Un pueblo llamado Villacana
CUANDO SE ABRE UN LIBRO y se echa un vistazo a la primera página, no sin cierta prevención, la frase inicial es el factor determinante de que se siga leyendo o se descarte el ejemplar. Tras una larga reflexión acerca de la primera frase de esta novela, he llegado a la conclusión de que debéis escribirla vosotros mismos, los lectores. Quizá se os ocurran tópicos tales como «Había una vez…», «Hace mucho tiempo…» o «Muy, muy lejos, en un país mágico…», si, por desgracia, andáis escasos de imaginación. ¡QUÉ MUERMAZO! Deberás esforzarte mucho más para estar a la altura de la historia en la cual estás a punto de embarcarte. Tal vez os resulte útil leer una muestra del relato antes de adoptar una decisión al respecto, pues de todos es sabido cuán poco conviene precipitarse a la hora de escribir la primera frase. De todos los comienzos que conozco, uno de mis favoritos de siempre es: «Todos los niños crecen, menos uno». ¡Una apertura como esa no puede dejar de atrapar tu atención! Bueno, mientras caviláis acerca de la frase inicial, será mejor que deje de parlotear y comience a contarte la historia, pues, al fin y al cabo, para eso has abierto el libro.
Da la casualidad de que la protagonista de este cuento es una niña de corta edad y gran belleza que respondía a un nombre poco afortunado y marcadamente original: Milipop Zuecos. Ella tenía la precaución de eliminar las tres últimas letras de su nombre en las contadas ocasiones en que sostenía una conversación lo bastante prolongada para que le preguntaran cómo se llamaba, por supuesto, y se apresuraba a añadir que, por estrictas razones religiosas, no le habían puesto apellido. Por eso, y por motivos puramente piadosos, a lo largo de este libro me referiré a ella como Mili.
Este relato también habla de una urbe, Villacana, el lugar donde nació Mili. Ella vivía con su familia en dicha localidad, un municipio bien organizado bajo el mandato de un tal señor Alcalde y su señora esposa, ambos muy conocidos y admirados, pues efectuaban frecuentes apariciones públicas para informar sobre las noticias locales, cortar cintas en la inauguración de edificios nuevos, promover iniciativas y entregar los premios al Ciudadano de la Semana. Los villacanenses se enorgullecían en grado sumo de los Alcalde y de su ejemplar ciudad, de la cual se habían erradicado lacras tales como la pobreza, el delito y el paro, gracias a la implantación de una serie de restricciones conocidas como Código de Conducta. Esta normativa comprendía una lista de reglas que todo el mundo respetaba escrupulosamente, pese a que eso supusiera la pérdida de algunas libertades. Por ejemplo: a los ciudadanos se les impedía andar por la calle con ropa de otros colores diferentes al negro, el beis o el gris verdoso; a los niños no se les permitía salir a jugar después de las cuatro de la tarde, y se arriesgaba a una fuerte multa quien saliera de casa sin exhibir el escudo de Villacana en alguna prenda de su indumentaria. Se habían previsto castigos severos para el infractor de dichos preceptos; pero esas faltas se producían rara vez, pues muy pocos ciudadanos de Villacana tenían deseo alguno de desobedecerlas.
Para Mili, la monotonía de su ciudad era tan insoportable como ineludible. Todas las casas estaban diseñadas por el mismo arquitecto, o, mejor dicho, el arquitecto proyectó una vivienda y todas las demás se construyeron siguiendo el mismo plano; incluso se pintaron todas de gris, con relucientes puertas negras y llamadores de bronce.
Los jardines de las casas eran idénticos entre sí: unos espacios rectangulares cubiertos de césped y situados unos junto a otros en paralelo. Bordeaban las calles unos sombríos árboles nudosos sin una sola rama fuera de lugar, y no había mancha alguna en las losas cuadradas de cemento que conformaban las aceras.
Cubría la ciudad una gasa gris tan densa que no sólo velaba la luz del sol, sino que sofocaba el color de todas las cosas. Por eso resultaba anómalo ver una mariposa en pleno mediodía, cuando los búhos permanecían despiertos y las siluetas, si hubieran sido detectables, podrían haberse confundido con ogros. La ciudad estaba muerta, o eso creía Mili; era imposible hallar una sola mota de individualidad ni de color por mucho que rebuscara en todos los rincones y todos los recovecos.
Ella se había percatado desde hacía algún tiempo de que a los villacanenses también les faltaba algo, pero le parecía un sinsentido comentar el asunto con otra persona cuando ella misma no era capaz de aclararse sobre ese tema. No sabía con exactitud qué les había abandonado, pero sí que se trataba de algo importante, algo valiosísimo, y cuando se inicia este relato Mili ignoraba que le iba a tocar a ella restaurarlo.
La niña llevaba una vida bastante solitaria. Mili y su madre jamás llegaron a conocerse bien, ya que esta murió cuando ella tenía sólo cuatro años; pero por muy borrosos que fueran los recuerdos sobre su progenitora, había tres cosas que tenía grabadas de forma indeleble: su nombre, Enid Rosemary Zuecos, que le servía de mantra para despejar el ataque de insomnio que inevitablemente sigue a una pesadilla; la frescura de sus manos, capaces de apaciguar cualquier rabieta con un simple roce, y en tercer lugar, el apodo por el que le llamaba su madre, ese que ya nadie usaba: Pequeña Ciempiés.
Nadie quería hablarle de la muerte de su madre ni de las circunstancias exactas de esta. Antes bien, al contrario, murmuraban tras la taza de té algo sobre un lamentable accidente, como si estuvieran molestos, y se apresuraban a cambiar de conversación. Con el tiempo, Mili había aprendido a no abordar el tema con vecinos ni conocidos, pero no por eso dejaba de esperar que se refirieran casualmente a ella o, al menos, le preguntaran si la echaba de menos, lo cual nunca ocurría. Todos estaban muy ocupados en parlotear sobre las inapreciables flores de sus jardines o sobre cómo decorar el próximo pastel. Tal vez te preguntes, amigo lector, por qué no pedía a su familia que le hablara de su madre; verás: es que Milipop Zuecos pertenecía a una familia muy poco normal.
Dorkus, su hermana mayor, llevaba dos años y medio sin salir de su dormitorio por miedo a ser devorada por algún artefacto eléctrico y, además, estaba convencida de que Pestoso, el perro de la familia, era un espía que trabajaba para una organización gubernamental encubierta, y no había manera de sacarle la idea de la cabeza. Luego estaba el padre de Mili, la única persona de la casa en quien ella habría podido confiar. Y bien habría querido sincerarse con él, si el hombre hubiera sido capaz de concentrarse, aunque fuera sólo un rato, en lo que le dijera su hija.
El señor Zuecos siempre había sido un soñador; vivía sumido en una distracción constante desde la pérdida de su esposa. Era de ese tipo de personas capaces de pasarse sentadas horas y horas con la vista fija en un frasco de pipas Semilla de Miel. La máxima diversión del cabeza de familia consistía en hacer rostros sonrientes con las migajas del desayuno.
El padre de Mili era panadero y trabajaba cinco días a la semana en la panadería de la ciudad, donde amasaba, estiraba y horneaba panes y bollos hasta lograr la perfección. Su hija se maravillaba a menudo de que hiciera exactamente lo mismo cada día, todos los días, y aún le apeteciera acudir al trabajo por la mañana.
El señor Zuecos disfrutaba en la cocina creando platos exóticos que, en ocasiones, rayaban en lo peculiar; en una ocasión había intentado hornear vainas de guisante rellenas de caramelo a fin de combinar lo ácido con lo dulce. El resultado había sido tan desastroso que Mili detestó los guisantes y el caramelo el resto de su vida. Pero el señor Zuecos no se descorazonaba con tanta facilidad. Aunque algunos de sus platos experimentales fueran horrorosos, a veces lograba creaciones increíbles, como su strudel[1] de peras empapadas en miel, al que daba la forma de los Alpes suizos. El buen hombre soñaba con ampliar su repertorio y hacer quizá, algún día, un strudel de granadilla; pero en Villacana las frutas más exóticas estaban prohibidas a causa de sus propiedades estimulantes y sólo se comercializaban manzanas y peras.
El señor Zuecos tenía tanta inventiva culinaria que probablemente habría presentado su propio programa de cocina en la televisión nacional de haber vivido en otro mundo; pero como en Villacana no se toleraban ni la inventiva ni la televisión, el pobre debía resignarse a trabajar con los limitados recursos disponibles.
En la panadería local, como en cualquier otra empresa comercial de la ciudad, estaba estrictamente prohibido apartarse de la rutina. Los villacanenses desconfiaban de cualquier cambio; la mayoría de los clientes sólo compraba rebanadas de pan blanco con sabor a sábanas, y si alguna vez, en plena noche, has masticado las sábanas de tu cama durante una pesadilla espantosa, ya sabes hasta qué punto es repugnante su gusto. Empero, el señor Zuecos no parecía interesarse por las febles papilas gustativas de sus parroquianos. Recibía a todos con una enorme sonrisa adherida a la cara enharinada. Desde luego, los vecinos le tenían por un villacanense como cualquier otro. Obedecía las reglas de la ciudad, leía cada noche el Código de Conducta antes de acostarse y nunca ponía en tela de juicio los edictos del señor Alcalde. Por tanto, era un convecino aceptado y respetado. ¡Vaya golpe para el pobre señor Zuecos descubrir que su hija menor, Mili, jamás sería como él!
Si vas a pedirme que resuma la personalidad de Milipop Zuecos en una sola palabra, perderás un tiempo precioso, por la simple razón de que ni el más completo de los diccionarios contiene una única palabra capaz de describirla, ni siquiera remotamente. Mili era alocada, ridicula y estrafalaria, pero también considerada e imaginativa. Era espontánea y apasionada, audaz y animosa. Si te pregunto qué es lo primero que te viene a la cabeza cuando oyes la palabra «día», lo más probable es que respondas «noche» o quizá, si eres una persona muy creativa, «cielos» si le formulara la misma pregunta a Mili, ¡es bien posible que me respondiera «granada»!
Cuando una chica es capaz de relacionar la luz del día con una exótica fruta roja, tiene dentro algo muy extraño que no concuerda con las convenciones de Villacana. Sin embargo, la apariencia de Mili era la muestra más palpable de su singularidad, pues tenía una serie de rasgos propios de las muñecas antiguas, como la tez de porcelana clara, la nota picara del semblante y esos ojos castaños suyos tan serios, que se ensanchaban al pensar en posibles aventuras. Tan sólo le faltaba la melena suave y lustrosa de esas muñecas. Precisamente el cabello era causa de infinitas tribulaciones. Le resultaba imposible disciplinar esa masa rebelde de rizos oscuros: por mucho que a primera hora de la mañana los retorciera en el moño preceptivo, a mediodía se habían arreglado para escapar del rodete. Ofrecía un aspecto permanente de desaliño desde la muerte de su madre. Llevaba los zapatos raídos, los calcetines no hacían juego, y los uniformes, tan parecidos a los mandiles, además de estarle demasiado estrechos, mostraban señales de haber sido planchados con precipitación. El señor Zuecos, por lo general, estaba demasiado abstraído para llevarla a la peluquera o a la modista.
Mili aborrecía su atuendo reglamentario. Debía llevar ese atavío gris encima de una falda de lana plisada y una blusa de cuello almidonado, y los botones metálicos del mandil le provocaban un escozor permanente en la nuca. La niña se arrancaba de un tirón los botones superiores del uniforme cuando el picor se volvía insoportable, lo cual le valía un grito de reprimenda por parte del profesor de música de la Escuela Primaria de Villacana, Arcadio Acorde, un sesentón de ojos saltones y aspecto de rana que andaba pavoneándose con su toga académica de un lado para otro y se complacía en apuntar con la vara a los alumnos díscolos, al tiempo que aullaba:
—¡BOTONES!
Mili había acumulado un considerable número de deméritos por culpa de esos condenados botones, por no mencionar otras irregularidades. Para empezar, sus calcetines se negaban de plano a mantenerse estirados e invariablemente se le deslizaban hasta acabar arrugados alrededor de los tobillos, como globos desinflados. Los faldones de la blusa le sobresalían por encima de la falda y se le desanudaban los cordones de los zapatos, sin que ella pudiera hacer nada por evitarlo. El mal estado del uniforme y las greñas de su pelo provocaban palpitaciones al profesor de música, de quien se había convertido en la víctima propiciatoria.
Los otros niños siempre estaban inmaculados y habían renunciado a ser amigos de Mili hacía mucho tiempo. Ella los ahuyentaba con ceños feroces, miradas sombrías y, a veces, hasta con amenazas de magia, cosa que por sí sola bastaba para mantenerlos bien a raya. Cualquier tipo de magia estaba prohibida en la ciudad de Villacana, incluidos los trucos de naipes, y nada asustaba tanto a los chicos como las consecuencias de desobedecer las reglas, pues…
… nadie había olvidado aquel terrible día de noviembre, tres años atrás, cuando un niño de doce años llamado Leo cometió un acto sin precedentes: no devolver a tiempo un libro a la biblioteca, pues aún no había acabado de leerlo. Leo nunca llegó a terminar ese libro ni ningún otro: un fantasmagórico coche gris llegó en silencio hasta su puerta poco antes de la hora de acostarse. Mili recordaba vividamente que los padres de Leo habían entregado a su único hijo sin un parpadeo, sin enarcar una ceja en señal de protesta. La imagen de sus caras inexpresivas aún le provocaba escalofríos en la espalda. Leo, pálido como la masa de pizza, se aferraba con desesperación a sus padres, pero ellos se lo habían quitado de encima con la indiferencia de quien se sacude una mosca fastidiosa durante un picnic. Y aún en la actualidad continuaban con sus tareas cotidianas como si nunca hubieran tenido un hijo.
Mili se preguntaba en ocasiones por el destino y el paradero de Leo. Le habría gustado buscarlo y traerlo de vuelta a casa. Pues, como ya se te ha informado, a Mili le encantaban las aventuras por encima de todas las cosas. Nada le brindaba más satisfacción que adentrarse en lo desconocido, arriesgarse y dominar el miedo. Hasta había hecho un pacto secreto consigo misma: nada ni nadie sería capaz de asustarla cuando llegara a la edad de doce años, para lo cual faltaban pocos meses.
Una vez, cuando tenía apenas cinco años, se había obligado a dormir debajo de la cama, y no en ella, durante una semana entera con el único propósito de perder el miedo a Mostro, un monstruo peludo con dientes de sable. Mili estaba convencida de que habitaba debajo de su lecho y mordía los dedos de los pies a los niños en cuanto se quedaban bien dormidos. Estaba segura de oírle respirar y rascar con sus garras las tablas desnudas mientras esperaba a que ella se adormeciera. Como sabía que Mostro prefería los dedos frescos y rosáceos, cada noche, antes de meterse entre las sábanas, cuidaba de que sus pies estuvieran bien roñosos y negros de polvo.
Lo curioso es que Mili se las había arreglado para borrar esos temores infantiles que aún pululan por tus sueños y los míos. Hacía tiempo ya que tenía miedos de adulto, más grandes y horrorosos, pero si hubieras interrogado a quienes la conocían, te habrían dicho que era bastante temible. Tenía un genio muy vivo; cuando se le despertaba, pasar a cincuenta kilómetros de ella era pisar terreno peligroso. Tampoco era de esas niñas que cuando se disgustan se conforman con causar una lluvia y algún trueno pequeño: lo más probable era que dedesatase una verdadera tempestad. No es mi intención, en absoluto, insinuar que Mili fuera una muchacha terrible, violenta o con una espantosa tendencia a las rabietas. Quizá la descripción más adecuada es la que ofreció una de sus maestras, que utilizó la palabra «apasionada», aunque en un sentido lejos de ser elogioso…
… ya que en Villacana se consideraba que los niños apasionados eran poco más que un fastidio, dado su hábito de formular demasiadas preguntas para luego poner en duda las respuestas ofrecidas. Ser apasionada significaba que cuando a Mili se le metía algo entre ceja y ceja, no salía de allí ni con una ventisca. Aunque de poca estatura, la niña solía ser formidable. Por lo que respecta a la vida social, prefería su propia compañía a la de niños tediosos; Mili sólo toleraba la presencia de una persona en todo aquel lúgubre barrio: un niño con un nombre tan lamentable como el suyo, Ernesto Periclavo, cuya compañía llegaba a disfrutar en ocasiones.
Como en Villacana no había mucho que explorar, pasaba la mayor parte de su tiempo libre soñando con cruzar la Laguna Fantasma y adentrarse en las tristemente célebres Grutas del Eco. Empero, tal como le recordaba Ernesto una y otra vez, que solía mostrarse más respetuoso de la cuenta con las reglas, la laguna y las cuevas formaban parte de los Territorios Prohibidos y el acceso estaba estrictamente vedado. Más aún, según rumores, rondaban por las Grutas del Eco unas criaturas de lo más extrañas: monstruos sin cara, pero con garras más afiladas que los cuchillos de un carnicero, y nadie había pisado nunca ese lugar en un radio de quince kilómetros. La mera idea de ir allí se consideraba un augurio de desgracia. Pero ahora debo regresar al relato; más adelante habrá ocasión de hablar de las Grutas del Eco y sus extraños habitantes.
Es bien sabido que las aventuras nunca aparecen cuando uno sale a buscarlas, y buscarlas era justo lo que Mili hacía casi a diario. No siempre había sido una alborotadora. Recordaba vagamente una época en que se contentaba con estarse tranquila sentada con su labor y obedecía las reglas sin chistar; pero ese recuerdo se iba borrando deprisa, pues poco después de cumplir los diez años la invadió una rebeldía inexplicable y comenzó a verlo todo desde una perspectiva diferente. Era más o menos como reunirse con otro yo que hubiera retornado de un viaje muy largo y que ahora la llenaba de una energía nada fácil de dominar. Por inquietante que fuera, también le ofrecía un sinfín de ideas y posibilidades que antes nunca se le habían ocurrido. Ahora buscaba problemas y estaba siempre alerta a cualquier cosa que pudiera escapar, siquiera levemente, de lo ordinario. Pero esa tarde en particular Mili no había salido en busca de aventuras, y así fue como la aventura llegó hasta ella.