Los nueve infames
ORTIGA YACÍA DESPATARRADA en un asiento del carrusel de Mili, fascinada por una foto de Rosco Rufián publicada en la portada del último número de Credo Negro, su revista favorita, que sus espías le traían a escondidas. Ernesto tenía la nariz sepultada en un libro titulado La belleza de los insectos; estaba empeñado en demostrar a la chica, a quien Mili había descrito el incidente de la polilla de forma muy gráfica, que su relato era una burda exageración. Mili descargaba su frustración contra un cubo de Rubik que ya estaba en las últimas. Su amigo opinaba que se habría desfogado más a gusto con un saco de arena.
—¡Todavía no sabemos nada! —gimió la niña—. A este paso jamás volveremos a casa.
Ortiga arrojó la revista al suelo e hizo un intento por mostrarse optimista.
—Sabemos más que antes.
—¡Pero nos falta la pieza más importante del puzle! ¿Por qué se ofrece ese baile y qué es la Gran Comilona?
Puesto que la muchacha no tenía respuesta que dar a ninguna de esas preguntas, se agachó para recoger la revista. Ernesto tropezó con la imagen de una araña de aspecto sumamente horroroso, de las que no escapan ni aunque las persigas a escobazos, soltó un alarido y arrojó el libro al otro extremo de la habitación, pero se apresuró a recobrar la compostura.
—Lo que no entiendo —dijo— es por qué eso que llaman Gran Comilona se hará en las Grutas del Eco. ¿Qué hay allí? Es lo que me pregunto. ¿Qué tienen de atractivo, si no son más que un montón de cuevas?
—En realidad no sabemos qué hay allí; si alguien ha ido a esas cavernas, no ha vuelto para contárnoslo —especificó Mili en tono exasperado—. No olvides que forman parte de los Territorios Prohibidos.
—¿No se os ha ocurrido pensar por qué motivo están prohibidos? —insinuó Ortiga—. Tal vez allí se esconda algo valioso, algo cuya existencia lord Aldor quiere ocultar a todos.
Apenas hubo dicho eso ocurrió algo inesperado: un repentino golpe de viento abrió de par en par las ventanas del cuarto de juegos. Fue tan violento que casi derribó a los chicos. Los cristales de las ventanas temblaron, los libros cayeron de las estanterías y los edredones salieron volando limpiamente de las camas. Mili, Ortiga y Ernesto se acurrucaron juntos en el tiovivo, que giraba a toda velocidad, bien aferrados a las riendas de un caballo; la ropa y el pelo se les pegaban como una segunda piel. Más de una vez, mientras duró el embate, pudieron imaginar cómo sería estar dentro de una lavadora durante el centrifugado.
Por fin cesó ese viento sobrenatural y el tiovivo aminoró la marcha hasta detenerse. Comprendieron al instante que lo sucedido no era una coincidencia cuando percibieron un gemido lejano que rompía el solemne silencio imperante en la habitación. Aunque apagadas, se distinguían con claridad unas voces tan desoladas que uno sentía deseos de llorar. Era un sonido que los tres relacionaban con estar perdido, solo y sin esperanza.
Mili fue la primera en actuar; salió trabajosamente del carrusel seguida por Ernesto y Ortiga, ambos desarrapados como ella.
—¿Qué ha pasado? —preguntó la muchacha con la voz más trémula que hubieran escuchado nunca.
—Alguien ahí fuera intentaba decirnos algo —respondió el chico en un susurro, como si ese alguien pudiera estar aún presente, callado e invisible—. Algo o alguien que estaba escuchando.
—¿Las sombras? —murmuró Mili.
La tarde siguiente, cuando lord Aldor regresó a Casa Cebón, no venía solo. Le acompañaba una rimbombante procesión de nueve invitados. Estos individuos no eran en absoluto lo que Mili habría imaginado como cortejo para el mago. El grupo parecía una caterva de malvados salidos de un cuento de hadas.
Había un gigante fornido y calvo, sin cejas ni pestañas, que llevaba un arpa de oro bajo un brazo. Mientras caminaba iba charlando tranquilamente con un rey de gnomos que tenía una corona en la cabeza tumefacta y le brotaba vello verde de las orejas; no podía cerrar la boca del todo, pues mucho tiempo atrás había sufrido una severa parálisis cerebral a consecuencia de haber sido burlado por un rebaño de cabras monteses. De los labios entreabiertos le colgaba un hilillo de baba que iba formando un parche en la solapa de su americana.
A continuación venía la princesa más increíblemente adorable que hayáis visto jamás. Tenía ojos de gacela, azules como zafiros, y el cuello tan largo como el de un cisne. Correteaba tras ella una vieja bruja de orejas grandes y dientes grises; unos cuantos mechones de pelo ralo y aceitoso se le adherían al cuello y a los hombros. Le seguía un pirata cubierto de tatuajes, a tal extremo que no se sabía dónde acababan los dibujos y dónde comenzaba la piel. Caminaba de la mano de una dama enana subida a unos tacones de aguja que llevaba un bolso hecho de cuentas; la barba le colgaba hasta el ombligo e iba emitiendo extraños graznidos (es lo que hacen todos los enanos cuando ríen).
El siguiente miembro de la troupe lucía una gorra y una camisola con volantes; era un hombre de apariencia lobuna: entre los labios asomaban dientes afilados como navajas, y la nariz, peluda y larga como un hocico, se estremecía al olfatear el aire. Detrás, una hechicera con una enmarañada cabellera de un rojo dorado iba hablando en susurros con el espejo que llevaba en la mano. Los niños no llegaron a entender los susurros, pero le vieron sonreír con aire ufano al oír la respuesta del espejo. Al final del grupo bailoteaba un extraño hombrecillo de tamaño no mayor que un gato. Sus orejas terminaban en punta y calzaba botas rojas hasta los tobillos mientras decía desafiante una y otra vez: «¡A que no adivináis mi nombre!»; luego se carcajeaba y correteaba por el pasillo.
Aunque los magos eran tan diferentes como el queso de la tiza, todos tenían una característica común: que si te los encontraras por la calle no podrías resistir la tentación de volverte a mirarlos y, probablemente, darías un codazo al amigo que caminara a tu lado para que no se lo perdiera. Porque todos y cada uno de ellos parecían haber salido de tu peor pesadilla.
En los días siguientes, Mili y Ernesto tuvieron muchísimo tiempo libre. Los Alcalde estaban tan ocupados en atender a los huéspedes de lord Aldor que se olvidaron por completo de Bella y Mozi. La señora Alcalde se pegaba a la princesa como una sanguijuela; con esto no quiero decir que intentara chuparle la sangre para obtener nutrientes, sino que, fascinada como estaba por la belleza de la joven, imitaba todos sus movimientos. Entretanto, su esposo dedicaba gran parte de su tiempo a escribir libretos para sketches breves con la esperanza de que fueran incluidos en los entretenimientos de la velada y de la noche del baile; si alguien dejaba escapar la más leve risita ante uno de sus chistes, él se sentía muy halagado. A lord Aldor, en cambio, había que tratarle igual que a un rey: todos se comportaban como si su mayor ambición en la vida fuera lograr la aprobación del nigromante, pese a los aires que se daban los hechiceros del grupo.
Los nueve personajes estaban diseminados por diversos dormitorios de Casa Cebón y los chicos no podían dejar de tropezar con ellos. Por orden de sus padres debían hacerles siempre una reverencia y preguntarles si deseaban algo. Por lo general, sólo pedían indicaciones para llegar a alguna parte, pero cierta vez la hechicera les solicitó algo muy tedioso: los chicos debieron recorrer minuciosamente los jardines en busca de ciento ocho briznas de hierba cuyas puntas hubieran comenzado a marchitarse, lo cual los obligó a andar doblados en dos por todas partes, inspeccionando cada brizna en busca de las que cumplieran con los requisitos. Puede parecer algo sencillo, pero como los jardineros de Casa Cebón eran muy meticulosos en su trabajo, acabó siendo un verdadero desafío.
Los días exentos de ese tipo de tareas les resultaban interminablemente largos, pues había poco en que entretenerse y demasiadas zonas valladas por los preparativos para el baile. Hubo una tarde de tormenta en que debieron recurrir al juego del escondite para matar el tiempo. Cuando Mili estaba a punto de declararse derrotada, encontró a Ernesto instalado todo cómodo frente a un tocador del cuarto infantil, olvidado por completo del juego. Al oír que ella entraba escondió raudo un puñado de tubos y potes en un cajón, al tiempo que la saludaba con exagerado entusiasmo. Mili se quedó estupefacta al descubrir que Ernesto había sometido su pelo a una operación fallida: ahora lo tenía erizado en picos rígidos, más o menos como crestas de cacatúa. Se había pintado sombras oscuras alrededor de los ojos y una cicatriz dibujada con delineador le serpenteaba por una mejilla. Además se había pegado una cadena desde una fosa nasal hasta el lóbulo de la oreja con algún tipo de adhesivo. Era de esperar que sus efectos no fueran permanentes. Finalmente, un chal de seda floreada de la señora Alcalde, enrollado en la frente, quería darle un aire de pirata.
—¿Qué estabas haciendo? —se burló Mili.
—Experimentando un poco —respondió él, como al desgaire.
—¿Pues sabes qué te digo? Que estás ridículo.
—¿De verdad? ¿No parezco un tío duro? —imploró Ernesto.
Se acercaba la noche del Baile de Abracadabra, tema recurrente que estaba en boca de todos, y daba la impresión de que nadie era capaz de pensar en otra cosa. Adonde fueran reinaba el caos. Los cocineros corrían cargados con grandes trozos de carne que debían rellenar y asar. Los jardineros recorrían el terreno para asegurarse de que no hubiera una sola hierba mala en los parterres y que cada gravilla ocupara su lugar en los senderos. Las doncellas se pasaban el día acicalando a los Alcalde, en tanto los lacayos vivían para subirse a las escalerillas y decorar cada centímetro del salón de baile. Dondequiera que fuesen los chicos encontraban a alguien dedicado a pulir picaportes, sacudir las cortinas o desahuciar a las arañas de sus telas, en los rincones. Les echaban de todas partes por temor a las huellas pegajosas que dejan siempre los dedos de los niños.
—Los huéspedes querrán recorrer la casa —explicó la señora Alcalde cuando ellos le preguntaron por qué había puesto a todo un ejército de criadas a limpiar las cerraduras con bastoncillos de algodón.
La mujer estaba en su elemento: nunca era tan feliz como cuando daba órdenes a gritos, susurraba amenazas o apuntaba en una libreta rosa el nombre de quien se hubiera detenido a recobrar el aliento.
Mili y Ernesto eran los únicos que temían la llegada de la gran noche. Los Alcalde, cada vez más obsesionados por ponerles presentables, los acosaban con preguntas inútiles sobre la sorpresa que supuestamente estaban preparando.
—Ya está casi lista —parloteó Mili, cuando la nerviosa señora volvió a interrogarla. En ese momento tuvo una inspiración—. Lo tenemos todo bien atado. Sólo necesitaríamos a unos cuantos de esos horrendos prisioneros para que nos ayudaran, si no os molesta.
La señora Alcalde arrugó el ceño.
—Pues… no sé. Pensábamos mantenerlos fuera de la vista la noche del baile. Podrían alarmar a los huéspedes, y lord Aldor no quiere ninguna interrupción.
—Di que sí, por favor —imploró la niña—. Con la ayuda de los prisioneros nuestra actuación tendrá muchas más posibilidades de ser… —Aquí hizo una pausa efectista y juntó las manos con una palmada… ¡maravillosa!
Bastó esa palabra para que la rolliza mujer comprara la idea como envuelta para regalo. Desde que había oído a la princesa utilizar la palabra «maravilloso» se había convencido de que era el epítome de la sofisticación. En cuanto Mili mencionó que la actuación podía ser siquiera un poquito maravillosa, la señora Alcalde decidió concederle cualquier cosa que necesitara para hacerla tan maravillosa como fuese posible. Con toda seguridad, dejar que los prisioneros salieran de sus mazmorras por unas pocas horas no sería un precio demasiado caro por hacer la velada aún más maravillosa. «Qué estupendo —pensó— si la princesa opinara que soy maravillosa. ¡Qué gran golpe de efecto!».
—¡Vale, sea! Pero cuidad de que permanezcan en todo momento entre bastidores, y no diremos nada a lord Aldor, ¿entendido?
Leo se quedó muy complacido cuando Mili le contó la novedad. Aunque ninguno de los dos sabía con certeza de qué serviría el aporte de los prisioneros, ambos estaban de acuerdo en que ya tenían el comienzo de un plan excelente. Sólo una cosa era segura: la noche del baile deberían llegar a las Grutas del Eco antes que lord Aldor. Por mucho que ignoraran qué implicaría la Gran Comilona, estaban casi convencidos de que no sería una simple reubicación de las festividades.
Pero eso no era lo único que los niños tenían en mente. Ernesto echaba de menos a sus hermanos a pesar de encontrarse entre juguetes nuevos y cojines suntuosos. Se preguntaba quién ganaría los juegos de silencio en su ausencia y rogaba que los más pequeños se mantuvieran alejados de su colección de piedras. Los pensamientos de Mili también solían volar hacia su familia. ¿Cómo se las arreglaría su padre sin ella? ¿Se acordaría de dar a Pestoso un hueso al día para refrescarle el aliento? ¿Habría reconocido al fin Dorkus que sus posibilidades de caer fulminada por un rayo de camino al baño eran de una entre un millón? Tanto ella como su amigo trataban de no pensar en el hogar y en vez de eso se reunían con Leo y Rosie para idear un plan, que paso a describir.
Mili y Ernesto pedirían permiso para abandonar el salón de baile a la primera oportunidad y se escabullirían hacia los jardines de Casa Cebón. Desde allí seguirían el río Sobras hasta llegar a la enredadera enmarañada; una vez en las aguas resonantes de la Laguna Fantasma, cogerían una de las góndolas (con tantas como había, seguro que nadie notaría la falta de una) y cruzarían hasta las Grutas del Eco, donde aguardarían la llegada de lord Aldor y su atroz cortejo de hechiceros. Allí derrotarían de una vez por todas al mago y pondrían a las sombras en libertad. Era un plan pulcro y ordenado. Un plan infalible.
Lo que los niños no podían evaluar era la potencia del hechizo que mantenía a las sombras sujetas en las cavernas. Preveían la victoria, pero no los peligros terribles que les esperaban en la travesía a la Laguna Fantasma. Ni siquiera Mili, con su vivida imaginación, era capaz de concebir la malignidad de la ceremonia conocida como Gran Comilona.