Cuarto cuaderno

Mi convalecencia, entre una y otra recaída, ha durado más de lo que nadie calculó. Aún ahora no me siento vivir del todo. Es como si la muerte —una especie de muerte contagiosa— me hubiera puesto una venda sobre los ojos para impedirme ver, y querer ver y entenderme a mí misma. No he tenido ánimos ni de levantarme de la cama para sentarme aquí, ni de venir aquí… «¿Para qué? —me preguntaba—: ¿para quedarme en una ventana que se abre al mismo aparcamiento y a los mismos cielos ajenos?».

Yamam se ha portado muy bien. Los primeros días no salió; después traía por la noche el almuerzo del día siguiente; encargó a una vecina que viniera a verme a media mañana y a media tarde, y él comparecía siempre a la hora de la cena. Cocinaba para mí con esa delectación con que lo hacen los turcos; pero yo apenas si pasaba bocado. Prefería además que me viera lo menos posible. La mayor parte de las noches, apagaba la luz cuando lo oía llegar; no porque haya dejado de quererle, sino para que, por mi debilidad y mi enflaquecimiento, no dejara de quererme él a mí. Pero él hacía la cena y me la llevaba a la cama.

—No estás en situación de perder ni una sola comida.

Durante este tiempo ha dormido en el cuarto de sus hijos, que no venían para no importunarme.

Me asustaba mirarme al espejo: las ojeras lívidas, el arco de las cejas tan pronunciado, los pómulos que me endurecen la cara… La fiebre me hacía sudar, y me encontraba sucia desde el atardecer. Mi único alivio era ponerme los pijamas de Yamam, sus camisas gastadas, y convencerme de que nuestra historia no ha terminado… Lo que otro sabe cualquiera puede aprenderlo; pero el corazón —la única posesión verdadera, origen de todo lo demás— no es más que de cada uno…

Muy poco a poco, tanteando, empiezo a encontrar gusto en el sol que se posa con suavidad sobre esta mesa; en la comida, que antes me revolvía el estómago; en los olores fuertes que suben desde la escalera y las cocinas de abajo, y en los de la ropa interior de Yamam, que han tocado sus axilas o su vientre; en el murmullo continuo de la calle… Las cosas sin ninguna importancia, en las que no había reparado, comienzan a proporcionarme una emoción indescriptible, como si estuviesen recién nacidas y me nombrasen con ternura, agazapadas ahí, a la espera de que volviese a ellas. Ver en el perchero de la entrada la gabardina de Yamam, lo que me da a entender que el buen tiempo ha llegado; meter mis manos en sus bocamangas, o descolgarla y ponérmela, tan grande, y ajustármela con el cinturón y conservarla puesta toda la mañana. Ordenar la ropa en los cajones; colgar sus trajes después de acariciarlos. Limpiar muy despacio y a fondo la cocina, y sentarme un poquito para que me deslumbre la luz que reverbera contra los azulejos… Y recordar el cariño de Trajín, que me habría hecho una guardia constante, satisfecho de que estuviese mala y me fuera imposible salir a la calle sin él; recordarlo en aquel día especial, en el jardín de los jefes de Ramiro, donde había un seto de plumbagos, del que él volvió lleno de motas azules, adornado y precioso, sacudiéndose como un hombrecito al que no le van las cosas de mujeres. Y recobrar el gozo de tener a Yamam, de recibirlo y servirle un vaso de vino, y probarlo después que él dé el primer sorbo; el gozo de tocar sus dedos con los míos sin ninguna fuerza, y abrir los suyos y colocar entre ellos mis dedos y esperar la presión de su mano. Y tomarle la mano y ver su vello, sus uñas, sus nudillos, y decirle: «Estas uñas hay que cortarlas ya», y coger el cortaúñas, y, con mucha ternura, írselas cortando mientras él me atenta cómo le ha ido el día. O presentir sus pasos en la escalera, y preparar la mesa, y encender una vela recordando las mías de colores, y beber agua mientras él bebe vino, y atisbarnos por encima del cristal como si aún fuéramos los cómplices que éramos. Y sentir todo el día ganas de llorar de puro agradecimiento por estar viva y seguir amándolo.

Ayer me llevó a dar un paseo en el coche. Era una mañana limpia y azul como una aguamarina. Frenó junto a un paso elevado bajo el que habían instalado unos cuantos vecinos, improvisadamente, un mercadillo de palomas. Las veía en sus jaulas: blancas, pintadas, zuritas, moñudas con las colas redondas y rizadas, tan diferentes y tan semejantes, con los ojos redondos y amilanados bordeados de rojo. Las habría comprado todas y las habría echado a volar. Yamam tenía las manos sobre los muslos; yo puse las mías bajo ellos, como con frío, y recliné la cabeza en su hombro. Oía el zureo de las palomas y el vocerío de los vendedores ambulantes. Tres o cuatro viejos, enterados de lo del mercadillo, habían acarreado allí sus puestos de frutas, de los primeros helados, de alpiste y cañamones para la mercancía. Se me antojó un helado de limón. Era tan malo que nunca lo hubiera comido en otras circunstancias que esas, en que recibía toda la mañana como una bienvenida en la que no puedes despreciar lo que te ofrecen. Lo comí entre remilgos, como una niña pequeña malcriada… Y me pregunté si no estaría exagerando o prolongando mi desvalimiento, la ineptitud de la convalecencia, para depender más de Yamam, para que él me compadeciese y ni le pasara por la imaginación abandonarme.

Fue con ese helado de limón en la mano cuando comprendí que llevaba un mal camino; que no debía consentirme ser una carga para Yamam; que iniciar una técnica con el fin de retenerlo era el primer paso de la derrota; que necesitaba tener muy claro hasta dónde me permitiría llegar él y desde dónde yo estaba obligada a ser la misma de antes: fuerte, valiente y ágil. Aunque ésta fuera también otra táctica —pero menos molesta para él—, tenía que desterrar el empalago. No era prudente hacer lo que hice el viernes: cortarle un rizo para ponerlo en un guardapelo de mi abuela, con la vana esperanza de que él me pidiera a mí otro. No era prudente suplicarle ningún juramento, ni hacérselo; él ponía una cara de conejo asustado por una trampa de la que temiera no escapar. No era prudente cansarlo con mi amor, ni entregarme de nuevo más y más, cuando en aquellas largas semanas de mi enfermedad quizá algo había sucedido que lo separaba de mí, y era preciso, con cuidado, acercarlo otra vez; no acercarme yo, sino tirar de él y que él viniera, sin darse cuenta, por su pie. A la manera con que él trataba a los clientes. Si había olfateado que, cuanto yo más me entregaba; él se reservaba más, ¿por qué, idiota, aumenté mi ternura? ¿No lo veía distraerse, mirar hacia otro sitio? Tenía que refrenarme, aunque me fuese doblemente costoso; porque, según mis reflexiones en los duermevelas del crepúsculo, había llegado a la conclusión de que el placer con Yamam no iba a bastarme ya, de que tenía que proponerme su conquista interior, apoderarme de él y no dejar que se escabullera nunca. Una tarea intrincada, emprendida además en las peores condiciones.

Esa misma mañana de domingo, después de decidir que mi flojedad se había acabado, vimos pasar por la ribera dos osos con argollas en la nariz, y supliqué a Yamam que frenase el coche, y me bajé, y me acerqué apoyada en su brazo. Un hombre oscuro y con una cicatriz de la sien a la boca, que hacía de amo y por quien sentí una inmediata aversión, los golpeaba con un palo largo, y luego les ordenaba sostener el palo con la torpe dignidad con la que sostiene un falso rey su cetro. Uno de los osos me observó con una pacífica extrañeza cuando lo acaricié, y me inundé toda de misericordia, porque me sentí mucho más cerca de él que de todo el mundo. «Después de mi propósito, voy a echarme a llorar; qué cobarde me dejó la enfermedad», pensé: «¿Para qué me habré bajado de ese maldito coche?». Pero me hacía sufrir el alambre de sus hocicos y su esclavitud y esa paciencia de quienes habían nacido para la libertad. Se aproximaron unos niños, y reían al verlos balancear sus grandes cabezas de ojos ausentes, sus cuellos vigorosos; sus patas hechas para la carrera y el juego del amor. Descendían luego las garras en un gesto de implorar la limosna, y los niños les daban manotazos. Yo tragaba saliva para evitar las lágrimas. Porque estábamos allí todos retratados, Dios mío: en el hombre oscuro que los explotaba, en los niños feroces que se divertían, en ellos mismos, en los osos, que se dejaban caer de pronto a cuatro patas y arrastraban por el polvo su majestad.

—Vámonos —le dije a Yamam—. Dale algo a ese hombre, pero aclárale que es sólo para sus animales.

—Como que te crees que los saca de paseo para que se distraigan —me contestó riendo. Nos montamos en el coche sin que le diera nada.

Me recriminé por mi comportamiento y por mi sentimentalismo pueril. «De ahora en adelante —me dije— no irás más a pecho descubierto, salvo que quieras recibir patadas. Si necesitas emplear una estrategia, empléala, por sinuosa que sea. El fin a que aspiras —reconquistar su amor— lo justifica todo. (Aun ahora cuando escribo la palabra todo, me refiero, en efecto, a todo). Una amante que defiende lo suyo no se tolera melindres. Y más si ya no es joven, ni está haciendo los primeros escarceos, tan seductores para el amor que empieza, es decir, cuando no es joven ni lo parece; cuando no la resguardan esas nieblas que emborronan los ojos sedientos y embellecen el cuerpo codiciado. Has envejecido en unas semanas demasiado como para dejarte en manos de la casualidad. Proponerte una meta tan alta desde tan abajo es el primer síntoma claro de que ya estás curada. Actúa en consecuencia».

La semana anterior había cumplido treinta y dos años.

No he tardado mucho en recuperar peso y en mejorar de aspecto. Yamam me dio más dinero del habitual para mis reconstituyentes y mi sobrealimentación, y yo vendí a una vecina presumida un collar de oro que traje de España. Con ello he podido pagarme los masajes en el hotel de Suecia, que me pareció el más europeo y el más indicado. Se ha hidratado mi piel y han desaparecido las arrugas. Compré un buen perfume, y me arreglo con el mayor cuidado. Ahora aparento menos años que antes de la enfermedad; agradezco a mi cuerpo su colaboración. Que el resultado es bueno lo compruebo en las miradas de Yamam, al que había invadido la perezosa inercia de no contar conmigo sino como una manejable compañera de piso. En su opinión nos habíamos transformado en un matrimonio de hecho, que es el más convencional y aburrido de todos, y, por si fuera poco, el más frágil.

Esta mañana he vuelto a repartir publicidad en los hoteles. En el vestíbulo de uno, fumando un cigarrillo, he confirmado que los hombres miraban, primero, mis piernas cruzadas bajo la falda algo subida; luego, mis pechos, firmes a los dos lados del escote en pico; por fin, mi cara, que ya no me aterra ver en el espejo, y a la que doy, si quiero, una expresión jovial y coqueta. No oculto que forzaba un poco mi naturaleza, tan desdeñosa con quien no sea Yamam, y que hubo momentos en que me sentí incómoda al ser examinada con aprobación y hasta con apetito. Pero ha valido la pena ratificar que vuelvo a ser la que era y que estoy de verdad en pie de guerra.

La prueba era inevitable. Ayer Yamam me anunció que cenaríamos hoy con dos franceses: el delegado de una firma importantísima, que instala en Estambul una filial, y un cliente familiar de la tienda, secretario cultural o algo así del consulado de Francia.

Cuando Yamam ha venido a recogerme, yo estaba ya maquillada, peinada con una trenza recogida y el pelo muy tirante a la española, y un traje de brocado que se vino conmigo y que no había tenido ocasión de ponerme, o por lo menos no necesidad. Me ha inspeccionado de abajo arriba y luego de arriba abajo; yo bromeaba adoptando una postura clásica de maniquí. Se me acercó, y vi resurgir en él las brasas. Habría bastado que yo dejase caer el chal para que su pensamiento se consumara. Sin embargo, he sonreído y he adelantado las dos manos para detenerlo.

—Ya estoy vestida.

Pero sentí tanta satisfacción que me he encerrado un momento en el baño para escribir estas líneas.

—¿Por qué no me dejas pasar? —está diciéndome.

Enhorabuena Desi, y adelante.

La cena de hace tres días ha constituido una victoria. No sé desde el punto de vista del negocio, pero sí del mío propio.

Dentro de lo malo, el delegado francés era un tipo elegante y muy bien educado; adulador desde el primer momento, generoso (se ocupó de mi tabaco y me compró unas flores) y oportuno. (No llegué a saber en ningún momento para qué cenábamos con él. Aunque lo suponía, lo he sabido luego: Yamam aspira a que los suelos de salones y oficinas del nuevo local se revistan con alfombras de su tienda). El secretario consular, al que —también lo supongo— Yamam habrá ofrecido una comisión, no estaba mal tampoco, pero era más bajo, menos esbelto y menos guapo que su compatriota. Ambos me agasajaron durante toda la cena y se comportaron conmigo como si Yamam no estuviese. Yo, contra lo que me habría sucedido antes, me hallaba en la gloria. En ningún momento se me ocurrió ni pedirle a él fuego, entre otras razones porque los otros dos se desvivían por dármelo. Sé que mi francés no es irreprochable, pero mi acento les hace gracia a los franceses y procuré resaltarlo. Me moví en una línea peligrosa como la de un funámbulo: de un lado, entreabrir la puerta para que no se sintieran excluidos de nada de antemano; de otro, entrecerrarla para multiplicar el deseo de abrirla de un empujón.

No niego que me divirtió el jugueteo; sin embargo, como ninguno de los dos pretendientes —creo que así puedo llamarlos— me interesaba, transcurría el tiempo sin que me decidiera, lo cual excitaba la competitividad de ambos, los mantenía en jaque como dos servidores aspirantes a la blanca mano de doña Leonor, y desconcertaba a Yamam, que me veía actuar por primera vez, y asistía a mi actuación como a un partido de tenis, volviendo la cabeza a un lado, y a otro sin la más ligera noción de cómo acabaría.

Detesto el coñac, cualquiera que sea su nacionalidad. Esa noche, no obstante, bebí uno francés, y alabé su bouquet y el suave golpe que sube desde el fondo del paladar a la nariz. Estuve amable y divertida, es decir, escuché, que es como más divertida y más amable le resulta a un hombre una mujer.

Me percaté, de repente, de que no me había pintado las uñas, y me entraron ganas de echarlo a rodar todo, como una actriz novicia que se equivoca en su primera representación. Me contuve y tomé nota. A cambio, traduje la letra de la jota en que la Virgen del Pilar dice que no quiere ser francesa. Ellos me aseguraron que no les preocupaba, porque en Francia tenían suficientes vírgenes.

—Si todos los franceses son como ustedes dos, no habrá tantas —repliqué.

Conté dos o tres anécdotas chistosas de mi país y, más que nada, oí anécdotas del suyo; eran vulgares y me repateaban, pero yo fingía estar obnubilada.

El que lo estaba en realidad era Yamam; tal era mi propósito: dejar sentado que los europeos éramos afines y lo pasábamos muy bien entre nosotros. En un momento dado, su pie —no podía ser de otro: no había dado justificación tan clara a los demás— me buscó por debajo de la mesa, y yo, con una fastidiosa espontaneidad, me dirigí por encima a él:

—Perdona, Yamam: ¿decías algo?

Él, ruborizado, negó con la cabeza y sacó no sé de dónde una sonrisa postiza. Yo ahondé la puñalada:

—Quizá se le ha hecho tarde. Es que Yamam madruga para abrir su preciosísima tienda del Bazar. Quería establecer que quien abordaba el posible pretexto de la cena era yo, y me deshice en elogios de los tapices, kilims, alfombras, bordados, etcétera, de Turquía, y concretamente de los de «mi amigo Yamam».

—Cuando a ti te apetezca —concluí para dejar sentado que a mí no me apetecía—, nos vamos.

—¿No quieren ustedes que tomemos una copa en algún lugar grato? —dijo el delegado—. Yo apenas conozco Estambul. Hasta el momento, no he salido del barrio de Galata.

—Quizá no salga usted nunca de él —le replicó riendo el secretario, que se llama Armand y el otro, Denis—. Aquí las familias bien de toda la vida dicen que Mehmet tomó la ciudad en 1453, pero los turcos no la tomaron de verdad hasta 1983, y en coche. Ahora sí que es suya. Se cuenta que las calles de Estambul están pavimentadas de oro; pero el medio millón largo de automóviles que circula por él no deja comprobarlo.

Yamam se levantó. Yo temí un exabrupto; había olvidado que los turcos no son dados a ellos: prefieren otros sistemas de dar a entender lo que pretenden o lo que les fastidia.

—La misma confianza que tengo yo al despedirme les ruego que la tengan conmigo quedándose y disfrutando de una agradable soirée.

Yo hice ademán de incorporarme.

—Ah, no se querrá usted llevar a Desia. —Así me había llamado Denis durante toda la cena—. Desia es la reina de esta reunión; sin ella, la noche caería decapitada.

—¿Como Marie Antoinette? —pregunté.

—No, no —dijo Yamam—. Que Desi los acompañe en mi nombre. Los deseos de ustedes son para mí mandatos.

—Qué amables son los turcos —comentó el delegado, subrayando más las diferencias. Se levantaron también los franceses.

—Ya nos pondremos de acuerdo en qué día pasaremos por el Bazar Cubierto —comentó Armand.

—Cuando quieran.

Yamam estaba delante de mí. Me miraba. Le tendí la mano con la palma hacia abajo. Vaciló, la besó y se fue.

Por descontado, a partir de ese momento dejó de importarme lo que sucediese. Mi representación había concluido; la había hecho para un único espectador que acababa de dejar la sala. Me costó más esfuerzo prolongarla que iniciarla, pero la prolongué. Yo sabía que mi campaña no era cosa de unas horas, y nadie se aprende su papel para una sola sesión.

Nos fuimos al hotel del delegado, quizá el más caro de la ciudad, en el que yo había estado por la mañana repartiendo tarjetas como una asalariada. Ahora nos encontrábamos allí con un vaso en la mano, sentados ante una mesa discreta, y bailando de cuando en cuando. Era evidente que el secretario consular, no sé si soltero o casado, había renunciado en favor de Denis a la posibilidad de conseguirme. Puesta entre la espada y la pared, yo habría elegido a éste. Y, al parecer, estaba entre la espada y la pared. Después de un baile lento, el secretario se despidió muy cordial y no sin mi promesa de volvernos a ver en seguida.

—Al fin, solos —dijo con un incierto sentido de la originalidad el delegado.

—Relativamente —repliqué mostrándole la sala abarrotada.

—¿Quiere que lo estemos un poco más?

Me miraba con unos ojos cuyo color, hasta ese momento, no había identificado: pardos, acaramelados, verdosos, grises, según la luz que les daba; pero, como la luz allí era absolutamente inquieta continué sin saber a qué carta quedarme; en cualquier caso eran bonitos.

—Oh, no —le respondí bajando los míos.

Comprendí por instinto que había llegado la hora del pudor. Lo sentía, pero podía haberlo ocultado perfectamente; sin embargo, lo que interesaba era exagerarlo. Después de la exhibición, el rechazo y la huida para provocar el celo del cazador, que así se creería dos veces triunfante: por la dificultad tanto como por la presa.

—Es demasiado tarde… No vaya a molestarse en llevarme. Pediremos un taxi.

—¿Qué está diciendo? Primero, que la llevaría yo en el taxi: ni tengo coche, ni sabría por esta ciudad tan complicada de la que además no me fío… Segundo, que no quiero que se vaya. No me haga tanto daño.

—No exagere, Denis. Tengo miedo de usted.

Pensaba que es más excitante para un hombre que una mujer tema entregársele. Claro, que con Yamam había obrado al contrario, pero precisamente porque no pensé.

—He hecho muy mal no yéndome con Yamam. Es la primera vez que cometo tal disparate.

El ardid exigía que se dedujera que, ya que no mi primer contacto con un hombre, sí era mi primer contacto con quien no tuviese ningún derecho sobre mí. (La relación entre Yamam y yo no me convenía aclararla). Yo misma me admiraba de tener tales conocimientos que producían efectos radicales: Denis estaba prácticamente a mis pies y me adoraba, si bien de un modo algo bobalicón. Para no pasarme de casta y de sencilla, continué:

Ahora tendré que dormir en casa de una amiga íntima, la mujer del homólogo de Armand en el consulado español. ¿Me acompaña al teléfono antes de que sea más tarde?

—Si yo me atreviese… En el hotel tengo una suite con un par de dormitorios; le cedo uno y el salón. Acepte, Desia.

—Oh, Denis. ¿Cómo puede pensar…? Es usted un conquistador terrorífico. Y lo malo es que yo soy una boba.

—Lo primero no es cierto; lo segundo, tampoco. Es usted la mujer con más esprit y más duende (para decirlo en los idiomas de los dos) que he conocido nunca.

No hablé; lo miré fijamente —sus ojos estaban verdosos— y coloqué mi mano sobre la izquierda suya. Su derecha se apresuró a cubrir la mía.

Denis tiene un cuerpo atlético; pero hace el amor con demasiada suficiencia y demasiada prisa. Por segundos, me recordó a Ramiro. No sé si se propuso dejar enhiesto el pabellón francés y tuvo que sacrificar su propio pabellón, pero con ese cuerpo, que ganaba desnudo, podían hacerse mejores contradanzas. O quizá sea —me acuerdo ahora de Laura— que la rutina (o la costumbre, mejor dicho) no es la enemiga del amor, sino una aliada cuya fuerza hay quien no aprende a utilizar. No me fue posible abandonarme aunque lo hubiera querido. A cada movimiento de Denis, a cada contacto, a cada beso, yo me repetía: «Yamam hubiera hecho tal cosa, o besado tal sitio, o tocado tal resorte». El amor físico no se improvisa; menos aún que el otro, que sólo reclama pruebas falseables. En el físico, hay que mostrarlo y demostrarlo todo. Yo me conformé con manifestar una cierta timidez y bastante inexperiencia para no alarmarlo; o sea, interpreté el papel, tan fácil, de la que no sabe casi nada y arde en ganas de que su pareja se lo enseñe todo.

—Desia, me has hecho tan feliz —musitó Denis en mi oído.

—Llámame siempre así —musité yo en el suyo.

Me pareció muy adecuado tener un nombre distinto, como una consigna, para él. Aprovechar su equivocación fue hacer de la necesidad virtud, lo que en nuestras circunstancias no dejaba de ser una paradoja. Cerca del mediodía, durante el desayuno —con mi mano izquierda entre las de Denis— telefoneé a Yamam. Hacía tres horas que estaba en el Bazar. Le dije que le hablaba desde casa de Paulina.

—¿Estás segura? —preguntó con un tono que no supe cómo interpretar.

—Segurísima, la estoy viendo ahora mismo.

Lo dije sin un titubeo, pero también sin un exceso de firmeza, para que lo entendiera a su gusto. Amaba tanto a Yamam mientras le mentía, o mientras le ocultaba la verdad; tenía que hacerme tanta violencia para no salir corriendo a pedirle perdón…

—¿Cuándo vendrás?

—En cuanto me sea posible. Un beso. —Colgué.

—Te quedas a almorzar conmigo —afirmó Denis.

—Sería incapaz de almorzar con esta ropa de noche, por muy en Estambul que estemos: se me quitaría el apetito.

—Abajo hay boutiques. Llamamos y que te suban algo.

—Prefiero bajar yo: no me fío del gusto de las turcas, y menos del de las americanas. Cuando terminemos, me encasqueto esa falda y una camisa tuya, y bajo.

—Que lo carguen a mi cuenta. Y que confirmen por teléfono, si quieren.

—Te lo agradezco, Denis. No he traído dinero.

Él se separó de la mesa. Yo estaba envuelta en una sábana. Me miró con detenimiento.

—Es una lástima que pienses en vestirte… Acabas de decir «cuando terminemos». ¿A qué te referías?

—Al desayuno, por supuesto —sonreí.

Me cogió en brazos y me llevó a la cama. No sé si por su esplendidez, tan poco francesa, o porque escuché algo celosa la voz de Yamam, la segunda función fue bastante mejor que la primera. Yo me distraje, no obstante, un momento: mientras me preguntaba a mí misma si no tendría alma de puta cara. Cuánto me habría gustado que Yamam lo supiera.

Llegué al Bazar a la hora del cierre: lo había calculado. Llevaba un elegante traje sastre azul noche; a poco que se entendiese, se deducía la buena firma. No me puse más adorno que un prendedor de solapa de alta bisutería. Di por supuesto que el pagador iba a ser la empresa del delegado y me pasé un poquito; nunca me había sabido mejor una compra. El saco de tela azul marino en que me entregaron el vestido me sirvió para meter la ropa de la noche anterior, y para producir una primera impresión de viaje, que era lo que procuraba.

Vi a Yamam a la puerta, sentado en un taburete; en otro, su hermano, cuya barriga daba casi en el suelo. Cuando avancé por la estrecha calle del Bazar que desemboca allí, dejé a ambos con la boca abierta. Los muchachos y Mahmud se preparaban para cerrar. Por lo que pudiera pasar entre Yamam y yo, Mehmet huyó a su joyería.

Yo cerraré —le dijo a los muchachos Yamam. Y a mí—: ¿Pasas?

Entramos y echó el cierre por dentro. No habló. Me tomó con suavidad la cintura y subimos al piso alto. Antes de un minuto me había despojado del traje azul noche, y se había arrancado su pantalón y su camisa; el resto me ocupé yo de quitárselo. En seguida comprendí por qué era insustituible, y cómo habían servido de ensayo preparatorio las dos séances del francés: mi cuerpo, fatigado, se abrió igual que una fruta madura.

Yendo hacia casa, al pasar por la estación Sirkeci, un tren silbó. Siempre se me han clavado en el alma los pitidos de los trenes; me suenan a desolación, a despedida, a una aflicción punzante y alargada. Me estremecí. ¿Qué era lo que temía? ¿No poseía de nuevo a Yamam que, de vez en cuando, me miraba de reojo como un experto que calibra una alhaja, o acaso como un chalán que valora una jaca? Sí; lo poseía. Y de ahí exactamente provenía mi temor… El tren volvió a silbar. Yo, a pesar de haberme propuesto mantener una cruda neutralidad, no logré evitar cogerme del brazo de Yamam.

Subimos las escaleras de la casa en silencio, como habíamos venido. Yo sentía fijos sobre mi trasero los ojos de Yamam. Hace tiempo me dijo que ésa era la facción más hermosa y la que más le enloquecía de mi cuerpo.

—Facción, en castellano —le dije muy refitolera—, es una parte de la cara.

—¿Y es que no es una cara todo el cuerpo?

Me detuve en el último rellano y me volví. Yamam tenía apretadas las mandíbulas. Abrió la puerta con una mano poco serena. Me dejo pasar y cerró, sin mirar, con un pie.

—Ven —murmuró.

Me condujo de la mano al dormitorio, y me demostró de nuevo que mi cuerpo no conseguiría olvidarlo jamás.

Llevo dos meses obligándome a la discreción; no piropeo ni jaleo a Yamam. A veces lo miro con aprobación y espero que comprenda. Participo de todas sus locuras y sus inventos, con la intención de que él encuentre mi cuerpo también inolvidable. Pero no hago comentarios después de sus abrazos; me conformo con quedarme en silencio mirando al techo y fumando un pitillo. Él aguarda la frase y el beso agradecidos, la ponderación o la lisonja con que, en un pasado próximo, solían concluir nuestros actos de amor; pero yo enmudezco. Lo que no está en mi poder es impedir las explosiones que en mí suscitan sus manos o cualquiera de sus miembros; ésas, no obstante, tampoco él las percibe con mucha lucidez: afortunadamente.

Antes había ocasiones en que yo me reprochaba: «Eres imbécil. Estás hablando como se habla en los libros», y me callaba muerta de vergüenza. Yamam me miraba animándome a seguir, y eso me daba pie para imaginar que acaso los libros turcos expresen el amor y las pasiones con un lenguaje distinto del nuestro, y que a Yamam mis palabras le sonaban inéditas todavía. Ahora estoy más convencida que nunca de que las palabras no sirven para casi nada. Su potencia es escasa; se quedan cortas, como una prenda de vestir a la que el uso y los lavados han encogido. Cuando yo le manifestaba paladinamente mi amor a Yamam, seguro que no me creía, a fuerza de haber oído decir lo mismo y con las mismas expresiones tantas veces. Cuántas mujeres se le habrán declarado, cuántas habrán gritado su nombre atravesadas por él y casi en la agonía. Y todas han terminado de la misma manera: en la indiferencia y el olvido…

Malditas palabras. Al amado no ha de decírsele que él es el absoluto y tú su esclava; él ya lo sabe, pero no se lo cree. No hay que decírselo, sino probárselo. ¿Y cómo? Porque el amado siempre está vuelto hacia otro sitio, entretenido, pensando en otra cosa, hasta que le da el avenate de poseer, y posee y te come y te bebe y te digiere. Como le dije aquella noche al escritor español, a mí lo que más me gustaría es ser un genio del idioma para acertar con la expresión que convenciera de mi amor a Yamam. O inventar otra lengua, si es que la monotonía de la pasión puede expresarse de otra manera que monótonamente. Una lengua no usada todavía, tersa e insólita, con vocablos que pareciesen nombres de pájaros y flores de un universo más cálido y más iluminado, como el universo que yo creí que era Estambul… Malditas sean las palabras, porque hasta para maldecirlas tenemos que emplearlas.

Habían pasado cuatro días desde mi primer encuentro con Denis. Al quinto, tuve un almuerzo con él, agradable y sin posteriores complicaciones. En la mañana del décimo, contentísimo, Yamam me comunicó que había firmado su contrato con la filial francesa, por el que, sobre los planos del arquitecto, se le encargaba alfombrar las salas nobles del edificio.

—Es mucho dinero, preciosa mía, y en buena parte te lo debo a ti.

No aludió más al tema, y pareció incluso arrepentirse de esa breve mención. A lo largo de la mañana, entró en la tienda un turco seco, granujiento y de malísima catadura, que sacó a Yamam fuera. Estuvo ausente una media hora. Al regresar, su satisfacción parecía esfumada; tan visiblemente, que le pregunté si el contrato francés se había derrumbado.

—No; se trata de otro asunto… ¿Querrías hacerme un favor importante?

—Sabes que sí.

—Esta tarde, a las cuatro, llevarás un sobre que te daré a la dirección que en él va escrita. Dijo una dirección —era una casa de Yeniköy—, que anoté mentalmente.

—¿Eso es todo?

—No puedo decirte más. Tendrás que obrar según las circunstancias. Eres lo bastante hábil y lo bastante lista como para no necesitar asesores.

Almorzamos juntos. Estuvo muy amable. Alardeó de llevar al lado a la mujer más guapa del restaurante, que era demasiado sencillo como para enorgullecerme. Se hallaba en los limites del Bazar, e íbamos antes a él con frecuencia. En realidad, el primer piropo me lo echó el dueño, tendiendo a mis pies el delantal; según él parecía aún más joven que la última vez.

Nos sentamos al aire libre. Desde un árbol central, una parra irradiaba sus ramas. Al pie había un acuario alto y vacío que servía de techo a una gata con cinco o seis crías. Unas cuantas tiendecillas se abrían alrededor de ese patio; ante una de ellas, dos preciosas alfombras extendidas. Una brisa templada movía las servilletas de papel… Yo miraba enternecida los juegos de los gatitos. La madre comía de un plato que le habían puesto los alemanes de una mesa próxima, hasta que el camarero la espantó con unas palmadas. Los gatos, que habían aprendido ya a lamerse las patas, lo hacían embelesados. Uno no dejaba de mirar hacia arriba, como si esperase echar a volar en cualquier momento; otro, tenía una curiosidad tan grande que la desparramaba por todas las cosas sin detenerla en ninguna, lo cual le hacía parecer autista… Se lo comenté a Yamam. Él me besó en los labios y se levantó para pedir una música. Bajo una sombrilla de propaganda, había una fuente por la que salía el agua de un depósito si se bombeaba con una palanca. Apoyada en el depósito, sin dueño, una tabla de mármol tallada. Los turistas alemanes, desmoralizados por la complicación de los billetes, pagaron cada cual lo suyo cuando se levantaron.

Nuestra comida se prolongó con el raqui y la conversación. Yamam evocaba buenos momentos nuestros, referidos todos a nuestro viaje por Anatolia. Yo me preguntaba la causa de tan pertinaz asociación de ideas. Al final, con su boca muy cerca de mi oído, fue traduciendo la letra de una canción arabesca que empezó a sonar:

—La he pedido yo, y dice: «Tú eres mi nombre y la luz de mis estrellas; el ramo de yerbabuena con que adorno mi té y las huellas de mis dedos… Tú eres el corazón de la tarde en la que soy feliz. Tú eres el barco que me lleva, río abajo, al mar de la hermosura…».

Yo no me quería dejar llevar río abajo. Sobreponiéndome, aprobaba con la cabeza, mientras Yamam hacía suyos, muy bajitos, los versos de la canción.

—«Tú eres el perfume del mundo. Nunca podré despedirme de ti, porque vienes conmigo…»

Sin transición, sacó un sobre y lo puso sobre la mesa.

—He resuelto acompañarte yo. No a la casa del hombre al que se lo has de dar, pero cerca. ¿Vamos?

El trayecto fue largo. Yamam iba tarareando la melodía de la canción y repitiendo algunos versos. Yo los recordaba mejor que él; quizá se los había inventado. Nos acercamos a una de las zonas residenciales del Bósforo, donde la vegetación crece armoniosa entre las casas opulentas y por encima de las tapias de los jardines, como si en la vida todo fuera intachable, y no existiera el mal. La tarde era caliente y perfumada; el césped había recuperado su color verde intenso y los cerezos florecían. Yamam detuvo el coche y me señaló una villa, no muy grande, pero muy bien cuidada.

—Espero que él luego mandará que te lleven. Si es antes de las siete, estaré en el Bazar; después, en el bar de la estación.

Lo miré a los ojos intentando descifrar el misterio de tanta exquisitez. Me besó con denuedo y me abrió la puerta del coche.

Ciao —dijo.

El hombre era un turco inmenso. Debía de ser muy rico; cada detalle de la casa estaba puesto allí para demostrarlo. Desde los amplios ventanales del salón se divisaba el embarcadero y un barco meciéndose en el agua. Mi temor a no entenderme con él se evaporó en seguida: hablaba en cuatro o cinco idiomas, como Ariane, mezclando unos con otros y supliendo con las manos las posibles lagunas. Me ofreció un té o un whisky; acepté, por si acaso, el segundo. Luego saqué el sobre de mi bolso y lo puse ante él encima de la mesa. Él lo abrió sin mirarme. Yo escudriñaba todo, hasta donde mis ojos alcanzaban. Era difícil encontrar algo sobre qué descansarlos; pocas veces había visto una colección de objetos más caros y más feos, combinados con una irresponsabilidad tal que cortaba la respiración. El hombre contaba billetes de dólares que venían dentro del sobre. Al final, resollando como un hipopótamo y enjugándose el sudor, dijo:

—Aquí falta mucho dinero, señora. ¿O señorita?

—Señorita —preferí contestar.

—Demasiados dólares… No sé si Yamim (¿es su nombre Yamim?) sabe a lo que se expone. Está jugando con fuego desde hace tiempo. Mi organización no tolera ni fallos ni fraudes. Esto es lo que deduje de su gorgoteo políglota. Dejó pasar un minuto, que se me hizo interminable. Yo no tenía la menor idea de lo que podía aducir. De pronto, sonrió, si aquella mueca era digna de llamarse sonrisa.

—Salvo que usted sea la encargada de saldar el total de esta deuda.

—Yo no tengo… —comencé a decir, mientras abría mi bolso, no sé por qué.

—Oh, sí tiene; ya lo creo que tiene.

Movió su sillón para acercarlo al mío. Comprendí: se trataba de una encerrona. Salir de allí no digo ya ilesa, pero intacta, era una utopía: el salón estaba lleno de tiradores para llamar al servicio. Y darle al gordo en la cabeza con algo contundente era una remotísima posibilidad: tendría que conseguir primero que no se levantara, porque media muy cerca de dos metros. Él, entretanto, reta sacudiendo la cabeza. Destapó un azucarerito de oro y me tendió una diminuta cucharilla.

—¿Quieres?

No era azúcar, por supuesto.

—No, gracias.

Él sorbió por un lado y otro de sus anchas narices. Tocó una tortuga, también de oro, que era un timbre, y apareció un criado vestido de frac.

—Que no se me interrumpa. Si llamase el ministro, que yo lo llamaré; que diga dónde está. Si es mi hija, que la recogerán a las siete donde diga.

Con un gesto despidió al criado. Yo no tenía miedo: veía todo como si le sucediera a otra persona; ni siquiera albergaba rencor contra Yamam. Estaba persuadida de que me podían asesinar allí mismo y tirar mi cuerpo al Bósforo sin que se volviera a oír mi nombre. Era, pues, consciente de que no me quedaba otra salida que pagar lo que le faltaba al sobre. Sólo tenía la esperanza de que el individuo inmenso no gozase de aficiones demasiado horrorosas… Sin el menor motivo, me acordé de mis amigas de Huesca. Fue un fogonazo: las vi en el parque con sus hijos brincando alrededor, y vi a Trajín. Me dije: «No es mal recuerdo para terminar». Me trajo a la realidad el hombre que, cogida por los hombros, me levantaba del sillón. No sé qué edad tendría; quizá pasaba de los setenta años, pero eso daba igual: no se me iba a preguntar mi opinión; había que saldar una deuda y nada más; preferí no fijarme en quién cobraba. Cerré los ojos y sentí que me tomaba en volandas y me depositaba, con mucha consideración, sobre un sofá tan gigantesco como él. Se interesó cortésmente por mi comodidad. Afirmé. Se derrumbó a mi lado y me desnudó prenda por prenda, con una exasperante lentitud. Yo seguía con los ojos cerrados, me besó los párpados.

—Así, así —dijo.

Acabó de desnudarme. Yo ya estaba impaciente por terminar como fuera. No sucedía nada. Pasaba el tiempo y no sucedía nada. Lo había sentido levantarse. Abrí los ojos, aunque no del todo. El hombre, con los suyos en blanco, se masturbaba junto a mí. De no ser por sus jadeos, se hubiera oído el vuelo de una mosca; no creo que las hubiera, salvo que fueran de oro. Concluyó con un estertor y su suspiro. Cuando volví a mirar, estaba derrengado en un sillón; ni el cinturón se había aflojado. Pasaron unos minutos. Yo no osaba moverme. Le oí decir:

—Vístete. Eres muy bonita. Me gustas mucho. Siempre que no se lo des a ese holgazán que te ha mandado, coge de esta mesa lo que quieras. Yo me vestía apresuradísimamente. Miré la mesa. Señalé con el dedo el azucarerito. El hombre se echó a reír.

—Seguro que el contenido se lo darás a Yamam (su nombre es Yamam, ahora lo recuerdo), pero si te gusta…

Enroscó la tapa y me lo alargó. Yo lo guardé en mi bolso.

—Dile que es para uso estrictamente personal, eso si: que no me entere yo de lo contrario. Ése es capaz de vender a su madre. Y ya le comunicaré a él cuándo quiero que vuelvas. Tiró del cordón; vino otro criado.

—Que lleven a la señora, ¿o señorita?, donde ella vaya. Adiós. —Me besó la palma de la mano. Yo ya salía—. Dime, ¿de dónde eres?

—Soy española.

—Me lo figuré, tu apasionamiento es típico de España.

Pensé en el apasionamiento de la Maja desnuda de mi paisano Goya, y me sonreí. Al fin y al cabo, pasar con nota, a los treinta y dos años, un examen tan minucioso no era moco de pavo.

Mandé al chófer que me dejara en Eminönü. Compré comida para las palomas y la eché por el aire. Todo él fue, a mi alrededor, un batido de alas. Tuve la tentación de tirar también el contenido del azucarero, pero había hecho otro plan. Aún calentaba el sol. Me eché sobre la cabeza el chal que llevaba al hombro y entré a la Mezquita Nueva (que no lo es, tiene más de cuatro siglos). Escondida tras una columna, volqué gran parte del contenido del azucarero en mi polvera, previamente vaciada. Me postré, y me acometió de repente toda la angustia que creí superada. Noté el fresco y la humedad del sitio. Una gruesa turca me puso sobre la cabeza el chal que se me había escurrido, y me tocó cariñosamente el brazo… Con la cara entre las manos rompí a llorar. Sólo un momento; luego me levante y salí. Crucé hacia el puente Galata; anduve un trecho por él y me di media vuelta. Allí estaba Estambul, algo velado por la contaminación y por el polvo que descubre la primavera. En mitad del Cuerno de Oro —de oro, pensaba, sintiendo contra mi costado el azucarero— no sabía si reír o seguir llorando. Tenía enfrente la mezquita de donde venía, el Bazar egipcio, la estación a la que iba a ir luego, el Topkapi, el Serrallo, Santa Sofía, la Mezquita Azul, la postal entera… Nunca más había vuelto a la Mezquita Azul… Entre la bruma el puente sobre el Bósforo.

Y ve el capitán pirata,
cantando alegre en la popa,
Asia a un lado, al otro Europa
y allá a su frente Estambul.

En mi primer viaje, Laura y yo buscamos, yendo en un transbordador, el lugar preciso que inventó Espronceda para que el capitán, sentado, viera lo que ve… Espanté las moscas que subían de los restaurantes del puente… Ya era casi la hora. Caminé despacio hasta la estación donde había sido tan feliz.

Yamam tomaba café en una mesa.

—¿Quieres azúcar? —le dije, poniéndole por delante, con un golpe, el azucarero.

—Con el café turco —contestó sin inmutarse— hay que decir, al pedirlo, la cantidad de azúcar que se quiere. Yo lo tomo con mucha.

—Pide otro para mí, pero esta vez sin azúcar. La tarde me ha acostumbrado a los tragos amargos. —Él había cogido el objeto y lo examinaba—. Es de oro, sí; pero quizá el contenido valga más. —Se lo arrebaté y lo devolví a mi bolso—. Creí que te conocía.

—Nunca has querido conocerme.

—Porque te había aceptado tal como eres, tal como fueras…

—¿Y ahora ya no me aceptas?

Alargó una mano reclamando la mía. Yo miraba alrededor aquel local que también había querido disfrazar al principio. Se me nublaron los ojos. «No —me dije—; no. Ahora quiero conocer a Yamam, cueste lo que cueste». Alargué mi mano.

Ahora te acepto, pero a pesar de todo. Creo que he iniciado mi viaje de vuelta.

—De vuelta, ¿adónde?

A ti. —Era preciso aterrizar. Sacudí la cabeza para cambiar de tema; le señalé mi bolso—. Tienes amigos muy interesantes.

—Son anteriores a ti —se excusó. Me había dado la vuelta a la mano y seguía sus rayas, como si me leyera la buenaventura—. Ahora comprendo algunas cosas —murmuré. Y él también murmuró:

—¿Te apetece que cenemos por aquí, como habíamos pensado, o nos vamos a casa?

Su voz estaba preñada de promesas.

—Vámonos —dije.

Ya me quedaban muy pocas cosas que perder.

Ayer por la mañana regresé de París. He estado una semana larga. Denis iba a pasar unos días allí; me invitó, y acepté.

De nuevo era preciso elegir, sobre esta cuerda floja en la que vivo, entre dar a Yamam la impresión de independencia, incluso de estar por encima de él, o arriesgarme a perderlo. Nada más decidir que iba, comencé a martirizarme: «Una semana es demasiado tiempo: puede pasar todo en ella. Pero, por otro lado, también estuve meses fuera, antes de liarme la manta a la cabeza, y siempre encontré a Yamam dispuesto a recibirme… Sí; pero era otro Yamam. Y además, tú no sabes lo que hizo entretanto; no creerás que te guardaba ausencias; no te las guarda ahora, conque… Mira, en el fondo da igual que te vayas o que te quedes: nunca va a ser tuyo como tú eres suya. Por lo menos, algo tendrás que contarle a tu regreso».

El piso de Denis es admirable. En la orilla izquierda, sobre el Sena, que se ve brillar entre los árboles. Un piso para un enamorado de París, como él. Nunca me habían enseñado la ciudad —tampoco estuve tantas veces— con el afecto de ahora. He paseado sola, y hemos paseado juntos. A veces yo iba por las mañanas a las plazas, a los jardines, a los monumentos que la noche anterior me había mostrado Denis, y qué distintos eran… Si no supiese yo a quién amo, habría imaginado que era mi amor por Denis el que engalanaba las fachadas, los árboles, las cúpulas, los campanarios, todo. Denis me enriquece más de lo que nunca me enriqueció Ramiro. Junto a él, una vida sin amor sí se comprendería. Es atento, riguroso, arrogante, correcto y guapo. He visto volverse muchas cabezas femeninas, y alguna masculina, paseando con él… Ay, en el caso de que Estambul no existiera, me quedaría en París. Qué raro que le tuviese antes tanta manía.

Una mañana que Denis tenía libre me instó a ir de compras.

—¿Qué mujer pasa por París sin equiparse un poco?

Lo primero que compré fueron unos gemelos de lapislázuli; eran para Yamam, pero rectifiqué a tiempo y, una vez bien envueltos —«Sí, son para un regalo»—, se los tendí a Denis. Él rozó mi cara con la suya y me besó con levedad. Si le hubiese hecho el regalo por interés, no habría surtido un efecto mejor: se empeñó en que comprara todo lo que veía, todo aquello donde mis ojos se posaban.

—No voy a poder mirar más que el Arco del Triunfo, Denis, por favor…

—No lo mires, porque tendría que hablar no sé si con el Gobierno o con la alcaldía, y hemos de estar de vuelta en Estambul dentro de nada.

En el amor es higiénico y aséptico. No mejora con el uso, ni conmigo tiene por qué. Me ha acompañado cuanto tiempo ha tenido libre; no me ha exhibido, pero tampoco me ha ocultado. Ignoro si tiene mujer; no me pareció oportuno preguntarlo, y él tampoco me ha preguntado nada. Supongo que es divorciado; pero, si tiene hijos, apostaría a que no los ha visto. La última noche paseamos por la plaza de los Vosgos.

—Qué pena no poder besarte ahí en medio, pero a estas horas cierran el jardín.

—Hazlo aquí mismo. —Le ofrecí mis labios—. Gracias por tu París.

—Mi París ha sido bastante estropeado por reinas españolas: Ana de Austria, María Teresa y, ya el colmo, Eugenia de Montijo.

Hubo un momento —me llevaba del brazo y yo me había dejado caer sobre él— en que al hablarme de algo indiferente (una fecha, o la luna, o qué sé yo) se le enronqueció la voz. Pensé: «Mira que si ahora me pide en matrimonio o quiere unas relaciones fijas»… Me detuve; lo miré de frente:

—Paseos como éste sólo se pueden dar cuando se es libre. Por eso yo no quisiera dejar de serlo nunca. Te lo agradezco de todo corazón.

Nos besamos un poco más a fondo. En realidad, son más peligrosos los hombres como Denis, que no ejercen su poder en la cama.

Por supuesto, había comprado para Yamam otros gemelos. Cuando él y yo volvimos juntos a casa (nunca la había visto tan rematadamente fea, pero tampoco tan nuestra), saqué cubitos de hielo y metí en una cacerola alta una botella de champán; su único mérito era que la había traído yo en mano desde París. Yamam decía desde el salón:

—¿Cómo puedes haberte gastado tanto en comprar una joya en una tienda que no es la de Mehmet? Me tendré que quitar los gemelos cuando vaya a verlo; si no, se moriría del disgusto… Son magníficos, Desi. Gracias.

Salí con la botella y dos copas. En aquel momento lo amaba más que a todo, y estaba persuadida de que lo amaría siempre. Bebimos el champán de prisa —dos o tres copas—, porque éramos conscientes de lo que nos esperaba al otro lado de la puerta. Pero lo cierto es que no llegamos al otro lado. Sobre el kilim parecido al que le vendí al escritor hicimos ilimitadamente el amor. Si me hubieran preguntado después, no habría sabido contestar en dónde está París.

En realidad, ni siquiera podría contestar dónde estoy yo. Cuando acabo de escribir estas líneas, considero cómo los puentes levadizos que abate el amor físico, en medio de los cuales nos entremezclamos Yamam y yo, una vez concluido, se levantan, y yo lo veo alejarse por la otra orilla sin volver la cara. No sé qué hacer para impedirlo y retenerlo. Presiento que mi viaje a París ha sido negativo. Él escucha la llamada del cuerpo —acaso del suyo más que del mío—, pero hace oídos de mercader a toda otra llamada. Quizá me he equivocado de estrategia. ¿Cómo dar marcha atrás?

Yamam y yo hemos viajado a Bursa. No levanto castillos en el aire: por alguna razón secreta le convenía que yo le acompañase.

—Es la primitiva capital del imperio. Célebre por sus melocotones, por sus sedas y por sus baños. Y muy conservadora; hay que tener cuidado… —¿Bromeaba? Quizá no—. Si le llaman la Verde (vuelvo a ser, como ves, el guía que conociste), no es por lo que tú puedes maliciosamente pensar, sino por su Mezquita Verde, por su Mercado Verde, por ser la Ciudad Santa y por lo que llueve.

En efecto, ha llovido todo el tiempo. En un café, frente al hotel, Yamam se ha reunido con dos turcos que chorreaban agua: uno, muy grueso, y el otro, muy delgado. Los dos me atisbaban de soslayo. Comprendí que, en ausencia mía, las cosas se habrían desarrollado de distinta manera. Yamam no ha querido separarse de mi ni un solo minuto. ¿Se sentía amenazado? En ocasiones —en el Zoco de la Seda, de un modo marcadísimo—, vigilaba por encima del hombro, como receloso de que alguien nos siguiera.

El regreso lo hemos hecho parte en coche y parte en ferry. Desde un cielo plomizo, llovía sobre el mar de Mármara, de un verde casi negro, plateado levemente en las orillas. Qué distinto este mar del que vi por primera vez, o del que cierra, cerca del Bazar, mis calles predilectas. Este mar está muerto… La lluvia resbala sobre los cristales de las ventanas del ferry, y es como si yo misma estuviese llorando y lo viera todo a través de las lágrimas. Las nubes son muy bajas, sombrías y cerradas. Hace frío. Me estremezco. Por arriba y por abajo, cuanto veo es gris y agobiante…

Sobre el agua espesa cae una lluvia espesa. No se ven las riberas, y el horizonte parece estar al alcance de la mano. Desde que dejamos el coche, Yamam no me ha dirigido la palabra. Me pongo en pie para mirar al exterior.

—Otro invierno —dice Yamam, que continúa sentado.

Su voz me suena abrumada, lastimera y remota. No me atrevo a indagar el porqué.

—Sí; otro invierno que viene —suspiro.

Las ráfagas más claras que se ven en el mar las produce la lluvia que, al caer con fuerza, levanta un poco de espuma. Qué inútil la lluvia sobre el mar. Qué inútil todo… Tras el vaho de la ventana, se va perfilando paulatinamente la costa. Limpio con un guante el cristal, y apoyo la frente sobre él. Me hacen bien su humedad y su lisura.

—¿Qué te pasa? —me pregunta, todavía sentado, Yamam.

—Nada. ¿Qué va a pasarme? Nada.

—Ya llegamos —dice tras una pausa.

—¿Dónde llegamos? ¿Qué más da ya? —musito.

Me penetra en los labios el frío del cristal, y no sólo en los labios.

Estaba ordenando el armario: me agobia la ropa mal distribuida. El corazón me dijo que tendría toda la noche para ordenarlo. Al abrir la parte de Yamam, eché en falta bastante ropa suya. Últimamente con frecuencia deja de venir por las noches. Hace dos fines de semana estuvieron aquí sus hijos. Los traía su abuela. Le dije que él no estaba, que había salido de viaje, o eso me había dicho. Sonrió de una forma siniestra; dijo günaydin sacudiendo la mano, ya de espaldas, y se llevó a sus nietos. La oí reírse escaleras abajo.

En el armario encontré estos cuadernos. Hacía mucho que no escribía: ¿para qué lo iba a hacer si ya no me consuela? A Yamam lo veo en el Bazar, o aquí cuando viene, cansado y silencioso. De vez en cuando me indica con quién debo salir, qué debo averiguar. Es duro para mí reconocerlo, pero ya no me importa. Haré lo que me diga; ojalá me pidiera más a menudo cualquier cosa: eso querría decir que confía en mí, o que me necesita.

A Denis lo he dejado de ver; ya no tendría sentido. Denis cumplía una misión, o la cumplía yo a su lado. Si Yamam obtuvo lo que se proponía, la misión se acabó. Ya es estúpido imaginar que, por verme solicitada, Yamam se sienta atraído por mí. Lo he interpretado tan mal como a un desconocido. No me queda otro recurso que estar aquí por si vuelve, o verlo en el Bazar cuando levanto los ojos de las cuentas o los palotes de Mahmud. Estoy tan sola que hay días en que me hago la encontradiza con alguna vecina —hasta con la que se ha hecho integrista de gabardina y de pañuelo— para obtener una sonrisa humana. Muchas tardes visito a Ariane.

—A esta señorita le está estallando el corazón —me dijo la penúltima vez—, y no quiere reconocerlo.

—Soy feliz, Ariane. De veras.

—Cuando se es feliz no se hacen tantas visitas a viejas bigotudas.

Ariane y Mahmud, sin enterarse, son quienes todavía me sostienen.

En el Bazar deambulo sin rumbo; procuro interesarme por alguna pareja, seguirla, saber qué busca y ofrecerme a ayudarla. Todos desconfían. En Estambul los extranjeros siempre piensan que cualquiera desea sacar tajada de ellos. Tienen razón; no puedo reprochárselo…

Un día estuve a punto de recurrir a Paulina. Cogió ella el teléfono; yo no me atreví a hablar. Oí cómo decía «cerdos» y colgaba.

La semana pasada me fui caminando hasta la Mezquita Azul. Atravesé el espacio sombreado por árboles que la precede; la vi más majestuosa e impasible que nunca. Entré, y tenía el fulgor de un acuario. No miré sus vidrieras ni sus azulejos. Sentí un desgarrón dentro de mí, y me arrodillé en el lugar reservado a las mujeres. Dentro de aquel espacio sagrado es como si, de una incomprensible manera, me recuperara; recuperara parte de cuanto había perdido. En el amor estaba pasando de una zona que creí conocida, y que era sólo habitual, a otra insospechada, toda en tinieblas. Di con la frente en el suelo. Aquel gesto humillante me pareció de una significación total: la revelación repentina de una vida diferente, de un destino que era el mío, pero llevado a sus postreras consecuencias… No entendí nada; sólo mi sufrimiento, como un modo de volver a mí misma después de haber estado trastornada o extraviada… Levanté la cabeza, pero no sabía dónde mirar. Aquélla no era una iglesia católica, en que hay retablos y tabernáculo. Cerré los ojos; el rostro de Yamam y su cuerpo se hacían más presentes. Qué trayecto tan largo había recorrido…

En él perseguí —o así empezó todo— el placer, no el amor. ¿Qué esperaba ahora? También el placer me había perseguido a mí, y nos dimos de manos a boca uno con otro. Los deseos satisfechos, provocados y satisfechos, me habían producido una impresión de plenitud, de conformidad con el mundo… Durante mucho tiempo ni siquiera me paré a considerar que Yamam existía fuera de mí, distinto de mí. La separación entre él y yo no existía; el placer nos juntaba, nos unificaba. No me pregunté nunca «quién es, de qué vive, quién lo rodea». Él estaba ahí desnudo para complacerme, y yo, desnuda para complacerlo a él, sin antecedentes, sin más datos que la presencia, que se desvanecía en el abrazo y retornaba luego. Recordé que ni le había hablado de la muerte de mi padre…

Abrí los ojos. Miré hacia arriba. Vi la cúpula grandiosa. Desde las vidrieras más altas descendía una luz indolente y rosada. Por los grandes vitrales más bajos se filtraba otra azul mate. La de poniente entraba por mi espalda y relumbraba en la azulejería. Al fondo en el mirhab dorado, había unas lámparas pequeñas. No tardarían en encenderse los miles de bombillas en círculos. Todo era luz; pero yo permanecía a oscuras. En esa oscuridad pensé: «Yo era los dos, y los dos eran yo». A mi lado ahora había un fantasma que sólo se concretaba cuando yo lo tocaba, para dejar de ser hasta un fantasma. Ahora ya era yo sola… Antes el deseo nos hacía naufragar; a su través, yo buscaba a Yamam y lo sumergía y lo ahogaba en mi deseo. Y en los interludios, sosegada el ansia, yo me miraba en el espejo de Yamam, que se miraba en mí, y no había más realidad que ésa… No entiendo lo que digo, pero sé que fue así… Sin embargo, lo único que me consuela hoy es que cualquier cambio me será favorable; para bien o para mal, cualquiera. Hasta la muerte; quizá la muerte sobre todo.

Cuánto ha cambiado el contenido de estos cuadernos. Fueron un entretenimiento o un recordatorio, y se han transformado en un estercolero donde no me atrevo a volcar todo lo que mi alma necesita volcar para sobrevivir…

Pero ¿qué hacía yo en aquella mezquita? ¿A quién buscaba? ¿No había sido Yamam mi dios, o mejor dicho, no fui yo mi dios? ¿No me había sometido a ese ser supremo que ahora se disipaba? Yo convertí mi amor en algo sagrado y adorable… Ahora podría explicar, cuando había dejado de creer en él, aquel dogma de la Trinidad que tanto me confundió de niña: el amor del Padre a sí mismo es el Hijo, y el amor recíproco de uno y otro, el Espíritu Santo. Y existe éste tan real como ellos, a la vez que ellos, como Yamam y el amor a Yamam… Pero uno de los dos había muerto, y yo no sabía cuál. Hubo un tiempo en que pensé que no lo necesitaba; que mi amor era tan grande que lo excedía… Hace una semana, en una mezquita, ya demasiado tarde, llegaba a la conclusión de que el amor exige el sacrificio de cada uno; por ser precisamente sagrado, exige el sacrificio. La adoración significa la renuncia total, la muerte voluntaria… Quizá si yo muriera —y la idea me agradaba— Yamam pensara en mí como hasta ahora no lo ha hecho, y creyese por fin cuánto lo amo. No es que mi muerte fuera una venganza, pero me conforta entenderla de ese modo… Aunque es probable que las mujeres que él conoce dijeran: «La española se mató por él», y eso las atrajera más, y así también mi muerte colaboraría a mi sustitución, a mis reiteradas sustituciones en sus brazos…

Me puse en pie. Salí atropelladamente. La tarde caía fuera sin apelación. Los últimos grupos de turistas montaban agotados en un autobús semejante a aquel en que encontré a Yamam. El aire movía las ramas de los árboles; dos de ellas producían aquel quejido que me trajo a la memoria el columpio de mi niñez. En mitad de la noche que se acercaba me encontraría absolutamente sola.

Entonces descubrí que no me había calzado. Me senté para hacerlo, y surgieron unos vendedores. Me hablaron en muchos idiomas; el más joven se dirigió a mí en español.

—¿Quieres comprar postales de Estambul? —Negué con la cabeza—. ¿Por qué? —me preguntó ofendido. De un tirón me arrancó del cuello una cadena de oro, de la que colgaba el pequeño ojo de la suerte de Yamam. Todos ellos echaron a correr.

Aún la tarde era infinitamente delicada, y el aire, una luz tibia. Venido desde el Mármara, estremecía las hojas de los altos castaños. «¿Por qué tengo que sufrir yo? ¿Por qué tiene que sufrir nadie entre tanta hermosura?»

Esta mañana me sucedió algo inverosímil. No es un mal signo contarlo en este cuaderno: vuelvo a salir de mí, donde me había escondido.

Nada más despertarme —estaba sola— me propuse dar una vuelta por los hoteles pata cerciorarme de su provisión de tarjetas. Al salir del segundo tropecé con un hombre que también salía. Me cedió el paso. Me volví para darle las gracias, y descubrí que era Pablo Acosta. Al mismo tiempo sentí vergüenza —yo llevaba en la mano un mazo de tarjetas— y una irreprimible alegría. La segunda se sobrepuso a la primera; con naturalidad le tendí una tarjeta.

—Es la dirección de la tienda de Yamam —le dije como si continuáramos una conversación.

Le echó una ojeada y se la guardó en un bolsillo. Estábamos frente a frente. Pablo retrocedió un paso para observarme como quien observa un bicho raro. Luego, sonriendo, tiró de mí y nos abrazamos. Yo tenía un nudo en la garganta que me impedía hablar. Me condujo a un sofá del vestíbulo. Nos sentamos sin que me soltara las manos. A mis ojos había desaparecido la decoración que nos rodeaba, los clientes que entraban y salían, los botones con chaleco bordado y fez, y los camareros que atendían las mesas. Veía sólo el campo de mi infancia, los prados encendidos por el sol, las montañas azules y moradas, la serenidad de los veranos, la naturaleza adusta y acogedora. Miraba a Pablo, pero tampoco lo veía como estaba frente a mí, sino al adolescente fuerte, bromista, que tenía ya, como mi padre, el don de apoyar; que me acompañaba a casa llevando mis libros y los suyos como si no llevara nada; alto ya, honrado y buena persona ya… Pablo me hizo una castañeta delante de la cara. Me desperté y le sonreí.

—Bueno, ahora dime cómo estás.

—Bien —respondí.

—¿Y por qué estás mal? Cuéntamelo todo.

—Tampoco entonces fui feliz, no creas, aunque ahora me lo parezca.

—¿Cuándo es entonces? ¿Quieres decir de niña y de jovencita?

Me había entendido; me había adivinado. Él, que trata recuerdos como para llenar aquel vestíbulo y poner boca abajo mi vida, me entendía sin necesidad de palabras.

—¿Y ahora? —preguntó.

—Sí; soy feliz… No debo siquiera preguntármelo; cuando me lo pregunto, sé que no aspiro a la felicidad, sino a otra cosa más definitiva. De eso no hablo. Yo me metí en un berenjenal sin nada que me guiara, pero también sin nada que me estorbase… Es cuestión mía, Pablo.

No me había soltado las manos.

—Ya lo sé; por eso te estoy preguntando a ti.

—Sería largo y complicado de contestar.

—Tenemos tiempo. ¿Almorzamos juntos?

—Dime antes qué haces tú aquí.

—Lo mismo que tú: asuntos profesionales.

—¿Yo? —me reí.

—No me refiero a las alfombras, de las que por lo visto te sigues ocupando; me refiero al amor. Tú eres una profesional del amor, en el buen sentido de la palabra, o sea, en el terrible.

—¿Qué sabes tú? —me sonreía.

—Estás hablando con un policía eficaz.

Dudé si me hablaba en serio o no, si vislumbraba o si sabía; pero no me importó. Yo descansaba en su rostro, de facciones tan correctas y tan armónicas que sólo después de cierto tiempo se daba una cuenta de lo guapo que era. Hay caras que gustan a primera vista y luego cansan; con la de Pablo sucedía al contrario: nada llamativa al principio, se iba desvelando su interés hasta juzgarla más atractiva cada día… Ya con verlo me encontraba mejor. Y, ahora que me encontraba mejor, no me apetecía hablarle de lo mal que me había encontrado.

—Sólo almorzaré contigo si me prometes no preguntarme nada.

—Hecho.

—¿Cuánto te quedarás?

—Varios días, o un mes, según pinten las cartas… Pero tú tampoco deberás preguntarme. Respetemos los dos los secretos profesionales. Conversaremos de lo anterior a ellos. O no conversaremos si no quieres.

Comimos en el Pasaje de las Flores. Entremeses fríos, que yo le iba explicando como una cicerone competente: el clérigo mareado, los muslos de mujer, mejillones fritos, menudillos a la parrilla y pescado. No sé de qué hablábamos: de nosotros, quitándonos la palabra, provocando y entrelazando recuerdos como cerezas; de la gente que pasaba casi chocando con nuestra mesa. Reíamos, y yo me negaba a rememorar nada que no se relacionase con Pablo. Temía echarme a llorar. De haber llorado, habría sido de gratitud, pero eso tampoco me aventuraba a decirlo. Qué vida tan opuesta la mía si me hubiera enamorado de Pablo… Bueno, siempre confiamos en que, de amar a otra persona, nos habría ido mejor. Los conocidos suelen ser mejores amigos que amantes; a los amantes no los conocemos… Con qué facilidad habíamos reanudado nuestra amistad; qué pocas veces él o yo levantamos la mano para decir top secret. Hasta esa mano en alto, en lugar de hacernos recelar, nos hacía reír. Pablo era, de cuantas personas había tenido a mi alrededor, aquella cuya aparición resultaba en este momento más llovida del cielo. Y, sin embargo, hasta tropezármelo, no había pensado en él.

Ante nosotros cruzó una pareja abrazada. Se produjo un silencio. No sé qué pensó Pablo. Yo, que el amor es lo irremediable; que, por muchos recuerdos que brillaran encima de aquel mantel, los del cuerpo son más indelebles. El cuerpo tiene mucha mejor memoria que el espíritu; tiene siempre presentes y a la mano sus llagas, sus cicatrices, los olores que lo han estremecido, los júbilos que lo han multiplicado, el sabor de alimentos que no sustituirá ningún otro sabor… Aquella pareja me había vuelto a mi presente: desastroso, pero lo único que poseía. Fui yo quien rompió el silencio.

—El amante es invulnerable porque, al ser el cómplice de su enemigo, ha embotado sus armas.

—¿Hasta qué punto es cómplice? —Me miraba con tal atención que se me hizo insoportable.

—De eso sí estoy segura: hasta el final, hasta lo último. —Yo no lo miraba; trazaba con el tenedor rayas sobre el mantel—. Lo que me preocupa es lo otro: ¿hasta qué punto es amante?

—Supongo que una respuesta te conducirá a la otra.

Se produjo una pausa.

—¿Me encuentras muy cambiada?

—Sí; cambiada, sí. Casi una persona distinta… Pero yo soy el cómplice de esta Desi también. Lo dijo con mucha seriedad. Yo, por su seriedad, me sentí tan avalada que me eché a reír. Quedamos en almorzar juntos también al día siguiente. Pablo tenía una cita, y le pedí que me permitiese acompañarlo hasta su hotel; al fin y al cabo, yo llevaba años viviendo en Estambul.

—Quiero ser un poco tu mentora.

Lo que en el fondo no quería es que me dejara en ningún sitio concreto: ni en mi casa, ni en la tienda. Prefería ocultarle mi vida, de momento.

Al llegar a su hotel me rogó que esperara. No tardó. Me bajó una botella de buen vino de Rioja.

—Un obsequio a mi mentora. Para que brinde por su salud y por la mía. Me aconsejaron que, como un modo de abrir caminos, trajera cosas de éstas; he visto que el consejo era válido. Contigo, aún no lo sé. Nos besamos en las mejillas.

—Hasta mañana.

—No te olvides. Adiós, hasta mañana.

Anoche, cuando menos lo esperaba, llegó a casa Yamam. Le costó abrir la puerta, y supuse que venía preocupado. Así era. No le hablé de mi encuentro en la mañana: no me habría escuchado. Ya estoy acostumbrada a ocultarle mis cosas y a que él me oculte las suyas… Le pregunté qué sucedía; me miró, sorprendido de que hubiese intuido su inquietud.

—Depende mucho de ti.

—Tú dirás —dije, mientras pensaba: «Es por eso por lo que ha venido». Yo tenía puesto un salto de cama de color ciclamen—. ¿Quieres un vaso de vino de España? —Pensé: «Si me pregunta dónde lo he conseguido, le hablaré de Pablo». No me lo preguntó.

—Sí, ¿por qué no?

Abrí la botella y bebimos. A la segunda copa, mudos aún los dos, le pregunté si tenía un poco de cocaína. Alzó las cejas.

—¿Para ti?

—Y para ti. Así podremos hablar con más soltura.

Hizo las rayas sobre una revista que había al lado de la mesa. Las esnifamos con un billete sucio enrollado. Seguimos bebiendo. Pasaron unos minutos y preparó otras rayas.

—¿No te importa que me duche?

—No es necesario —repuse—: la ducha te destrozaría el efecto del vino.

Soltó la risa, se puso en pie y dio la vuelta a la mesa. Yo servia otras copas.

—¿Vamos?

—Bebe primero.

—Por nosotros.

—Siempre por nosotros.

Bebimos. Acto seguido comprobé una vez más que el cuerpo lo anota todo, lo retiene todo; que, a su lado, el alma es una amnésica, una pobre y llorona olvidadiza de la que hay que olvidarse. Tumbados, fumamos un cigarrillo con la última copa de vino en la mano.

—¿Qué era lo que dependía de mí?

—Mañana irá alguien a la tienda; no me fío de él. Me han dado un soplo hoy. Irá sobre las cinco. Me gustaría no estar. Recíbelo tú. Conquístalo. Quítamelo de encima. Si las cosas van bien, manda a Mahmud a la tienda de mi hermano, y apareceré yo. Si van mal, mándale que me diga… No sé, que el vino era muy bueno; yo comprenderé y veré lo que hago.

—¿Tiene algo que ver con el hombre del azucarero?

—En cierta forma, sí.

—El cómplice de su enemigo… —recordé en voz baja.

—¿Cómo? No te he entendido.

—Nada; que está bien. Haré lo que me pides.

—Nos va en ello la vida —murmuró enredando sus dedos en mi pelo.

Tardamos en dormirnos, cada cual por su lado.

El segundo almuerzo con Pablo no resultó tan bien como el primero. No le pregunté sobre su cita del día anterior, pero noté que él ya estaba inmerso en lo que le había llevado a Estambul. Y no es que estuviese menos pendiente de mí; sin embargo, había más baches en la carretera por la que íbamos uno en busca del otro. Aun así, me daba pereza separarme de él para ir a la tienda; pereza y algo más, como supongo que le da al matador dejar el burladero para encararse con un toro que sale del toril. Nos sorprendimos los dos mirando a la vez nuestros relojes.

Quedamos en que al día siguiente lo llamaría yo y, si no estaba, le dejaría un teléfono para que él me llamase. En realidad no tenía más teléfono que el de la tienda, escrito en la tarjeta; pero seguramente la habría perdido ya. Todavía tomamos un café —él, sin azúcar, yo, con mucha— y nos despedimos a la puerta del restaurante.

—Como dos hombrecitos —comentó él, saludándome con la mano hasta que doblé la primera esquina.

Fui al Bazar. Estaba sólo uno de los muchachos. Faltaba poco para las cinco. Le dije, más o menos en turco, que aguardaba a un cliente importante; que me dejara sola con él; que, si lo necesitaba, lo llamaría; que estuviese atento a la tienda, pero apostado en la puerta de la de enfrente, que vende maletas. No había hecho el muchacho más que irse; yo estaba, de espaldas a la entrada, colgando una arandela de un kilim verde y rojo que se había soltado. Oí en castellano: «Buenas tardes». Me volví. Era Pablo. Por su cara de relativo asombro comprendí que tenía delante al hombre que esperaba.

—¿Estás comprando alfombras? —me preguntó con una risa ambigua. Yo, seria, le contesté:

—No; vendiéndolas.

—Pues enséñame alguna.

—Con mucho gusto. Me alegra que hayas conservado la tarjeta que te di ayer.

Por un ligerísimo fruncimiento de cejas me di cuenta de que no lo había hecho y que su presencia se debía a otras causas que yo empezaba a columbrar.

—Ahora vendrá mi marido y así os conoceréis. —Alcé una mano y llamé al muchacho sentado enfrente—. Ve en busca de Yamam. Está en la tienda de Mehmet.

Luego me dispuse a enseñarle las alfombras que había más a mano, en un alto rimero. Desdoblaba apenas una punta y hacía un leve comentario. Pablo me interrogaba, fingiendo interés, sobre la procedencia o el tamaño o la antigüedad; yo contestaba mecánicamente. Ambos recapacitábamos a marchas forzadas —estoy segura— sobre la razón de nuestra coincidencia en hora y sitio. Yo di un paso inseguro, pero urgente.

—Mi marido es muy celoso.

—No sabía que fuese tu marido.

—No seas antiguo… Será mejor que simulemos no habernos visto nunca. Nos llamaremos de usted si te parece.

—Muy bien, muy acertado. Pero procuremos no equivocarnos o sería para ti peor aún.

—Ayúdeme a abrir ésta, por favor —le señalaba una alfombra—. Es especialmente buena; le gustará. En la tienda hay de todas las clases, de todos los tamaños, para todos los fines, de todas las materias (hasta de borra) y de todos los precios. Ésta es una alfombra de Hereke, de seda. Estamos orgullosos de ella; es difícil que haya en el mundo otra con mayor número de nudos por centímetro cuadrado…

Él me oía como quien oye llover.

—Es usted una buena vendedora.

—Gracias. Temo que usted sea un buen policía. Me habría gustado que ni usted ni yo estuviéramos aquí ejerciendo nuestras funciones.

—No sé de qué funciones me habla.

—Mejor —dije—. Ignoro cómo esta alfombra ha venido a nuestras manos… Tiene una historia preciosa: la muchacha que la tejió murió el mismo día que acabó de tejerla, como si sólo esperara para morir rematar esta obra primorosa. ¿Ve? Sus dibujos poseen como un temblor, como un presentimiento…

—Magnífica vendedora. E imaginativa.

Antes de que yo oyera nada, él se volvió. Yamam entraba en la tienda; me miró con alarma. Yo sonreí.

—Te he mandado llamar para presentarte a un compatriota. Es don Pablo Acosta, muy interesado en piezas importantes, según me ha dicho… Hace tanto que no hablaba con un español que me agrada sobremanera su visita.

Se saludaron con aparente naturalidad.

—¿Querrá un té, señor Acosta? —le ofreció Yamam.

—Con mucho gusto.

—¿De limón, de naranja o de manzana?

—Simplemente de té.

—Eso digo yo siempre —dije, y nos reímos.

Yamam encargó a Mahmud que pidiera las infusiones, si es que lo eran. Yo no miraba a Pablo, ni creo que él a mí.

—Le estaba mostrando la alfombra azul de Hereke.

—Una joya —añadió Pablo.

Yamam se dirigió al montón del fondo y entresacó algunas alfombras. Las conocía por su envés o por su tacto; jamás se equivocaba.

—Esta Bergama es de las más antiguas que hay aquí: una maravilla. Se necesitaría permiso de exportación, pero nos sería posible conseguirlo para usted… Esta Van Kilim es una labor kurda; mire qué sobriedad y qué pulcritud…

Los muchachos se miraban entre sí, porque Yamam estaba quebrantando la norma de oficios del Bazar. Abría las alfombras, las dejaba caer una sobre otra y las miraba sin desviar los ojos hacia Pablo. Éste se comportaba como un cliente apasionado: se inclinaba, tocaba el tejido, las volvía una y otra vez.

—Esa que tiene usted en la mano —mentí— estuvo a punto de llevársela N. —Dije el nombre del escritor español.

—Pues parece que entiende más de alfombras que de literatura: la suya, no me gusta; esta alfombra, mucho.

—Mire esta Yagciberdir —seguía Yamam—: procede de Kayseri, una de nuestras ciudades de mayor porvenir, donde se mezclan todavía las más grandes industrias con las más pequeñas artesanías puras… Y esta Milas se la compré a una gran familia venida a menos. Llevaba con ella todo lo que va de siglo. A pesar de ello, está flamante: observe cómo resaltan los colores de la orla de flores, tan infrecuente…

Mahmud trajo los tés y nos sentamos. Quise poner en un aprieto a Pablo, para ver si salía airoso de él. Como si fuera un guiño de connivencia.

—No habías llegado, cuando me dijo el señor Acosta que estuvo en Bagdad. —Me dirigí a él—. Antes de la guerra, supongo.

—No; durante la guerra, pero con Irán.

No pude evitar una sonrisa. Me volví de nuevo a Yamam.

—Y que allí las alfombras son todas de fabricación reciente.

—Excepto los tapices voladores —bromeó Pablo—. En Damasco me sucedió un caso curioso. Me hacía los honores un director general de Correos o algo así. Me llevó a la Bab Turna, la puerta de un barrio más bien cristiano, para enseñarme alfombras en un almacén grandísimo de dos plantas. No vi nada interesante. El funcionario repetía: «Si lo sé, si lo sé; yo las que tengo las he comprado en Londres». Aquella misma tarde encontré en el zoco, en un sitio sucio, pequeño e insospechado, yendo yo solo, entre espantosos objetos dorados y falsos tapices de seda con cisnes y ciervos, la alfombra que ahora está en el comedor de mi casa. Con una dimensión desusada: cinco por tres, que era lo que me convenía… Cuando el funcionario la vio se tiraba de los pelos. Y se los arrancó del todo cuando le dije el precio.

Yamam reía. Continuaba interrogándome con los ojos, pero reía ya.

—Qué extraño que los sirios no lo engañaran a usted. Son todavía más peligrosos que nosotros.

—No sea modesto. Los vendedores más excelsos que conozco son ustedes.

Mahmud trajo otros tés. Entraron en la tienda dos alemanas de mediana edad. Yamam fue a atenderlas. Pablo y yo continuamos nuestra comedia.

—Es muy simpático su marido.

—Sí lo es.

Conversábamos con fluidez; Yamam se nos incorporaba cuando se lo permitía la atención de la tienda. Los muchachos desdoblaban y doblaban kilims y alfombras.

—Creo que me llevaré éste —me indicó un kilim no muy grande— para compensar la lata que le he dado.

—El de este kilim es un trabajo muy del Bósforo; en ninguna otra región del mundo se podría haber hecho.

Fue entonces cuando —de entrada no supe con qué idea— él comenzó su charla sobre Ío, que duró el resto de la tarde.

—Se trata de uno de los mitos más desperdigados y más fértiles. No obstante, qué pocas cosas claras hay en él. O, por lo menos, qué pocas indiscutibles.

—Yo no voy a servirle de nada; sé de Ío lo que sabe todo el mundo…

—No es el suyo un destino muy de agradecer. —Hizo una pausa y me miró—. Me refiero al destino de Ío, no al de usted. Quizá para la Humanidad, sí; pero no para ella. Siempre he pensado que quien tiene un sino personal feliz no es productivo para los demás. Y, por si fuera poco, suele importarle un rábano no serlo… Hay muchas discusiones, o muchas variedades, de este mito. Yo he elegido que Ío fuese hija de Ínaco, el río de la Argólida: un río siempre acaba en el mar, aunque sea a través de su hija…

Pablo rió. Yo le prestaba una atención relativa, porque también debía atender a Yamam, al que pude, por fin, hacer un gesto tranquilizador.

—Yo sólo sé algo de Ío a partir de su enamoramiento —comenté por cumplir.

—Natural. —Me miró de nuevo en otra pausa—. Sin embargo, no se enamoró ella, sino Zeus de ella. Ío era sacerdotisa de Hera, la esposa de Zeus. Cuando el dios la amó acabó por abandonarse, muy mal aconsejada, a su amor; es siempre tan persistente y pertinaz el amor de los dioses… —Me escrutaba con sus ojos por dentro de los míos: ¿por qué?—. Hera, celosa, espió a los amantes y los sorprendió. Como si fuera una simple burguesa, quiso vengarse de Ío; para impedirlo, fue por lo que Zeus la convirtió en ternera, una ternera blanca. Hera la exigió para sí y se la dio a guardar a Argos, el pastor. Los dioses siempre se enmarañan unos con otros. Zeus confió a Hermes el rescate de la ternera, y lo consiguió, pero matando a Argos. Hera, al ver a Ío libre, se airó y tramó una nueva venganza: ató a los cuernos de la ternerilla un tábano, que le picaba sin cesar en la cabeza y la enloquecía y la aturdía… Qué hermosa metáfora del amor, ¿no opina usted? La obsesión, la venganza, el suplicio del tábano. Uno transporta siempre a su íntimo enemigo… Ío huyó, recorrió el mundo con rumbos inciertos, y otra vez las versiones del mito son aquí variadas. ¿Hacia dónde viajó?

—Fue al Bósforo —dije yo—. ¿O no? Por lo menos eso significa tal nombre: el paso de la vaca… Y, al no poder resistir más la constante inclemencia del tábano, como usted dice, se precipitó desde un acantilado al mar, y se ahogó, y descansó.

Pablo me miraba y se reía. Yo estaba completamente seria.

—Ésa es una versión que no conocía yo. Las mías dicen que la fugitiva, tras atravesar el Bósforo, llegó a Egipto; siempre hostigada, pero también guiada, por su tábano. O que fue al Cáucaso, o al País de las Amazonas, hasta acabar en Etiopía. Pero viva, no muerta; no descansada, como tú, perdón, como usted asegura. En cualquier caso parece que en Egipto, por fin, fueron felices lo y Zeus, y allí crearon una nueva mitología, o sea, una nueva familia: el buey Apis, por ejemplo, es su hijo; y a ella siempre se la identifica con la diosa Isis… La atormentada ternera llegó muy alto: hay quien la confunde con la Luna, que pasta en la pradera de estrellas, que a su vez son los mil ojos de Argos. Ío es también las fértiles crecidas del Nilo, y quizá la personificación de toda la raza jónica. Pero, desde luego, sea lo que quiera, se trata del mito más arraigado en la antigua Bizancio, que es donde ahora estamos. El mito de Ío, la loca enamorada. O la enamorada loca.

Hubo un silencio. Yamam atendía en el piso de arriba a un matrimonio.

—Qué policía más atípico eres, hijo mío —dije en voz baja—. De todas formas, aunque sólo sea para ahorrarle padecimientos, me quedo con mi versión: la ternera trastornada se ahogó en el Bósforo.

—Como quieras; pero los mitos están hechos para explicar lo inexplicable, y tu versión es sólo una historia de cuernos en todos los sentidos. Es decir, muy poca cosa.

Yamam se sentó con nosotros.

—Desi, ¿has invitado a cenar a tu compatriota?

—No se me ha ocurrido. Quizá porque pienso que usted estará muy ocupado. Pero nos haría felices si aceptase cenar con nosotros.

—Feliz yo si me permitieran invitarlos.

—Ah, no; eso sí que no. ¿Vendrá? —le pregunté.

—De mil amores.

—Y más cuando les diga que, por un compromiso de familia que me transmitió mi hermano a primera hora de la tarde, no podré ir con ustedes. Pero Desi me representará sobradamente bien. —Se volvió a Pablo—. Desi es también Yamam. Confío en ella con toda mi alma. Váyanse ya. Aprovechen la luz que queda, y disfruten.

Pablo y yo nos quedamos desconcertados. Mientras doblaba el kilim elegido por él, me dijo Yamam al oído:

—Haz lo que sea con él; lo que sea —subrayó las palabras—, con tal de enterarte de cuánto sabe, a qué ha venido y por qué me sigue a mí.

Sin proponérselo, Yamam acababa de sembrar la suspicacia entre el único amigo que tenía cerca y yo.

Fuimos a cenar a Bebek, a un restaurante en una colina bajo el cementerio griego, cerca de un muro sagrado del siglo VI. Yo había estado en un almuerzo, y me pareció oportuno para lograr cierta intimidad. Nos la arrebataron por completo una orquesta griega y la costumbre, no menos griega, de tirar platos al suelo en lugar de aplaudir.

Pablo se divertía, lo cual me convenció de que no era la intimidad lo que él buscaba.

—Si yo fuera ellos —decía por los músicos— no habría escogido de ninguna forma esa carrera. Todo era ruido: los globos que estallaban, la música griega tan vital como reiterativa, el coro de los clientes que iban allí atraídos sólo por el escándalo, el estruendo de la vajilla…

—Los platos hay que tirarlos boca abajo para que se rompan mejor —dijo Pablo.

—Se ve que has roto muchos.

Los griegos y los armenios, con los traseros hacia fuera, bailaban unas danzas femeninas y viriles a la vez; los americanos también, pero haciendo el ridículo; y había una mujer que bailaba flamenco, o lo intentaba. De pronto, cuando nos mirábamos uno a otro entre ensordecidos y espantados, una muchacha nos vació encima una fuente con pétalos de rosa, y eso lo arregló todo.

Pablo, ya fuera, me propuso ir a una discoteca desconocida para mí.

—Es un poco tirada, no te asustes: hay jóvenes de tres o cuatro sexos y de no muy buena clase, prostitutas en paro, travestidos y hasta agentes del narcotráfico y de la anticorrupción. O sea, lo peorcito.

¿Había hecho hincapié en lo de narcotráfico, o fue una aprensión mía? La discoteca, cerca de Taksim, era aún más estrepitosa que el restaurante y pésimamente atendida. Pablo me arrastró a una mesa donde había un hombre de piel casi negra, enorme bigote y gafas de sol que chocaban más en aquel ambiente tenebroso. Habló con él muy bajo y en inglés. Tomamos un whisky y salimos corriendo de aquel antro.

—Te debo una compensación. Mi hotel es el sosiego edénico comparado con estas bullangas. Te invito a la penúltima allí.

Yo llevaba toda la noche preguntándome qué hacer. Someter a interrogatorio a un interrogador especializado era una estupidez; tratar de seducirlo, un incesto; aplazar la cuestión como si nada hubiera sucedido, un recurso paupérrimo. Por eso dije:

—Pablo, estoy de ti hasta la coronilla. En ningún sitio me has consentido pagar en nombre de Yamam, y ahora quieres llevarme a tu hotel. ¿Con qué fin?

—Con el de hablar de nuestras cosas.

Eso era claramente lo mejor.

—Me parece una magnífica idea. Vamos allá.

Subimos a su habitación directamente. Yo sólo bebía agua. Cuando estuvimos ya servidos, me arriesgué a coger el toro por los cuernos. (Ay, el mito de Ío se me ha incrustado en la sesera). Rompí a hablar por las bravas:

—Lo que tenía que estar haciendo en este momento, no sé muy bien por qué, era seducirte.

—Por mí, no te prives. No te costaría nada: siempre me has gustado… Pero ¿a qué viene esa antigualla a lo Marlene? Cualquier cosa que tú desees saber, y de la que yo pueda informarte, no tienes más que preguntarla. Le conté —sin entrar en muchos pormenores, pero con sinceridad— mi historia con Yamam. Mientras él me la oía contar, yo me desintoxicaba; la percibía corriente, vulgar. «Convencional» fue la expresión de Pablo.

—Una mujer que se enamora de un guía turístico es como la niña que se enamora de su profesor; se trata del único, del Yamam, del que está sobre los otros, del que más sabe, del que resuelve todo y del que conduce. No tiene nada de particular.

Es decir, yo había sido, hasta para romper con las convenciones, absolutamente convencional. Pues estaba lista.

—Quizá sea por haber nacido en Huesca y haberte casado con un huesqueta ufano de serlo y de encarnar el espíritu tradicional… Allí, nada de industrias, nada de novedades. Los canónigos, los funcionarios, los comerciantes de siempre, los agricultores y alguna profesión liberal de las de antes. Allí es igual ser de izquierdas o de derechas, ácrata o ultra. Si participas activamente del atributo de haber nacido en Huesca, ya estás con la pequeña burguesía, tan autosatisfecha, que se beneficia y ostenta el control social. Allí nada de inmigración renovadora; sólo las instituciones fundamentales: la familia, el cine, el vermú después de la misa del domingo y el Coso, por donde se pasea para enseñar lo que se estrena… De ahí te viene tu convencionalismo, aun en el terreno amoroso.

—Mi cursilería, quieres decir. ¿Y tú?

—Yo no he consumado ninguna historia de amor, tan sólo alguna anécdota.

—Pues entérate: todas las historias de amor se asemejan muchísimo. Lo que sucede es que los dolores que no sangran no se respetan nunca. Hasta que el tábano no siembra alrededor la tragedia, todo el mundo opina que eso les pasa a todos… Y quizá el que les pase a todos le quite prestigio, pero no aminora el dolor de cada uno.

Me había irritado. Se acercó a mí; estábamos rodilla con rodilla.

—Por lo que me has contado y por lo que yo sé, no puedo darte más que el consejo que te daría cualquiera, incluyéndote tú: vuélvete a España… —Me cogió las dos manos—. Escúchame, Desi: toda tu rutilante historia se reduce, si se mira bien, o sea, si se mira sin estar implicado, a una historia de narcotráfico. Tu viaje de luna de miel a Anatolia, ¿para qué crees que sirvió? Ahora entra morfina base por las fronteras del Este. Hay laboratorios muy cerca de ellas que la transforman en heroína, la brown sugar turca. La policía lo sabe, como sabe que los laboratorios legales, los que fabrican medicinas con el opio nacional, fabrican mucho más de lo que les corresponde. Y decomisa alguno, o parte de su producción, de cuando en cuando, para disimular, porque ella misma está implicada hasta las cejas… Tu Yamam iba recogiendo heroína o morfina, y dejando (mejor, sembrando) coca, como parte del precio o el precio entero, bajo la tapadora de los kilims. Toda esa frontera con Irán (Siirt, Batma, Bitlis) es la zona más caliente, donde opera la mafia turca, cuya parte más importante, la kurda, es la que financia la guerrilla… —Yo iba a hablar—. No me interrumpas; si no, no te desengañaré nunca, no podré. Las alfombras que tú recibías en Huesca llegaban a Madrid impregnadas con heroína. El proceso es muy simple: se disuelve en agua templada y se empapan el kilim o la alfombra, que se ponen luego a secar y se facturan. En Madrid volvían a meterlos en agua más caliente, y el resultado se trataba con una base, amoníaco o cualquier otra, para volver alcalino el medio; así se forma un precipitado, que se deja reposar un día antes de separarlo del líquido; luego se seca al sol, o con un baño de arena, y sanseacabó: ya están listos los tapices para mandarlos a Huesca o donde sea…

»Permite que te lo repita, Desi: obedece por última vez a Yamam, y sedúceme. Sedúceme si no te repugno demasiado; pero vuelve a España después. O espérame y nos volvemos juntos… Sepárate de ese hombre. Siempre te ha utilizado. No sólo de la manera que, a simple vista, se percibe, sino de muchas otras: como criada, como cómplice, como dependienta, como mujer anuncio, como auxiliar de su narcotráfico. Te ha utilizado como un rufián utiliza a su coima.

—Todos nos utilizamos unos a otros, Pablo. Todos. Y ésta es mi vida… —Supe que estaba llorando porque Pablo me tendió su pañuelo—. Yo no me pregunto, como tú me preguntas, hasta qué extremos he llegado; no lo quiero saber. Ni estoy llorando por eso, créeme, sino porque tú pones de pie una parte de mí que había olvidado: cuando estábamos sin contaminar, cuando el deterioro no había comenzado, y no iba el futuro a ser lo que es.

—Nunca el futuro es lo que iba a ser —dijo despacio. Me tenía abrazada. Mis lágrimas habían salpicado su solapa—. Nunca, nunca —repitió—. En esa época yo te quise tanto…

—Podías haberlo dicho —dije casi riendo.

—Debía de haberlo dicho, pero tú no me diste la menor oportunidad. ¿Habríamos creído a alguien que nos profetizara que una noche estaríamos abrazados así, en la habitación de un hotel de Estambul? Y lo más increíble, sin embargo, es que estemos abrazados así, sea donde sea. Porque yo, Desi, te sigo amando todavía. —Separé mi cabeza de su hombro, intenté mirarlo, él la empujó contra su pecho—. No te preocupes; después de lo que me has contado te siento tan alejada de mí, tan imposible, que hasta puedo declararte mi amor. Mejor dicho, puedo decirle a esta Desi de hoy, que amaba a aquella otra Desi: la que no sé dónde ha huido con el tábano, como Ío, en el testuz.

Me besó en la frente. Yo subí poco a poco la cabeza, y lo besé en los labias. No sé por qué lo hice. Un coche del hotel me trajo a casa. Cuando montaba en él:

—Mañana te llamaré —le dije a Pablo—. Para salvar a Yamam, que es un simple eslabón de la cadena, te diré dónde comienza y quién la maneja… No me quieras salvar a mí condenando a Yamam: esa injusticia jamás te la perdonaría.

He llegado a casa reprochándome haber contado tan mal mi historia; haber producido a Pablo la impresión de estar convencionalmente enamorada y ser convencionalmente correspondida, o no serlo en absoluto. En el momento que he entrado aquí, el influjo distanciador de Pablo ha desaparecido y se me ha desplomado encima la verdad. Quizá para miradas ajenas cualquier amor sea convencional; pero yo sé que en mi caso —y en todos— esa idea es falsa. Nunca sabrá Pablo hasta qué punto, y quizá yo tampoco. Ahora mismo imagino a Yamam en otro sitio, con otra persona o solo —acaso sea peor solo—, y siento cómo se me descoyunta el alma. ¿Por qué mi amor, tan autosuficiente como yo lo creo, no puede reposar sobre sí mismo?

El tábano no es el amor, sino la desazón que fragua los deseos amorosos; la que va por delante de ellos, sin que su saciedad la satisfaga, porque ella aspira al absoluto, a la última certidumbre que sólo está en la muerte. Con qué terquedad ese tábano me cerca. Esa evidencia de que no me cumpliré sino en el amor que me destroza y que fue gloria mía; en el amor que no me permite descansar, sino que inagotablemente se renueva como un hidrópico que bebe y bebe, y la bebida le acrecienta la sed. Es la insatisfacción permanente la ley del corazón, la ley del tábano, que se levanta sobre una pobreza y un vacío que él, lejos de enriquecer, pone aún más de manifiesto. Yo creía haber llegado a la unidad con Yamam, haber obedecido al destino; ahora veo que sólo era mi destino, no el de los dos; que nunca fui yo el destino de Yamam… Él se ha amado a través de mí, se ha buscado en mí; y yo no me he amado a través de él, sino al contrario, también yo he amado a Yamam a través de mí. Y sólo porque reflejaba —y reflejo— a Yamam, yo me respeto y continúo viva.

¿Cuál es la causa de su desamor? No me hago otra pregunta. Y la contestación, sin embargo, es fácil: él no se entregó nunca a mí, no se entregó del todo en cuerpo y alma, y cuando lo hizo, parcialmente, fue persiguiendo su propia realidad, sin renunciar a ella, sin ahogarla en la mía. Él sigue siendo él cuando yo ya no soy yo. ¿De quién será la culpa? Cuando un amante no obtiene la respuesta que anhela es que carece de la fuerza necesaria para provocar su reflejo en el otro. Es que el otro le es ajeno. O sea, que Yamam me desama no sólo porque no se ha entregado y conserva su ser sin hundirlo en el mío, sino porque la expresión de mi amor es excesivamente posesiva, y lo asusta como asusta a un niño un gigante.

Quizá él estaba previsto para una convivencia ordinaria, negligente, y yo le he demandado una reciprocidad insaciable que le acobarda más cada día. Me siento enloquecer, y la causa de mi locura es lo único a lo que no estoy dispuesta a renunciar, porque es lo único que me ata a la vida. No veo más que una solución, imposible para mí: encaminarme hacia otras experiencias de amor que me sumerjan en una especie de permanente placer físico. Pero a mí me está vedado: sólo con Yamam mi cuerpo goza, se olvida y vibra y canta. La soledad se ha hecho mi huésped en esta casa. Me serviría quizá mirar fuera, enterarme de lo que pasa en el mundo, comprender la infinitud de las penas humanas, de la sangre de los oprimidos, pero no puedo hacerlo: mi mundo es él. Sólo veo a Yamam, y vivo ante Yamam, bajo Yamam, de Yamam, desde Yamam… Todas las preposiciones le preceden a él y a él me llevan. Yamam es mi ablativo. Mi ablativo absoluto…

Después de escribir esto, pienso si no será tal dependencia mía precisamente lo que le ha sugerido a él una confusa dependencia de mí. Como una subordinación a mi gozo físico, que él, desde el exterior, contempla y conoce mejor que yo misma. Yamam ha de sentir cierto pavor ante el estremecimiento desmandado, ante mis convulsiones amorosas, cuando sobrepaso la cima a la que no le es posible llegar a él. El deseo del hombre lleva en sí mismo su fin; es un simple medio para el placer femenino, ni siquiera un medio para la procreación. Yo he tenido a veces la sensación de que la Naturaleza entera estaba pendiente de mi gozo… Cuando me asalta el paroxismo y desfallezco como el que toma impulso dando un paso hacia atrás, ¿no se sentirá Yamam usado por mí, no usada yo, como esta noche decía Pablo? Mis gritos, si los doy, los ronquidos que me queman la garganta y me la secan, mis furias incomprensibles para él, esos mensajes del placer que no se dirigen ni a él ni a nadie, a Pesar de ser él quien los provoca, ¿no lo habrán alejado de mí como de un peligro, como una cascada que no se comparte, como un secreto cuya posesión no es suya y del que, por tanto, le indigna presenciar los efectos?

No; no es comparable. Mi deleite no es comparable con la muerte; el de Yamam, sí. Él se inflama, se exalta, tiembla, eyacula, y decae y se apacigua. Entretanto yo río, yo lloro, jadeo, clamo, y mis orgasmos no son más que un boceto, un cañamazo donde el placer borda su intrincado paisaje. Y si mis gozos son descargas como las de Yamam —lo que no creo—, cuanto más numerosos, más se multiplican y más crecen. Y yo, en medio de ellos, no estoy ni satisfecha ni insatisfecha, ni saciada ni insaciable, sino siempre dispuesta a recomenzar… Y Yamam, sobre mí o al lado mío, observándome, cayendo en la cuenta de que hacer gozar no es poseer, de que me escapo por las vías de un derroche por donde él no puede acompañarme; de que, al proporcionarme placer, abre un canal a mi barco, una puerta por donde yo me alejo de él en lugar de solidarizarme.

Luego, sí; luego se lo agradezco. Pero en esos instantes yo estoy sola, embriagada como una posesa, como una bacante campesina, a la que, desde abajo, Yamam ve ascender y evadirse. Y nunca es previsible lo que sucederá, porque el deleite navega y va y vuelve por diversos itinerarios cada vez. Y Yamam, confundido, provoca con un gesto una reacción distinta a la que con ese mismo gesto provocó, no ya el día anterior, sino hace unos minutos. Y de arriba abajo mi cuerpo está traspasado por él; mis orejas, mis rodillas, mis párpados, mis muslos, mis nalgas, mis poros, todos los orificios, por pequeños que sean, lo reciben y lo acogen. Cada combate es una encrucijada, y Yamam está en todos los caminos, pero sin nombre, sin rostro, o con la máscara mojada del placer. Y así como yo puedo sentir su esperma como culminación suya, él no siente cuándo culmino yo, si es que dejo de culminar para otra cosa que culminar aún más. Ni puede medir —yo tampoco— el peldaño al que trepa una contorsión mía, un fruncimiento, la agitación de mis piernas o una lubricación… Porque en mi placer nada tiene que ver con nada, y él no lo entiende. Ni entiende el final, ni los trayectos.

Por eso comprendo que se indigne. Comprendo que él prefiriera que todo estuviese debajo de mi vientre, que mi placer se pareciese al suyo, que lo consumáramos a la vez, casi idénticos fluyendo los dos. Pero no es eso; no es así. Cuando él está colmado y se adormece, yo estoy en el principio de la gloria; cuando él ha experimentado su pequeña muerte, yo yazgo deslumbrada por lo que aún me espera; cuando él emite la prueba de su gusto, yo no dejo ninguna de los esplendorosos míos; cuando él respira entrecortado, yo corro mi carrera de obstáculos refulgentes, al saltar cada uno de los cuales palpo a ciegas los cielos… Cuanto más gasto, más tengo, mientras él ha de ahorrar y recuperarse; mientras él se hunde en una noche de fatiga, en mí amanece, todo se rearma y se ilumina; mientras su gozo le parece una exaltación de la vida, de la que pende como un ahorcado, mi voluptuosidad va a más voluptuosidad y a más vida y a mayor despilfarro de ella. Tanto, que nunca, al comenzar, pienso que llegaré tan lejos, con los ojos en blanco, tanteando —pero no por la oscuridad, sino por el deslumbramiento— hasta donde se agotan mis poderes, que es donde recibo otros más altos todavía, más extenuantes, más ofuscadores.

Quizá por todo esto (de lo que ni él ni yo somos responsables), acaso presumiéndolo, sintiéndose apartado, Yamam, que en un principio se consideraba orgulloso de ser la causa, se considere ahora la víctima y el instrumento que se utiliza una y otra vez. Y de ahí que vuelva, por no verlo, la cabeza a otro lado. Si es así, ¿cómo convencerlo de que no es cierto; de que lo amo más que a todas las cosas; de que, aunque no me provocase tales delicias, lo seguiría amando? No me creería nunca, porque casi ni yo lo creo al escribirlo.

A la siguiente mañana, nada más encontrarme con Pablo, le di las indicaciones para llegar a la casa del inmenso hombre del azucarero de oro. Pablo se burló de mí.

—Ya lo sabía, Desi —me dijo—. Pero yo no tengo autoridad aquí. Yo no puedo meter a nadie en la cárcel, ni abordarlo en la calle diciendo «Policía», ni interrogar a nadie. Todo lo que puedo hacer es aportar los datos a la policía turca. Sin embargo, me temo que ella tenga aún más datos que yo. Muchos de sus miembros están muy bien comprados. La elite de esta policía no es mala, pero el conjunto es flojo… Yo estoy aquí de manera oficiosa; porque los indígenas tardan mucho en decidirse. He venido a meterles prisa y a que sepan que estamos al tanto de los diversos jueguecitos que hay aquí. Si al menos interrumpiesen sus envíos… Por eso vine, y me quedé por ti; pero ahora he de irme. Sabiendo que sigues aquí por propia voluntad y que, en medio del desastre, estás contenta, me pasa contigo lo que con esta policía: no tengo facultades operativas. Sólo puedo rogarte qué lo pienses. Decídete antes de que las cosas empeoren. Dentro de tres meses regresaré. Regresaré a recogerte, si me dejas…

Me he despedido de Pablo con el sombrío presentimiento de que no lo veré más.

Yamam lleva más de una semana sin aparecer por aquí.

Ayer por la mañana estuve en el Bazar igual que siempre, como si nada de particular sucediese. Di sus clases a Mahmud, que adelanta más porque me ve más triste. Pero tuve que esperar a Yamam, que antes habría sido incapaz de abandonar la tienda. Apareció hora y media después con una muchacha muy joven. Es una francesa; se llama Blanche; trabaja en la empresa de Denis. Se han conocido durante la instalación de las alfombras.

—De eso vengo —me ha dicho Yamam, sin el menor interés en que lo creyera.

Yo he olido —y no es una metáfora— que venía de hacerle el amor a la muchacha. Es rubia y, como su nombre, blanca. Ahora no está gorda, pero engordará; se le presienten ya sus poderosas caderas y sus grandes pechos. Es decir, le aguarda un buen porvenir a ojos de Yamam. Hablábamos de las alfombras que han llevado, por seguir la corriente y no manifestar mis celos, cuando he visto encenderse los ojos de Yamam.

—Ahora no puedo atenderte como tú te mereces —me ha dicho—. Como os merecéis… ¿Por qué no cenamos juntos esta noche? ¿Queréis recogerme aquí a las siete, y seguiremos esta interesante conversación?

Yo me despedí y salí antes que Blanche, por si aún tenían algo que decirse.

Paseé por el Bazar, que suscita cada día más en mí una paz semejante a la del ojo del huracán. Me siento protegida por la gente, por sus empujones, por su algarabía, por el convencimiento de que sus hurtos y sus sisas evitan crímenes mayores. Me habría gustado fumarme un narguile con un turco de pelo blanco y tez muy morena, sentado a la puerta de un almacén de zapatos. Lo pensaba así cuando tropezó conmigo un cargador, doblado por un increíble montón de frutas. Y del cargador fui de tropiezo en tropiezo: con unos aldeanos aturdidos ante el lustre de la gran ciudad; con unos amedrentados turistas que se amparaban entre sí, no menos aturdidos que los aldeanos, aunque dándoselas de conocedores; con un par de mujeres, vuelta una hacia otra, con los charchaf cubriéndolas del todo… Me envolvía el olor de las especias, de la piel recién curtida, de las lonas crudas, de las barritas de los perfumadores; un olor que venía de las tiendas profundas donde la luz del sol jamás entró. Me envolvía el ruido de los punzones y martillitos de metal. Me envolvía el parpadeo de las luces artificiales y de la natural, habitada por el polvo. Me envolvía el roce de quienes se cruzaban conmigo, extrañados quizá de verme sola entre la multitud. Más sola de lo que se imaginaran.

Al pasar por delante de la joyería de Mehmet vi en el escaparate mi pequeño azucarero. Me acordé de que aún tengo la coca guardada en casa, encubierta a los ojos de un Yamam que no va. Dentro de la tienda vi a su madre; ella me vio también, porque rió llevándose la mano a la boca, en la que le falta ya algún diente.

Luego me he ido, despacio, al Bazar egipcio, como si me arrastrara el aroma que iba a recibirme allí: las especias mezcladas con la carne, el clavo de Zanzíbar y la vainilla fresca de Madagascar, las suelas de zapatos y sandalias, los dulces, el tenue olor de las flores y plantas del mercadillo anexo… Yamam me había dicho:

—No sé por qué se le llama Bazar egipcio, Misir Çarsi. Quizá porque se le dio el nombre de la palabra turca que designa el país de los faraones: Misir, o sea, maíz.

Era cuando Yamam me lo explicaba todo, y lo que él no me explicaba para mí no existía.

Con un nudo en la garganta, atravesé el mercado de los animales, sin mirarlos y deseando mirarlos. Me duelen —y ayer por la mañana más aún— los pájaros enjaulados, a los que se priva hasta del sitio para aletear, los conejillos de ojos aterrados, los diminutos peces… Y, sobre todo, me duelen los cachorros de perro, tan vivos y tan expuestos a ser martirizados o a ser desatendidos; tan vivos y tan cerca de la muerte.

No pude evitar acercarme a una jaula formada por unas piezas sueltas de tela metálica. Al verme, se pusieron de pie los cachorrillos, acezantes, buscando en mi mano la comida o la caricia. Trajín estaba allí, entre ellos, con unos ojos cargados de reproches… He sentido mi tristeza igual que un fardo insoportable encima de mis hombros. Yo era como el cargador con que había tropezado en el Bazar… Por encima de los cachorros más pequeños, uno, para lamer mis dedos, se ha apoyado en la tela metálica y ha deshecho la jaula con su empujón. Todos los perrillos, como en un juego, moviendo el rabo, han salido corriendo, entre los gritos de su vendedor y del resto de los vendedores, bajo cuyos tenderetes se ocultaban. Perseguida no sé por qué ni por quién, con los ojos llenos de lágrimas, yo también he huido.

Después fui a tomarme un café a la estación, como si me despidiese no sabía tampoco ni de quién ni de qué. «Siempre me he tenido a mí misma; bien o mal, pero siempre me he tenido. Ahora empiezo a dejar de tenerme; empiezo a preguntarme para qué. Mala cosa», pensé mientras el café se enfriaba. Me vino a la memoria de repente una advertencia que mi padre nos hizo un día —o quizá varios: la infancia se recuerda amontonada, como un arca revuelta— a mi hermano y a mí. Volvíamos del colegio. Quizá uno de nosotros había tenido un descalabro en las calificaciones. Mi padre nos consolaba: «No hay que ser el mejor de todos, ni intentarlo; hay que ser el mejor de uno mismo. De las varias Desis que hay dentro de ti, es preciso que aspires a ser la mejor de todas. Nada más. Y en realidad será ella la que te diga si lo has logrado». Aparté a un lado el café. No; no lo había logrado: no era la mejor Desi que pude haber sido. No estaba contenta conmigo a aquella hora en que la niebla había descendido antes de lo previsible y se hacía tarde para recoger a Yamam. «Recogerlo, ¿para qué?», me volví a preguntar, y no supe qué responderme.

En el puerto la gente corría, comía bocadillos de jurel o caballa, había cumplido su jornada, volvía a su casa en Asia. En el puerto se vendían castañas, roscos de sésamo, pitos de agua, lotería, refrescos, trompos de colores, cebollas crudas, pepinos, barajas, avellanas… En el puerto la gente llamaba por teléfono, se besaba, se reía a gritos, se abrazaba, se despedía como para no volver a verse, se embarcaba y estaba viva, viva, viva. Y tan cerca asimismo de la muerte…

Cuando llegué al Bazar, Blanche ya esperaba allí. Soltó una carcajada por algo que Yamam le susurró al oído. Yo me sentía extraña; me arrepentí de haber vuelto. Yamam me atrajo, me besó en la mejilla, y me dijo bajito:

—Voy a ver hoy si de verdad me quieres.

«Estamos, desde hace tiempo, en época de exámenes —pensé—. Salimos a un examen por día. Y yo no tengo que ser la mejor de todas…» Le sonreí y le respondí:

—Ya sabes que te quiero. Si no te quisiera, ¿qué pintaría aquí?

La mirada de uno de los muchachos se detuvo un momento más de lo normal en mí; los ojos de Mahmud estaban empañados. ¿Qué significaban aquellos ojos y aquella mirada? ¿Qué sabían que no supiera yo?

Yamam cerró la tienda, y fuimos a cenar.

Durante la cena, él habló sin descanso. Tenía la euforia artificial que se desprende de él cuando ha tomado cocaína. Sentado entre las dos, nos tocaba, excitado y sonriente.

—El amor —se dirigía a mí— necesita permanentes pruebas de que está bien establecido y de que es un negocio firme. Pero, como todo negocio, es aleatorio; puede quebrar. Por eso hay dos preceptos que tiene que cumplir el buen amante, y el buen negociante también: el primero, no perder, conservar lo que tiene —dejó una mano sobre mi brazo—: el segundo —se dirigía a mí y luego a Blanche—, no poner toda la fortuna a una carta, distribuirla bien, emplear en varias direcciones lo ahorrado. El amor no ha de arriesgarse en su totalidad; hay que tener reservas por si acaso.

Yo le decía que no con la cabeza. Yamam me alzó la cara empujándome con su dedo la barbilla.

—Quien no lo hace así, acaba por necesitar para subsistir a la otra persona; no ahorra, se vuelca entero, y su preocupación, en consecuencia, le hará ser un mal amante. El amor es un juego; es un negocio suplementario. No el negocio que nos da de vivir, sino el que nos alegra la vida.

«¿Que nos alegra la vida?», me preguntaba yo.

—Para alegrarnos de verdad no tiene que proponerse liada, ni llegar a ninguna parte, ni satisfacer del todo el deseo siquiera… Tiene que prolongar las caricias, ser una mariposa que no se pose en ningún sitio, so pena de que la cacen y la metan en una caja atravesada por un alfiler. Ha de entrar por todas las rendijas lo mismo que un perfume, y rozar como roza una brisa: la palma de la mano —había cogido la de Blanche—, las coyunturas de los dedos —tomó los míos—, los rizos del pelo, los de las axilas, los pómulos, los labios… Todo es susceptible de conquista, todo tiene su propia complacencia. ¿Qué es eso de zonas erógenas y zonas neutrales? Sobre todas riñe su batalla el amor, mielecitas mías. La penetración es un gesto convencional —otra vez oía yo esa palabra—, uno más, pero no el definitivo, ¿verdad que no? En el hombre la declaración de guerra —se echó a reír— es muy visible: se levanta la espada; pero en la mujer también hay síntomas, vosotras lo sabéis mejor que yo: no sólo la humedad de vuestros rinconcillos, sino la rebeldía de vuestro espadín y la de los pezones… Ahí tenéis, bajo la seda, unos pechos que aumentan de volumen, y un corazón que se acelera, y la respiración que se agita, y algunas contracciones que a lo mejor alguna de vosotras siente ya en algún sitio —volvió a reírse—. Os veo ruborizadas, azúcares míos, no sé por qué… El amor ha de ser una sorpresa; no porque los dos cuerpos sean distintos, sino porque están siempre por descubrir, sobre todo si son más de dos: las corvas, las ingles, la tersa cara interior de un muslo, la tersa piel del falo, los pies, la redondez de los hombros, la cavidad que oculta un pecho y que revela al levantarse…

Hablaba de la alegría de los niños cuando se observan, entre el misterio, unos a otros; de la curiosidad de los niños, que mezclan lo que nos parecen porquerías a los mayores con su propia saliva, y meten los dedos para tocar lo que ven y lo que quieren ver, y hablan con sus propios órganos, que tienen prohibido mirarse, y se los huelen.

—El amor hay que hacerlo con los ojos y con la boca, y con la nariz, y con la lengua, para que saboree todo, y con el oído, para que escuche los gemidos y el movimiento de las tripas y el chasquido de la carne al despegarse entre el sudor… Es un hambre que no debe saciarse. Es como comer aperitivos; como saltar y caer, para volver a saltar y no caer del todo; una voracidad que mordisquea, con el fin de no agotar lo inagotable, con el fin de no dejar de desear.

Bisbiseaba a veces cerca de una, a veces cerca de otra, y se le veía la nuez cuando echaba atrás la cabeza para reír, y nos daba de comer con su mano, y nos rozaba la lengua con su dedo, y yo miraba a Blanche arrebolada, y adivinaba que ella me miraba de reojo a mí, y Yamam nos miraba a las dos…

Fuimos a casa, los tres en el asiento delantero del coche, por indicación de Yamam.

—Os recomiendo prudencia —dijo alegremente—. Me gustaría ir a mí entre vosotras, pero quizá sea mejor que vaya Blanche en medio.

Blanche acariciaba el pantalón hinchado de Yamam. Él, por detrás de ella, me decía:

—¿Ves? No ha entendido nada.

En un semáforo me acarició la nuca. Yo, a través del cuerpo de Blanche, que había recostado la cabeza en el hombro de él y cerrado los ojos, acariciaba el muslo de Yamam. Metí bajo él la mano, hasta que sentí que me la rozaba la mano de la francesa, que suspiró débilmente.

En casa sucedió todo como había dicho Yamam. Lo que se califica de accesorio fue lo principal. Las manos de Yamam conducían las nuestras; él, como un sacerdote entre sus neófitos, distribuía, gobernaba, hablaba muy despacio y muy quedo, aprobaba o advertía: «No tan fuerte». «No tan de prisa». «Así, más, más». El cuerpo de Blanche y el mío se ceñían entre sí y con el de Yamam. Nuestras tres bocas buscaban su acomodo. Yamam nos volvía, nos invertía, nos mudaba de posición, hasta que supimos lo que queríamos y lo buscamos con una ofuscada sabiduría, igual que la del niño que mama con habilidad por vez primera.

Descansábamos y retornábamos. Yo saqué la cocaína, y tomamos un par de rayas, que separó Yamam riéndose de mi ocultación y bendiciéndola. Y retornábamos y descansábamos. Y comprendía yo en la práctica que los enamorados no tienen que satisfacerse recíprocamente sus necesidades. Eso es una pobretería; tienen que suscitarse necesidades nuevas, deseos nuevos sobre los que no están obligados a salir triunfantes, sino a alargarlos y a ensancharlos. No tienen que agotar los últimos veneros, sino mojarse en ellos los labios, y regresar a la sed y a la busca y al hambre. Y cambiar el ritmo de las retribuciones, y ser tan sutiles que nada de lo ocurrido pueda relatarse, porque no son hechos que ocurren, sino insinuaciones, sino perplejidades, de estupor en estupor y de ala en ala.

Yo, en la refriega, no sabía distinguir de quién era el cuerpo que tocaba, la mucosa en que se hundía mi lengua, el sudor que lamía la pierna que pasaba sobre mi cuello, el hombro sobre el que descansaba mi cabeza, qué mano retorcía mis pezones o se introducía entre mi carne, qué pie mordía o chupaba o besaba. Y ni siquiera sabía distinguir si era la primera vez que percibía ese sabor, o ese olor, o realizaba aquel gesto, porque la reiteración nunca era exacta y siempre revestía la trascendencia de algo irrepetible.

Cuando todavía la consumación estaba lejos, o ni siquiera estaba prevista, entreabrí los ojos y vi el cuerpo moreno y tan conocido de Yamam y el cuerpo blanco y apretado de Blanche. Y los tenía abrazados y ellos abrazaban mi cuerpo. Cerré de nuevo los ojos y olvidé…

Al volver en mí, me recibieron las palabras tiernas de Yamam, que nos hablaba como a dos niñas. El sentimiento de vacío que me asalta siempre al terminar, una vez más lo llenaba Yamam con sus palabras, con su ternura, con sus tarareos de no sé qué canciones, como si quisiera prolongar todavía la semiconsciencia que me embarga. Cerré los ojos para no encontrarme de nuevo con la realidad. Yamam estaba junto a mí, y lo sentía; lo demás no importaba, ni siquiera que hubiese una testigo… Yo entré en nuestro nirvana; las nieblas del deseo urgente se habían retirado; se había retirado la apariencia, el brillo, la colaboración, el mentido espejismo, la tentación también. ¿Qué importaba?

Besé la mano de Yamam. La besé antes de que me sobreviniera la pena, no por haber sido usada, como había dicho Pablo, sino por no haber cumplido mi aspiración: la soledad con él. Yo había respondido a su demanda; él a la mía, no. En otro tiempo, en otros lugares, en éste sobre todos, él había sido enteramente mío… ¿Había concluido el éxtasis? No; aún me quedaba la voz de Yamam, la mano de Yamam. Blanche dormía. Quizá él y yo no habíamos dejado de estar solos. ¿Cómo iba yo a pensar que él era para mí un extraño, cuya presencia después del amor no se comprende? ¿Cómo iba yo a pensar que Yamam y Blanche eran lo mismo para mí? Preferí no pensar nada. Volví a besar su mano.

Recordaba —más de lo que creía poder hacerlo y mucho más de lo que me habría gustado— aquella sesión de amor. (¿Por qué la llamo sesión, como a las de Denis?) Después de ella, con Yamam, durante varios días, tuve una relación puramente comercial. Quiero decir que lo veía en la tienda; le ayudaba en cuanto estaba en mi mano y me permitía mi alumno fiel Mahmud; lo sustituía en ocasiones; cuidaba y recibía a sus hijos los fines de semana y en la fiesta de la Ruptura del Ayuno, que cayó por entonces. (Fui yo quien compró sus regalos, acordándome de aquella muñeca que él nos había pedido a los españoles cuando lo conocí hace ya tanto. ¿Hace ya tanto?)

Por casualidad, pensando en Blanche, salté a Denis, su jefe, y me propuse llamarlo, sin saber bien por qué, como no sé, en general, el porqué de mis actuaciones desde hace un tiempo. Telefoneé al consulado francés, y me dijeron que vivía en Estambul, pero que no podían darme el número de su casa; me dieron el de la empresa. Me cité allí con él. Tenía curiosidad por ver las alfombras, y por comprobar si entre ellas estaba —y así fue— el kilim burdeos que una tarde había desaparecido del salón de casa, debajo del sofá de terciopelo labrado.

En el trayecto a la oficina recordaba con simpatía el viaje a París y la manera limpia y apresurada de hacer el amor de Denis, tan opuesta a mi experiencia última. Éste era un ejecutivo también en el sexo; no preguntaba la opinión de su partenaire —él la llamaba así—; lo mejor para él era una mujer casi frígida que correspondiese a su frigidez o a su velocidad, oponiéndole la resistencia justa para que él demostrase su fuerza y su poder de arrastre. Se trataba de un hombre de gestión —de bastante buena gestión—, pero nada más. No gastaba más tiempo del preciso en una operación —en una sesión-de amor; no derrochaba nunca. Las menudas y cómplices lubricidades se desterraban; eran detalles que oscurecían la luz de la verdad. La verdad era el orgasmo, compartido a ser posible por buena educación y por cierta propensión a la simetría. Probablemente lo sacarían de quicio un gesto imprevisible o una reacción inesperada. No es que fuese como esos hombres que, igual que un pistolero marca en su colt el número de muertos, marcan en su pene el número de orgasmos de su pareja; no llegaba a tanto, pero la multiplicidad de éstos lo habría dejado profundamente satisfecho de sí mismo, y, en agradecimiento a tal exaltación, habría querido un poco más a su partenaire.

Así pensaba mientras subía en el ascensor de la oficina. Me reproché haber cambiado tanto de opinión sobre Denis; pero me excusé luego; ya que, en el fondo, siempre había opinado así, lo que ocurría era que me había dejado de ser útil: útil para Yamam, por descontado. «¿Lo ha dejado de ser en realidad? —me dije de pronto—. ¿No podría yo emplearlo como arma contra Blanche?» No es que tuviese el menor remordimiento por nuestra sesión, ni estuviera arrepentida, pero no podía compartir a Yamam, aunque mi placer hubiera sido mil veces mayor que el que a solas sentía con él, y me bastaba.

Nada más recibirme Denis en su despacho, entendí que las cosas entre él y yo no eran como antes.

—No creí que me telefonearas, ni que quisieras verme, una vez conseguido el contrato para Yamam.

—Los occidentales siempre opinamos —insistí en el plural— que los turcos, y quienes los rodean, sólo se mueven por razones comerciales. Somos injustos, Denis… Por otra parte, te recuerdo que te acompañé a Francia después de conseguido el dichoso contrato.

Salió de detrás de su mesa preguntando: «¿Después?», como si saliera de un mostrador, y me tendió la mano. Yo le alargué la mía de forma que no tuvo más remedio que besármela. Su frialdad me salpicaba. De súbito se abrió una puerta distinta de aquella por la que yo había entrado, y apareció, precipitada, Blanche.

—Denis, chéri… Ah, perdón, ignoraba que tuvieras visita. Desapareció cerrando la puerta.

—¿Una amiguita? —le sonreí.

—Oh, no —dijo vagamente—. Claro, que uno tiene derechos cuando se siente abandonado por una persona de quien tanto esperaba.

—Si te contara lo sucedido —le mentí—, me darías mil excusas por lo que acabas de decir. Parpadeé para dar a mis ojos una expresión de desencanto. Por cambiar de conversación, me enseñó los kilims y las alfombras que Yamam le había endosado. Eran recientes, y sólo tenían de bueno la combinación de sus colores con los de las tapicerías y los paneles. El kilim secuestrado del piso estaba en el despacho de Denis. No pude por menos que sonreír ante la destreza de Yamam. Pasamos por algunos departamentos y atravesamos un pasillo; en una habitación pequeña y luminosa, que daba a un jardín vecino, habían instalado a Blanche. Me la presentó, y nos saludamos con indiferencia. En sus ojos adiviné una súplica; estaba dispuesta, por conveniencia propia, a concedérsela. Mi intención era ruin; pero, si ella me arrebataba a Yamam, yo le arrebataría a Denis. Quizá ella, por interés, tuviera que elegir, y elegiría a su jefe. Era bastante hacedero ganarle la partida dado que yo apostaba con absoluto dominio del juego, en el que no intervenían ni mi corazón ni mi bolsillo… ¿Mi corazón tampoco intervenía? Sí; pero no con respecto a Denis. De una pared colgaba un grabado del Sena.

—Recuerdo —dije deteniéndome ante él con intención— nuestros paseos, cuando todo parecía posible, y entre nosotros sólo iba la esperanza.

—Es cierto —replicó Denis, tomándome del brazo y llevándome fuera.

—Adiós, señorita —le dije a Blanche—. Este despacho es el más bonito de toda la oficina; procure que no la muden nunca de él.

Supuse que la velada amenaza surtiría un efecto de indecisión muy favorable para mí.

Ni que decir tiene que ese día, después de almorzar, Denis se ofreció a enseñarme su nueva casa en Galata. Puse un pretexto que sonara a pretexto. Le agradecí la comida, y me despedí de él dejando claro que me había herido su actitud.

—No puede ser que tardemos tanto como esta vez en volver a vernos.

—De ti depende —repuse—. Tú has interpretado de un modo muy doloroso para mí mi alejamiento. Si te confesara que fue para protegerte a ti y al respeto y al cariño que te debo… Si te dijera que lo de Yamam y yo desembocó en un asunto embarazoso, ajeno a mí, pero en el que me vi inmersa, y que me llevó a pensar que se me vigilaba y se controlaban mis amistades… Si te dijera que la primera tentación que tuve fue la de correr a tus brazos y protegerme en ellos, y que la resistí para no causarte daño… Sólo cuando ha pasado todo y he comprobado que, respecto a mí, nadie nunca pensó nada, y que no era más que una falsa alarma mía; sólo ahora te he venido a buscar. Y para recibir una terrible acusación… Me voy, Denis, me voy…

Me llevé un pañuelo a la nariz; moví la cabeza sin sentido. Denis me abrazó, me atusó el pelo.

—Perdón, perdón… Te quería tanto… La decepción fue tan grande…

—No más que la mía de hoy.

—Desia, ¿estamos en paz? Di que sí, Desia.

Levanté las pestañas, aún cargadas de lágrimas.

—Si tú lo quieres, sea.

Me besó.

—¿Te apetece que cenemos mañana?

—Si tú lo quieres… —repetí.

Ahora escribo esto, sin prever qué sucederá mañana. Me muevo por impulsos, como quien ha perdido la última dirección de su camino. No sé si voy cuesta abajo o cuesta arriba; no sé si lo que hago es bueno o malo. Sólo tengo un propósito: recuperar la atención de Yamam. No puedo ser objetiva ni moral; no puedo ser leal siquiera. Por tener a Yamam conmigo —«conmigo para siempre» pienso ahora, aunque sé que cada día tendrá su propia batalla—, por tener a Yamam haré todo, esté o no esté en mi mano. Todo en legítima defensa, todo en defensa propia, porque no me canso de insistir en que Yamam es mi vida y en que no quiero otra. Dicen que los enamorados son quienes mejor aprecian la armonía y la hermosura de este mundo; dicen que en él estamos para ser felices, en contra de quienes lo han convertido en un valle de lágrimas. Puede; pero qué trabajo nos cuesta tocar con la punta de los dedos la felicidad. Nos cuesta tanto, que no podemos evitar preguntarnos, absortos en el esfuerzo, por qué es por lo que luchamos. Yo, en la tarea, me he dejado mucho más que las uñas.

Las relaciones con Denis se han restablecido —más bien se han instituido— sin dificultad. Marcharon en seguida lo mejor posible, que tampoco es viento en popa, transformándonos en una especie de matrimonio rutinario y digno.

Como yo no quería faltar del apartamento de Yamam, por si aparecía él, ni del Bazar, por causa de Mahmud, insinué la posibilidad de encontrarnos a la hora de la siesta. Denis se resistió; él sí que es convencional hasta la exasperación. Acordamos tácitamente —la politesse ante todo— vernos las noches de los miércoles y de los sábados, por supuesto en su casa.

Para él supone una verdadera fiesta: mesa servida por un restaurante caro, cena fría, velas y champán. Cada noche yo me sorprendo esperando que llegue el invitado, que no es otro que yo. Me hace regalos delicados, ya que no muy costosos, quizá para no exagerar la diferencia entre nosotros. Una noche aludí a la imperiosa necesidad —dije la conveniencia— de trabajar. Quizá en su propia empresa puesto que conocía el idioma francés y Estambul. Él contestó que se ocuparía de eso, y a partir de entonces yo descubro en mi bolso un sobre con dinero. No cada noche, claro: él no quiere insultarme, simplemente sentirse satisfecho y recompensado por el hecho de mantener a una mujer con clase, como amablemente me repite.

La verdad es que yo, pese a su elegancia, no me engaño. Con o sin proyectos futuros, con o sin intrigas que justifiquen ante mí misma mi comportamiento, no me engaño: soy una prostituta. Reconozco que aprendo con Denis del amor físico —decir sobre el sexo sería demasiado— más que en toda mi vida. Él es constante y triunfador, no como Ramiro (hablo sólo de este campo), pero me deja en el polo Norte, no como Yamam, y yo puedo ejercitar, mientras él goza más o menos, todas mis facultades de deducción, aunque es cierto que me bastaría ser una mediana observadora.

Si escribo esto y me acuso de esto es para distraerme de otras cosas peores.

Siempre se ha dicho que la prostituta es una mujer de placer. Y es verdad, pero de los otros. Ella, para ejercer mejor su trabajo, debe permanecer en la orilla; conformarse con poner a disposición de su cliente los elementos necesarios para el disfrute. (No, desde luego, un disfrute exagerado ni loco, sino correcto, rápido y eficiente). Como cuerpo sexuado, ella ha de anularse. O sea, entre la prostituta y su pareja no hay verdadera diferencia de sexos: sólo hay uno, y una forma peculiar de masturbación asistida.

Lo que ocurre es que yo soy una especie singular de prostituta: he de reír, llorar, gritar —no mucho— a veces, trasponerme; pero no es preciso que sea una actriz excelsa: Denis, a pesar de la Comedie Française, está muy dispuesto a aceptar cualquier terremoto que su pene provoque. Es curioso comprobar que la prostitución es lo contrario del libertinaje. Nada más medido, nada más ahorrativo, ni más semejante al trabajo de cualquier ser humano. Porque es un trabajo y se acabó. Mi cuerpo es un medio para ganarme la vida —no sólo mi vida diaria, sino la vida cuyo nombre es Yamam—, y no un medio para llegar al placer. Denis y yo, aunque él lo ignore, nos compenetramos en tal sentido: él desea gozar con mi cuerpo, y yo, a través de su goce, dirijo mis proyectos. Para ello, no necesito ir disfrazada de puta, cosa que le agradezco; no necesito ocultarme tras el uniforme de la vulgaridad. Muy al contrario, me preocupo más que nunca de mi aspecto, ya que en él se apoya su deseo, y resulto más que nunca elegante. En cambio, sí coincido con mis colegas callejeras en la prisa; estoy anhelando que Denis termine cuanto antes. Y no es que él se demore, porque suele llegar a la meta casi inmediatamente después de haber salido, y rechaza cualquier entretenimiento que lo distraiga de ello. Me recuerda a un cazador de Huesca que, si iba a cazar perdices y se le cruzaba, ofreciéndosele, un conejo, jamás le disparaba. «He dicho que a perdices, y a perdices. Pues menudo soy yo…»

Puede parecer que las prostitutas nos entregamos con armas y bagajes. Pero no es cierto; sólo entregamos las armas y los bagajes. Persistimos tan incontaminadas después como antes; no sólo ilesas, sino intactas, porque la desnudez es sólo un envase laboral como el mono azul de un metalúrgico. Denis, al mismo tiempo que solicita mi colaboración, aspira a hacerme gozar, sin advertir que cualquier deleite mío sería una simulación, o que, si se produjese, seria una imitación del suyo: el breve estremecimiento de la eyaculación. Desde mi atalaya de no comprometida, acecho el estertor, la tensión, los ojos enlunados o vueltos de mi amante, y sé qué hacer para estimularlo, para enloquecerlo —siempre con el tolerable enloquecimiento del cuerdo riguroso— y, por fin, por fortuna mía, para descargarlo. Y lo sé precisamente porque, cuando estoy con él, lo que mejor me funciona, casi lo único, es la cabeza. El resto de mi cuerpo es pura asepsia; no huelo ni a mí misma, sino a meticulosa higiene íntima.

A veces, mientras Denis me hace el amor (o lo que sea), me entretengo imaginando la desgracia de una puta que se enamorase de un cliente y quisiese atenderlo entregándosele de todo corazón. Me la figuro olvidada de su oficio, recreándose con él, encendiéndose, no contentándose sólo con su pene y sus testículos, sino aumentando su jurisdicción a todo el cuerpo. Y me figuro al cliente que, sobrecogido ante aquel alud, reclamaría daños y perjuicios, y nunca más pagaría por acostarse con semejante loca de atar.

Escribir estas trivialidades y chabacanerías no me ha distraído de lo mío. Ojalá pueda descansar esta noche.

Hay días —mañanas— en que paso por el Bazar y me quedo sólo un rato para darle su clase a Mahmud. Yamam está cordial y distante a la vez, como con una antigua amiga. Ignoro si conoce mi relación con Denis, aunque sospecho que sí la sabe Blanche; pero Blanche no será tan torpe como para arriesgarse denunciándome.

Ya afirmada mi posición, ayer comencé a madurar a Denis. En vista de que no había atendido mi petición de trabajo, para sugerirle la posibilidad de que me ofreciese el de Blanche, he comenzado a manifestar celos. Primero, de un modo general; luego, ya decididamente «de aquella gordita blanca que el día que te vi en tu oficina te llamó de tú, y chéri». Él me ha mirado a la vez con alarma y con vanidad; ha intentado calmarme; me ha jurado y perjurado su devoción por mí; me ha ofrecido toda clase de garantías. Pero no ha desmentido que antes hubiese un asuntillo entre ellos. De que ya no lo hay estoy segura. Sin embargo, que no lo haya me preocupa también, porque puede lanzar a Blanche en brazos de Yamam. Y tampoco delatarla a Yamam es una buena táctica, porque él tiene una manga demasiado ancha siempre que espere sacar algo de alguien. Lo que yo aspiro a conseguir es que Blanche, que vino de Francia, sea devuelta a Francia en el momento más favorable para mí.

Hacía semanas que no había visto a Ariane. Ayer se presentó en la tienda su criada Harife. El calor era enorme. A través de Yamam me contó la tragedia. Su señora, a pesar de tener dinero en el banco, como no podía salir de su casa porque había empeorado mucho, se encontraba de hecho en la miseria. Harife había estado poniendo para la casa todo su dinero; ya no tenía más. Trató de recurrir a los huéspedes, pero los de mayor confianza se hallan de vacaciones, y el joven español acompaña en Capadocia a un grupo de turistas. Ariane se está muriendo: no come y sufre una continua descomposición.

—Yo no sé llamar por teléfono, y sólo hablo turco, y la señora no querrá aceptar nada de nadie —se lamentaba.

—Pero ¿no dices que está inconsciente? ¿Qué más le da entonces de dónde venga la ayuda? ¿En qué sitio cobra la pensión que le pagan?

Me dijo el nombre del banco. Fuimos a él; conocían a Harife después de tantos años. Se unió a nosotras dos un empleado con quince millones de liras turcas, que estaban allí muertas de risa y sin cobrar. Nos dirigimos a casa de Ariane. Verdaderamente se encontraba en las últimas. Le tomé la mano derecha, y puse su huella en el recibo. Luego, por medio de Denis, pedí una ambulancia al hospital italiano. Allí se recuperará.

Anoche —era martes— conseguí, permaneciendo en la tienda hasta la hora de cerrar el Bazar, que Yamam me trajese a casa. Contaba con un poco de coca y una espléndida botella de vino de Borgoña, cuya procedencia no es dudosa. Después de brindar, jugueteé con una onda de su pelo, con un botón de su camisa, con la hebilla de su cinturón. Bromeábamos; nos retamos. Poco a poco se restauró nuestro mundo y se alejaron todos los demás. No aseguraría que él se apasionara, pero mi pasión lo arrastró, y él, por hombre, no quiso echarse atrás. La pasión aventa, como un vendaval, el resto de los afectos, el resto de los recuerdos. Mi desorden, o mi pasión desordenada, se enfrentó con ventaja al nuevo orden de Yamam, que desconozco. Y me cercioré de que mi pasión aumentaba porque algo se le contraponía, porque algo la resistía y le plantaba querellas. No era cuestión ya de decir «te amo», sino de destruir cimientos nuevos, de recuperar, de obtener otra vez de las médulas el acuerdo que durante mucho nos ha unido.

Mientras me preguntaba por qué mi pasión había anidado, tenaz e invariable, en aquel cuerpo, en aquellos párpados, en aquella nuez; por qué se negaba esta persona a diluirse en mí; por qué no se me había dado ninguna opción para elegir; mientras me preguntaba si podía concebir otra forma de vida en que él no estuviese, me di cuenta de mi derrota: una derrota no elegida tampoco, sino impuesta a lo tonto por un ser desentendido del infinito papel que mi vida le ha adjudicado. Una derrota sin triunfador.

Llegué a la cama con un sabor amargo, porque la victoria de una noche no aleja de ningún modo mi fracaso definitivo. «La guerra —me decía— la he perdido, a pesar de que la escaramuza de hoy la gane con todos los honores».

Se ha repetido que nadie puede ser feliz en un mundo desgraciado; pero ¿hay acaso obstinación mayor que la de quien procura su felicidad en un mundo infeliz? La contradicción aumenta nuestro empecinamiento y nuestras fuerzas, ayer lo comprobé. Desatentadamente defendí mi nosotros contra el ellos, que son el resto entero de la Humanidad. Mi amor crece siempre en circunstancias de confusión; mi tábano, cuanto más se excita, más me excita y me atormenta. Si yo encontrase un camino indiscutible, sin vacilaciones, mi pasión por Yamam se transformaría en la sosegada vinculación con Denis. El más tierno enamorado es el más sádico también, porque su confesión de dependencia no es más que la exigencia de un resarcimiento a costa de lo que sea.

Por eso ya no puedo manifestarme como una tierna enamorada. Tengo que reconquistar a sangre y fuego; emplear la máquina de placer que es el cuerpo de Yamam hasta sus últimos engranajes. Anoche ningún órgano, ninguna facción tuvo la exclusiva de la vehemencia, a todos los puse a contribución. Yo era la agente, la invasora, la mantis religiosa, es decir, la devoradora. No descuidé ni di más valor al espasmo que a la carcajada, al movimiento que a la inmovilidad, a la camiseta que al vello de su pecho: todo se alió para lograr mi efímero trofeo. Mi trofeo de una noche…

Dentro de la cabeza me ronroneaban unas palabras de Yamam, al principio del viaje a Anatolia, en nuestro segundo encuentro: «Cuando te conozcas a ti misma —pero desde un punto de vista instintivo, no racional: ése no sirve— entonces sabrás que debes obedecerte, desatar las ataduras que te han impuesto miles de años, lanzarte a ciegas y desacatar las órdenes que no procedan de tu interior. Así llegarás a ser tu guía. Yo ahora soy tu lazarillo porque no ves; ya se te abrirán los ojos para que tú los cierres cuando quieras. Y entonces tu deseo será el mío, o el mío el tuyo, y caminaremos libres, esclavos sólo uno de otro, como dos niños por un bosque feliz».

Durante toda la noche no hice más que seguir, con los ojos bien abiertos, ese consejo, mejor, ese mandato. Y también esa experiencia, en la que abrazarse no conduce sino a un nuevo abrazo, y cada gesto reviste mil aspectos distintos y adquiere mil distintas intensidades.

Después de dos semanas en el hospital italiano, a Ariane la devolvieron a su casa ayer. Hoy fui a verla. Estaba acostada y muy empequeñecida. Ni me reconoció, ni entendió nada de lo que le decía. Me dispuse a despedirme para siempre sólo de un cuerpo. Me incliné, la besé en la frente. Y, de improviso, le oí decir con toda claridad:

—Vete, Desi. Vete de Estambul.

No dijo más. Volteó un poco la cabeza, y murió.

Sé que he perdido a una amiga con quien no fui lo bastante sincera, y a la que, por tanto, hería con mi escudo. Quizá ella me habría ayudado, pero no la dejé. Tal era, sin duda, su intención final. Tendría que llorarla, pero no me es posible. Lo he intentado, y no puedo.

El tira y afloja con Denis me aburría. Hoy he tenido que hacerle una escena —nunca mejor dicho—, acusándolo de engañarme todavía con Blanche. Le planteé algo que nadie debe plantear jamás: un dilema.

—O ella o yo —le he dicho.

Para probar la certeza de sus protestas de amor, le conminé a que la indemnizara y la mandara a Francia. Unas relaciones «serias y conscientes» como las nuestras no podían estar a expensas de una jovencita atolondrada que se lía con sus superiores. Él me ha prometido que en el plazo de una semana lo conseguiría. Después de fingir un ataque de nervios, aún me temblaba el cuerpo. Ya han pasado, o están a punto, los tres meses de Pablo, y yo quiero tener resuelto mi problema cuando él llegue. Mi único problema, el que atesta mis noches y mis días, el que me ha obligado a tomar (lo que no hacía desde que llegué la última vez) los somníferos de mi amiga Felisa, de los que ya no me acordaba.

He seguido visitando el Bazar; ocupándome de Mahmud, mi única obra humana; sonriendo a Yamam; ensalzando su poder sobre mí, y disimulando el mío sobre él. En realidad, temo que Blanche sea una francesita dócil, con una vida erótica sometida a la de su hombre, que subraye el prestigio de éste: un prestigio que acaso yo he puesto en cuarentena. Conmigo Yamam se había sentido liberado de tal obligación de dominio, y llegó a comprender que su cetro no era el pene, como creía al principio —«torna tu cetro y no lo dejes»—, sino que el pene se había convertido en un poste para atarlo como víctima de la tortura, o para ascender hacia la recompensa de la cucaña, o desde el que ver paisajes jamás imaginados. Un poste compartido que desarrollaba un millón de funciones…

Sí; todo es —o era— verdad, pero ¿y si al cambiar encuentra un deleite inédito entre los blancos muslos de su amiguita?

Esta tarde me reprochó Yamam el no estar nunca en casa; me alegró pensar que me había visitado. Con expresión dolida le repliqué:

—¿Cómo puedes decirme eso? No salgo sino para dar un paseo que siempre acaba aquí. ¿A qué hora estuviste?

A las diez de la noche.

—¿Qué día?

—El miércoles.

—Claro, estaba cenando con Denis, al que me encontré el martes por casualidad.

—¿Con Denis? —Me miró con demasiada fuerza como para que no me causara pánico—. ¿Qué sabes de Denis?

—Pues mira, ahora que lo dices, no mucho: es un francés que tiene una oficina con alfombras tuyas, alto, maduro…

—No digas más sandeces. —Me puse en guardia—. Por si no lo sabes, ha venido tu amigo el español.

—¿Quién? ¿Pablo Acosta?

No me habló más. Media hora después me despedí con una espesa sombra dentro.

He acudido con puntualidad a mi cita con el ginecólogo. Me había encontrado unos bultitos bajo un pecho que me alarman. No tanto por el peligro mayor, sino por el que se califica de menor: lo que me faltaba ahora es que me tuvieran que extirpar un pecho. Ante mi insistencia, me dará los resultados el lunes, dentro de cuatro días.

Al entrar hoy en la tienda, Yamam me ha mirado de un modo muy especial. He sentido de nuevo miedo de él. Se ha acercado a mí, me ha agarrado los brazos… ¿Por qué he pensado en Blanche?

Acaba de irse el hermano pequeño de Mahmud. Vino a darnos la noticia. Por bañarse en el Bósforo, cosa que tenía prohibida, se ahogó ayer tarde. No han recuperado el cuerpo todavía.

Sentí como si me tirasen de la sangre para abajo. Me senté en el largo banco del fondo, donde Mahmud, con la lengua entre los dientes, dibujaba sus sumas y sus restas, donde ya no las dibujará nunca más. Se han acabado para siempre su voz agria, su sonrisa un poco picuda, el embeleso de sus ojos. Muerto… Ya no tenía excusa alguna para seguir yendo a la tienda. Ya no le soy útil a nadie. Nadie me necesita. No soy para nadie más imprescindible… No dejo de pensar en el cuerpecillo de Mahmud flotando en aquellas aguas sucias, o trabado en el fondo. No dejo de pensar en su corta vida, tan repleta de tribulaciones. Cuánta injusticia, Dios. La vida me está deshojando como a una margarita.

En la tienda me tapé la cara con las manos, y sentí sobre mi hombro la mano de Yamam.

Hoy me ha comunicado oficialmente Denis que Blanche ha sido indemnizada, despedida, y abonado su billete de regreso «por no ser de imprescindible cometido en la oficina, una vez comprobadas las necesidades de personal». Pero ya no me afecta. Me arrepiento de haber puesto en marcha este desalmado mecanismo.

Hablé con Pablo. Quería verme hoy; pero es sábado y quiero quedar bien con Denis que tan gentilmente se ha portado conmigo. Nos veremos mañana.

La cena con Pablo ha transcurrido ágil y cómoda; él tiene la virtud de romper el tiempo y la distancia. Hemos continuado una conversación interrumpida. Le he hablado de Ariane y de Mahmud; él a mí, un poco de pasada, de su trabajo.

Los envíos de alfombras tratadas ya han cesado; pero está seguro de que no se encarcelará ni se juzgará a los culpables: sería tirar de una manta con demasiados implicados dentro. Así las cosas, nada le queda a España por decir.

—En ocasiones, qué adorable resulta una justicia tarda y corrompida —he comentado, mientras él me amenazaba con la mano.

Celebro la suerte de Yamam tomando una copa con Pablo en su habitación. De una manera sutil, pero clarísima, me propone hacer el amor. Al fin y al cabo, ha venido por mí. Yo estoy contenta: la libertad de Yamam no corre peligro. Me dejo besar. Sin embargo, no puedo ser deshonesta con él. Con Pablo, no. Por eso, llena de ternura, aplazo hasta mañana la respuesta.

—Mañana hablamos, ¿eh? Mañana hablamos, y verás como todo saldrá bien.

Espero de corazón que mañana salga bien todo, sea lo que sea.