El lunes, por la mañana temprano, recibió Pablo Acosta una llamada. Era Desi. De forma un poco embarullada, pero risueña, le dijo:
—Hemos quedado para esta noche, ¿no?, pero me gustaría que hubieses leído ya entonces unas páginas escritas por mí. Lo considero necesario para que se desarrolle bien lo nuestro y termine como es debido. Ven a buscarlas a mi dirección. —Por primera vez se la dio—. Yamam no está ni en casa ni en Estambul; ha ido fuera unos días. Yo tengo que salir de compras; si llamas y no abro, la llave estará debajo del felpudo; como ves, siempre convencional. Y los papeles, sobre la mesa de la entrada… No vengas, por favor, hasta después del almuerzo: a las cinco o así.
Pablo Acosta fue a la dirección indicada. No abrieron la puerta; utilizó la llave del felpudo. Entró en aquel piso pequeño, desangelado y triste, con dos pares de zapatillas junto a la puerta, casi sin luz; de momento, sólo la que entraba por una ventana apaisada, a través de unos visillos con volantes. Dio la luz eléctrica, porque el día estaba gris y mate. Sobre una mesa había unos cuadernos; al lado de ellos una caja vacía de delicias turcas. Ojeó los cuadernos; parecían escritos con la letra de Desi, que él aún recordaba. Se arriesgó a entrar más dentro, no por otra cosa que por conocer la vivienda, bastante humilde, de su amiga. Vio la cocina, descuidada y no muy limpia, y un dormitorio con dos camas, sin duda de dos niños, también vacío. En el otro dormitorio, sobre la cama, vestido, yacía el cadáver de Desi. Aún no estaba frío del todo, pero fueron vanos los intentos que hizo para reanimarlo. La muerte se había producido muy poco antes. Numerosas cajas de somnífero estaban desparramadas por el suelo. Por lo demás, todo aparecía en orden.
No encontró teléfono. Bajó a llamar desde la calle al puesto de policía más cercano; lo ayudó un amable transeúnte. Subió de nuevo y esperó. Cuando llegaron sus compañeros turcos, se identificó, y les explicó muy por encima lo sucedido. Él pensaba quedarse en Estambul —les dijo— mientras se cumplimentaban los trámites precisos. El cuerpo se lo llevaría a España. No supo por qué había decidido eso sobre la marcha.
Al quedarse solo, se dispuso a leer los cuadernos de Desi por si le proporcionaban alguna pista del porqué de su decisión. Empezó por el final del cuarto cuaderno. De él dedujo dos consecuencias: primera, la posibilidad de que el doctor hubiera dado un diagnóstico tan adverso que le arrebatara a Desi toda esperanza. Segunda, la noticia de que Yamam estaba fuera de Estambul significaba que Desi y él se habían entrevistado, puesto que ella, la noche anterior, no lo sabía, y sí por la mañana.
Luego abrió el primer cuaderno y comenzó a leerlo.
Era de noche avanzada cuando terminó la lectura del cuarto. Aún no había comparecido nadie. Bajó para telefonear de nuevo, y tropezó con dos camilleros en la escalera. Dejó que se llevaran el cuerpo de Desi, pero él permaneció en el piso. Ojeó de nuevo los cuadernos. Convencido de la imposibilidad de descubrir por qué se mata una persona. «Sencillamente no porque tenga razones para morir, sino falta de razones para seguir con vida». Acaso todo estaba ya dicho en los cuadernos… O no, y la causa era que Desi había dejado de amar y se sentía incapaz de confesárselo a sí misma. O incapaz de seguir engañando, o de seguir siendo engañada, y eso la indujo a recuperar el amor propio que la empujó a la muerte.
Ahora le dolía que se hubiesen llevado el cadáver de Desi. Le habría gustado preguntarle, inclinarse sobre ella, indagar en su rostro. Lo que había hecho era leer sus escritos, en lugar de interrogarla a ella que no mentía jamás, quizá salvo en lo que escribió.
«Mañana saldrá bien todo», dijo anoche, cuando nada había resuelto aún. Y, sin embargo, él había temido que estuviese en el límite de su resistencia. Lo que ocurrió es que no la comprendió bien. Se había confundido: atribuyó su debilidad extrema, su agotamiento, su falta de ímpetu de anoche a su consentimiento en entregársele; a su consentimiento en ser suya «para siempre», como él había siempre soñado.
Si esta mujer amó bien o amó mal —se decía, invadido por un dolor creciente— nadie puede afirmarlo con certeza. Un amor no se mide ni por su duración ni por su violencia… Y ningún hombre será apto nunca para opinar con sensatez de lo que acontece en el corazón de una mujer enamorada.
Fue a la cocina a ver si encontraba algo que comer. Ya no tenía sentido seguir allí, pero le asaltó un hambre repentina y feroz, como si fuese una venganza. Desde el almuerzo no había tomado nada. Preguntándose por qué no lo vio antes, lo que encontró fue un papel a medio quemar. La única frase clara era: «el tábano me ha forzado a elegir entre el dolor y la nada. En el amor o se crece o se muere…». Quizá iba a dejarle a él alguna explicación, y luego olvidó lo que quería decirle. O se arrepintió. O prefirió negarse a reconocer que moría por no haber sido amada de verdad nunca… Aunque acaso quienes los sufren ignoran sus propios excesos: ¿quién podría decir que Yamam no la amara? Ni siquiera ella misma, a la que probablemente le sobrevino un gran cansancio y un gran hastío, y le urgió echarse a dormir…
El hambre había desaparecido. Se fue a su hotel reflexionando sobre lo poco que sabemos unos de otros los humanos; es natural que sea así, dado lo poco que nos conocemos a nosotros mismos. «Qué policía tan hábil: estar con la mujer que amaba y que unas horas después se suicidaría, hablar con ella minutos antes de que lo hiciese, y no sólo no advertirlo, sino creer que no tardaría más que unas horas en estar por fin entre sus brazos».
A la mañana siguiente se presentó en la clínica del doctor cuyo nombre y dirección aparecían en una receta en el bolso de Desi. El ginecólogo le aseguró que la había visto el martes o el miércoles; pero que el lunes aún no había tenido el resultado final de los análisis. Ahora sí lo tenía y, como había supuesto, los pequeños bultos eran quistes sin importancia. La salud de la señora era por tanto buena, y no se hallaba bajo una amenaza mayor que el resto de los mortales.
A pesar de que trató de agilizarlo, los trámites del traslado del cuerpo se eternizaban. El jueves, el policía al que le había dado la orden de traer a Yamam en cuanto regresara, lo telefoneó y lo citó en un puesto próximo al Bazar. Nada más llegar, los dejaron a solas.
Yamam volvía de un viaje a Ankara. No; no había ido solo… Con Blanche, una chica francesa… No; de Desi no sabía nada desde el lunes. (Pablo lo dudó por una ráfaga de ansiedad que le brilló en los ojos). No; él no tenía nada que ver con aquella mafia turca de que le hablaba. (Pablo había querido dejar claras las pruebas para que Yamam sintiese la debilidad de su posición).
Fue en ese instante cuando le dijo que Desi había muerto.
—¿Muerta? —exclamó Yamam—. ¿Está usted seguro? ¿No será desaparecida lo que quiere decir?
—Muerta —repitió Pablo—. Desde el lunes a mediodía.
—No es posible: el lunes la vi yo a primera hora de la mañana.
—Lo sé; ella me lo comunicó por teléfono. ¿Por qué fue usted a verla, o por qué ella fue a verlo a usted?
—Fui yo al piso. ¿Ha sido allí donde…? —Pablo afirmó—. Fui al piso a decirle que estaría fuera unos días.
—Para huir de la policía. Usted supo que yo venía a Estambul a echarle los perros y…
—No; yo supe que usted estaba aquí, pero no me fui por eso… Desi había conseguido que el director en Estambul de una firma francesa expulsase de su oficina a mi amiga Blanche y tratase de devolverla a París. Yo estoy interesado en ella. Enterado del comportamiento de Desi, quise darle una lección. Crea usted que estaba deseando librarme de esa loca… Perdóneme, está muerta, pero es verdad lo que le digo. El lunes, después de pasar la noche en el pequeño apartamento de Blanche que ella en adelante no podrá pagar, me dirigí a casa y le planteé la cuestión a Desi: me iba con Blanche tres días y esperaba no encontrarla allí cuando regresase. Blanche tendría que quedarse a vivir en el piso, puesto que Desi, ella misma, había hecho imposible cualquier otra solución.
—¿Cómo recibió la decisión de usted?
—Como si la esperara. Me dio la mano; luego, me la pasó levemente por la mejilla, y me dijo: «Gracias por todo. No te preocupes; a tu vuelta no estaré aquí». Me dijo también: «Que seas feliz».
Pablo tenía bastante, no quiso escuchar más. Miró a aquel turco vulgar. Se preguntó si le mentía. Se respondió que acaso habían mentido todos, incluso él; que también Desi se engañaba al escribir sus cuadernos; que la absoluta verdad no existe, y que cada uno es víctima de su propia verdad, la sepa o no, la diga o no la diga.
Al salir del puesto de policía levantó los ojos al cielo. Estaba azul; en él volaba una gran bandada de aves migratorias. Ese día comenzaba el otoño. No distinguió lo que eran, pero le parecieron cigüeñas. Pensó en Desi y la vio sonriendo. Luego pensó que, de una manera muy distinta de como lo proyectara, se la llevaría a España de regreso con él.