Hasta el cielo
PASARON LOS DÍAS y las espectaculares escenas de Casa Cebón llegaron a hacerse familiares. En más de una oportunidad los niños se preguntaron si estarían destinados a pasar el resto de sus días en medio de ese lujo ocioso. La responsabilidad de ayudar a los otros descansaba íntegramente sobre sus hombros, pero ¿qué meta podían alcanzar con los escasos medios que había a su disposición para orientarse? Mili y Ernesto pasaron muchas horas insomnes tratando de aclarar el misterio de las sombras. No había nadie que respondiera a sus preguntas ni que explicara las intenciones de lord Aldor. En esos momentos echaban de menos más que nunca la previsibilidad de la vida que habían llevado en Villacana, que ya no les parecía tan monótona, y los consejos sensatos que los adultos de la ciudad no dejaban nunca de ofrecer. Además, existía el enigma de las sombras que se habían reunido con sus dueños sólo para que se las encarcelara en las mazmorras de Casa Cebón. Mili y Ernesto eran conscientes de que deberían trazar un plan basado por entero en su ingenio y su inventiva para hacer posible la fuga de los prisioneros. Hasta entonces no habían tenido mayores oportunidades de exhibirlos. En vez de eso, pasaban largas horas en el cuarto infantil, jugando con algún artefacto nuevo, o en el comedor, probando nuevas delicias gastronómicas.
Además, daba la impresión de que lord Aldor los observaba cada vez que trataban de reunir pistas. Cuando se escapaban a los jardines para conferenciar con Rosie y Leo, allí estaba él, sentado en un banco, siempre con su sardónica sonrisa. Cuando bajaban a las mazmorras para llevar secretamente algún bocado a sus hambrientos amigos, allí aparecía él de la nada, como si estuviera empeñado en descubrir todos sus planes. Cuando quedaban con Ortiga para encontrarse en la habitación del baño para pájaros, le encontraban esperando junto a la puerta y debían pasar de largo, como al desgaire, fingiendo que iban a otro lugar. Cada día se sentían más abatidos, hasta que, cuando menos lo esperaban, hicieron un descubrimiento.
Mientras los niños leían tranquilamente en el cuarto infantil, Ortiga vino a anunciarles que lord Aldor partiría para ocuparse de asuntos importantes. El señor y la señora Alcalde deberían haberlo acompañado, pero en el último momento se arrepintieron, porque no soportaban separarse de Bella y Mozi, sus preciosos pupilos. A pesar de la nostalgia, a los niños no les costaba demasiado asumir el papel de Bella y Mozi: tenían toda una mansión para explorar, festines todas las noches, tutores que los adoraban y, además, la amistad de Ortiga y los prisioneros; pero el saberse reducidos a los terrenos de Casa Cebón hacía que continuaran con el plan. La mansión era una cárcel a pesar de todos los lujos y por añadidura veían a sus amigos privados de libertad y dignidad.
Mili apenas pudo reprimir el entusiasmo al ver que Tendón se llevaba a lord Aldor en el largo coche gris, levantando a su paso una nube de polvo. No sólo estarían momentáneamente libres de la opresiva presencia del mago, sino que también los magnánimos Alcalde habían salido a inaugurar un invernadero y las obligaciones oficiales los retendrían en Villacana la mayor parte de la mañana.
—Es hora de poner manos a la obra —anunció Mili con decisión mientras se frotaba las manos.
—Si te es igual —objetó Ernesto—, creo que por hoy ya he tenido bastante. Preferiría acostarme temprano.
—¡Pero si es mediodía! —le recordó la niña—. Y, en todo caso, no podemos darnos por vencidos.
El chico casi lamentó que la señora Alcalde no se hubiera llevado a Mili para que le dieran un masaje con piedras calientes. Tenía la sensación de estar siendo desleal; sin embargo, puesto que era muy inteligente, era consciente de que se trataba de una lealtad mal entendida.
—El señor Alcalde vendería tus órganos de buena gana si le conviniera a sus intereses —le aseguró su amiga.
Luego se puso en marcha hacia el estudio con tanta decisión que a Ernesto no le quedó más opción que seguirla. Por un simple proceso de deducción (es decir, porque miraron en derredor y no encontraron nada mejor) habían decidido que el estudio era el mejor lugar para iniciar la búsqueda. Era muy posible que el señor Alcalde, por ser un lacayo de lord Aldor, tuviera acceso a información importante, aunque no la comprendiera del todo.
Mili dio un enérgico toque a la puerta del estudio. Un momento después se abrió apenas una rendija lo bastante amplia para que los niños divisaran el característico pico negro de cierto flamenco muy nervioso. Aunque advertida de que el secretario escapaba un poco a lo normal, la niña se quedó desconcertada al ver un ave con quevedos y corbata moteada; pero los niños tenemos una capacidad de adaptación asombrosa: en un abrir y cerrar de ojos ya estaba charlando con él como si fueran viejos amigos.
—Tú debes de ser Milipop Zuecos —aventuró el flamenco de forma obsequiosa—. Pasad, pasad.
Una vez que los chicos estuvieron dentro sanos y salvos, corrió el cerrojo y echó una mirada temerosa en derredor, como si esperara que el señor Alcalde apareciera de un salto en cualquier momento, ladrando órdenes imposibles de cumplir a tiempo.
—Han salido todos y no volverán hasta la noche —aclaró Ernesto en voz baja—. No tienes de qué preocuparte, ¿verdad, Mili?
La niña no contestó, absorta en la contemplación de los armarios de carpetas de la oficina que se alzaban por encima de ella. Puso los brazos en jarras, pero no parecía apabullada, sino todavía más decidida a vencer otro de los obstáculos que se interponían entre ella y la fuga.
—¿Dónde están los archivos secretos, di? —preguntó de sopetón al flamenco.
—¿Los qué? —tartamudeó él.
—Los archivos secretos —repitió Mili—. Sin duda conoces esta oficina mejor que nadie.
—Pues… no sé de ningún archivo secreto… No tengo acceso a ese tipo de información. —Vacilaba—. Pero hay algunos que… Oh, no debo… ¡Acabarán conmigo!
—Escucha. —Ella se arrodilló junto a la trémula ave. En torno de sus patas había ya un montón de plumas rosáceas caídas; el plumón de la cabeza se le estremecía violentamente—. Ernesto y yo queremos ayudarte a salir de aquí, pero antes tendrás que cooperar con nosotros.
El flamenco pareció comprender la importancia de la misión e hizo un gesto de asentimiento después de inspirar una gran bocanada de aire.
—Hay algunos archivos de los que ni siquiera yo tengo llave.
—Esperábamos algo así. —Mili se incorporó para sacar el frasco de esencia de su bolsillo. Desde el encuentro con Tendón en la torre lo llevaba consigo, a la espera de que se presentara la ocasión de darle uso.
—En ese caso, de acuerdo —aceptó el ave, con cara de haber hecho un trato con el diablo—. Ahora bien, si alguien pregunta, no he tenido ninguna participación en estas actividades traicioneras. Por el contrario, hice todo lo posible por impedir que llegarais a los archivos secretos, pero estaba en inferioridad numérica. ¿Vale?
—Vale.
La sonrisa traviesa de Mili no era como para calmar los nervios del secretario.
Condujo a los niños hacia la cosechadora de cerezas, la cual, vista de cerca, parecía bastante insegura. A Ernesto se le cayó el alma a los pies. El muchacho se consideraba de cierta utilidad mientras no apartara los pies del suelo, pero las alturas le asustaban, y cuando se ponía nervioso tendía a chillar como un conejo atrapado o, según le decía Mili con fruición, como una niña. Había estado rogando que la suerte lo acompañara por una vez y que los archivos estuvieran cerca del suelo, pero en ese momento recordó, como si hubiera sucedido ayer, que cuatro años antes había pisado una bellota partida; eso significaba que aún le quedaban otros dos años de mala suerte.
La cosechadora de cerezas ascendió entre sacudidas, moviéndose de una manera muy inestable. Ernesto empezó a sentir náuseas tras cinco minutos de vacilante ascensión. Aún no se veía el techo y tampoco podían ver ya el suelo.
—No mires hacia abajo —le aconsejó Mili al ver que se ponía verde, con el matiz enfermizo de las coles. Tampoco a ella le gustaba mucho ese paseo, pero no cometería el error de expresar sus temores delante del chico.
La cosechadora se detuvo al fin con una sacudida y los niños bajaron los ojos para ver el abismo en que se había convertido el estudio, allí abajo.
El armario ante el cual se habían detenido les desilusionó, pues parecía normal y corriente; no tenía aspecto de contener información clasificada. La única diferencia entre ese y los demás era que su contenido estaba guardado tras un fuerte candado rojo. La niña apuntó con decisión la ampolla hacia la cerradura y oprimió el émbolo; de inmediato vio que el candado caía rebotando. Aunque escucharon con atención, la altura era tal que ni siquiera oyeron el golpe contra el suelo.
El hueco del armario era muy grande y se sintieron burlados al descubrir su contenido: una única carpeta. Cuando Mili se asomó para recogerlo descubierto, la distancia entre el armario y la cosechadora de cerezas pareció crecer de forma descomunal. Por un terrorífico instante, el vehículo dio una sacudida y la niña se encontró colgada peligrosamente hacia delante. Por fortuna el flamenco tenía sobrada experiencia en ese tipo de emergencias y actuó con la sangre fría de los auxiliares de vuelo cuando el avión entra en una zona de turbulencias: utilizó la corbata como lazo para sujetar a Mili, al tiempo que daba a Ernesto unas palmaditas tranquilizadoras en la cabeza.
Una vez que la carpeta estuvo bien segura bajo el brazo de Mili, el ave maniobró con los rígidos mandos de la cosechadora para iniciar el bamboleante descenso…
… y cuando llegaron sanos y salvos, los niños se instalaron cómodamente en el amplio sillón de piel del señor Alcalde detrás del escritorio, donde se sentaron mientras el flamenco rondaba la puerta, nervioso y alerta a cualquier ruido de pisadas cercanas. La blanda cubierta de la carpeta había asumido un aire de malevolencia y los tres estallaban de expectación. La tensión se palpaba en el ambiente.
Pero les esperaba una gran decepción. Dos decepciones, para ser más precisos. La primera fue que dentro de la carpeta había una sola hoja de papel. Después de tanto esfuerzo, los niños esperaban encontrar un grueso fajo de documentos. Pero la vida es injusta, como bien sabéis. ¡Y eso que todavía no os he dicho cuál fue la segunda desilusión!
—¡Dibujos! —exclamó Ernesto, consternado—. ¡Dibujos sin sentido!
Y, en efecto, así era, la hoja estaba cubierta de garabatos: líneas onduladas, retorcidas, enmarañadas, como las que hace un ordenador cuando se grilla. Era completamente indescifrable. ¿Sería una falsificación? ¿Los habrían llevado al huerto o en verdad la carpeta contenía la información necesaria? Los chicos se miraron con desconcierto en tanto se devanaban los sesos en busca de una solución.
—¡Y pensar que podría estar armando mi nuevo modelo de avión! —se quejó Ernesto, nada solidario.
—¡Mira que te pones membrillo a veces, chico! —replicó ella, acalorada.
—Venga, venga —intercedió el flamenco—, que con pelear no ganamos nada.
Una vez más se concentraron en aquel críptico papel, como si bastara observarlo con mucha atención para incitarlo a revelar sus secretos. La niña miraba aquel documento como si quisiera hacerlo trizas.
—Ábrete, Sésamo —siseó.
Nada.
Fue el flamenco quien decidió probar una idea diferente.
—Pensemos —comenzó—. ¿Cuál es la regla primera y principal de Casa Cebón?
Los niños pusieron cara de no entender nada, hasta que Mili gorjeó:
—¿Que nada es lo que parece?
—Exacto. Los libros pueden ser quesos; los floreros, camellos. Y las carpetas de archivo podrían ser algo así como… bolas de cristal. —Al ver que a Mili y a Ernesto les costaba seguir su razonamiento lógico, se limitó a sugerir—: Probad a hacer una pregunta a esa carpeta.
La idea parecía ridicula incluso para Casa Cebón, pero Mili no deseaba ser grosera, y aunque pensaba que era una solemne idiotez, se acercó la página a la nariz y preguntó:
—¿Dónde están las sombras? —Puesto que no sucedía nada, bajó el papel y dirigió a Ernesto una mirada desvalida—. No pensaríais que iba a ser tan sencillo, ¿verdad?
Pero no recibió respuesta, pues tanto su amigo como el flamenco observaban, atónitos, aquellos símbolos, que habían comenzado a reconfigurarse ante sus ojos. Se iba formando una imagen. Según se tornaba más clara, vieron que representaba las aguas lodosas de un lago. Puesto que había un solo cuerpo de agua en un radio de ciento cincuenta kilómetros, no cabía duda de cuál era: lo que tenían a la vista era, ni más ni menos, las aguas rojas prohibidas de la Laguna Fantasma, y eran todavía más espeluznantes de lo que habían imaginado.
Envalentonada por ese primer éxito, Mili interrogó de nuevo a la página.
—¿Cómo se llega hasta allí?
Surgió a la vista un ondulante mapa de color sepia y la página mostró los cuatro accidentes geográficos reconocibles que componían los Territorios Prohibidos: la ancha y roja extensión de la Laguna Fantasma; pequeños montículos que representaban los Arenales del Bochorno, hábitat natural de los escorpiones mamut, provistos de pinzas cuyas descargas eran de alto voltaje; los Pantanos Roquefort, famosos por emitir una fetidez tan potente que provocaba desmayos; y, por fin, sombreando la esquina superior derecha, las terroríficas Grutas del Eco. Había líneas de puntos que serpenteaban hacia todos lados, pero ¿qué rumbo debían tomar? Tres difusas palabras se deslizaron bajo sus ojos: «Id por sobras».
Por suerte para los niños, el flamenco era un cartógrafo muy hábil; inmediatamente echó mano de pluma y pergamino para copiar el mapa con todo detalle. El entusiasmo crecía minuto a minuto. Al parecer, los diseños de esa página les dirían todo cuanto necesitaban saber.
—¿Qué es el Baile de Abracadabra? —preguntó Mili, ansiosa.
La página empezó a vacilar ante esa pregunta y se puso a zumbar de un modo similar a la estática en el televisor. Se retorcía como una lombriz dentro de un cubo. Los chicos presintieron que se avecinaba algo importante. Por fin surgió a la vista un rollo de pergamino manuscrito con una caligrafía pulquérrima. Al mirar mejor, Mili notó que no era un pergamino cualquiera. Era una invitación… al Baile de Abracadabra, redactada en letras doradas.
Convocatoria a todos los taumaturgos…
Lord Aldor el ilustre requiere glacialmente vuestra presencia en lo que promete ser el evento mágico del siglo:
EL BAILE DE ABRACADABRA
Hora: 20:00 clavadas
Lugar: Salón de Baile de Casa Cebón (amplio aparcamiento en la parte trasera)
Atuendo: Traje de capricho
Acudid preparados para ser sorprendidos, deslumbrados, cautivados e incluso catapultados al cosmos para alternar con las estrellas del mundo mágico y alucinar con el espectacular final de la Gran Comilona de las Grutas del Eco. (Se desaconseja el espectáculo para blandos y pusilánimes).
ADVERTENCIA: Quienes padezcan de hipertensión o cardiopatías hereditarias deberían consultar con el medico antes de asistir.
Hambrientos de más información, los niños lanzaron una pregunta más, tal vez demasiado profunda:
—¿Qué es la Gran Comilona?
Entonces, por desgracia, la instructiva página se cerró en banda y los diseños, ofendidos por la consulta, giraron tan frenéticamente que, debido a la fricción, el papel estalló en llamas. El fuego devoró el pergamino en pocos segundos y las cenizas se desmoronaron sobre la mesa. Al final sólo quedaron unas cuantas manchas negras en el bonito juego de escritorio del señor Alcalde.