uñas y pestañas postizas. Una pared estaba dedicada por entero a hebillas y cinturones; otra mostraba una colección de máscaras venecianas que te daban la sensación de ser secretamente observado por cien pares de ojos.

Tras la vitrina, sentada en un banquillo, la señora Alcalde se limaba las uñas pintadas de color bermellón. Había seleccionado para los chicos varios disfraces, ya apartados. Les dio una percha a cada uno y señaló el vestidor. La súbita aparición de la espectral señora Basilisco detrás de la cortina les hizo dar un respingo. La habían reclutado para ayudar a los niños y parecía disfrutar con la tarea tan poco como ellos. Mili y Ernesto se probaron cada uno un disfraz como si fueran autómatas, pues a esas alturas de la historia estaban tan habituados a Casa Cebón que ya no les abochornaba verse ridículos, aunque tú o yo, rojos como tomates, habríamos rogado que nos tragara un terremoto.

—Hum —reflexionó la señora Alcalde, mientras apuntaba algo en su libreta perfumada—. No, no me convencen. Probemos con otros, Basilisco.

El ama de llaves sacó a Mili y a Ernesto vestidos de príncipes egipcios.

—Dramático…, pero no acaban de gustarme. ¿Y si probáramos con los trajes de Bo Peep[6] y Humpty Dumpty[7]? Sí, veamos cómo quedáis. ¡Me gustan tanto los desfiles de máscaras…!

Al final del proceso, la señora se decidió por convertir a Mili en una «arrebatadora» mariposa con alas multicolores y antenas. Ernesto iría de pastor alpino, con lederhosen[8] y sombrerito emplumado. Y ella tuvo el descaro de preguntarle si sería capaz de cantar a la manera tirolesa, con un grito en falsete, cuando hiciera su aparición.

Mili se dijo que su amigo lo tenía bastante fácil, excepción hecha de la ocurrencia del grito tirolés, mientras que ella, por el contrario, debía meterse en un estrecho tubo cilindrico hecho de ballenas y seda amarilla fluorescente. Del dobladillo pendían unos vaporosos pañuelos de tul. Sus accesorios eran unas alas que despedían brillos rosáceos, calzas de rayas, guantes negros de rejilla y zapatillas doradas bordadas, dos números menos que el suyo. La señora Alcalde completó el atuendo de Ernesto con gruesos calcetines naranjas y botas de cordones de charol negro.

Los disfraces adquirían una nota humillante por culpa de los accesorios, que la señora Alcalde había convertido en un arte. La situación se parecía mucho a los postres de los restaurantes de postín, donde te arruinan un pastel delicioso por recargarlo con frutas confitadas, chocolate rallado, flores de mazapán o chorritos de sirope.

Hubieron de exhibirse dos horas con los disfraces antes de que la mujer quedara por fin satisfecha. Los niños salieron de la Sala de Máscaras sonrojados y demasiado exhaustos para pensar en planes de fuga y en tretas sagaces. De hecho, a esas alturas sólo tenían un objetivo a la vista: acostarse cuanto antes. Regresaron a su cuarto tambaleantes mientras los adultos enviaban sus atuendos para que los lavaran y plancharan.

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Mili se incorporó bruscamente en su cama a primera hora de la mañana. El sol se escurría entre las nubes como una bruma de oro hilado; las copas de los árboles, vistas a través de la ventana, parecían tener halos. Casa Cebón aún dormía. Ernesto seguía roncando apaciblemente bajo su edredón azul pastel. Mili se frotó los ojos. Suele suceder, cuando uno sale de un sueño profundo, que tarde varios segundos en registrar los eventos preparados para ese día. Por ejemplo, imaginad que os despertáis el día en que os vais de vacaciones a la playa. Durante unos instantes permanecéis arrebujados en la abrigada cama, sin saber bien qué provoca dentro de vosotros esa sensación agradable y burbujeante. Entonces recordáis que vais a viajar a la playa, os levantáis de un salto y tratáis de recordar dónde tenéis guardados los bañadores.

Lamento informaros de que, en el caso de Mili, esa mañana en concreto no necesitó esos segundos. Sabía demasiado bien lo que le esperaba y la sensación que la colmaba no era agradable ni excitante. ¡Esa noche sería la noche del Baile de Abracadabra!

Salió de la cama y fue a despertar a Ernesto con una brusca sacudida.

—¿Sabes qué día es? —susurró.

—¿Miércoles? —insinuó él, aturdido.

—¡No, es sábado! ¿Recuerdas lo que va a pasar esta noche?

—¿Que iremos a pescar? —balbució Ernesto alegremente.

Por lo general, el muchacho tardaba sus buenos veinte minutos en despabilarse cada mañana, y aún no entendía la pregunta de Mili en toda su importancia. Ella decidió permitirle ese último ratito de paz en tanto recogía las provisiones. No sabía exactamente qué necesitarían para llevar a cabo una gesta como la que estaban a punto de afrontar, y se sentía demasiado inquieta para volver a la cama. Tomó la taleguilla de piel que le pendía del cuello a un oso blanco de felpa vestido de marinero.

—La necesito más que tú —le aseguró al oso, cuyos negros ojos de cristal parecían mirarla con aire acusador.

No era tarea fácil escoger qué llevar a esa misión destinada a liberar las sombras de Villacana y salvar a los habitantes de una vida rutinaria sin remedio. Al fin Mili se decantó por unos cuantos elementos imprescindibles. En primer lugar puso la ampolla de Tendón, con su esencia secreta, por si surgiera la necesidad de abrir alguna puerta. Luego, el mapa de la Laguna Fantasma, tan solícitamente dibujado por el flamenco gracias a su excelsa habilidad como secretario. Por último añadió la navaja de ébano de Ernesto, junto con un puñado de caramelos blandos, por si necesitaran reponer energías durante el viaje. Cuanto más crecían sus funestos presentimientos, más se afanaba Mili en la tarea. Por fin ató los cordeles de la taleguilla y puso las pantuflas de Ernesto junto a su cama; pero todo eso no sirvió de nada: por mucho que trajinara, la sensación de mal presagio la rodeaba como una niebla.

Cuando su amigo acabó de despertar le mostró los artículos reunidos. El muchacho se puso las pantuflas, complacido al encontrarlas en un sitio tan conveniente, e hizo un severo gesto de asentimiento.

—Vístete —le indicó Mili—. Si nos damos prisa, podremos llegar a las mazmorras antes de que alguien despierte.

Pero ¡ay!, no lograrían nada de eso. La puerta de la habitación se abrió de par en par antes de que Ernesto acabara de vestirse y los niños se vieron asaltados por la señora Alcalde, que estaba entusiasmada. El chico, sumamente abochornado por estar a medio vestir, trató de esconderse detrás de una casa de muñecas, pero la señora, que ya estaba maquillada y con un vestido nuevo, no se lo permitió. Era sorprendente que necesitara tan pocas horas de sueño. No obstante, Ernesto notó que el trazo del lápiz delineador de ojos estaba levemente desviado y que tenía carmín en los dientes; ambos indicios señalaban que los había aplicado con bastante precipitación en su ansia por iniciar las tareas del día.

—¡Bien!

La mujer sujetó a los sobresaltados niños, tomándoles por un brazo para empujarlos hacia sendos cuartos de baño, que ya estaban inmersos en una bruma de vapor.

Mili descubrió con horror que allí la* esperaba nuevamente la silenciosa señora Basilisco. El ama de llaves solía comunicarse taladrando con su dura mirada a un interlocutor hasta que este adivinaba lo que ella esperaba de él. En esta ocasión sus intenciones eran cristalinas, pues tenía en la mano un cepillo de baño y estaba junto a una mesilla rodante, cargada con una pavorosa variedad de esponjas y lociones perfumadas. Había cremas para retirar las células muertas, cremas para mejorar el tono de la piel, cremas para pulir, reponer y dar lustre. Mili tuvo la sensación de ser un mueble mientras estuvo sometida a las atenciones de la señora Basilisco.

Cuando las caras de los chicos mostraron el semblante patético de un cachorro perdido, los envolvieron en albornoces gigantescos y los pusieron a secar. El agua de las bañeras estaba tan cargada de cosméticos que aquello era como estar sumergido en sopa. Estaréis en condiciones de compadecer a Mili y a Ernesto si habéis pasado alguna vez un par de horas a remojo, como una patata en un baño de sopa, y si no os ha tocado sufrir esa experiencia, deberíais estar muy, pero que muy agradecidos.

Pero el baño era sólo el comienzo del suplicio.

Entraron seis doncellas en la habitación. Por qué seis y no una, os preguntaréis. O por qué no dos, si era absolutamente necesario. Os lo explicaré: la señora Alcalde tenía la firme convicción de que el cuerpo humano se divide en tres regiones principales: superior, media e inferior (más o menos como los reinos del Antiguo Egipto antes de que se unificaran bajo el gobierno de un faraón cuyo nombre no recuerdo). A su modo de ver, cada una de estas tres regiones requería una atención específica e individualizada. Por eso los pobres niños se vieron obligados a soportar los cuidados de tres criadas cada uno.

A las diez en punto llegó la Brigada del Pelo: un equipo formado por los estilistas de la señora Alcalde; vestían monos de mecánico color caqui, pañuelo al cuello y botas refulgentes. Entraron literalmente a la carga, trayendo carritos negros cargados de cepillos gigantescos y secadores turbo.

Más o menos a esta altura los niños intercambiaron una mirada significativa. Si hemos de traducir su expresión, decía que preferían vivir en una caja de cartón, a flote en un mar infestado de medusas, antes que soportar semejante tratamiento un segundo más. Ya habían aguantado tirones, palmadas, frotamientos y pellizcos para el resto de sus vidas. Pero aquello aún no había terminado.

No cometáis la ingenuidad de pensar que con el pelo de los niños no se puede hacer tanto como con el de las niñas. Cada uno de los rizos naturales elásticos de Ernesto fue planchado con un artefacto monstruoso compuesto por dos placas de cerámica que, cuando se las enchufaba, emitían un calor chamuscante. En cuanto a Mili, no fue ninguna maravilla que su melena salvaje fuera retorcida en coletitas, atada en la coronilla y adornada con abalorios brillantes multicolores. Si movía la cabeza, los abalorios resonaban con un tintineo irritante. Y justo cuando Mili estaba segura de que era imposible lucir peor, la estilista liberó dos mechones y los endureció con productos de peluquería para que permanecieran erguidos como un par de antenas.

La señora Alcalde retrocedió un paso para admirar la obra de arte que había orquestado y quedó muy complacida.

—¡Pero si habéis quedado maravillosos! —exclamó, mientras se tocaba los ojos con un pañuelo, como si estuvieran húmedos de emoción.

Mili y Ernesto lanzaron un suspiro de alivio. Gracias a Di… nosaurios, aquella dura prueba había llegado a su fin.

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Ya era media tarde cuando la señora Alcalde los dejó por fin en paz y fue a prepararse ella también para el baile. Mili y Ernesto echaron un vistazo al reloj y luego se miraron el uno al otro, desesperados. ¡Sólo faltaban tres horas para el Baile de Abracadabra!