Tercer cuaderno

Al pie de la escalerilla no vi esta vez a Yamam. Había nevado, y la nieve yacía sucia y amontonada en los bordes de la pista. Lo divisé al otro lado de la aduana. Me extrañó verlo con abrigo y con cara de frío. Yo no llevaba demasiado equipaje, pero sí más que la segunda vez.

—He venido a quedarme —le dije antes de nada.

—¿Cuánto tiempo?

—Siempre.

—¿Y tu marido?

—Mi marido eres tú. Hemos tenido un hijo, Yamam; ha muerto hace unos días… Tendremos muchos más.

—Ya hablaremos —replicó con un tono inexpresivo, y me pasó un brazo por los hombros—. ¿A qué hotel vamos?

—No tuve tiempo de reservar habitación; he salido de repente.

—En ese caso, será mejor que vayamos, por lo menos esta noche, a mi apartamento.

Y me trajo a este lugar, donde escribo y espero.

De la primera noche que pasé aquí guardo un recuerdo que hoy me hace sonreír: Yamam no pudo penetrarme. Quizá la preocupación de saber que yo llegaba con intenciones definitivas; quizá el hecho de ser un modesto anfitrión, ya que ésta era su casa; quizá verse en el apuro de ponerme en antecedentes de tantas cosas como yo ignoraba… Su amor aquella noche fue largo, suave, casi femenino. Cuando, con mucha reticencia, hubo de darse por vencido, yo lo despreocupé.

—Sólo tus besos y tus caricias bastan; ni siquiera, sólo tu presencia. Lo otro no significa nada hoy para mí… También un exceso de amor supongo que produce estos efectos. Con mi marido estaba acostumbrada… Un segundo después de haberlo dicho, supe que no debí decirlo. Yamam volvió la cabeza al otro lado y rechazó mi mano que lo solicitaba. Comprendí que en adelante corría el riesgo, por haber sido testigo de un fracaso, de que llegara a aborrecerme. Y en esta ciudad Yamam era lo único que tenía, y es lo único que tengo. «No he entrado con buen pie», me confesé a mí misma.

Fue esa noche cuando entreví (no, fue bastante después) la semejanza, si se examinan desde fuera, entre el comportamiento de Ramiro y el de Yamam conmigo. Cómo los dos, en el fondo, se eligen a ellos mismos y, puestos en la alternativa, a mí me desatienden. Quizá el alma de los hombres es así: tienen sólo una parte dedicada al amor, y las demás a otras actividades, sean las que sean: el comercio o la política o el juego o los amigos…

Sin embargo, entre Yamam y Ramiro no cabe mayor oposición. No sería yo, que miro desde dentro, quien cambiase todo el dolor que puede llegar a producirme la desatención de Yamam por todas las satisfacciones que me hubiese proporcionado Ramiro de no vivir más que para satisfacerme.

Sé que hay días en que me desespero porque Yamam no es del todo mío como yo quisiera y como yo soy de él. Hay días en que viene como si trajera puesta una chaqueta de otro, o como si se le hubiese olvidado fuera algo y no consiguiera identificar yo qué. Anoche, sin ir más lejos, estaba distraído. Dos veces preguntó: «¿Qué has dicho?», mientras yo le contaba cómo fue mi día. Lo acaricié y, cuando me correspondió, sentí que no estaba él enteramente en las yemas de sus dedos. Y era la parte que faltaba la que yo entonces más quería, sin la que no podía vivir ni un minuto más. Y le tomé la cara con mis dos manos, y le obligué a mirarme, y le acerqué mi cara, y le busqué los ojos con mis ojos y su boca con mi boca. Hasta que él se soltó, hastiado.

—Déjame, me haces daño.

—Y tú a mí —le repliqué airada.

Ahora comprendo qué torpe suelo ser. Cuando hoy llegue, lo recibiré de otra manera, más apacible y más rendida, venga o no venga completamente mío.

Siempre había supuesto que, cuando la erosión del tiempo destruye los vínculos cordiales del matrimonio, quedaban la misericordia recíproca y la ternura que todo lo comprende. Los dos cónyuges jugaron tantas veces su vida en común que se haría difícil saber dónde empezaba la de cada uno; la convivencia los había desleído y asemejado, había limado las aristas: uno era el otro ya, padre del otro, hijo del otro… En mi caso no fue así. De un tajo violento se quebró todo. Y ese tajo fue el que determinó la tercera fase de mi amor por Yamam.

Porque cada vez que he venido a Estambul lo he querido de una manera diferente. La primera, fue un amor inexperto, adolescente y voraz: mi despertar al cuerpo y al placer, con los ojos apretados, con una simple e ingenua cerrazón amorosa, sin saber ni su apellido, ni imaginar su alma, ignorándolo todo, ignorando hasta el porqué de esa pasión, sentida más que consentida.

La segunda vez lo amé como un eco de mi recuerdo de él, de mi rapto por él, de mi frenesí por la unidad que dentro de mí formábamos los dos. Yo había dejado de ser yo, y él, a mis ojos, él. La satisfacción egoísta de mi primera entrega se apaciguó un poco en una comunión de la carne más generosa y más segura. El segundo sentimiento era más armonioso, y mi conciencia abiertamente se anegaba en la suya, desaparecía mi voluntad en la suya sin defender su propia independencia.

En esta tercera etapa ya había un dominador y un dominado. Lo vi desde el primer instante. A través del mostrador de la aduana lo vi. Yo iba a someterme libremente al sacrificio, aunque no sabía hasta qué punto. Y tampoco sabía hasta qué punto iba a usar mis defensas. Todo es instintivo: para que el amor dure, hay que acatar el instinto de muerte y también el de asesinato. El amor necesita, de cuando en cuando, renovar sus víctimas. No siempre es vital la sumisión ni hasta la médula. (O así lo pienso mientras escribo esto; quizá otro día escribiría otra cosa, pero hace dos que no veo a Yamam).

El temor —el de perder al amante, o el de ser agredido por él— es consustancial con el amor. El que domina por la dulzura sabe que ejerce un dominio fatal, y se confía y deja de temer. Yo he observado cómo en la balanza se invierte la posición de los platillos. El que domina por la fuerza percibe, en lo más hondo, que necesita al dominado porque le da placer, y de un modo inconsciente se esclaviza al esclavo. Pero el esclavo, del mismo modo, percibe que puede ser dañado en lo más suyo, en lo único que posee, y se previene por un instinto de supervivencia; un instinto que es amoroso también, porque sin supervivencia no hay amor… Y así el amor se corrompe porque el placer lo inunda, lo vence y hace que se abandone casi disuelto en él; y el esclavo aparente, cuyo destino es satisfacer al otro cuando el otro lo pida, refrena, aprende a refrenar su propio deseo de placer, con lo que adquiere sobre el amo una enorme ventaja.

Mi posición ha sido ésta. Pero ¿seguirá siéndolo o no? Quizá ha sonado la hora de la verdad. No lo sé; dudo. En el amor se duda siempre; hasta de lo que ha sido sobradamente probado; hasta de lo que se cree con más firmeza y en función de lo cual se vive. En la esencia del amor está la duda. Porque el amor es la única pasión que paga con la moneda que ella misma fabrica: no necesita otra moneda, no otras manos. Por eso, como su moneda no es la corriente, el amor es un monedero falso.

Hoy, hoy mismo, no creo que sea el amor una creación común, ni un sentimiento objetivo que se alza ante nosotros, ni una razón que se imponga al otro para que nos ame como lo amamos, ni una realidad incuestionable frente a los equívocos de nuestros corazones… No; hoy no creo que el amor sea nada de eso, sino una pugna a muerte: a muerte sin indulto, porque pierdas o triunfes en esa lucha, mueres. Pero mueres de amor fuera de ti.

De haber seguido en Huesca, me habría muerto sin salir de mí; por dentro ya me estaba muriendo. Por mucho que hoy me duela, precisamente hoy, el amor —o como quiera que se llame esto— me ha salvado. No estoy ya aislada; ahora comparto. Comparto algo terrible, sí, algo cuya finalidad ignoro y cuyo camino me produce vértigo; pero estoy viva al lado de alguien vivo.

Sin embargo, no estoy ciega ni sorda. Sé que vivo en una habitación cerrada —y esto no es sólo una imagen— respirando el aire que expiro una vez y otra vez; un aire que se enrarece más y más. Pero mi amor es mi respiración. No puedo engañarme diciendo: «Si el aire no es puro, no respiraré». He de continuar respirando aquí, en donde estoy, mi aire contaminado, mi aire envenenado. Si quiero amar, como si quiero vivir, no puedo permitirme el lujo de dejar de respirar aquí, cualquiera que sea el aire que me cerque.

Y me trae sin cuidado no ver nada de fuera, ni respirar otro aire que éste. No tengo curiosidad alguna: aquí empecé a vivir y aquí me acabaré. Si me empujaran a salir de este túnel, me moriría; como el pez que el niño, para que respire mejor, saca del agua; incluso querría morirme fuera del túnel mío… Por supuesto que, si de mí hubiese dependido, habría demandado que aquí dentro todo fuera claro y cómodo, y purísimo el aire. No obstante, aunque sea —si es que lo es— oscuro y terrible, lo prefiero a todo lo de fuera. O quizá no es cuestión de preferir, porque sencillamente no me imagino fuera, ni concibo ese fuera sino como un castigo.

Cuando escribí lo de más arriba, sobre esta habitación y este túnel, me refería a lo agobiante de mis sentimientos pero también a lo agobiante de mi vida física.

Mi vida es como la que podría llevar una mujer de harén, salvo las excepciones de mis salidas al Bazar, que no llegan a media docena. Y durante ellas he pasado las horas sentada en la tienda de Yamam, entre otras cosas porque, hecha a la soledad y al silencio de la casa, me mortificaba el movimiento de fuera. Yamam me ha puesto al corriente de lo que es ese mercado cubierto cuajado de sugestiones:

—Una jauría, un resumen de competencias desleales en el que, aunque no lo parezca, existe una red de leyes muy tupida que impide actuar por libre a nadie. Todo funciona a través de los encargados de invitar a los transeúntes a pasar a las tiendas, y que sólo tienen permitido hablarles o seducirlos hasta que traspasan el límite de la tienda próxima, porque la calle también está comprada a la vez que los locales. Hay miles de estos comisionistas, si así pueden llamarse, que no tienen un comercio propio y que se llevan hasta el veinte o el treinta por ciento de las ventas, según su habilidad. De esta bicoca participan hasta diplomáticos de guante blanco, con los que conviene pactar, pero nunca hacerse amigos de ellos, porque entonces sentirían vergüenza de pedir la comisión y llevarían los clientes a otro lugar en el que se la dieran.

»En esta selva no hay aliados, ni escogidos; a nadie se reconoce primacía. Se trata de vender y nada más, lo que sea, aunque sin dar ocasión a que la ley intervenga. Aquí se mueven diariamente quince millones de dólares, y aquí se vienen a buscar las divisas extranjeras para los negocios imposibles de hacer al descubierto con dinero cambiado en bancos oficiales. A través de este Bazar se percibe el temblor de las bolsas, las inflaciones, los déficits. Y para intervenir en él, sólo hay que tener costumbre y buen olfato. Y pericia para que los demás no intuyan, aunque la tengas, tu debilidad. No te digo más: si no hubiera calculadoras, muchos vendedores no serían capaces de operar más que a tientas, y a fuerza de su conocimiento de la sicología de los compradores, porque no conocen sino las cuatro reglas. A pesar de todo, quizá el Bazar no funcione muy bien, pero cualquier otra alternativa ha funcionado peor; los comerciantes de fuera son aún más timadores y, como colegas, mucho más abusivos.

Este piso apenas lo abandono para hacer las compras necesarias, si es que lo necesario no lo trae Yamam cuando viene del centro. Lo que sé lo sé a través de él; de lo que me entero me entero por él. Él es mi diario, mi radio y mi televisión. He aprendido sólo las palabras de turco que podrían impedir mi muerte de hambre. Y tampoco quiero aprender más. Reconozco en mí una reacción antiturca, precisamente por ser este el mundo al que pertenece Yamam, y ser lo que nos separa; lo que me obstaculiza entender qué dice a los otros, cómo piensa y sobre qué, y con quién habla. He llegado a odiar su actitud, tan alejada de la mía, ante las ideas, ante las personas o los acontecimientos. No consigo doblegarme a pensar, a sentir, a obrar como él, aunque Dios sabe que lo he intentado. No debería pensarlo, y menos escribirlo, pero sé que él lo sospecha. Por eso abomina mis librillos de pasatiempos con crucigramas en castellano, y creo que por eso se venga, al contarme su historia, o la de su familia, o la de su país, dándome diferentes versiones, lo que me lleva a desconfiar de todas. No; no acierta el refrán de que quien quiere la col quiere las hojitas de alrededor. Yo las aborrezco, porque lo que quiero es el cogollo de la col, mío y en exclusiva.

En cierta ocasión, mientras yo fregaba los platos después de la cena, sentado en la cocina, se explayó sobre la región más al este de Turquía y me contó que su familia era de raza kurda; que había llegado a Estambul desde las tierras adonde la llevaron con otras muchas, a raíz de la rebelión de 1925. En otra ocasión, ante la mezquita de Bayaceto, me dijo que su padre era uno de los lazis georgianos que compusieron la fiel guardia personal de Kemal Atatürk.

A este personaje, con cuya fotografía tropiezas en cualquier pared turca, Yamam lo venera —aunque no estoy segura de que opine siempre así— como portavoz de la buena suerte de que todo gobernante ha de gozar para bien de su pueblo.

—Todo cuanto parecía contrario a él acababa por ponerse a su favor —comentaba una noche en que estuvo especialmente locuaz, lo que, de cuando en cuando le sucede—. El día en que los occidentales, después de la primera guerra, convocaron al sultán títere a la conferencia de Lausanne en 1922, Kemal Mustafá lo aprovechó para abolir el sultanato. Y cuando prominentes musulmanes indios, como el Aga Khan, publicaron una declaración en que requerían a mi pueblo a que defendiera el califato, Mustafá soliviantó la sensibilidad independentista nacional y se apoyó en ella para abolirlo de un plumazo y declarar laico al Estado. —Yamam daba arrebatadas muestras de fervor—. Y cuando se produjo la sublevación kurda, la usó como coartada para unificar el partido radical más avanzado con el liberal, que seguía las tendencias tradicionales de los jóvenes Turcos. Y convocó los corazones de todos para defender la integridad nacional sin fisuras…

—Pero, no hace mucho, me dijiste que tu familia era kurda…

—No me interrumpas, que estoy hablando yo… —Recuperó su tono de discurso—. Y cuando surgió la insignificante conspiración de Esmirna contra él, que probablemente había inventado él mismo, la utilizó para desplazar de la política a todos los que le estorbaban.

—¿Luego tú consideras que ahí, en esa destreza de prestidigitador, reside el arte de la política?

—No comprendo ni una palabra de lo que dices… En todas las revoluciones hay un momento crucial en que el representante de una tendencia ha de proceder sin compasión contra los que se le opongan. El jefe ha de ser capaz unas veces de promover la opinión pública, y otras, de esperar que tal opinión se manifieste antes de emprender la acción. Un caudillo tiene que situarse a la cabeza de su pueblo, pero sin alejarse demasiado por delante de él para no perder el imprescindible contacto, cosa que lo haría quedarse solo… Lo mismo pasa con los amantes, morenita: uno gana, otro pierde.

»Atatürk lo modernizó todo. (Si quieres conocernos, tendrás que estudiar estos lances). Los símbolos del pasado, como el fez, se abolieron, con lo cual los orientalistas se quedaron con un palmo de narices. Y se abolió el lenguaje arábigo, con la adopción del alfabeto romano. Se hizo obligatorio el empleo del apellido, lo que nos costó sangre, y se igualó al hombre y a la mujer… —Yamam se reía—. A esa igualdad trató Atatürk de forzar al pueblo, pero él no fue capaz de asimilar la idea; intentó conformarse con una sola mujer, pero no pudo. Hasta en eso tenía razón.

Yo empecé a sentir por Atatürk una indecible repugnancia. Desde ese día no consigo mirar con imparcialidad sus retratos. Yamam continuaba:

—Se instauró el domingo como día festivo, y la religión fue un asunto privado. Existía libertad religiosa, pero se prohibió enseñar el Corán en las escuelas. Ya estábamos hartos de abusos.

—Es decir, que de dar a Dios lo que era del César, pasasteis a dar al César lo que era de Dios. Qué extremistas son los pueblos nacientes.

—¿Nacientes? —rugió Yamam—. Mi pueblo era ya viejo cuando los vuestros no habían ni aparecido.

Echaba chispas por sus enormes ojos. Yo sonreía encantada; y empleaba contra él argumentos que él mismo, semanas o meses antes, me había dado. Yo no olvido nada de lo que es suyo.

—Acuérdate de cuando me contaste la impresión que le produjo a Atatürk el parlamentarismo británico en un viaje que hizo. Quiso que aquí hubiera también oposición, y encargó a un partidario suyo que, haciendo una comedia, la representara en la Asamblea Nacional. Acuérdate, acuérdate: hizo tan bien la comedia que los parlamentarios se liaron a golpes y estuvieron a punto de acabar a tiros. ¿No es un síntoma ese de pueblo recién nacido?

Irritado, Yamam se había puesto de pie y paseaba como un león enjaulado. Hablaba sin cesar, hasta cuando estaba hablando yo, como en alguna noche de nuestro viaje, con una desusada excitación que me llevó a pensar si habría tomado algo. Entonces me explicó su utopía. Estaba magnífico; hacía gestos y altibajos de voz de gran actor, y, más que la lección que pretendía darme, fue él mismo quien me enseñó lo que es el pueblo turco.

—Hay que renovar la más alta de las aspiraciones: reunir todos los pueblos y todas las gentes de lengua turca del Oriente entero. Porque las virtudes auténticas de nuestro pueblo provienen de los remotos tiempos de los nómadas y de las viejas instituciones y las formas de vida pura de los osmanlíes. ¡Pueblos recién nacidos! —gritaba con desdén—. Lo negativo de esta Turquía de hoy arranca de los árabes y de los persas; de lo musulmán, en una palabra. Hay que liberar a nuestra sociedad de su nefasta influencia…

—Pero ¿no eres tú musulmán?

—¿Yo? Sólo de palabra —vociferaba mientras bebía una botella de coñac, que no sé de dónde había venido—. De los kirguises, de los kazakos, de los uzbekos y de los turcomanos es de donde emana la verdadera sangre nuestra: de los pueblos ancestrales del Asia central. No quiero yo Europa —manoteaba con asco—. Ni quiero la falsa profundidad de los árabes y los persas. Quiero mi propia cultura, mi sentido práctico y mi sentido militar. Europa es una advenediza que engulle todo lo que se le acerca: una boa constrictor. Ya verás tú dónde acaba la esencia de lo español dentro de nada. Cuando todos allí seáis iguales, te juro que todos seréis mucho peores.

Una tarde, atravesando sobre el Cuerno el puente al que da nombre, me relató cómo Kemal Atatürk había modernizado el arte de su pueblo, y había desterrado la norma musulmana que prohíbe la representación de seres vivos.

—Encargó hacer estatuas para las ciudades principales; las instaló en las plazas y fachadas. E introdujo la música occidental, aunque muy incluida además por la turca en un cierto período. Yo, que echaba de menos mi música más que ninguna otra cosa, le repliqué que era inútil ir contra el espíritu de una nación, y que Turquía, con todo su derecho, pero para mi daño, había vuelto a la música suya como expresión de su propio carácter y de su propio corazón.

—Con razón la mujer del vicecónsul —concluí— me ha dicho que aquí todos adoráis a Atatürk, el fundador de vuestra gran república, menos los conservadores que lo odian por su antiislamismo; menos los liberales, que lo odian por su partido único; menos los izquierdistas que lo odian por ser el símbolo oficial del Estado; menos los progresistas que lo odian por no haberse aproximado más a Occidente… Desengáñate, Yamam: un pueblo que no tenga una música propia es un pueblo incompleto.

Habíamos atravesado el puente; aparcó sin mucho miramiento, se me quedó mirando, y con una voz apeada y no ya de arenga, me dijo:

—Es posible que no estés equivocada. Pero necesito decirte que hay veces que te odio. Hay veces en que no me pareces una verdadera mujer.

No me quedaba otro recurso que echarme a reír.

—¿Crees que no sé cuándo me odias? Pero no es por la causa que tú crees: tú en mí tienes y aceptas a la compañera además de la mujer, cosa que no harías con una turca… La auténtica causa de que me odies es porque sabes a la perfección que yo soy más dichosa que tú. Y que, cuanto peor me trates, más seguridad tendré de pertenecerte del todo, y seré más feliz. Yo nunca querré olvidarte, Yamam, nunca querré que me seas indiferente, igual que nunca querré provocar tu indiferencia ni tu olvido. Bueno o malo, tu trato significa que aún estás a mi lado y que soy algo más que un mueble para ti. Pero hay una cosa que ha de quedar clara, Yamam, de una vez por todas: que de ningún modo me cambiaría contigo; yo lo paso mucho mejor que tú.

Estuvo un rato mirándome como sin saber qué contestar. Por fin se acercó, me cobijó entre sus brazos y me susurró al oído:

—Eso vamos a verlo ahora mismo.

Me enteré de que Yamam estaba separado de su mujer antes de enterarme de que estaba casado. Fue un sábado, y él no había vuelto del Bazar todavía; los sábados solía retrasarse. Llamaron a la puerta. Era una turca vieja, gorda, rubia, ni popular ni refinada, que debía de haber sido una belleza de joven. Llevaba de cada mano un niño: un varón de unos ocho años y una hembrita de seis. Los empujó hacia el interior; luego, con un brazo imperioso, me apartó a mí y avanzó dentro del apartamento. Saltaba a la vista que lo conocía. Se dirigió en turco a los niños, que se sentaron en silencio, y ella, después de dejar un paquete en la cocina, se dejó caer en el sofá del salón llenándolo por entero. Juntó las manos sobre su regazo y, sin decir una palabra o hacer un gesto más, se dispuso a esperar confortablemente lo que fuera preciso.

La expresión de Yamam, al abrir la puerta y encontrarse con la señora aquella, fue indescriptible. No se atrevió a mirarme. Los niños corrieron hacia él gritando; él se inclinó y besó a la mujer que, señalándome con el dedo, le dictó una orden no demasiado larga, pero taxativa, antes de salir majestuosa y omnipotente.

Yo no me había movido desde la llegada de los invasores. Estaba apoyada contra la pared, con los brazos cruzados, aguardando que me leyeran una sentencia que ya me imaginaba. Yamam había tratado de aplazarla lo más posible; pero su madre, impaciente y recelosa de mí, había mandado los plazos a hacer gárgaras. La realidad era que Yamam se había casado muy joven con una muchacha «fea y riquísima»: eso fue por lo menos lo que él me explicó. La boda la concertó por su madre como muy conveniente; había tenido los dos hijos que veía —Abdul y Safia—, y luego no había podido soportar más a su mujer y se había separado de ella. «No; divorciado, no: separado». La madre no consintió otra cosa; no le parecía prudente el divorcio desde un punto de vista económico. De los niños disponía los fines de semana; su madre debía de haberse cansado de aguantarlos, y había resuelto dar un golpe de Estado.

Toda esa historia venía a decir que me despidiera de casarme con él. No puedo ocultar que, aunque teóricamente el matrimonio no me atraía nada, me dio un vuelco el corazón. Allí estaba yo, apoyada todavía en la pared, con los brazos cruzados, sin poder quejarme de nada, sin poder acusar de embustero a Yamam, porque nunca me había dicho lo contrario de lo que ahora me decía: de lo que ahora me decía seguro que por mandato de su madre. (Ni por un segundo dudé que aquella vieja gorda y rubia lo fuese). Intentaba consolarme diciéndome a mí misma que mejor era así. «Los vínculos entre él y yo han de ser nuestros, no oficiales, no sociales, sino pura y llanamente de amor personal. Si éste se acaba, ¿qué pinto yo aquí, en Estambul, en un piso que da a un aparcamiento, en una ciudad cuyo idioma no hablo, y esperando, como una tonta, hora por hora, la llegada de un amante que es el marido legal de otra mujer?»

Noté que se me saltaban las lágrimas y que me temblaba la barbilla. Sin cambiar de postura, desvié los ojos: quizá Yamam deseaba que llorase. No lloré. Me bastó hacerme cargo de lo estúpido que sería que yo le echase a Yamam en cara la pérdida de mi casa, de mi fortuna o de mi reputación. Al pensarlo se me quitaron las ganas de llorar. Porque sólo con despertar en mi las ganas de renunciar a todas esas garambainas, me había ya pagado y me había compensado de su pérdida. «Yo soy deudora suya para siempre, puesto que él, con aparecer, le arrebató a mi vida su necia placidez».

Tenía que ser sincera. ¿Acaso, desde que lo vi en el autobús, se me ocurrió a mí resistirme, ni hacerme la decente, ni la violada, ni siquiera (lo que hubiese sido más lógico) procurar que él me sedujese? No; supe, sin el menor asomo de duda, con la misma convicción que aún seguía teniendo en ese instante, que había sonado mi hora y que no me era dado emplear ninguna técnica al uso para enardecer al que me enardecía. Fue llegar y besar el santo: el santo y la peana. Hasta me sonreí por dentro al recordarme que sólo mucho después, ya en Huesca y a solas, me había interrogado sobre cómo y de dónde obtuve yo la certeza de que aquel guía me destacaba a mí entre las demás viajeras, o simplemente de que él me deseaba. No me planteé tal cuestión; alargué la mano y cogí la manzana: como Eva en el paraíso. Peor, porque aquí no hubo reptiles tentadores. Nadie me había engañado. Nadie; ni yo.

Volví los ojos hacia Yamam, sentado en el sofá que su madre había desalojado. Tenía la cabeza gacha. Yo pensaba, amándolo: «En realidad, el corazón, si no está deformado, no se equivoca nunca. Qué difícil es hacer algo que vaya contra la Naturaleza; lo menos natural es la omisión. Contra ella no van ni las mayores locuras que se hacen por amor, ni siquiera el suicidio. El ser humano distingue lo que es mejor para él —y la mujer aún más que el hombre—; conoce lo que en cada momento es capaz de producirle la mayor dicha y el mayor placer. Y se dirige hacia ello… Lo único que iría contra su naturaleza sería no procurar obtenerlo. Las más inesperadas acciones, esas que a las gentes moderadas y vulgares se les antojan aterradoras o inverosímiles, cualquier alma enamorada las proyecta y las pone en práctica con la mayor naturalidad».

No es que hoy escriba esto para justificar mi reacción de aquella tarde de sábado, apoyada en la pared y con los brazos cruzados. Es que no quiero esconderme detrás de las palabras, ni detrás de los actos ajenos. Cuando yo di el primer paso al frente incitada por mi amor a Yamam —o por mi deseo de Yamam, da igual—, lo di a pesar de todo, y no ignoraba a lo que me exponía, aunque no supiese con todo detalle de qué espinas iba a estar compuesta mi corona.

Descrucé los brazos; me separé de la pared; di un paso hacia el sofá. Yamam alzó la cabeza y se levantó.

—¿Estás enfadada? —me preguntó poniendo sus manos sobre mis hombros.

—¿A ti qué te parece?

No quería gritarle que mi amor por él era el más lógico, el más complementario y el más respetable que podía existir; que mi situación junto a él era la más legítima; que no se preocupara porque él era para mí, sencillamente y absolutamente, mi media naranja; que con ninguna otra media, sino él con la mía y yo con la suya, habríamos podido formar una completa… Cuánto se emplea tal terminología, y con qué poco tino: la gente aspira a encontrar su otra mitad —aquella mitad de Aristófanes en El banquete— en su ciudad, en su barrio, y hasta en su calle; no sé ni cómo no la buscan en su cama. Y no es así: cerca nos tropezamos con los humildes premios de consolación; yo había tenido ya uno. Las medias naranjas verdaderas están lejos casi siempre y son costosas. Lo que hemos de pedir, además de encontrarlas, es que el hallazgo no se produzca demasiado tarde.

Tomé la cara de Yamam entre mis manos y la besé una vez, y otra, y otra; después escondí la mía en su pecho.

A mí me había sucedido el milagro de la media naranja a los treinta años. No era aún tarde, pero la vida, a esas alturas, ya es urgente; no queda tanto plazo de plenitud ni de hermosura. Intuí de repente mi privilegio y me dispuse, como una esclava dócil, a recibir al ángel de la anunciación. ¿Cómo no manifestar mi agradecimiento por haber estado a la puerta y con los ojos listos cuando pasó el amor? Escuchaba el latido del corazón de Yamam. Abracé su cintura. Fue en ese instante, no antes ni por otra razón, cuando me eché a llorar. No le dije a Yamam que lloraba de gratitud y de alegría.

Era la tercera vez que el consulado español me invitaba a una fiesta. Las dos primeras había pretextado alguna ocupación o un compromiso anterior, yo, que me pasaba la vida sin otro compromiso que Yamam. Pero a la tercera fue la vencida. Se lo comenté a él, le enseñé la tarjeta, y me convenció de que deberíamos ir.

—Quién sabe si un día se nos presentará una circunstancia en que necesitemos algo de ellos. Es útil estar a bien con la oficialidad. Conocer gente nueva no nos vendrá mal en ningún caso. Nos pueden llevar clientes a la tienda, además: turistas españoles que vengan despistados, grupos de empresa, representantes gubernativos… Vamos a asistir.

Fue mi ignorancia de si él podía considerarse invitado lo que me había retraído antes. Lo consulté con la secretaria del cónsul y me contestó que les encantaría que Yamam me acompañase.

La fiesta, que no era más que un cóctel en honor de no sé quién, fue en la residencia del cónsul: una casa convencional —siempre me ha obsesionado esa palabra—, donde se veían por todas partes regalos de boda inútiles y anticuados. El cónsul era un hombre grande y gordo, con cuerpo en forma de pera y cabeza pequeña, que se casó ya mayor con una mujer de buena familia —no de buenísima, como ella alardeaba—. Tenían hijos; allí estaban las fotos, pero yo no sé si eran de los dos o de quién. Daba igual, porque no los conocí.

Me recibió la mujer del vicecónsul, a la que había visto un par de veces en la oficina de visados: una joven que parecía tener mucha más edad, consumida, amargada y redicha. No le caía bien a nadie, y yo sentí por ella esa inmediata simpatía que une a los marginados. Se llama Paulina, y nada más verla adiviné que execraba a su marido, gordísimo, aburrido, ordinario y sudoroso. Fue Paulina la que me presentó al matrimonio anfitrión.

Nada más entrar, los ojos de todas las mujeres se clavaron en Yamam. Él lo advirtió tanto como yo; lo noté por cierto movimiento de los hombros con que se engalló y por su manera de enderezar el cuello. Estuve a punto de decirle que no se hiciera ilusiones. Lo estudiaban y calibraban con la mirada para ver qué tenía el hombre aquel —o mejor, «aquel turco»— para haber convertido a una mujer decente en una aventurera. No soy ninguna tonta; sé que Yamam decepcionaría a esas mujeres, y que, fuera de allí y sin llevarme del brazo, les habría pasado inadvertido. Me dieron ganas de ponerme en jarras y decirles: «¿Veis? Es un turco más, con una cara de ojos agradables y bigote corriente; con unas manos poderosas y una voz espesa… Un hombre con el que una se cruza por la calle y, aunque le fuese en ello la vida, seria incapaz de describirlo… Nadie se enamora de lo mismo —les habría apuntado luego a las mironas—, ni por los mismos motivos. Y eso, si es que los motivos tienen algo que ver con el amor».

Los ventanales del salón donde estábamos daban a la falda de una colina llena de árboles que se alza sobre un luna park, cuyos tiovivos y cuyas norias giraban constelados de luminarias. Anochecía; se encendieron las luces de los altos edificios de enfrente, y todo tomó unos tonos nacarados. El cielo, al fondo, entre las enramadas, empezó a ponerse dorado y verde. Yamam estaba charlando con Paulina, que era acaso la que manifestó más curiosidad por él. Yo me encontré sola, con un vaso vacío en la mano, contemplando el anochecer. Se me acercó la mujer del cónsul con otro whisky. Mientras me lo alargaba, arropado el cristal por una servilleta, con una inflexión maternal en la voz, me dijo:

—Pobre criatura…

—¿Yo? ¿Por qué?

—Me han contado algunos incidentes de su vida, y es como una novela.

Lo pronunció con tan amanerada compasión que no pude evitar reírme.

—¿Por qué? —volví a preguntar. Ante su herida expresión continué—: No sé por qué, se lo aseguro.

—¿Le parece poco; querida mía, en los tiempos que corren, dedicarse a vivir una gran pasión?

Su tono había cambiado; en el fondo de él latía ahora una ligera irritación. Yo comprendía que la historia de aquella mujer con su marido, por muy buena voluntad que se tuviera, nunca podría ser calificada de «gran pasión», y que acaso ninguna de las mujeres que contemplé cuando me volví, dando la espalda al ventanal, tenían la más remota idea de lo que era el amor. Yo estaba, pues, allí como un fenómeno de barraca de feria; no por otra razón se habían tomado la molestia de invitarme tres veces. Me hice cargo de que tenía que dar una explicación y salir de ese aprieto de una vez por todas. No podía fingirme una mosquita muerta que iba allí a agradecer su comprensión y a implorar su benevolencia.

Comencé hablando con la consulesa, pero apenas abrí la boca se nos agregaron otras, y a continuación, las demás. Yamam, intuyendo lo que sucedía, se enzarzó en una conversación semipolítica —yo oía repetirse la palabra «Europa»— con el vicecónsul.

—Debe quedar muy claro —expuse— que yo no soy una mujer especial, que no tengo ningún vigor, ni pretendo vivir como una Mata Hari. Yo era una provincianita como tantas otras —miré a las que se acercaban, de una en una, y repetí—, como tantísimas otras, de las que todo puede saberse, o incluso imaginarse. Hasta que conocí a Yamam, que es el hombre que me acompaña. De él procede, de pies a cabeza, la que soy ahora: nada fuerte tampoco, pero que rompió con su vida anterior… No admiren, sin embargo, a la provinciana que fui; cuando sacó los pies del plato no tuvo ningún mérito, simplemente porque aquella que llevaba hasta entonces no era su vida, es decir, no era la vida que soñaba y con la que yo me tropecé cuando lo conocí. —Señalé a Yamam—. Sólo con conocerlo dio la vuelta a mi vida como a un calcetín, perdónenme la comparación…

Yo me sentía muy a gusto contando en público, después de unos meses tan solitarios, el proceso de mi amor. Con cuánta razón se asegura que, después de amar, lo que más satisface a los enamorados es publicar su amor.

—Sin embargo —agregué— no estoy convencida de que lo mío sea una gran pasión, como asegura nuestra anfitriona, no sé con qué propósito. De lo que sí estoy convencida es de que las grandes pasiones no son las que nos cuentan las novelas, sino las que nunca nos cuentan las novelas, por la única causa de que contarlas no es posible. Supongo que consisten, sí, en numerosos y muy graves sufrimientos, y les doy las gracias por compadecerme; pero también en grandísimos deleites, perdón también por la palabra. Las grandes pasiones tienen (continúo suponiendo) tal intensidad que hacen familiar y simple la idea de la muerte —sentía a aquellas mujeres, con ojos como platos, colgadas de mis labios—, porque es preferible morir a dejar de vivir en este ardiente arrebato, que se resiste a ser expresado con palabras. —Clavé el estoque a fondo—. Cuando se han conocido el cielo y el infierno, este mundo —giré mi mano señalando todo el salón— es una aburrida tontería. Cuando se han conocido la angustia y también la serenidad compartida que suele seguirla, la aventura papanatas de una vida apacible se convierte en una broma infantil y pesada… En todo caso no opino que lo mío, permítanme que insista, sea una gran pasión, ni una novela, ni nada que se le parezca. Si lo fuese, estaría dedicándome ahora mismo a vivirla y no a contarla. El amor, amigas mías, no se lee ni se dice: se hace. Cualquier mujer normal elegiría, en el caso de que le fuera dado elegir, una felicidad sosegada en Huesca o en cualquier otro sitio (ignoro de dónde son ustedes), una suerte ramplona y catetita, en lugar de meterse en la selva, en la fiebre y en el sinvivir que es una gran pasión… Lo que sucede es que, de pronto, los conceptos de dicha y de felicidad y hasta de Huesca, mudan, son ya otros distintos, ¿qué le vamos a hacer?… De todas formas, señoras, se lo ruego, que esta conversación tan íntima se quede entre nosotras.

Todas aquellas brujas volvían a mirar, de arriba abajo, con más intensidad aún que antes, y deteniéndose a mitad de camino, a Yamam. Si me tenían envidia, no era por lo novelesco, ni por lo apasionado; era más que nada por disfrutar de un hombre capaz de convertir el agua en vino. Qué curioso lo poco que se piensa en una leve condición, imprescindible para que se cumpla ese milagro. Cuando yo estudiaba religión, al leer los evangelios, siempre me detenta en el milagro de las bodas de Caná, y en cuál fue el mandato de Jesús: «Llenad estas tinajas usque ad summum, hasta los bordes». Si no las hubieran llenado hasta el límite de su posibilidad, seguramente el agua seguiría siendo agua. Y ninguna de las tinajas que yo veía en aquel salón habrían estado dispuestas nunca a entregarse hasta la última gota. Mediadas de agua estuvieron siempre, y mediadas continuarían de un agua cada vez menos limpia. Yo, que había sido como ellas, no era la más indicada para sentir desprecio. Y comprobé que no lo sentía: ni desprecio, ni amistad, ni enemistad. Yo me acuerdo de que en Huesca era muy amiga de mis amigas; por el contrario, ahora no estoy bien dotada para ese sentimiento. Quizá porque mi corazón se encuentra literalmente embargado por un dueño, y no es lo bastante grande para ser compartido.

Hoy domingo me ha subido Yamam, con sus hijos, a almorzar a la Colina de los Enamorados, Çamlica. Hemos dejado el coche y hemos ascendido a pie, entre carreras y bromas y fotografías, hasta la cima. Desde allí se ve entero Estambul, y se aclaran las complicaciones entre el viejo, el nuevo y el asiático, con sus construcciones de madera y sus apiñados racimos de casas ilegales hechas en una noche. Al mediodía subían las llamadas a la oración como un coro que todo lo unificara. Entre las islas del Príncipe el agua parecía iluminada desde el interior, y se sonrosaba, igual que una cara que se ruboriza, ante la orilla que cierra al fondo el mar de Mármara…

Delante de los niños, Yamam me ha pasado el brazo por los hombros y yo he sentido una emoción casi pueblerina: el agradecimiento de la casada dichosa. Apenas he podido pasar bocado en la comida. Mi familia era aquélla. ¿Por qué fui tan dura con las mujeres del consulado?

Cuando descendimos, unos vencejos, antes de que se hundiera el sol, daban sus últimos vuelos por las orillas del Cuerno de Oro. El panorama era tan bello que cortaba la respiración. Un telón gris y un incendio frío que se trasparentaba a su través, igual que una aparatosa escenografía. La masa del Estambul intramuros se perfilaba sobre ese cielo, del mismo color que él, pero un punto más subido que las largas nubes amortajadoras del sol…

Sin embargo, qué distinto este domingo, tan doméstico en apariencia, de aquellos otros de misa, vermú y paella que me daban en Huesca.

Hacía ya un año que vivía en Estambul cuando los celos hicieron su aparición, o comenzaron por lo menos a transformarse en insufribles.

Pocas horas después de llegar a este piso, me topé en el cuarto de baño, dentro de un armarito, con un lazo de pelo muy brillante y unas cuantas horquillas. «Una mujer —me dije— ha vivido aquí antes; la de Yamam no ha sido. ¿Sientes celos? No; ahora aquí reino yo, yo sola, y siempre será así».

Al principio cuidaba con mimo el apartamento, me esforzaba en conservarlo ordenado y limpio igual que una patena. Recibía a los hijos de Yamam los fines de semana, o los días que a su mujer se le antojaba permitirles venir; cuando la niña perdió alguno de sus dientes aquí, el ratoncito Pérez, ante su fascinado asombro, le regalaba algo, a pesar de haberme enterado de que su madre le tiraba los regalos al llegar a su casa. Sonreía a los vecinos cuando me los tropezaba en el ascensor o en la escalera; intercambiaba con las vecinas especias y menudos favores. No intentaba llevar el piso a mi terreno, ni hacerlo mío; respetaba las cortinitas de falso encaje con un volante que cubrían las ventanas, el espeluznante tresillo de terciopelo labrado, las reproducciones de dudosos cuadros de flores y paisajes en las paredes, la cocina incómoda y mal distribuida. Procuraba no discutir, ni poner peros a aquel axioma que me repetía en mi casa de Huesca: «En Estambul la felicidad es corriente como un fruto de la tierra; se alarga la mano, y allí está».

Al principio todo me parecía bien; pero me dieron demasiado tiempo para pensar en lo contrario. Ahora veía el aparcamiento y cuatro árboles como todo paisaje, a los vecinos cada vez peor vestidos; me fastidiaba el triste olor a col y a cominos del portal y la escalera… ¿Había cambiado el panorama? Había cambiado yo. Yo, que me pasaba las horas muertas esperando a Yamam, fija en Yamam, en lo que haría Yamam; limándome las uñas sin necesidad ninguna; mirándome al espejo para comprobar cada día, como una histérica, los estragos de los minutos, los estragos que también juzgaría Yamam y que lo alejarían de mí… El tiempo puede ser nuestro aliado o nuestro enemigo; el tiempo vuela o se eterniza; siempre acaba por matarnos, pero hay que procurar tenerlo del lado nuestro hasta que nos asesine. Y todo el tiempo para mí era demasiado; no pude hacer la digestión. Yamam empezó a quejarse del descuido del piso, y entonces era cuando más arreciaban mis celos. Entonces yo le contestaba mal; no por sus protestas, ni por lo que hubiera dicho, sino por todo lo que, durante horas y horas, yo había acumulado. Y él solía quedarse casi medroso, como diciéndose «qué bicho le ha picado a ésta».

La semana pasada me dio por recibirlo con aquel broche de pelo del primer día y aquellas espantosas horquillas. Se los metí, en cuanto abrió la puerta, por los ojos.

—¿Esto qué es?

—Creo que un broche y tres horquillas.

—¿De quién son? Los he encontrado aquí.

—Míos, no. —No se había inmutado. Me los quitó y los arrojó lejos—. Nunca te dije que tú fueras la primera mujer de mi vida.

—Pero quiero ser la última —grité.

—Eso, aunque dependa un poco de ti y de mí, no está en nuestras manos. Y lo que estás haciendo es el peor camino.

El amor es una avaricia; no comparte: posee con exclusión de los demás; peor todavía, consiste precisamente en esa exclusión que la amistad no busca. Sin embargo, consiente una cierta tolerancia, que abarca el trabajo, los colegas, los familiares, hasta los amigos. Sobrepasado ese punto, va a la deriva. Sobrepasado ese punto, no hay razones ni hay porqués. Cuando he escuchado a alguien reprocharle a un celoso que no tiene ningún fundamento para serlo, siempre me he dicho: «Claro, por eso es un celoso; si tuviese fundamentos sería un cornudo». O una cornuda, ay…

También los celos son una pasión, una pasión muy grande. Yo la he sentido y aún la siento: injustificada o no, subjetiva o no, montada en el aire como un fuego de artificio, montada en el filo de un cuchillo. De un cuchillo que, más de una vez, he tenido la tentación de usar, y matar o matarme. Porque cuando se nos priva de la totalidad que necesitamos para vivir, de lo que es nuestra agua y nuestro pan, levantar el cuchillo no es ya una venganza, sino un gesto instintivo, una legitima defensa. Cuando alguien se siente amenazado en lo más suyo, nada más lógico ni más urgente que eliminar la causa de la amenaza. Y, si la causa no se ve, se agranda hasta que llena todo, y nos cerca, y basta extender la mano para que nos la escupa. «¿Qué hace Yamam cuando no está conmigo?»

Sus celos contra mí —«¿En qué empleaste el día? ¿A quién has recibido? Aquí hay dos vasos usados»— yo los acepto como una declaración de amor. Pero ¿son de veras celos; de veras son amor? Yamam siente las dudas del amor propio; ya me había puesto él en guardia contra eso al hablarme de sus compatriotas. Cuando salimos —con qué poca frecuencia—, no me tolera mirar con curiosidad a nadie, ni volver la cabeza hacia atrás ni a ningún lado, ni vestir pantalones, porque me ciñen el trasero. «Yo conozco a mi gente». Lo que él se propone —lo escribo ahora como lo siento ahora, quizá otro día escribiría otra cosa— es triunfar sobre los otros, sobrepujarlos, exhibir a una deseable europea y que se enteren todos de que es tan sólo suya.

Los celos, los míos, ansían la muerte de la persona temida, la que trata de arrebatarnos, o puede tratar, o creemos que va a arrebatarnos, lo nuestro. Y es que la muerte es un dolor más natural que el del amor. La muerte esta ahí, ya quieta; es algo concreto, un hecho fijo. Por ella es comprensible que se llore a mares, que se lancen alaridos. Un amante celoso, ya en el colmo de su dolor, mata y descansa; ya está autorizado para sollozar el resto de su vida sobre el cuerpo de quien nunca más le hará daño… Pero el amor propio no se comporta así; a él no le importa; a él, al contrario, le halaga que haya gente alrededor, y contienda y rivalidad, con tal de resultar vencedor él. Cuanto más admirada y pretendida yo, más glorioso Yamam…

Por el contrario, en el amor verdadero —al menos el que yo siento es así— no existe el amor propio. Él no previene, ni calcula —«Si me dejo maltratar, me despreciará»—, no echa cuentas; él se da, y asunto concluido. Y, por tanto, los celos, con su pico corvo y sus ojos de fuego, lo devoran cuando menos lo espera, porque se encuentra sin defensa alguna, porque también le ha dado sus defensas al otro. Se lo dijo muy claro: «Sólo con esta armase me puede herir; tenla tú». Se ha entregado con el alma y la vida, y está al arbitrio de la voluntad del otro, una voluntad susceptible de girar como una veleta y cambiar de mira… Por eso —por vivir, o por sobrevivir— el amante verdadero llega hasta perdonar una infidelidad reconocida, cosa muy dura para el del amor propio…

Estoy escribiendo para dejar de torturarme. En el fondo, lo único que me interesa es qué hace Yamam durante tantas horas, qué está haciendo ahora mismo.

Ayer, cuando llegó, antes de darle las buenas noches, se lo dije a voces. Estaba muy excitada, él comprendió por qué.

—Necesito trabajar, necesito ocuparme. No sirvo para estar todo el día esperando al sultán. Voy a volverme loca. O voy a apostarme con un cuchillo detrás de esa puerta y a clavártelo hasta la empuñadura… Yo no soy una turca que se conforme con engordar mientras su hombre da vueltas por el mundo.

Yamam me escuchó, me apartó con la mano y se fue hacia la cocina haciendo gestos afirmativos con la cabeza. Pero ¿qué puedo hacer más que esperar?

No ha tardado ni tres días en proporcionarme un quehacer.

—Como ni sabes turco ni te sale de las narices aprenderlo, te he buscado un empleo a la altura de tus posibilidades.

Me tendió un mazo de tarjetas. En ellas, en turco y en francés, inglés, español y alemán, aparecen el nombre y la dirección, dentro del Gran Bazar, de su tienda de alfombras y de la joyería de su hermano Mehmet. Mi obligación consiste en distribuirlas por los hoteles.

—No te conformes con dejarlas en la recepción; dáselas personalmente a los clientes, eso los atraerá… Eres bonita y elegante, y has de ir bien vestida. Porque la tarjeta de presentación vas a ser tú más que esas cartulinas.

No estaba mal para empezar. Tendría la oportunidad de ir y venir, de distraerme de los celos, de acercarme por sorpresa al Gran Bazar para ver lo que hacía él… No se me iban a caer los anillos por repartir propaganda de un negocio, del que además vivía. Y no dejaba de ser un primer paso para entrar en la tienda de alfombras, a la que suponía que era la madre quien vetaba mi entrada: ¿cómo no iba a declararle la guerra a una extranjera, que ponía en peligro las productivas relaciones con su nuera y le secuestraba al hijo?

De manera que he comenzado a ir de hotel en hotel —no más de dos por día— con mis tarjetas y mis crucigramas. No me puedo ocultar a mí misma que muchos clientes, por no decir todos, me confunden con una prostituta de alta escuela hasta que les entrego la tarjeta; algunos, incluso después de entregársela. El juego me divierte.

Ayer tarde, en un hotel sueco acabado de inaugurar me he encontrado con tres parejas de españoles. No he podido evitar acordarme de nuestras hazañas viajeras; hablo de Laura, de Felisa y de ml… Sentí un enorme contento hablando con ellos de prisa, sin cuestionarme si me entendían o no. Qué bien me sonaba el castellano. Había dos andaluzas, una de Sevilla y otra, de Málaga; cuánto me han hecho reír.

—Hija, corazón, qué amor tan grandísimo tiene que ser ése para arrastrar a una mujer de una vez a una tierra como ésta. No es que sea mala: tan lejos, digo.

Le sugerí —yo, que apenas lo sé— los sitios donde podían comprar pieles, plata, y otras chucherías que buscaban. La sevillana quería zapatos de seda, y la mandé al Bazar egipcio, que es mi predilecto; la malagueña, ojitos de la suerte, y le anticipé lo que podía ofrecer según los tamaños y el número que comprara. En agradecimiento, me han regalado una botella de vino dulce. Me hizo tanta ilusión que no vacilé en aceptarla.

Cuando volvió Yamam a casa, encima de la mesa había dos vasos y la botella abierta. Igual que dos novios —sorbo va, sorbo viene—, nos la bebimos enterita, pese a que a mí el vino dulce me estraga el estómago. De madrugada llegamos a ese maravilloso estado en que el suelo se separa un poco de uno y hay que pisar con tino. Nos reíamos de todo y por todo. Brindamos hasta por Huesca, y la hermanamos con Estambul. Hacíamos proyectos… Era una noche excepcional… Cuando Yamam se levantó, dio la vuelta a la mesa y se paró a mi lado, comprendí que iba a tocar el cielo con las manos. Y así fue. Quien diga que el sexo no es el atajo menos complicado y más cierto para unir a dos personas es porque no lo ha hecho jamás como es debido.

Esta mañana me propuso Yamam llevarme a los hoteles. Al pasar por la estación de Sirkeci, la del Oriente Exprés, he sentido, quizá subrayado por la resaca del vino y de lo demás de anoche, un reblandecimiento en el alma. Siempre que miro esa estación, se me despierta en el pecho un aleteo, qué sé yo, como quien va andando y solivianta en un boj un revuelo de pajarillos que brotan de él aleteando… «Extrasístoles», diría un cardiólogo; sé que me pongo cursi. Pero me acuerdo de la primera vez que estuvimos en el Gar Café desayunándonos.

Fue en mi segundo viaje, cuando nada de lo que sucede hoy era previsible. (O sí lo era). Fuera temblaban las ramas de un castaño en flor. Nos habíamos sentado junto a una fuente rodeada de plantas verdes. Yo, para descansar del vapuleo que me daban los ojos de Yamam, divagaba por los techos en forma de trapecio de color rosa y gris, por las vidrieras redondas… A él se le habían vertido unas gotas de su café en el platillo, por llevarse la taza a la boca mirándome a los ojos, que yo apartaba para defenderme. Tomó una servilleta de papel y la puso debajo de la taza sobre el plato… Yo me rendí a sus ojos: ya no dejó de mirarme, ni yo a él. A nuestro alrededor, por la hora, la gente se apresuraba, salía y entraba a los andenes o a la calle… Para mí sólo había en este mundo unos ojos parados en los míos y unas manos que habían doblado la servilleta de papel…

No sé cuánto tiempo estuvimos allí: unos minutos o un siglo, ya dije antes que el tiempo vuela o se remansa. No hablábamos; no nos movíamos. Hasta que él dijo: «Ya es la hora». Para alguien, para un camarero que hubiese estado atento a nosotros, se habría acabado nuestro desayuno; para nosotros —para mí por lo menos—, uno de los regalos de la felicidad más claros que he vivido… Jamás podrá repetirse de una manera exacta. Es curioso que recordarlo me produzca un pellizco de dolor, como algo que definitivamente se ha perdido. Y no obstante, ¿es que preferiría no haberlo disfrutado?

De ahí que esta mañana, como si Yamam estuviese desde anoche aún dentro de mí, le he dicho en una voz bajísima:

—¿Quieres que tomemos un café en la estación?

—Ya había frenado el coche —me ha contestado en voz muy baja.

Hemos tenido suerte: la mesa de hace dos años estaba desocupada. Nos hemos sentado con las manos cogidas sobre ella; pero la realidad se ha impuesto: los cóleos, las drácenas y los potos que rodeaban la fuente son de tela, y la fuente, que me pareció exótica, es escuetamente horrible.

—¿Hemos ganado o hemos perdido, desde entonces, amor? —he preguntado al aire.

—Si yo adivino, sin que me aclares más, a qué entonces te refieres, será que hemos ganado; pero si tú me lo preguntas en serio, o sea, si tú lo dudas, no puedo contestarte.

—Puesto que estamos juntos… —Le he besado la mano y él a mí—. En el amor todo lo que uno se imagina existe. Qué pena que la imaginación de los amantes tienda tanto a lo amargo.

—La imaginación tuya, Desi, no la mía.

—No me lo consientas. Pégame, mátame, pero no me lo consientas.

Mientras tomábamos el café le he contado el portento de Filemón y Baucis, que tanto me emociona.

—Eran una pareja de viejecillos que vivía en un bosque. Júpiter (puede que fuera Apolo), tan aficionado a disfrazarse, por lo general para acostarse con alguien, andaba por la Tierra vestido de pastor. Pero los dioses no conocen bien la tierra de los hombres, y se había extraviado. Era noche cerrada, llovía, tronaba y hacía frío. Comprendió en su carne el susto de los seres humanos. Vio la choza de los dos viejecillos y les pidió hospitalidad. Se la dieron de todo corazón: lo atendieron, lo secaron, le dispusieron la cena y le ofrecieron su propia cama para dormir. El dios, conmovido a pesar de serlo, se dio a conocer. «Soy Júpiter», les dijo, y adoptó una postura jupiterina. Ellos sonreían divertidos. «Soy Júpiter», y hacía pequeños milagros tiernos: aparición y desaparición de luces, de palomas, de monedas de oro… Ellos dedujeron que era alguien de un circo, quizá un ilusionista o algo peor. «He dicho que soy Júpiter», repitió el dios, ya sin demasiada confianza en ser creído. «Pedirme lo que queráis». Los viejecillos, aún incrédulos, se consultaron y, con menos confianza todavía que el dios, le dijeron: «Auferat hora duos eadem, que muramos los dos al mismo tiempo». «Así será», dijo Júpiter, recuperado por fin su aspecto divino.

—¿Y qué pasó después?

A la mañana siguiente había ardido el bosque, y Filemón y Baucis habían muerto en él.

—No me gusta el comportamiento de ese dios.

—Los dioses suelen ser bastante incomprensibles; por eso siguen siendo dioses… Cuando vaya al Bazar, en la tienda de Mehmet, encargaré dos alianzas muy sencillas. En una mandaré grabar auferat hora, en la otra, duos eadem. Ninguna de las dos cosas quiere decir nada sin la otra. Te daré la que elijas. Esperemos que se cumpla la promesa del dios.

—Yo no quiero morir contigo; quiero vivir contigo.

Mientras le decía que sí con la cabeza, me di cuenta de que todo lo que nos habíamos dicho hoy nos lo dijimos también hace dos años; pero entonces no fueron necesarias las palabras. Ni siquiera los mitos. ¿Quizá es que hemos perdido? Ay, qué amarga es la imaginación de los amantes.

Esta mañana estaba mareada y me dolía la cabeza: anoche dormí poco. Quise zafarme de la batahola del Bazar.

—Espérame en el café que hay en el cementerio de Ali Pacha —me dijo Yamam—. Está a la izquierda, según sales por la Çarsikapi Kapisi, que es la Puerta de la Puerta del Bazar. —Se reía—. ¿Lo entiendes?

—No; pero daré con él a pesar de tanta puerta y de mi dolor de cabeza.

Salí por donde me había dicho, y encontré un pasadizo con tumbas. A ese pórtico de muerte le sucedía, al fondo, un patio extraordinariamente vivo. Unos cuantos viejecillos, de la edad de Filemón, fumaban su narguile ante las tiendecitas de alrededor del patio, adornadas con kilims, en las que se habían transformado las habitaciones de los antiguos estudiantes de una madraza. La madraza, o la escuela, era ahora un bar octogonal, del que brotaba una suave música arabesca. Me senté y me sirvió un café el mismo hombre que sacaba de un cubo, con unas tenazas, las ascuas de los narguiles, y lo dejaba luego a la entrada, con un tubo encima para que las brasas respiraran.

Tardaba Yamam. Mi dolor de cabeza no desaparecía. Vi unas higueras y unas macetas con hortensias… Después dejé de verlas; se conoce que me adormecí sobre el diván. La voz de Yamam me despertó.

—No era éste el cementerio que te dije, sino el de al lado. Ven.

Entramos en el otro, pegadito al primero, y aislado de la calle ruidosísima por un muro con rasgaduras muy altas y enrejadas. Allí se había detenido la mañana. Como por ensalmo, se disipó mi dolor de cabeza. A la izquierda hay un suntuoso mausoleo. Nos sentamos en una galería cubierta con cupulillas de ladrillo. La paz era total. Bajo tres acacias muy altas, las tumbas descuidadas, con esbeltas estelas, entre ortigas y dompedros y rosales. De una a otra estela, de un fez hasta un turbante, brillaban al sol los impasibles hilos de una telaraña. Las palomas se posan sobre los mármoles funerales y los tratan sin el menor respeto. La vida continúa imperturbable. Ni el toldo rojo que anuncia coca-cola, ni una papelera de plástico azul al pie de una columna, parecen fuera de lugar. Todo colabora al encanto. Tomo en silencio otro café, y Yamam, una cerveza. De cuando en cuando se escucha una risa; no sabemos de quién. Tras una portezuela se adivina el patio de la escuela de una mezquita que ya no está tampoco…

—Creo que los enterrados en este lugar están contentos —digo—. No me importaría que me enterraran aquí. Yamam hace el gesto de espantar un mal agüero.

—Te leeré los posos del café. Pero haz exactamente lo que yo te dicte… Pon el plato sobre la taza. Muévela, pero muy poco. Ahora coloca los pulgares encima del plato, y vuelca la taza de dentro a fuera. Cuando el fondo de la taza se enfríe, leeré los posos. Puedes poner tu anillo para que se enfríe antes. —Durante un minuto largo he mirado la taza y a Yamam con impaciencia—. Vamos ya. Se leen los posos de la taza de izquierda a derecha a partir del asa. Luego verterás los del plato en la taza y leeré los que queden para ver si confirman la primera lectura…

—¿Cómo se ve la muerte? —pregunto de improviso.

—¿Por qué me dices eso? .

—Porque estamos dentro de un cementerio.

Sin mirar la taza todavía, Yamam me pregunta muy serio:

—¿La muerte normal, o la provocada? —Me río, un poquito nerviosa.

—La provocada, claro.

—Se vería en unos grandes grumos, aislados y sin manchas alrededor, que aparecieran en las paredes de la taza.

Ha mirado por fin dentro de ella. De pronto, sin hablar, ha volcado en la taza los posos del platillo y se ha quitado ambos de delante.

—Otro día los leeré mejor. —Ha vuelto la cara hacia el mausoleo—. Hoy me ha perturbado no encontrarte donde quedamos…

No podría decir por qué, pero no lo he creído. En torno nuestro todo continuaba en paz. Al salir, me volvieron las molestias.

Con aquellos primeros mareos esperé más tiempo de la cuenta. Después no me cupo ya la menor duda: estaba embarazada. Sentí tanta alegría que era yo la alegría. En la zona de los hoteles, iba por las aceras cantando y llevando el compás. La mañana era esplendorosa; el otoño se proponía que lo echásemos de menos. Cuando me pareció una hora prudente, telefoneé a Paulina, a la que había visto alguna vez desde la fiesta en el consulado. La puse en antecedentes de lo que me ocurría, y de mi necesidad de estar «científicamente segura». Quedamos citadas, y me acompañó al laboratorio de un amigo de su marido. No me hacía falta confirmación ninguna, pero no se lo diría a Yamam hasta tener el resultado positivo del análisis. De vuelta del laboratorio, Paulina me había dicho:

—¿Cómo crees que él lo tomará?

—No me cabe duda del embarazo, y tampoco de eso. Un hijo nuestro será lo mejor que puedo ofrecerle a Yamam: la consecuencia de nuestro amor, la vinculación más perfecta y duradera.

—Los turcos son tan raros —dijo ella como para sí.

—Los turcos, puede; pero no Yamam.

—En el peor de los casos, tú resiste; ponte brava si es necesario. Y avísame. —Yo estallaba de risa.

—No sé a qué te refieres… ¿Cómo voy a hacerme la valiente con él? ¿Cómo voy a exigirle, por ejemplo, que sea puntual, que no vuelva tan tarde, que me mime, que tenga el humor justo que a mí en cada momento me venga bien? Para eso necesitaría amarlo menos de lo que lo amo. Y, para amarlo menos, necesitaría olvidarme de mí misma, porque yo ya no soy otra cosa que mi amor, que este amor… Por eso ahora estoy que reboso de contento: porque está dando fruto.

Me toqué el vientre. Me había distraído hablando para mí; cuando me volví a mirarla, Paulina se encogió de hombros:

—Los análisis estarán listos la semana que viene.

Pasé la semana sin zozobra ninguna. Sólo deseaba el papel para enseñárselo a Yamam. Además el día que tuve que recogerlo coincidió con su cumpleaños; seria la mejor manera de celebrarlo. Cuando tuve en mis manos el análisis —por descontado, positivo— ya sí que esperé ansiosamente a Yamam. Tenía una botella de vino de Somontano, que había conseguido por medio de una azafata conocida de Laura, a la que mandé noticias y recuerdos. Me estoy viendo ahora mismo: llevaba puesta, cosa que hacia cada vez más, una camisa de Yamam; esas últimas semanas también me ponía su ropa interior, fumaba sus cigarrillos al mismo tiempo que él, usaba su peine y su cepillo de dientes, a conciencia de que le ponía nervioso, lo cual me divertía más aún. Me había remangado la camisa y los bajos de sus pantalones de franela, y había dispuesto la botella y unos canapés sobre la mesa del salón. Un pintor principiante nos había hecho un retrato a los dos con sus hijos; era muy malo, pero allí estaba, en el ángulo próximo a la mesa.

Se abrió la puerta. Le grité:

—Felicidades, amor mío. Feliz cumpleaños —y lo abracé.

Serví una copa de vino de mi tierra y se la ofrecí al mismo tiempo que el papel. Se bebió la copa casi del todo, chasqueó la lengua.

—Es bueno —dijo, y desdobló el papel—. ¿Esto qué es?

—Tú sabrás: está en turco.

Lo leyó, levantó los ojos, volvió a leerlo, me pareció que palidecía.

—No puede ser —dijo.

—Sí; si lo es, cariño. Vamos a tener un hijo.

—No puede ser —repitió.

Lo repitió con el mismo tono que la primera vez, pero ésta yo entendí lo que trataba de decirme: no que no se lo creyera, sino que se oponía. Pensé en Paulina: «¿Cómo voy a hacerme la valiente con él?».

—Es de los dos, Yamam. Tus dos hijos —señalé el retrato—, a los que quiero y cuido, y tú lo sabes, son tuyos nada más. Éste es de los dos…

—No puede ser.

Me venían los argumentos en desorden, y los exponía tal como se presentaban:

—Será mi compañía y mi razón de ser… Si me vine de España fue porque murió nuestro niño… Mi religión no me permite ir contra él… No me hagas esto: ten piedad de mí; no te he pedido nada hasta ahora, pero esto te lo pido de rodillas… ¿Es que no te importa que corra un riesgo grave? Aquí puedo morir…

—Yo ya tengo dos hijos; ni quiero, ni puedo tener más. Nuestra situación es ilegal… Supongo que tu religión también prohíbe otras cosas… Siempre has dicho que tu razón de ser y tu compañía era yo… También es un riesgo el parto, y además no sé por qué el que corras aquí va a ser mayor… No puede ser. No discutamos esto. Si tienes el niño, no me tendrás a mí; dejarás de contar conmigo. No tengo más que hablar.

Entré en el dormitorio dando un portazo. Él no intentó seguirme; no llamó a la puerta. Se quedó a dormir en el cuarto de sus hijos, o sobre el sofá de terciopelo, o en el suelo, no sé… El cumpleaños de Yamam fue inolvidable.

En aquel dormitorio me sentí como en la peor de las celdas. Me tumbé en la cama, cerré los ojos; la congoja apenas si me dejaba respirar. Pensaba atropelladamente. ¿Qué estaba ocurriendo dentro de mí? No era algo que me afectara a mí sólo, sino que venía de lejos, de más lejos que yo, y que mi madre también, y que el resto de las madres. Sin razonamientos, lo veía todo con tanta claridad, que me deslumbró… Vi mi vientre, el interior de mi vientre, y estaba vacío, y una fuerza como de viento fuerte o como de agua de cascada me empujaba a llenarlo, y comenzaba a crecer esa fuerza en mí, y ésa era mi grandeza, y todo en el mundo estaba previsto para eso… ¿Qué pene iba a envidiar yo? ¿Qué castración era la mía? Mi vientre me hablaba: «Tu hijo es tu pene, y tu poder, y tu antiquísimo deseo y tu conformidad». Veía imágenes de niños, vivos y muertos, y aún hoy no sé si estaba dormida o despierta, o estaba simplemente enferma de tanta rebeldía muda; pero no angustiada, porque el embrión de vida que latía en mí me estaba sonriendo… Y pensaba en mi madre, y yo era mi madre, y entre ella y yo no había ley ninguna: amor sólo, identidad sólo. Nuestro cuerpo ya no era nada concreto, sino una posibilidad: el huequecito donde la vida se forma y crece. Y eso era lo más alto de este mundo; era lo que me unía a todas las madres desde el principio, y tal unión era lo que importaba, no los caminos personales por los que yo había llegado a tener dentro la vida… «La especie», pensaba yo sin detenerme, y percibía el tremendo dominio de la palabra y el peso de sus órdenes inmutables. La mujer tiene que descubrir en el hombre al niño, y en ella misma, a su propio niño; lo demás es superfluo, lo demás está sólo al servicio de esto… No razonaba, no: veía la evidencia. Estaba sostenida por una multitud; segura y fortificada por una multitud. Y entendía por fin una frase que brillaba como de oro: «La mujer es un templo edificado sobre una cloaca». Nunca la había entendido; me daba risa desde que la oí en el instituto en una clase de religión. Un templo, una cloaca… Cuánto sueño tenía… Yamam y yo seguiríamos hablando de este tema; vaya si seguiríamos hablando.

Él se negó a hablar más. La madre vino a recogerme unos días después. No habló tampoco. Me montó en un taxi previamente concertado y pagado por Yamam. Decaía ya el otoño; se iba el sol y empezaba a desplomarse el frío. Llegamos al barrio Fener, en la ladera norte del Cuerno, y entramos por una calle cubierta de ropas tendidas desde una fachada a la de enfrente. El aire movía, como diciendo adiós, las telas de colores. En las aceras, unos hombres troceaban una gran masa oscura del lignito de las calefacciones. Varios niños jugaban ruidosamente a la pelota. Desde una ventanita, la cara de una muchacha me miró un instante, detrás de una cortina. Yo no veía claro; se me habían enturbiado los ojos. Era como si la vida se despidiera. Y en efecto, se despedía… El taxi se detuvo ante una pequeña casa de madera, con una parra sin hojas trepando hacia el balcón. Se olía el áspero y azufrado olor del lignito cuando se quema, y una luz tierna se derramaba sobre aquel pobre mundo, tan alejado de lo que a mí me sucedía.

La mujer masticaba algo verde. Me dio a oler éter o una cosa parecida, quizá láudano; pero no me anestesió del todo; era un sopor, un adormecimiento; era como una cueva en que se olvida… La madre de Yamam estaba sentada a mis pies en la misma silla rígida e incómoda en la que habían dejado mi ropa. Aquella mujer manipulaba en mi cuerpo, y me producía asco. Me habían cubierto la cara con un velo, o con un trapo, que me impedía ver. En un momento, todo muy vagamente, noté una hemorragia: algo me humedecía los muslos, denso y lento. Hablaron en turco; levantaban las voces. De pronto un hombre, la voz de un hombre, dio dos gritos mandándolas callar… Pasaba el tiempo de una manera espesa y nauseabunda. Me hundí en una atmósfera casi mojada y muy oscura… Me sacó de ella la voz de Yamam; pero yo no estaba segura de que fuese real, porque al abrir los ojos todo era movedizo y difuso, igual que un paisaje a través de la niebla. Lo que veía lo mismo podía ser la casa de la mujer aquella o el piso de Yamam: los dos me eran hostiles. Sea como fuera, sentí una arcada, apreté los párpados y no quise saber ya nada más…

La voz de Yamam decía mi nombre; yo giré la cabeza hacia el lado contrario. No sé qué tiempo pasó, porque en mi estado el tiempo no contaba… Entré en el cementerio, el de Huesca, bajo el frío. Yo temblaba. Las primeras tumbas, las más antiguas, sin losas, con las cruces torcidas; luego, unos petulantes panteones, con figuras desnarigadas, en la postura de esperar una trompeta que tardaría siglos en sonar… Familia tal, familia cual. Leía los nombres y apellidos. Y andaba muy despacio, como flotando entre capillas neogóticas o de un modernismo inconsecuente… Yo era una niña. La mano de alguien me conducía; levanté los ojos: era mi padre. Le señalé los panteones.

—Estas casitas son preciosas. ¿Hay niñas aquí para jugar en ellas?

Mi padre no me contestaba, yo creía oírle repetir:

—Vanidad de los vivos… Orgullo de los vivos…

En la ubicuidad del sueño estábamos ya en otro lugar.

—Nosotros no tenemos panteón —me gritaba mi hermano mientras me deshacía el lazo de la cintura y salía corriendo entre las tumbas.

—Éste es el panteón militar —dijo una voz; no lo dijo, pero yo lo sabía. Estaba más cuidado que los otros, con las cruces iguales de hierro negro y las tumbas encaladas… Y de repente, allí estaba mi madre, tumbada, sonriente, en el primer piso de los nichos. Alargué las flores; besé la lápida.

—¿Te han puesto tan bajita para que yo te alcance?

—No; porque era más barato. —Era la voz de mi hermano, pero no estaba él. Estaban Laura y Felisa empujando cochecitos de niño.

La hierba, descuidada, crecía por todas partes. Yo, con el pecho fuera, le daba de mamar a mi hijo. Estaba sola y avanzaba sin acamar la hierba, como si no pesase. El niño mamaba vorazmente, igual que si de eso dependiera todo. Y dependía… Yo me había sentado en el cementerio infantil. Allí estaban algunos que habrían muerto ya aunque hubiesen vivido ochenta años. Unos niños muy arrugados se acercaban a mirar a mi niño: la niña María Luisa Marazo, el niño Miguel Gutiérrez… Entre las tumbitas ilegibles saltaba Trajín sin mover la hierba alta… La niña Pilar, de tres meses… Y «El niño feto», «La niña feto»: no decían más… Yo no tenía a mi niño entre los brazos ya, pero seguía con el pecho fuera… «El niño Carlos Ayerbe Oliván, de dos meses…» Era igual que un cementerio de perrillos falderos, de animalitos de compañía; tan solos allí, bajo la nieve, bajo la boira. Tan pequeños: «Silvia Lacoma, de veintiséis días», «La niña feto»… Me oí gritar…

Sólo cuando empecé a ver cuerpos de niños troceados, ropas de niños ensangrentadas, cabezas de muñecos que tenían vida y rodaban junto a cuerpos decapitados, brazos y pies de niños apilados, pequeñas manos, ojos llenos de terror… Sólo entonces necesité volver a la realidad para huir, o a otra realidad menos dañina que aquélla, o a otra ficción, la que fuese, con tal de escapar de aquel espanto que me estaba manchando. Y yo gritaba, me oía gritar…

Fue sólo entonces cuando abrí los ojos y vi que estaba en el dormitorio del apartamento y que, por tanto, mal o bien, todo se había consumado. Vi a la madre de Yamam, con su pañuelo cubriéndole el pelo, sentada allí al fondo, con la misma rigidez de alguien que acaba de sentarse. Dios sabe cuánto tiempo llevaríamos en aquel cuarto juntas y tan enemigas. Se levantó sin decir nada; entró Yamam y en seguida escuché el ruido de cerrarse la puerta de entrada.

Yamam me acariciaba el pelo, la frente, las mejillas. Volví a hacer el gesto, ahora consciente, de girar la cabeza al lado opuesto. Entonces me acarició la nuca, el cuello, la oreja… Dibujaba con su dedo la oreja; tocaba mi pendiente… Estaban cayéndoseme lágrimas de los ojos, que caían sobre mi sien y sobre mi nariz; lo supe porque Yamam me las borraba con sus dedos, y se demoraba en el hueso de mi pómulo, y trazaba el perfil de la mejilla que desciende hasta la boca, y la línea de mi mandíbula, y avanzaba después hasta la barbilla, ahora tan temblorosa y tan desalentada.

—No —dije—. ¡No!

Y me puse a sollozar con todas mis fuerzas, que no eran demasiadas.

—Déjame que te quiera —murmuraba cerca de mi oído Yamam.

Yo había aprendido que las batallas morales se libran a solas; me quedaba por aprender en carne propia que las del amor hay que reñirlas con un aliado, a no ser que se tengan que reñir con un verdugo. Y es esa ambigüedad la que conduce a que nunca estemos ciertos definitivamente de si hemos ganado o perdido la batalla… Levanté la cabeza, y vi flores en mi mesa de noche.

—Déjame que te quiera —seguía murmurando Yamam—. Tu y yo somos el paraíso. Tú y yo somos bastante.

Paulina, la mujer del vicecónsul, debió de imaginarse todo lo ocurrido, o buena parte. Una tarde, dentro de esa misma semana, se presentó en la casa. Yo estaba con una bata espantosa y sin peinar. Ella traía flores y bombones, lo que se lleva a una recién parida. No fue preciso contar nada: comprendió todo al verme.

Le agradecí que no me recordara su premonición; pero le agradecí más aún que, al adoptar una posición tan contraria a Yamam, me moviese a mí por reacción a defenderlo. Desde muy niña tengo la mala costumbre de ponerme de parte del que pierde o del que no está.

—Para quien no se ciegue, todo esto era perfectamente previsible, Desi. Estos amores tan fuertes nunca duran.

Yo pensaba: «¿Qué tiene que ver mi felicidad con el tiempo, o mi desgracia con el tiempo? ¿Qué es durar?». Y pregunté con una voz agria:

—¿Sólo lo malo dura?

—Infortunadamente, parece ser que sí… Desi, yo soy tu amiga. Reconozco que no soy amiga de Yamam. Vengo aquí por ti. Vengo a decirte que tienes que terminar con esta sucia historia. Vuélvete a España, Desi. No continúes bajando por una rampa que yo no sé adónde va a conducirte.

—Yo tampoco lo sé, Paulina, pero te lo diré cuando lo sepa.

Le ofrecí un bombón. Cambié de tema. Ella intentaba volver a proclamar su cariño por mí… En aquel instante intuí que no la iba a ver más. No entendía por qué me había resultado tan simpática. O sí: por lo contrario de su actitud de hoy, por su desvalimiento bajo una apariencia de fortaleza. Continuaba hablándome y no la oía. Veía su cara seca, sus labios tan finos, su nariz cadavérica. Veía una mujer insatisfecha, que detestaba a su marido, gordo y tosco. Recordé de pronto que ya lo había abandonado hacía un par de años —ella, que me aconsejaba dejar a Yamam—, y se había visto obligada a volver porque carecía de medios para sobrevivir… Veía a una mujer fracasada, con hijos —eso sí, con hijos—, pero descontenta de ellos, que habían tomado, en la guerra declarada, el partido del padre. Oía, como un runrún, los cargos que me hacía. Le ofrecí otro bombón. Pretendía intervenir en las vidas ajenas, disgustada de la suya, impotente para rectificarla, desesperanzada de enamorar ya a nadie. Y a pesar de todo, en lo mío había acertado. Hasta la boca me subía la cólera.

—Tú conoces mi historia; ya sabes que yo fui secretaria de mi marido. Me dejó embarazada porque estábamos locos de amor. Y se casó conmigo, por supuesto… Él entonces era una maravilla… (De lo que me decía, yo entendí que ella lo había cazado y que, eso saltaba a la vista, él nunca fue una maravilla). Tú no sabes lo que compensa de todo un hijo… (Yo entendí que el tenerlo no es todo; que la biología ha de completarse con la biografía; que la madre defrauda siempre y quizá el hijo también). Es por eso por lo que estoy de tu parte… (Yo entendí que estaba ferozmente contra Yamam, que aquélla era una escena de falsa compasión). Yamam tiene una fama atroz: de mujeriego y de otras cosas. No es el momento de descubrírtelo, pero te aviso para que no te pille de sorpresa… (Cristianamente trataba de abrirme los ojos a cuchilladas. Y yo había caído hasta entonces en la trampa; le había hecho confidencias que la excitaban, que ponían al rojo su envidia por el amor sin cordura de los demás).

Le ofrecí el último bombón y me puse de pie.

—Estoy agotada, te harás cargo. Cuando mejore un poco te telefonearé.

«Nunca más la voy a llamar —me dije—, nunca más le haré una confidencia». Ni a ella, ni a nadie. Doy por descontado que, en mis circunstancias, se obre o no por razones de bondad, nadie podría darme razonablemente otro consejo. Pero yo ya he roto, por causas parecidas, con algunas personas de mi entorno: con todas a las que hice alguna confidencia y me traicionaron. «Consejos no solicitados ni los doy ni los recibo»: es una frase habitual mía. Quizá más que hacer confidencias, lo que pretendo siempre es recibir confirmaciones. Pero se ha terminado.

Y es que las palabras no pueden expresar los sentimientos. Y el del amor, menos aún: cuando se cuenta, se falsea, y los consejos que se suscitan son falseados también. Lo mejor es transformarse una en su propio confidente, aun a riesgo de ser parcial con el hombre al que amamos. ¿Cómo hacer caso a un advenedizo, cuando lo que se busca es un cómplice incondicional? El confidente es siempre el peor consejero, porque no está sintiendo, sino razonando, y aquel que ama, no; precisamente cuando empiece a razonar será que no está ya enamorado, y entonces no necesitará más confidentes. Se trata de dos vías distintas y paralelas: marchan en dirección opuesta; jamás se encontrarán… ¿Que la enamorada se engaña a sí misma y a su confidente porque adopta actitudes interesadas? Pues claro que sí; para eso se hacen las confidencias: para desahogarse, no para levantar actas notariales ni para que nadie dé fe pública de nada. Imparcial no lo será nunca quien ama. Aunque finja odiar y confiese odiar y exponga las quejas más atroces, el que ama ya ha tomado partido por quien ama. Y está a solas con él, o ha de aprender a estar con él a solas.

Cuando unas horas más tarde llegó Yamam, lo recibí sentada, pálida aún —me había visto en el espejo—, y ligeramente más animada, aunque sólo fuese por las impertinencias de Paulina. Él lo notó inmediatamente.

—Estás mejor —me dijo.

—Es que alguien ha estado aquí y me ha ahorrado el trabajo de insultarte. —Me besó—. Dentro de poco tendremos que tratar de unas cuantas acusaciones que han hecho en contra tuya.

—¿Podrá eso esperar hasta mañana? Lo que esta noche me apetece, Desideria, azúcar mío, es acostarme contigo de una vez para siempre.

Y así fue.

Se reanudaron los días felices. No es bueno quedarse colgada del dolor. La vida avanza tan de prisa que no nos permite mirar hacia atrás.

El ser humano es muy propenso a dictar sentencias; y más, cuanto más ignorante y cuanto más lejano le queda aquello que condena. «Esto es estúpido», se escucha a todas horas. Y más aún: «Esto es malo; esto es desordenado, y esto, contra la Naturaleza. Yo, que estoy en el orden y en la inteligencia y en la bondad, lo afirmo y ratifico». Cuánta necedad. ¿Qué sabe nadie de lo que está detrás o debajo o dentro o al trasluz de aquello que aparece? Juzgar a los demás, qué fatigoso y qué arriesgado, con lo difícil que es ya conocerse uno mismo. Yo hablo aquí —o escribo, y eso que es sólo para mí— de lo que entiendo que pasa y que me pasa; pero no estoy convencida de decir la verdad íntegra; ni siquiera convencida de acertar con lo que pretendo decir, o con la forma de decirlo para que no se desvirtúe… En definitiva, lo que escribo es el reflejo —y nada más, y pálido— de lo que hago y lo que siento; su reflejo en los otros, más aún que en mí.

Sí; se reanudaron los días felices. Retornó el tiempo suave; las mañanas eran diáfanas; la luz era tan pura que ponía, sin intervenir, de manifiesto todos los colores. Yo acompañaba a Yamam: Algunos días nos detentamos en la estación de ferrocarril camino del Bazar.

No lejos de él, hay una calle en cuesta que baja hasta el Kumkapi. Es mi preferida. Se llama Gedik Pacha. Peatonal, tiene una hilera de farolas en el centro y, naturalmente, tiendas a los lados. El mar de Mármara la cierra como una lámina de plata rizada y destelleante, surcada siempre por uno o dos barquitos. A la izquierda humean las chimeneas de unos modestos baños, en cuyas cúpulas destacan las claraboyas de cristal. En un arriate minúsculo crece un cotoneáster que me trae a la memoria los altísimos del convento de Las Miguelas en Huesca. Una mañana comí en un restaurante de dos mesas, pobrísimo, un plato que vi comer a un albañil: una especie de revuelto de huevos con tomate. Yamam me dijo que se llama menemem, o sea, rápido rápido; pero yo sólo me enteré de lo bueno que estaba. Pasado el restaurante, a la derecha, hay una iglesia armenia. De ella brotan los domingos las voces de un coro que canta en turco una canción religiosa. A mí me recuerda otra que no lo es, y que estuvo de moda unos años antes de yo venirme; su letra decía, poco más o menos: «Algo de mí, algo de mí se está muriendo…». Un mediodía muy tibio me senté sobre una jardinera. Vino hacia mí un muchacho y me habló; le sonreí; me volvió a hablar… Hasta que no le hablé yo a él no comprendió que yo no lo entendía. Entonces fue él quien sonrió y se fue. ¿Qué me estaría diciendo? No lo sabré jamás…

Tomábamos juntos en la tienda, con la clientela o en alguna pausa, un té de limón o de naranja o de manzana.

—A mí me gusta el té de té —le decía a Yamam.

—De ése no hay.

—Se reía y tomaba café.

—Déjame probarlo.

—Te va a quitar el sueño.

—Desde que vivo aquí no he necesitado más que dos noches tomar somníferos. Tengo aún intacto el cargamento que me traje de España.

Sentada sobre mis piernas, casi a la turca, hacía mis crucigramas.

Alguna mañana, antes de ir al Bazar, pasaba por los hoteles repartiendo tarjetas.

—Me eres más útil aquí. Cuando te ven con esos pantalones vaqueros los turistas, les inspiras confianza. Aunque seas morena, no les pareces turca.

Echando la cabeza hacia atrás Yamam reía, con su nuez prominente y su dentadura blanquísima, con los ojos entrecerrados hasta juntar casi las rizadas pestañas de arriba y las de abajo. Y yo lo amaba.

«Creo que lo amo tanto —me decía— que ni la vida (no sólo la mía, la de nadie) ni la muerte tienen sentido para mí sin él. Y, no obstante, estoy segura de que lo amo mil veces más de lo que creo… No soy digna de tenerle a nadie un amor tan grande. Por tanto, no puedo dedicarme a otra cosa que a eso». Y, llegada a este punto, daba de lado mis crucigramas, y me dedicaba a mirar a Yamam. Lo veía hablar con los turistas, en turco o en francés o en español; los convencía de lo que le daba a él la gana, a fuerza de simular que no tenla ni el menor interés en convencerlos. Él intuía cuándo ellos aparentaban desinterés en comprar, y lo superaba con el suyo; los desarmaba; les hacía suplicarle. Yo disfrutaba viendo caer a los clientes —despacio, con pulso, sin tirar en exceso del hilo— en la tela de araña de Yamam. De cuando en cuando me miraba, para comprobar que yo estaba atendiendo a su manera ágil y sutil de llevar el regateo. Yo gritaba de repente: «¡Torero!», y él, impávido, proseguía su lidia. «Como con una goma elástica —me decía yo entonces— estoy atada a él». Puedo alejarme; puedo hasta proponerme escapar de su lado; puedo apartar de él mi pensamiento… Y de pronto, con mayor fuerza que antes, algo me arrastra, y me encuentro más pegada a él que nunca.

Por Navidad le escribí a mi padre. Fue una carta muy breve y muy sincera. Le deseaba en ella toda la felicidad de este mundo; le pedía, aunque no expresamente, perdón por haberlo herido con mi conducta y mi silencio; le decía que yo era feliz y que sólo me faltaba, para serlo del todo, su presencia, «porque te echo de menos no sólo en estos días, y echo de menos, eso sí en estos días, las velas que un año hicimos tú y yo codo con codo». Le enviaba besos para todos, «en especial para Trajín y Toisón», y acompañé la carta que, por desconfianza en correos encomendé a mi amiga la azafata, con una caja de delicias turcas.

Hoy he recibido la respuesta. Serena y suave, como la que se dirige a una hija que estudia fuera o que se casó y reside lejos con su marido. La letra es insegura, como la mano que la escribe. Me informa de cosas menudas de Huesca, igual que si nada hubiera pasado… Aún baja a la tienda, que lleva una hermana de la mujer de Agustín. «Trajín a veces viene a ver a su hijo; con él hablo muchísimo de ti. Los dos me dan la lata que todos necesitamos para seguir viviendo». Me dice que me quiere más que a nadie; que me quiere más desde que no estoy allí; que no tarde tanto en escribirle. Y hay una posdata: «No te pongo que seas feliz, porque me parece una tontería tan grande como si te recordara tu apellido. Hija, cariño mío, tú y yo compartimos el mismo. Que para ti sea la vida tan dulce siempre como las delicias que me mandaste».

He besado la carta.

Hace semanas que no escribo en este cuaderno, lo había olvidado. Mejor, porque lo único que habría escrito en cada página es «soy feliz», «soy feliz», «soy feliz». Los días felices, al ser iguales, no tienen tampoco historia. ¿Qué escribir de ellos?

Soy feliz. A mi modo, naturalmente; pero ¿qué otro modo conozco yo de serlo?

Hay dos novedades de las que me propongo escribir para reflexionar al mismo tiempo sobre ellas y para agradecerlas a la vida. Se trata de dos personas que, por caminos muy distintos, han entrado en la mía, no muy sobrada de habitantes. Una es una condesa; la otra, un deficiente mental. Días atrás apareció en la tienda una mujer muy trabajada, de edad indefinida. Yamam y yo volvíamos de almorzar en un restaurante próximo al Bazar. Ella traía una de mis tarjetas en la mano. Por lo que dijo, es criada de una extranjera, propietaria de algunas alfombras que estaba dispuesta a vender «a alguien que no fuese turco». Se refería a mí. La tarjeta que me ofreció decía: Ariane d’Ursach, condesa de Tracia. Se había enterado de que yo era la dueña —es decir, que no se había enterado bien— de aquella tienda y solicitaba una conversación conmigo. Era Yamam, con cierta sorna, quien la traducía. En contra de lo que esperaba —que no tomaría en serio la propuesta—, me dijo al terminar:

—Acompáñala, y ves a esa señora.

—¿Ahora mismo?

—¿Por qué no?

La señora vivía por Galatasaray, en Beyoglu, muy cerca del Pera Palas; yo conocía la zona. Tomamos un taxi la mujer y yo, y nos fuimos hacia allá. En el trayecto la observé. Pasaba bastante de los cincuenta años; tenía aspecto kurdo: nariz ancha y grande, labios gruesos, pelo recio y un aire que inspiraba una confianza instintiva. No me extrañó que Yamam la hubiese creído de inmediato.

La casa era una construcción de primeros de siglo, de las que tanto abundan en Pera. Alta y estrecha, debía de tener cinco plantas. En un gran balcón de la tercera había un mástil de bandera vacío; quizá se trataba de un edificio que había sido oficial. La mujer abrió la puerta de la planta baja, de la que arrancaba un ascensor minúsculo. Entramos en un piso a oscuras, donde hacía mucho calor, a pesar de que la temperatura de fuera no era alta. Las cortinas de las ventanas estaban corridas y las persianas bajadas. A la luz de un par de arañas de buen cristal, inadecuadas por su gran tamaño, vislumbré una misteriosa figura femenina sentada en un sillón de altísimo respaldo y con una pierna apoyada en un taburete redondo de terciopelo verde. Fumaba un cigarro puro.

—Perdone que no me levante: me cuesta demasiado. Acérquese.

Me tendió la mano, y me indicó un sillón cerca del suyo. La curiosidad no me dejó sentarme. Era una mujer muy vieja, pero fuerte aún, de estatura media, de pelo canoso, cortado a trasquilones y levantado sobré la frente, de nariz puntiaguda, de pequeños y muy vivos ojos marrones, con manchas de vejez o de hígado en la piel, una sombra de bigote, y manos menudas y arrugadas. Vestía una ropa muy usada, de la que no podía decirse que era elegante. Por la contundencia de su voz deduje que estaba acostumbrada a mandar y a ser obedecida. Ni era amable, ni se esforzaba en serlo; quizá la soledad, o su invalidez, le habían agriado el carácter.

—Las alfombras están allí —apuntó con el dedo una cortina en arco detrás de un biombo anchísimo—, luego las verá. Le he dicho que se siente.

Yo estaba distraída, como quien entra por primera vez en el baratillo de un anticuario. Dentro de aquel salón grande había muebles muy buenos, casi todos art nouveau; cuadros que, al primer vistazo, eran muy desiguales en calidad, con predominio de los orientalistas; una espléndida colección de iconos; varios recargados espejos de suelo a techo, que confundían las perspectivas, y un incontable número de mesas y sillas de paternidad muy diferente, de vitrinas llenas de cajitas y bibelots, de maceteros… Interrumpió mi fisgoneo:

—Señorita, ¿se sienta o no? —Me senté—. Como veo que le interesa más mi habitación que yo, le aclararé que estoy clavada en ella. Allí está el baño, allí la cocina. Hay otro cuarto donde se guardan los trastos y las porquerías inútiles, aunque todo lo que hay aquí lo es, incluso yo. Y detrás de esa cortina que tanto le intriga está mi dormitorio. Eso es todo.

Yo no supe si pedir perdón por mi indiscreción, o echarme a reír. Me eché a reír, cosa que en seguida noté que le había gustado. Prosiguió:

—Esta horrible mujer, que no habla más que turco, salvo los insultos que le dirijo en francés y que ha aprendido a identificar, es Harife. Se ocupa de hacer la limpieza: mal, como podrá observar. Lleva treinta y siete años conmigo; llega a las ocho y se va a las dos, o eso dice. Vete, Harife. Hasta mañana. —La mujer se inclinó, y salió del salón y del apartamento—. Es odiosa; pero menos mal que la tengo. Yo no soy capaz ni de hacerme un té… Si quiere usted tomar uno vaya a la cocina y háganoslo. Yo no la piso, la cocina digo. Mi padre me repetía: «Afortunadamente te has quedado soltera, tu esposo habría sido un pobre desgraciado». No tenía razón en eso, como en nada de lo que decía, ni de lo que hacia. Era yugoslavo, de la parte italiana. Tenía muchísimo dinero y muy poca vergüenza. Se casó con mi madre, una griega bellísima, y después nos abandonó a ella y a mí por otra mujer. Mi madre murió de sufrimiento. Él era cónsul de Yugoslavia en el Imperio otomano… Ya no hay imperios, ni padre, ni Yugoslavia, ni dinero, ni nada. No sé por qué razón he quedado yo… Era derrochador, mujeriego, vividor e indeseable… Yo no nací en Turquía, como es fácil de imaginar; pero tengo también la nacionalidad turca. La conseguí de un modo hasta cierto punto interesante. Yo me relacionaba mucho, cuando Pera era Pera, con la diplomacia de la época. En una cena, me sentaron a la derecha de Atatürk, que era entonces (y lo sigue siendo) el que partía el bacalao. Se estaba creando la Turquía actual; era apasionante ver cómo brotaba un país; cómo se abocetaba, se le daba la forma deseada, se elegían modelos. Era algo que ya no pasaba en Europa: nuestros países han tardado siglos en hacerse, y nos los hemos encontrado ya hechos, deshechos y rehechos mil veces. No se ha contado con nosotros para nada… Pues en esa cena Atatürk me preguntó si me comprometía a colaborar con un país que echaba a andar, o sea, que si quería ser turca. Él era rubio y con un grandísimo atractivo; yo debía de tener dieciocho años… No haga cuentas, por favor: no sé los que ahora tengo… Yo le respondí que sí, y me concedió la nacionalidad. Pero, en definitiva, no sé de dónde soy. Ni me importa… Usted querrá ver las alfombras. No tenga prisa, en seguida las verá. Son de origen diferente, buenas todas… Ah, antes que nada: perdóneme que no le esté hablando en un idioma concreto; no sé cuál habla usted.

—Español y francés.

—Bueno, en ese caso nos estamos entendiendo. Yo hablo ocho, pero me aburre hablar uno cada vez; los empleo todos. El español no lo hablo, pero sí el catalán: qué mala educación ¿no? El griego lo aprendí de mi ama de cría…

Estoy intentando transcribir el chaparrón de noticias contradictorias que me suministraba de sí misma, en una babel de idiomas que, incomprensiblemente, yo entendía. Todo era un batiburrillo allí: la casa, la dueña y su vocabulario.

—Si le interesa saberlo, mi casa tiene seis plantas con ésta. Las primeras eran de la familia; las dos últimas, del servicio. Tengo seis huéspedes, uno por planta. Contando la del sótano, donde he hecho un apartamento monísimo junto a las calderas. Yo me quedé con éste por mi pierna, aunque hay ascensor cómo ha visto… No; no suponga que estoy impedida de ahora. Tuvimos un accidente cuando yo tenía ocho años; murieron todos y yo perdí la pierna Un cirujano alemán me la volvió a poner; no me pregunte cómo.

No se lo pregunté; me parecía todo igualmente inverosímil. Sin embargo, no sabría decir por qué, reconocía un fondo de rotunda verdad en cuanto aquella mujer me relataba. Continuó, y yo sabía que era inútil interrumpirla o preguntarle nada: ella quería evidentemente hablar, y hablar evidentemente de lo que quería.

—Llevo así, con la jodida pierna en alto, los tres últimos años. Puedo andar, pero no siento la necesidad. Al principio me planteaba si las molestias vendrían de lo del barco… Hasta hace poco yo he tenido un barco; lo capitaneaba yo misma. Cuatro o cinco meses los pasaba en el mar; siempre en el Mediterráneo, como es natural.

—Quizá su reuma o su artrosis proceden de ahí.

—No diga memeces; nunca he tenido artrosis: he tenido desgana y nada más. Antes salía a la ópera, en la que roe dormía, o a esos pasajes del Bósforo tan inolvidables; iba sólo a comer helados a Bebek, no crea que a nada más… Pero ahora es tan difícil coger un taxi en Istiklal: las calles peatonales son terribles. Para que todos vivan un poco mejor, nos han hecho la puñeta a los pocos que vivíamos bien: una gran torpeza, la calidad de vida no es masificable… ¿Quiere hacernos un té?

Me levanté. Fui a la cocina. Ella seguía hablando. Yo pensaba lo que se iba a divertir Yamam cuando se lo contara. Y, la verdad, me apetecía que me enseñase las alfombras; quizá se las sacara más baratas después de escucharla perorar tanto.

—No se le ocurra siquiera coger agua del grifo… Usted es una muchacha muy atractiva, no sé qué pinta aquí. No me refiero a mi casa, sino a esta ciudad… Coja uno de esa infinidad de tarros que está viendo: contienen agua hervida. En Estambul no sólo es peligrosa el agua del grifo, sino las minerales embotelladas. Yo he mandado muestras a unos parientes míos de Suiza, y me han dicho que no se me ocurra probarlas por nada de este mundo… ¿Consiguió el té? Es usted encantadora. Ya me contará algo de su vida. Si es que la dejo, está pensando. La dejaré; vamos a ser amigas.

La cocina, sorprendentemente, estaba ordenada y limpísima. Se conocía que era obra de Harife. La condesa adivinó la conclusión a la que había llegado, y me la rebatió.

—Harife es una bruja. Si lo sabré yo, que la llevo aguantando treinta y siete años, día por día, porque ella no hace jamás fiesta, ni viernes ni domingos. Tenía dieciséis cuando entró aquí; era muy guapa. Ahora tiene una barbaridad. Se casó, la imbécil, y tuvo cinco hijas. Es analfabeta, por supuesto. Nunca quise que aprendiera nada. Yo la odio, y ella a mí más… Lo que usted ve a la derecha es mi cena. Claro, usted no la identificará como una cena. Un yogur, un plátano y unas cuantas galletas mojadas en agua hervida, eso es todo. Si no fuera porque fumo muchísimo, me habría muerto ya. Pero no tema, hay extractores de humo en todas las habitaciones.

—Yo también fumo… —empecé a decir.

—Ustedes, las chicas tan hermosas, tienden a creer que las mujeres con bigote nunca hemos amado. Qué equivocadas están. Hemos amado y hemos sido amadas… Yo estuve a dos dedos de casarme con Karl; pero éramos primos hermanos y no obtuvimos la autorización pontificia. El papa tendrá gracia de estado, pero no se portó bien. A pesar de todo, yo misma le regalé el castillo familiar con sus tierras; al norte de Italia, en la frontera suiza. No me hacía falta para nada. No obstante, todo lo que se haga por los papas es inútil… En una visita que hice a Roma, agradecido por mi donación, me preguntó qué quería. ¿Sabe lo que le contesté? «No besaré los pies de Su Santidad, que no me concedió hace veinte años la dispensa matrimonial; pero mi deseo es que Su Santidad me dé una vuelta en coche por Roma». Y así lo hizo.

Yo estaba llevando el té al salón. No me atreví a indagar de qué papa me hablaba. Quizá ni ella misma lo sabía, o puede que hablase de dos.

—Ah, ya trae el té. Guapa, simpática y eficiente. Es imprescindible que me diga de quién está enamorada. Una muchacha como usted no esta aquí sino por amor.

Le sonreí. Sin darme cuenta, había empezado a abanicarme con una revista que estaba sobre una mesa.

—Me gasto un dineral en calefacción. El té está buenísimo. He conseguido que, apretando un botón que anda por ahí, se encienda la de todo el apartamento. Sólo lo apreté una vez, cuando me lo instalaron; desde entonces, esto está a veintiocho grados.

—¿De día y de noche?

—Para mí ya tampoco hay eso. Yo duermo cuando puedo; en calderilla. Un ratito sí y otro no. Cuando se larga ese ogro de Harife, me acuesto, y ya voy de tumbo en tumbo hasta que vuelve. Por eso tengo todo cerrado, para no enterarme de que es de día y no debo dormir, , o de que es de noche y debería estar dormida. Por eso, y porque esta luz y este sol son tan fuertes que me hacen dato a la piel y a los ojos… Mis huéspedes me temen; ellos se figuran que no lo sé. Me temen, primero, porque los acecho y les exijo que se queden un ratito charlando conmigo para que el tiempo no se me haga tan de plomo, y después, porque no sé a qué horas vivo. Hay un huésped español jovencillo, que no tiene otro defecto que estar enamorado de Turquía; yo, cuando sé que sube, abro la puerta y le reprendo: «¿Qué horas son éstas de llegar?». Y son, a lo mejor, las tres de una tarde radiante, y el infeliz regresa de tomar el sol. A otro, un alemán que trabaja en arqueología, ya ve usted qué porvenir, le dije ayer: «Harife no ha venido todavía. Esta mujer me está dejando morir de hambre. Como todos los turcos, sólo sabe pedir dinero. (Usted está aquí por eso, por no ser turca). No sé qué hacer, Herr Funkel», y él me contestó muy germánico: «Señora condesa, son exactamente las veintiuna y treinta y siete» —se rió de una forma cautivadora.

—Estoy admirablemente con usted, señora condesa, pero he de irme. Me esperan en el Bazar para cerrar la tienda.

—No me llame señora condesa, llámeme Ariane. Y dígame su nombre.

—Desideria Oliván.

—Un nombre de una vez; me gusta. Vaya al dormitorio y mire esas alfombras.

Las vi con una luz insuficiente. A pesar de ello, comprendí que eran magníficas y que merecían cualquier tipo de pena. Me enorgulleció haber intervenido en un negocio así: Yamam me respetaría un poco más. La condesa persistía en hablar.

—Las tenía en el cuarto trastero, pero ocupan demasiado sitio. Diga Harife lo que diga, yo necesito espacio para los diarios y las revistas. Me los mandan cada día para que esté al corriente, y a veces me surge la duda de dónde he leído tal o cuál noticia; deben ser conservados. Las alfombras, para mí, son cosas muertas: sin embargo, los periódicos son la vida. Lléveselas usted.

Me dijo el precio. Pensé que bromeaba. Asomé la cabeza detrás de la cortina. Ella seguía mojando galletitas en el té.

—¿Todas por esa cantidad?

—Ésa es la condición: todas. ¿Qué iba a hacer yo con las que no quisiera usted? Peores por mejores, todas.

No había ninguna mala, pero por ese precio me parecieron todas buenísimas. Entendí que las razones para dármelas regaladas eran tres: que de veras necesitaba espacio; que buscaba mi amistad para que la visitase y la escuchase, y que no tenía ni la menor idea sobre el dinero.

—No tenga cuidado, Ariane. Mañana mandaré un coche a recogerlas todas.

—No; no mande a nadie, venga usted en persona.

Fui, en efecto, al día siguiente. Le llevé una caja grande de galletas danesas y un paquete de té inglés. Se hizo el negocio. Bueno, el negocio lo hicimos Yamam y yo. Yamam no podía creérselo.

—Las alfombras son muchísimo mejores de lo que yo habría esperado. Aunque requieran permiso de exportación, porque son muy antiguas, siempre habrá buenos clientes dispuestos a esperar por conseguirlas. O las camuflaremos entre otras.

La segunda novedad que se ha producido se llama Mahmud.

Por el Bazar transitan de continuo ciegos, inválidos y mendigos que intentan vivir de lo que les sobra a los que allí compran y venden. Muchos de ellos tienen menguadas sus facultades mentales. Yo, que siempre me sitúo en la parte de los desdichados, procuro tener una limosna a mano para ellos, y hasta una sonrisa, esté o no mi Magdalena para tafetanes. Quizá lo que me acerca a esta gente sea el egoísmo de cerciorarme de que hay seres más infortunados de lo que yo lo he sido nunca.

En el Bazar nos conocemos todos, y estos menesterosos no son una excepción. A lo largo del día llegan unos u otros. No entran, pero se apostan cerca y esperan que los vea yo. Me llaman cuñada, seguramente porque Yamam, de la misma religión —más o menos—, es su hermano. No deja de ser una ingenua manera de agasajarme, y me halaga desde luego que den por sentado que soy la esposa de Yamam.

Entre los deficientes, desde el primer día me atrajo uno habitual. Era un niño de unos nueve años, descalcillo, que vendía chicles, caramelos, cigarrillos sueltos y otras naderías en una bandejita de madera que se colgaba al cuello. No me pidió jamás una limosna; yo le compraba chicles, porque me enternecía tan niño aún, tan desvalido y tan consciente, no obstante, de su oficio de vendedor. Todas las mañanas comparecía, como quien cumple un deber, en la tienda. Cada vez le compraba yo más chicles, e incluso empecé a devolverle los del día anterior. Abría entonces mucho los ojos y la boca, y emitía unos sonidos ininteligibles, creí yo, para todos.

—Tu tonto te pregunta —me interpretó Yamam— que si no te han gustado.

—Dile que sí, que mucho; pero que me gusta más aún que él los venda otra vez.

Desde ese momento, él me cambiaba mis chicles por otros nuevos y se negaba a cobrármelos. Tuve que regalarle cajetillas de tabaco, como si él fumara, aun a sabiendas de que las vendía. Hasta que una noche, ya en casa, le propuse a Yamam que el chiquillo se quedase en la tienda. Sería bueno tener un muchachito que limpiase los ceniceros; que trajese los tés y los cafés; que devolviese a los clientes sus abrigos, y que retirase los vasos y las tazas.

—Tú me has enseñado —continué— que en el Bazar todos los oficios están muy separados, y que, por ejemplo, quien despliega o pliega las alfombras jamás es el que hace el artículo de ellas al cliente. Como los dos chicos que hay en la tienda tienen ya un cometido, ¿no opinas que nos daría cierto tono contar con una especie de botones?

—Pero tú sabes que es tontito, Desi.

—Deja eso de mi cuenta.

Al día siguiente le planteé, a través de Yamam, mi ofrecimiento. Me miraba fijamente a mí, mientras Yamam le hablaba. Al terminar, sonrió como un niño normal y me besó la manga del vestido; luego me puso encima de la falda la bandejita de madera. Yo se la devolví, no sin emoción.

—Vende hoy toda esta mercancía, y ven mañana.

Por la tarde, a la hora de cerrar, estaba allí con la bandejita vacía y repitiendo:

—Mañana… Mañana… Mañana…

—Sí, Mahmud, hasta mañana —le dije, acariciándole la cabeza.

Cuando llegamos Yamam y yo a abrir la tienda, lo vimos ya desde lejos. Venía pelado al cero y con unos zapatos casi nuevos, claramente pequeños para él. Se los señalé.

—Son de mi hermano; tiene seis años —dijo entre muecas y balbuceos—; mi madre me ha mandado ponérmelos.

A partir de ese día (aparte de comprarle unos zapatos nuevos de su número, que él besaba sin cesar, pero no se ponía para no ensuciarlos) he tratado de enseñarle las cuatro reglas y también algo de castellano. Sé que me contempla, cuando estoy distraída o cuando le doy sus clases, con tanta adoración que me hace considerarme indigna de él. No quisiera defraudarlo nunca. Él ignora hasta qué extremo tiene sentido mi tiempo libre ahora.

He vuelto a ver a Ariane. En cuanto tengo tres o cuatro horas libres —con menos, sería imposible—, voy a su casa. Me ha regalado una cajita, hermosa como una joya, y un icono. Hay momentos en que tengo que ahuyentar la idea de que se ha enamorado de mí.

Yo estudié —me decía hoy— en la Istanbul High School for Girls. Fui tan buena alumna que, al graduarme, me concedieron una beca para perfeccionar mi inglés en Londres. A mi vuelta, me aceptaron como profesora en la escuela. En ella he enseñado treinta y tres años —lo decía con una sonrisa soñadora—. Buena parte de mi vida estuve, pues, rodeada de las muchachitas más lindas de Estambul. Todas me recuerdan, aun después de casadas… Me recuerdan, claro está, por insoportable, por exigente y por rígida. Yo, sin embargo, fui dichosa… Cuando por la edad tuve que dejar las clases, comencé a recibir una pensión del Estado, pero no sé de cuánto; el banco, sí. Si quiere que le diga la verdad, querida Desideria —bajaba la voz— en los últimos años tengo la sensación de que paso apuros. Y es que los turcos siempre engañan, siempre roban: la manicura, el electricista, el peluquero y Harife.

—¿Harife también?

—Ella, la primera, y eso que sabe que esta casa va a ser suya. Por cierto, me gustaría que fuese usted testigo de la donación. Las cosas hay que hacerlas en vida; si no, los gobiernos se lo llevan todo… Yo, antes, tenía amigas. Pocas; pero ahora, ni una. Para mí, que Harife me las espanta. O quizá hayan creído que me he muerto. O que me he ido a vivir a Suiza con mis tíos, que también habrán muerto… Había una Popi, una griega, que tenía gracia. El mes pasado, o el año pasado, la oí hablar con Harife en la puerta; no sé por qué no entró… Como comprenderá usted, yo era muy conocida, con todas esas chicas de la escuela que pertenecían a las mejores familias. Me respetaban todas las minorías: los armenios, los griegos, los levantinos italianos, los sefardíes… Alcancé bastante poder; claro, como las chicas crecen, hacen buenas bodas e influyen sobre sus maridos… Y además, con tantos años, he tenido tiempo de conocer viejas historias turbias de mucha gente —sonreía de un modo muy pícaro—. Mire, esta calle llegó a estar toda levantada: el asfalto era malo y se pudrieron las farolas; daba miedo entrar en ella. De pronto, me cansé. Cogí una de esas libretas que tiene usted a su derecha —yo las había tomado por una enciclopedia en varios tomos— e hice un par de llamadas. Se asfaltó la calle y se repuso el alumbrado. Esas libretas de teléfonos tan desordenadas aún tienen alguna utilidad —soltó una pequeña y traviesa carcajada—. Supongo que habrá muchos estambuliotas (qué feo es ese gentilicio, ¿verdad?) que descansarán cuando me muera… ¿Por qué no me cuenta algo de usted? ¿No somos aún amigas?

—No tengo nada que contarle, Ariane, de veras, estoy en el Bazar, tengo un marido turco, soy feliz: eso es todo.

—Prométame que, si un día deja de serlo, me contará por qué.

—Se lo prometo.

No sé si escribir que Mahmud avanza muy lentamente. Nada más llegar le pongo su tarea y él, con la lengüecilla entre los dientes, trata de hacerla lo mejor posible. Cuando yo le mando que salude, ya dice: «como osta oste» y yo sonrío triunfalmente.

Las cuentas se le dan un poquitín peor. Él antes sumaba o multiplicaba en chicles o en cigarrillos, y en eso era infalible; ahora lo hace en cajetillas, que es lo único que nos atrevemos a mandarle comprar, o en vasitos de té, y sigue sin cometer un error. Pero si no existen tales objetos, no hay resultados. Mahmud no opera en abstracto: no le ve la utilidad… Aunque esto no es cierto del todo: algún progreso hace; bastante progreso para su cabecita. Dice Yamam que hasta el turco lo pronuncia mejor. La división aún no la hemos tocado, pero todo se andará. A mí se me cae la baba al verlo, con la baba caída, aplicarse, porque sé que lo hace por mí. Le he tomado un cariño más grande del que hubiera supuesto.

Hoy fui a casa de Ariane para ser testigo y firmar en el documento de donación del edificio entero a Harife. Al salir, me he tropezado en el portal con aquel huésped español del que me habló. Es un muchacho madrileño que lleva tres años aquí. No sé si vino en busca de algo o huyendo de algo, pero está como pez en el agua. Es simpático y generoso, y quiere a su casera. Me ha hecho gestos de que saliéramos, con un dedo en los labios, y hemos charlado un rato tomando un café en el Pera Palas.

—Si nos hubiese oído Ariane, no habría consentido ni que nos conociéramos siquiera. Es muy absorbente. —Se reía de un modo muy abierto.

A una pregunta o dos que le he hecho sobre ella, ha contestado confirmando casi todas mis sospechas.

—No deduzcas que la conozco mucho mejor que tú; sólo de más tiempo… Ha sido una gran despilfarradora. Pero yo juzgo que su decadencia es todavía gloriosa. Fíjate, no soporta a nadie, no pide nada por favor, no da las gracias, y, sin embargo, hay algo que denota en ella una exquisita educación: ciertos gestos, una precisión en las palabras, una manera de dejar caer la cabeza hacia atrás al reírse… A mí me trae frito. Está al otro lado de la puerta esperando que pase. Por muy cargado que venga de la calle, siempre me detiene y me mete en el salón para que la escuche; cosa que a mí me encanta. Y habla y habla hasta que, de repente, me tiende la mano y me dice: «Bueno, ya está bien. Adiós». Y me despide… Si se te ocurre preguntarle algo, no te contesta: hace un movimiento vago y sigue con su relato. Y cuenta las cosas como ella se las ha contado a sí misma muchas veces, igual que un papel muy ensayado. Yo sé cuándo va a reír o a sonreír, cuándo va a levantar una mano, o va a recostar la cabeza en el sillón, o a moverla de un lado para otro… No, de dinero, anda pez. Los pisos nos los tiene alquilados por un precio ridículo; no se ha enterado de que la inflación crece, ni de nada. Tiene la cabeza en el año del catapún, y nunca ha manejado dinero, ni lo entiende. Gracias a que necesita muy poquito. —Yo no me atreví a decirle que por qué no le sugería una subida de los alquileres; tampoco yo le había sugerido que me subiera las alfombras—. Si no fuese por Harife, aquello sería un desmadre. Esa mujer es de una fidelidad canina. Ariane, para insultarla, emplea el francés o el italiano, y la infeliz, que sabe que la está insultando, se muerde el labio, agita la cabeza, se encoge de hombros y se va a la cocina. Podía haberle robado lo que le hubiese dado la gana, pero jamás lo ha hecho. Yo las admiro a las dos, a cada una en su estilo.

—Dará gusto oír hablar a Ariane sobre el antiguo Estambul.

—No habla apenas. Al actual, desde luego, lo ignora, y del Estambul esplendoroso habla muy poco. Al que se refiere es al que conoció: el de la calle Pera, la Istiklal de ahora, el de los extranjeros y las minorías: el barrio donde ha vivido siempre y del que salió poco, el que va desde la torre Galata a la plaza Taksim. El Estambul intramuros del otro lado del Cuerno de Oro para ella ha sido y es una inhabitable atracción de turistas… Me congratulo de que tú tengas interés por ella. Ven a verla cuanto puedas. Sus antiguas amistades la han abandonado; hasta un buitre llamado Popi, que estaba convencida de que se moriría mucho antes.

Cuando nos despedíamos, reteniendo mi mano, me dijo:

—Qué raro que no nos hayamos conocido en el consulado. Ya nos veremos un día allí. Estoy encantado, de todo corazón, de conocerte ahora. Que te vaya muy bien.

Le dejé una tarjeta de las tiendas, por si necesitaba orientar a algún turista o a algún comprador.

En Turquía, el Día de la Madre es el segundo domingo de mayo. Hoy era la víspera. Yamam y yo hablábamos del tema, porque mañana almorzará con su madre, y sus hijos con la de ellos. Yo me quedaré sola en el piso; los domingos el Bazar no se abre. Me quejaba —sé que por pura fórmula— y vi salir a Mahmud de la tienda.

—¿Dónde vas, niño? —le pregunté.

Extrañamente ni me contestó, ni volvió la cabeza. Continué quejándome a Yamam; mi intención era que, por lo menos, me consolara. Unos minutos después regresó Mahmud. Traía un ramo de rosas. Sin decir nada, con los ojos muy brillantes, me lo ha puesto en el regazo y ha dado un paso atrás. Yo no lograba entender cuál era el motivo del regalo. Con un gran esfuerzo, él ha dicho:

—Matre…

Me ha emocionado su expresión tan dulce. He besado las flores; lo he abrazado a él, y me he echado a llorar.

Hoy mejor que nunca he comprendido que se puede ser madre de distintas maneras.

Hace un mes, estaba Yamam nervioso una mañana y pasaba las cuentas de su rosario de paciencia.

—¿Cuántas tiene?

—¿Este tespih? Treinta y tres; pero el auténtico, noventa y nueve: los noventa y nueve nombres de Alá.

—¿Te los sabes todos?

—No hace falta: él sí se los sabe… Sólo lo uso para serenarme. Yo junté mi mano con la suya y nos pusimos a pasar cuentas los dos.

—Estáte amable con un cliente que va a venir hoy.

—¿De qué nacionalidad?

—Francés, y no será necesario que te lo presente; los franceses…

No le di importancia; cada día pasaban por la tienda bastantes clientes y un número aún más grande de turistas.

—Éste es muy especial —insistió Yamam.

Siempre he tenido prevención contra los franceses. Como buena española, los encuentro envanecidos y petulantes. Me aburren; son antipáticos, y su idioma —sobre todo si son de I’lle de France— me resulta insoportable.

—¿Qué quieres que le diga a tu cliente: la verdad? ¿Que, si me despierto por la noche, en vez de obsesionarme, me digo: «Mejor, así tengo un ratito más para odiar a los franceses»?

—Te repito que estés amable, ya me entiendes —me respondió muy serio.

Llegó por la tarde. Era un francés típico: medio rubio, medio calvo, medio gordo; engreído y completamente seguro de su charme y su glamour. Me miraba perdonándome la vida. Hablaba con Yamam en francés y en turco. Por lo que deduje, tenían algún negocio común, del que el señor Dupont —no sé cómo se llamaba— no se sentía muy satisfecho. Se lamentaba de calidades y de cantidades; Yamam procuraba apaciguarlo, darle largas, bajar el tono de la discusión, aconsejarle un poco de tolerancia, pero sin éxito. Yo intervine ofreciéndoles un té. Lo trajo Mahmud, y se lo serví con un gesto de lo más europeo. Pero el francés ya había visto los terrones de azúcar sobre el plato que tapaba cada vaso de té.

—Me gustaría ofrecerle a la señora un buen té comm’il faut —me dijo desdeñoso.

Yamam se levantó para enseñarle un kilim de seda azul que acabábamos de recibir y del que se sentía especialmente ufano. Me pareció un pretexto para ausentarse; estaba claro que a Dupont no le interesaban las alfombras. Aprovechando la ausencia de Yamam, Dupont, como al desaire, me acarició un muslo. Yamam estaba de espaldas. Lo llamé; se volvió; el francés no se inmutó, ni apartó su mano de mi muslo… Permaneció en la tienda media hora más conmigo, mientras Yamam atendía a otros clientes, y me dejó una tarjeta con el número de su habitación en el hotel.

—¿Quiere que nos veamos mañana? A las cinco estará bien. Tomaremos un té juntos y, después de que pase todo, podremos también cenar, si le apetece.

Estaba tan sorprendida que no pude ni hablar.

Nada más irse, sublevada, le conté a Yamam lo ocurrido.

—Ve a esa cita. Ya te advertí que fueras amable con él: es persona poderosísima.

—Pero ¿tú sabes lo que me estás pidiendo?

—Le das demasiada importancia. ¿Qué trabajo te cuesta complacerle y complacerme a mí?

Se alejó para recibir a una señora con sus dos hijas y un marido detrás que entraban por la puerta. Yo no entendía nada; no me cabía en la cabeza. Me repetí asombrada: «Yamam no ve inconveniente en que vaya a tomar un té y lo que sea a la habitación de este imbécil; incluso me lo ordena». No podía entenderlo. Me senté en el banco corrido pegado a la pared del fondo; abrí el libro de crucigramas para ocultar que no miraba a ningún sitio; intenté recapacitar sobre mí, sobre Yamam, sobre lo inverosímil de la situación… Me levanté. Volví a contarle lo del francés.

—Te he comprendido perfectamente, Desi. Y tú a mí, también.

Me había hablado con la mayor frialdad. Salí de la tienda en busca de un teléfono. Llamé a Paulina. No sé lo que le dije; no lo recuerdo. Supongo que le di la impresión de estar enloquecida. Sí sé que comenté: «Yo tendría que matar a alguien, pero no sé a quién…». Quería irme a España, no tenía otro remedio. Le suplicaba que el consulado me arreglase el problema del billete. No volvería nunca más al apartamento… Sí; tenía mi documentación conmigo y en regla… Telefoneaba desde el Gran Bazar.

—Toma un taxi y vente a casa. Si no tienes dinero, lo pagaré yo aquí.

Al día siguiente volaba hacia Madrid. Me montaron en el avión atiborrada de pastillas; más aún de las que me hicieron pasar la noche atontolinada, después de una conversación con una Paulina triunfante, feminista y antiturca. Llevaba un maletín que me había prestado, unas cuantas pesetas y las tinieblas del fracaso abriéndose camino en mi cabeza.

Todo mi escaso raciocinio se reducía a esto: «El amor no sirve para nada; no cambia nada; no resuelve nada. Es una prisión donde no hay esperanza; su única salida es la muerte: la de uno mismo o la del amor; pero ¿cuál es la preferible?»… El amor en mi vida era un castigo por un crimen que no sabía cuál era ni cuándo lo cometí… «Ahora —pensé— sí sé el crimen que he cometido —escuchaba una voz: “¿Dónde está tu hijo?”—, pero ¿por qué se me castigó de antemano con lo que iba a ser precisamente la causa de tal crimen?»

Desde hacía más de veinticuatro horas no discernía con claridad. Dejé de intentarlo. El avión había despegado ante mi indiferencia. «Ojalá nos matemos…» ¿Quién tendrá piedad de la enamorada? Nadie, a pesar de que no elige ella; no elige ella, y por eso nadie la compadece ni la absuelve. Estaba herida de muerte, humillada, ofendida; pero no podía dejar de amar. Odiaba a Yamam, deseaba su aniquilación; pero en mi mano no estaba dejar de amarlo. ¿Hasta cuándo iba a ser así? ¿Qué curación podía esperar? ¿Era el alejamiento la mejor medicina?

Otra parte de mí —pequeña, pero que se ampliaba a medida que iba razonando— inquiría para qué tales medicinas. ¿No estaría actuando en función de mi amor propio, de una soberbia incompatible con el amor, en el que el cuello sólo sirve para que nos lo besen o para que nos lo pisen o para que nos lo corten? ¿Que sufría? Bueno, ¿y qué? Los dolores habían sido, desde el primer momento, mi mejor regalo. Si viniese alguien a decirme —lo había repetido cien veces—: «Vuelve al tiempo en que no conocías a Yamam, y dejarás de sufrir por él», ¿no lo habría mandado a paseo? Sería como pasar de una actividad vibrante a un limbo alelado.

Más aún, ¿no afirmaba yo siempre que el dolor es una prueba más honda del amor que el placer, y deja una huella más profunda? ¿El verdadero amor no es el que perdona y empieza cada día? ¿No me comportaba como una chiquilla a la que no salieron las cosas como ella soñaba? Los placeres se parecen más unos a otros; mirando para atrás, difícilmente identificaría éste o aquél. El dolor, por contra, es inconfundible. ¿A cuál se asemeja este que hoy me martiriza? A ninguno: no se trata de celos, ni de desconfianza, ni de un defecto de amor suyo que yo ya intuía. «De esto no deberá opinar quien no lo haya sentido… No soy masoquista, no: razono». El placer se asimila a sí mismo; acaba por confundirse con otro, y no es jamás infinito. El dolor —buena prueba era yo— no se parece a nada, ni a él mismo un segundo antes, ni a otro dolor; no se repite nunca, y puede prolongarse sin medida en extensión y en profundidad.

«Lo que me ocurre es el resultado de un orden cuyas reglas desconozco tanto que lo tomo por un desorden…» Me estaba adormeciendo… Un venerador de la Naturaleza se tiende a tomar el sol, o a la sombra de un árbol, y aplasta hormigas y menudos insectos: seres que latían y correteaban cumpliendo su incógnita misión. Se alza la mano, y se quebranta el laberinto en que habita la araña. Se pisa, y se destroza el hormiguero hermético y sombrío. Se hace silbar una rama, y se perturban las ondulaciones del aire… En la infinita cadena, romper un eslabón es aniquilar un secreto equilibrio. Ahí está, en torno nuestro y nosotros formamos parte de ella una pasión destructora de todo contra todo, con la que la Naturaleza también cuenta, junto a su pasión reproductora. En este universo, que no captamos mientras estamos vivos, todo se destruye entre sí… «Eso es lo que a mí me sucede…» ¿Me había dormido? Soñaba con los labios gruesos de Yamam, con su sexo de glande tan suave, con sus estrechas caderas… ¿Y era eso lo que me había destruido? ¿Por qué me di tan pronto por vencida? ¿No era mi intimidad con él superior a todas las demás intimidades, incluyendo la mía conmigo misma? ¿No era yo más suya que mía? El hecho de no desear ser más que suya, ¿no era lo que me había traído donde estaba? ¿Cómo decir «hasta aquí soy suya y ya desde aquí, no»? ¿Qué condiciones eran ésas? No sacar placer de este aparente desastre sería defecto mío. ¿No le dije yo: «Ámame y mándame»? Pues qué pronto puse trabas a su mandato. Sencillamente quise que mi voluntad estuviese por encima de la suya. Y ése, desde luego, no es un problema de amor.

Cuando descendí del avión, pensaba de una manera opuesta a cuando me subí. Una vez más comprobé qué perjudicial es dar intervención a nadie en las peripecias amorosas, en las perplejidades o en las iras del corazón. Es como pedir socorro por una ventana antes de ratificar que arde la casa: los bomberos siempre causan, por lo menos, tantos estragos como el fuego…

Sin embargo, en el taxi hacia Madrid volví a empeñarme en que la ruptura con Yamam, por desgarradora que fuese, era imprescindible. Opinaba bien quien opinaba que yo descendía más y más bajo por una rampa encerada y sin término. No era bueno alterar de tal modo la habitual estructura de los sentimientos, de la entrega, de la renuncia. Porque siempre que uno renuncia a sí mismo es con la convicción de que será bien recibido y bien tratado; si no, a nadie se le ocurriría ponerse en manos de otro… «Pero entonces, ¿qué mérito tiene ninguna entrega? Eso es lo que más se parece a un matrimonio de mutua conveniencia. Y de uno así es de lo que renegaste».

El taxista me llevó a un hotel discreto. Era viernes, y, después de descansar, me eché a la calle. Antes Madrid siempre me resultaba ruidoso y agobiante; ahora lo encontré demasiado tranquilo y muy civilizado, sin duda en comparación con Estambul.

No deseaba estar sola, puesto que me contradecía permanentemente. Telefoneé a Julia y a Fermín; quedé para almorzar al día siguiente: ya les contaría qué hacía en Madrid. Llamé a Pablo Acosta; en su casa una voz femenina —¿se habría casado?— me comunicó que no estaba en España. Entré en un cine para oír el doblaje español. Al salir, iban y venían coches por la Gran Vía y por la Castellana como si fuesen las siete de la tarde. La temperatura era agradable, un aire fino lo oreaba todo. Al cruzar de un lateral a otro del paseo, un hombre que no tendría treinta años, se me arrimó.

—Hola. ¿Vas a algún sitio concreto o estás paseando?

—Las dos cosas.

—Pues, si quieres, ya has llegado.

Me hizo gracia su inconsecuencia. Tenía el pelo rizado y no corto; vestía ropas falsamente vulgares, y debía de haber dejado el coche hacía poco o de ir en su busca, porque jugueteaba con las llaves.

—¿Quieres tomar una copa conmigo?

—Si es sólo una copa, sí.

Lo vi despreocupado y muy directo.

—No sé por qué me da que tú no eres de aquí… Pero acento suramericano tampoco tienes.

Me llevó a un bar con terraza donde me sentí envuelta por mi idioma. Me emocionó absorber sin mediador lo que se decían unos a otros, sus contestaciones, sus desafíos, sus piropos, sus tacos; y también que algunas palabras quedaran fuera de mi comprensión. Eran jóvenes; unas parejas bailaban, otras apenas se movían al ritmo de la música; cada cuál hacía lo que se le antojaba.

—Me llamo Iván.

Su nariz era corta, su sonrisa tan bonita que parecía fingida; empezaba a perder pelo, era algo más alto que yo y puso su mano sobre mi hombro con un desahogo no ofensivo.

—Acabo de llegar de Estambul.

—¿Eres azafata?

—¿Sólo las azafatas vuelven de Estambul?

A estas alturas del año, más o menos. ¿Y qué haces allí?

—Estoy casada con un turco.

—No jodas, di la verdad. ¿Cómo vas a estar casada con un turco? —Me eché a reír—. Cuando te ríes da gloria verte. Al abordarte, me pareciste una mujer desgraciada; ahora, ya no.

Fuimos a pie a su apartamento. Tenía necesidad de saber cómo me hacía el amor un hombre que no fuera Yamam. Y terminé sabiéndolo al dedillo, porque ni un solo minuto dejé de discurrir… Supe cómo me besaba, cómo subía sus manos desde mi cintura a mis pechos, cómo me volcaba sobre el sofá, y con qué torpeza desabrochaba mis corchetes. Yo desabroché también su cinturón; le saqué la camisa; bajé la cremallera de sus pantalones; rocé su pene en erección; miré sus ojos cerrados y su boca ansiosa… Me entregué como consideraba en conciencia que debía hacerlo. Y deduje, con mayor lucidez que nunca, que hay gente para la que hasta el placer es un trabajo. Ya había conocido mujeres así, pero quizá hasta entonces no tuve la prueba personal: no se abandonan, no gozan; quieren corresponder y quedar bien. En una conversación, en un baile, en la cama, les da igual. Tienen que estar presentes, hacerse notar, no pasar inadvertidas, y eso les cansa tanto que las impide disfrutar, cobren o no cobren por ello.

El alma no puede sentir ni orgullo, ni vergüenza, ni curiosidad. Porque, mientras procura superar o satisfacer cualquiera de tales sentimientos, el placer pasa y se evapora; y queda sólo la añoranza de lo que pudo ser. Hay que sentirse segura —pobre o rica, como se sea, pero segura— y luego abandonarse a esa seguridad.

Iván, con un cigarrillo encendido, me daba ya las gracias y ponderaba mi forma de hacer el amor.

—Me has convencido de que es cierto lo del turco —añadió riendo.

Me llevó en coche a mi hotel y nos comprometimos a telefonearnos. Yo sabía que no lo vería más: no quedaba en mí nada de él, ni el rastro de un roce, ni de una caricia, nada. ¿Por qué me había resistido —si es que no era una celada que me tendía Yamam— a acostarme con aquel francés horrendo? ¿No acababa de acostarme con este madrileño joven y guapo? ¿Y qué había sucedido? ¿Qué terremoto, qué catástrofe? Ahora, tendida en la cama, a punto de dormirme, meditaba qué osado es el que exige pruebas de amor: para el que las recibe completas, significan una relativa confirmación, porque la absoluta en el amor no existe; pero para el que las da, no son más que un peligro y una irresolución… Cuando ya entraba en el sueño, sentí mi mano llena con los testículos de Yamam, y mi boca, llena con su pene. Y entre brumas me dije que era insensato e inútil resistirse.

Nada más llegar a casa de Julia, me di cuenta de que me había equivocado. Salieron los niños a saludarme, comedidos y atildados. Aquélla era una familia instalada de un modo concluyente, envidiable a los ojos de todos, y muerta, a los míos. Probablemente Julia le había recomendado a Fermín que se retrasase para hablar conmigo a solas. Se refirió, en primer lugar, a nuestros conceptos religiosos (eso dijo), y a la urgencia de que, dado el primer paso, retomara el buen camino… Todo se arreglaría si estaba dispuesta a volver al redil. Yo pensaba: «La religión del amor es mi única religión. No creo en ningún dios que no sea amor. El verdadero dios es el que a mi me ha unido con Yamam. Yo no lo busqué; ninguna fuerza humana, ni divina, me apartará de él».

«¿Qué hago yo aquí?», me pregunté luego oyendo una retahíla de vulgaridades y monsergas. ¿Cómo en tan poco tiempo me había distanciado tanto de esta mujer, que continuaba siendo como la conocí? El orden; me hablaba ahora del orden, de que cualquiera tiene tentaciones de tirarlo todo por la borda, pero se resiste.

—El matrimonio es algo serio, inamovible, indisoluble. No porque lo sea de antemano, sino aún más: porque lo llega a ser, gracias a la recíproca comprensión y a la vida en común.

—Por eso yo no me encontraba casada con Ramiro y sí me encuentro casada con Yamam.

—Pero ¿estás o no casada con el turco? ¿Por qué rito? La Iglesia no reconoce los matrimonios de mixta religión, sino en determinadas circunstancias. ¿Y en qué religión educarás a tus hijos? Son cuestiones que hay que tener en cuenta…

Demasiadas preguntas. Decidí no contestar ninguna, y me sonreí mirándola a los ojos. La sonrisa no fue convincente porque Julia concluyó:

—De todas maneras, no te veo muy contenta.

—Voy a ir a Huesca —dije de pronto, pensando en mi padre, en Trajín y en mis amigas.

—No lo hagas. Ramiro solicitó el traslado; está en Toledo. Tu hermano lo siguió; todos tomaron su partido: es fácil de entender. Fermín y yo podemos intervenir, aunque lo veo complicado, si quieres volver con Ramiro y él te acepta. Claro, en una ciudad donde no se sepa nada…

Yo pensaba: «Pero ¿por qué la gente de Huesca se siente insultada por mí? Si me querían, querrían mi bien. Un amor como el mío es un don de la vida. Todos, aun a su pesar, tendrían que haberme dado la enhorabuena… Pero estos amores son aborrecidos, anatematizados, y, aunque no se diga (porque la envidia pregona una insuficiencia), envidiados también».

El mundo no ha sido hecho por los felices ni para los felices. Exige pagar un miserable peaje, como el que me estaba exigiendo a mí, por la felicidad, o como quiera que se llame ese estado de plenitud y de evasión de su orden riguroso… Inesperadamente se me saltaron las lágrimas; no sé si porque evocaba el bien perdido, o porque me dolía la incomprensión, o la falta de generosidad ajena, o la ñoñería. En cualquier caso, mi emoción no iba a ser bien interpretada. Abrí las manos.

—Estoy aquí. ¿Qué más puedo decir?

—Si Ramiro no te aceptase, sólo te queda perderte en Madrid, procurarte aquí una vida honrada, comenzar otra vez. Fermín y yo te ayudaremos.

O sea, si me jorobo, si me sacrifico, si abdico de mi plenitud, ellos me recompensan con un trabajo que tampoco es sencillo conseguir, del que derivará un mérito para sus conciencias, y que me dará un número en sus admirables filas de castrados. ¿Cómo iba a decirle que yo nunca sería yo sin Yamam?

Cuando entró Fermín, se inauguró con la pregunta que yo esperaba.

—Pero ¿qué tiene el turco?

Me eché a reír.

—Tiene los ojos así —dije achinando los míos con dos dedos.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Nada y todo. ¿Qué tenías tú cuando te conoció Julia? ¿Qué tenía Julia cuando la conociste tú? Lo que fuese, a fuerza de verlo, lo habéis perdido… El amor no requiere nada excepcional: asoma, se posa y ya está.

—Es que tú te crees que el amor es lo único que hay en la vida. Y la vida está llena de cosas: los hijos, el trabajo, la colectividad, la consideración, la buena fama y otras muchas más. El amor a secas es el principio de una familia, un sentimiento más bien adolescente. Sirve para algo, siempre que aprenda a salir de sí mismo y a crear y a procrear; pero, en otro caso, es un enemigo de la sociedad y de la persona.

—Es cierto —le dije.

No tenía gana de discutir, y además no hubiera servido para nada: Lo que sucedía es que hablábamos idiomas diferentes, creíamos en dioses diferentes, aspirábamos a fines diferentes. Por otra parte, estaba convencida de que ellos llevaban razón. Yo ignoraba lo que tenía el turco, y, aunque lo hubiera sabido y dicho, a ellos no les habría servido para nada: no habrían entendido.

Mi viaje a Madrid sirvió sólo para demostrarme —o para que me demostraran— que mi sitio estaba en Estambul o donde quiera que estuviese Yamam.

Toqué el timbre del apartamento; no abrió nadie. Como era domingo, supuse que Yamam habría salido con sus hijos. Me senté en el descansillo y me quedé dormida. Me despertó su voz.

—¿Qué haces aquí?

Abrió la puerta y de un empellón me metió dentro.

—¿Dónde has estado?

—En Madrid.

Me dio un revés tan grande que casi perdí el sentido. Tenla todo el derecho. Así quedaba claro, para él y para mí, que había vuelto rendida. Mi cuarto viaje a Estambul se producía bajo el acatamiento a mi dueño. Era como una esclava que hubiese huido de la plantación y la hubieran pescado las escopetas y los perros; estaba a expensas de lo que el amo decidiese.

—Ahora tendría que echarte de esta casa; dejarte en medio de la calle… ¿Qué esperas que haga?

Yo me decía: «Si no existiera un riesgo de perderlo como el que yo he corrido, ¿qué sería del amor? ¿Qué valor tendría la vida sin la muerte? El hombre en general, pero el enamorado más, está siempre al borde de un derrumbadero. Saberlo es lo que lo alerta y lo mantiene en vilo, lo que no lo deja dormirse. ¿Cómo alguien se preocupa de inventar fórmulas y recetas contra el tedio que mata al amor? ¿Qué tedio es ése? Cuando una se siente tan desposeída, y posee a la vez todos los tesoros del mundo, ¿qué tedio cabe?».

—Di: ¿qué esperas que haga? —repitió Yamam.

—Perdonar.

Me lancé a sus brazos. Él me rechazó.

—Ponte agua fría en la cara —me dijo.

Se me había hinchado el pómulo. Con los mismos nudillos con que me golpeó, ahora lo acariciaba.

Cuando se recupera lo que por un momento se creyó perdido, se reinaugura la creación entera. No hay nada tan deslumbrante como realojarse en un cuerpo, posesionarse de los rincones conocidos, tomar con tus manos lo que soñaste —en una pesadilla— que nunca más tendrías, recorrer con la lengua un territorio cuya propiedad te sigue perteneciendo, apretar con las rodillas unos costados tan deseosos como deseados, perder de nuevo la identidad, y sollozar, sollozar, sollozar, porque has regresado a casa, y te has introducido en ella, y el dueño en ti, y todo está como antes, como nunca debió dejar de estar.

Dos días después vino Paulina. Nunca sabré —no quise preguntarle— por qué y cómo se había enterado de mi vuelta; quizá se lo dijo Yamam mismo. Con una sonrisa sesgada y una expresión autocomplacida se fijó en mi moradura. Venía a invitarme a una partida de cartas para el día siguiente en su casa.

—Como no tenéis teléfono… Estuve a punto de mandar a un empleado, pero no me atreví.

—Bien hecho. Ya sabes que esta casa no es mía.

—¿Vendrás entonces?

Yo juego mal al bridge. Y además los entretenimientos sociales no se han hecho para las mujeres felices.

—¿Felices? —preguntó con ironía—. ¿Y eso? —Señalaba mi mejilla.

—Eso es justamente la marca de la felicidad.

—Creo que es superfluo hablar más contigo. Supongo que, cuando se te ocurra emplear una técnica de vaivén con tu querido, no contarás con el consulado de España, ni conmigo.

—Puedes estar segura.

De todos modos, en el consulado hicieron la vista gorda. No sé si por caridad con una compatriota desgraciada, o por merodear en torno a un asunto que veían cada vez más negro. Continué recibiendo invitaciones, incluso alguna nota conmiserativa de la esposa del cónsul.

Después de mi vuelta, bastantes mujeres de ese círculo se sentían aún más interesadas en mí —quizá en Yamam—, y nos solían invitar a cócteles o a cenas. Él me animaba de cuando en cuando a ir. Y, si lo hacíamos, se producía un singular fenómeno. Delante de la gente (nunca antes de llegar donde fuera, y aún menos antes de salir de casa), Yamam comenzó a reprocharme que me hubiese puesto tal pantalón poco indicado, o tal abrigo demasiado ligero o demasiado claro. Él, que jamás se preocupó de mi vestuario o de mi aspecto, salvo por celos mal entendidos, me reñía, cuando había alguien delante, por no haberme maquillado o haberme maquillado en exceso. Si venía alguien conocido a recogernos, lo que no era corriente, me obligaba a cambiarme cuando ya estábamos en la puerta. Yo me acostumbré a preguntarle, caso por caso, qué me debía poner según su gusto. Pero eso, como intuía yo, no me dio resultado: él lo que deseaba era lucirse, demostrar su poder sobre mí ante un auditorio y unos espectadores, tratarme como a una turca sin serlo. Yo soportaba con regocijo esta nueva forma de posesión porque demostraba que, como nunca, me tenía en sus manos.

Una tarde nos habíamos citado Yamam y yo en un hotel, después de cerrarse el Bazar, para tomar una copa. Llegué un poco retrasada. Él estaba con el marido de Paulina, que se limpiaba el sudor provocado por su gordura y la cerveza. Lo noté exasperado.

—¿Qué horas son éstas de llegar?

—He estado en unos baños en Galatasaray. —Se lo contaba a Federico—. Llevo años en Estambul y nunca había ido. Vengo tan sedada… Qué prodigio.

Yamam me hizo girar hacia él y me atizó dos bofetadas no muy fuertes. Yo me encogí de hombros y le dije:

—Bueno, vámonos. Ya has demostrado aquí tu majestad. ¿Dónde quieres demostrarla ahora?

Tal comportamiento conmigo contrasta con su carácter amable respecto a los demás. Con la gente casi es demasiado comunicativo y gracioso. Yo me arguyo: «Quizá un hombre tan abierto, de un humor fácil y aficionado a reír, no pueda amar con la pasión que yo amo. A mí suelen reprocharme mi sequedad y mal humor. Aunque no soy así: lo que sucede es que estoy en lo mío, abstraída en mi tema, como cada loco con el suyo. Mi mayor deseo es quedarme a solas con Yamam». En cierta ocasión, como si se refiriese a otra persona o sacase una conclusión en general, la mujer del cónsul, advertida sin duda por sucesivos testigos de la forma en que Yamam me trataba, dijo:

—No es prudente juzgar. Hay mujeres a quienes les gusta ser despreciadas. Solo aman a sus amantes cuando éstos son crueles.

No me tomé el trabajo de replicar, pero le hubiera dicho:

—No; no los aman sólo cuando son crueles. O yo no, al menos. Yo amo a Yamam de cualquier manera que sea. También cuando de repente, me sonríe y me estrecha contra él. Entonces puedo sencillamente morirme… La vida hay que tomarla como viene, no sólo cuando es una juerga, y hay que poner al mal tiempo buena cara. Pero de veras, no una cara fingida. En esto, fingir no sirve para nada.

Estaba escribiendo esta página y, de súbito, he olido a Yamam; no el olor habitual de la casa, que es también el habitual suyo, sino el de su cuerpo. Levanté la cabeza del cuaderno y aquí estaba, tratando de leer por encima de mi hombro. Me he vuelto y he saltado a sus brazos. ¿Cómo es posible —me pregunté— que estuviese tan enfrascada escribiendo que no haya oído la puerta, ni sus pasos? Luego me he echado a reír. Mucho más sorprendente que el defecto de mi sordera es la virtud de mi olfato al anunciarme a Yamam… Tengo metido su olor en mis narices y en mi piel. A ojos ciega, adivinaría si está él en una habitación entre otros muchos hombres. ¿Y qué tiene su olor de especial? No lo sé. Es el suyo, y me basta.

Ayer por la mañana andaba por las enmarañadas calles del Bazar. Ya las distingo, aunque todavía me desoriento a veces y he de recomenzar el itinerario desde el principio. Llevaba las tarjetas en la mano, y le daba una o dos a cada grupo de turistas que veía deambular de un lado a otro preguntando, comparando, ilusionándose o desilusionándose, llamándose mutuamente la atención sobre esta o aquella mercancía. Ellos aceptaban las tarjetas y, al notar que no era turca, se asombraban y me sonreían, mientras miraban la dirección, tan difícil de encontrar, pese al plano del reverso, en el dédalo del Bazar a ciertas horas. De buenas a primeras, me ha parecido ver, ante unos kilims que colgaban a los lados de una puerta, a aquel escritor español que admiro y con el que coincidí en el museo de El Cairo. Me he acercado y, en efecto, era él. Lo acompañaban su secretario y una muchacha aproximadamente de mi edad. Lo he saludado:

—No me recordará. Nos vimos junto a la tumba de Ramsés II.

—Sí, sí; claro que la recuerdo. —Ha sonreído—. Tenemos las mismas preferencias.

Quizá no era cierto y sólo intentaba ser educado.

Inexplicablemente ha aparecido Yamam. Traía el entrecejo fruncido. Para evitar males mayores, se lo he presentado al escritor como mi marido. ¿Qué iba a hacer? Me complace decir esa palabra, sé que es una tontería, pero en fin. Mi marido, un poco sin venir a cuento, ha dicho:

—Yo he vivido en Madrid en la plaza de Alonso Martínez.

—Qué bien —comentó, sin el menor interés, el escritor.

Yo he añadido que en nuestra tienda, que está a dos pasos, tengo los recortes de unos periódicos en que lo entrevistan a él, y que está muy bien en las fotografías.

—Lo dudo, porque salgo fatal.

—Venga con nosotros. Vengan, quiero decir. —Me referí a sus acompañantes—. Tomaremos un té y, si les apetece, verán los mejores kilims del Bazar. La mayoría, antiguos. Si es aficionado, le complacerán.

Él se volvió hacia la muchacha como consultando su opinión; ella dijo «vamos», y nos dirigimos los cinco hacia la tienda.

Yamam mandó a Mahmud por unos tés. Nos sentamos y le enseñé sus fotografías; le adulaba, pero también le incomodaba: comprendo las ventajas del incógnito.

No me atreví a preguntarle qué hacía en Estambul, si ya lo conocía o era su primera visita. Vivía en el Pera Palas: lo prefiere a los nuevos hoteles impersonales, aunque sea algo menos cómodo, y le apasiona colarse en las fiestas de bodas atravesando la barrera de los grandes adornos de flores. Yo lo miraba boquiabierta. Estuve a punto de hablarle de estos cuadernos, pero me contuve. No había leído todavía su última novela, que me compré en el aeropuerto de Madrid.

—¿De verdad? —me preguntó, más convencido de la sinceridad de mi admiración.

Me sentía dueña de la tienda; volví a saborear lo que es un cliente propio, como en Huesca cuando apartaba a Lorenzo y hacía yo el elogio de la alfombra. Sin consultar con Yamam, decidí.

—Vamos arriba. Estaremos más tranquilos, y le mostraré los kilims que, de ordinario, no mostramos. ¿Tiene alguna preferencia de color o de dibujo? ¿Busca algo para un lugar concreto?

—Soy muy aficionado. Tengo la casa llena. Creo que una casa no está puesta del todo hasta que no llegan las alfombras y los cuadros… Es esta amiga —nos la había presentado: una periodista con la que había coincidido en el consulado; se reencontraron con satisfacción y ahora visitaban juntos la ciudad— la que los busca para una nueva casa. Ya la envidio: tener todavía suelos vacíos es una gran ventaja. No sé por qué, yo presentía que la periodista no iba a comprar nada: era una mujer indecisa, alarmada por los precios y convencida de que la engañarían. Llevaba una chuleta con una larga nómina de equivalencias de moneda, que consultaba sin cesar.

—Permítame —le dije al escritor—. Quiero enseñarle la joya de la casa.

Yo me preguntaba a mí misma por qué había adoptado esa postura de vendedora grata. ¿Era por el escritor, al que quería retener y al que había rogado que se dejase fotografiar en nuestra tienda, o era por demostrarle a Yamam mi valor mercantil y los amigos entendidos y ricos que tenía en España? No lo sé; el caso es que Yamam me vigilaba desde un discreto segundo plano, con la tácita complacencia con que el maestro, semioculto, prueba ante los forasteros las facultades del discípulo.

—Yamam —le dije volviéndome hacia él—, ¿puedes mandar que suban el kilim verde Nilo? El que perteneció a Ariane, la condesa de Tracia.

Yamam mandó subir el kilim. Yo me hinché y me crecí exhibiéndolo ante el escritor.

—Es una hermosa pieza. Combina los dibujos geométricos con una orla de flores no opuesta, por su distribución y su trazado, al art nouveau. Es una obra muy original, también por el color del fondo y por la extraordinaria calidad del hilo.

El escritor contemplaba el kilim y me oía con atención. La periodista y el secretario miraban otros kilims, que desplegaban los muchachos y les comentaba Yamam, resignado a ocuparse de la comparsería. El escritor llamó a su secretario.

—Cosme, ¿te acuerdas de las medidas del dormitorio de huéspedes? A sus tonos le iría bien este kilim.

—No estoy seguro, porque, como las mesillas de noche son de fábrica, habría que restarlas de las medidas generales. El escritor vacilaba sobre la distancia entre la entrada y los pies de las camas; el kilim le parecía mayor.

—De ancho, está bien, pero es más largo que el espacio libre.

—Da igual que pase debajo de las camas —le advertí—. Hará bonito y servirá de alfombrilla entre ellas.

—Quizá. Qué pena no saber las medidas.

Yo estaba empestillada en venderle el kilim al escritor: sería una buena promoción, aun rebajándole algo, y demostraría a Yamam mi estilo europeo de llevar el trato. No vacilé.

—¿Hay alguien en su casa de Madrid? Pues telefonee desde aquí, y que tomen las medidas de ese cuarto.

Miré a Yamam; él me hizo signos aprobatorios. Telefoneó el secretario. Se puso la cocinera, que era la única que había en la casa.

—Cuando yo viajo, supongo que viajan todos.

La cocinera midió con un metro de sastre —dijo—, que era el que tenía, y con muchas fatigas.

—Es gorda, y le cuesta agacharse. No se le habrá ocurrido medir de pie. El resultado fue adverso: sobraba kilim.

—Lo siento porque me gusta.

—Piense otro sitio para él. Debe llevárselo. Me agradaría tanto que estuviese en su casa… Se lo empaquetaríamos bien y se lo mandaríamos, o yo personalmente lo llevaría al aeropuerto. No les dará molestia ninguna.

El escritor me examinaba, preguntándose por ese plus de interés.

—Es usted una excelente vendedora. Si actúa igual con todo el mundo, su marido —se volvió a Yamam, que lo escuchaba— puede dejar la tienda en sus manos con la mayor impunidad.

Hablaba como si hubiera presentido que las relaciones entre Yamam y yo no eran convencionales. Me lancé por otra vía.

—¿Tienen cena con alguien esta noche? Estarán muy comprometidos, pero nos gustaría tanto invitarles…

—Esta noche tenemos una cena pesada.

—¿Y mañana?

El secretario sacó una agenda del bolsillo de atrás de su pantalón.

—Mañana hay otra más pesada; pero, si quieres, la puedo cancelar. Sé qué disculpa dar.

—Para mañana, entonces, si ustedes pueden.

El escritor tomó mi mano y la besó. Cuando salieron, Yamam se echó a reír.

—¿Crees que le venderás el kilim?

—Sí.

Me dio una palmada en las nalgas, me atrajo hacia él y me besó. Yo noté que el corazón se me esponjaba igual que un crisantemo.

Fuimos a recogerlos a su hotel; yo, con el último libro del escritor para que me lo firmara. Lo hizo con un cariño insólito. Algo debía de sospechar, porque en la dedicatoria escribió: «A Desideria Oliván, la única mujer que, con una vida novelesca, no me ha dicho que sobre su vida se podría escribir una novela. Con mi mejor deseo».

Los llevamos a los tres a cenar a aquel restaurante de Kumkapi donde inicié mi segundo viaje. Estaba muy animado. Había dos grupos de turcos, vociferantes y bebidos.

—Ustedes no respetan mucho la prohibición alcohólica ¿verdad? —preguntó el escritor a Yamam, quien soltó una carcajada.

—Es que aquí el alcohol lo bebemos como medicina. Licor medicinal de clavel, de cereza, de azahar… Todos los aguardientes son prescripciones facultativas. Antes, para beber, había que internarse en un hospital; ahora basta con ir a cualquier tienda, una taberna o una farmacia. Yo percibía una tensión grande en la periodista. Quizá andaba liada con el escritor, o con el secretario, o con los dos. Hablaba con una libertad chocante. Cuando Yamam fue a encargar la cena, yo, aludiendo a la dedicatoria del libro, comenté con un tono íntimo (porque apetecía contar o aludir a mi situación ante el escritor, y lamentaba la presencia de los otros):

—He tenido tantas y tan variadas experiencias. Hasta llegar aquí…

—Mira, guapa —me interrumpió la periodista—: yo me he comido muchas más pollas que tú, así que no presumas.

El escritor la miró sobresaltado. Sólo considerando lo que corrientemente opinan los españoles de una mujer emparejada con un negro o un árabe o un turco, se explicaba semejante pata de banco.

—No me cabe la menor duda —repliqué.

El escritor debió de hacer a la periodista una seña por debajo de la mesa, porque ella cambió de talante. Y, como un acto de desagravio, no imprescindible desde luego, me dijo:

—He decidido quedarme con el kilim. Sé que esta cena no tenía ese fin —yo pienso que sí lo pensaba—, pero prefiero comunicárselo desde el primer momento.

El secretario parpadeó; era evidente que no le había dicho nada antes. Regresó Yamam.

—Nuestro amigo se queda con el kilim —le informé con alegría.

Yamam le tendió la mano:

—Hace una buena compra; se lo aseguro.

Mutatis mutandis, usted ha hecho mejor adquisición todavía con Desi.

La cena se había enderezado, a pesar de su mal comienzo.

—Creo que se nota —dije—: estoy muy enamorada de Yamam. Aunque él me amara trescientas veces menos que yo a él, con eso me bastaría. La semana pasada me regaló este ojo de cristal de la suerte. —Es un ojo de medio centímetro de diámetro, con un pasador mínimo y un imperdible vulgar—. No vale absolutamente nada, se le prende a los niños; darían cien por veinte duros.

—Qué barato compras —me interrumpió Yamam riendo.

—En esta camisa me lo prendió con sus propias manos. Pues no me atrevo a lavarla; no sé si me atreveré algún día.

Yamam sacó tres ojitos como aquel de su bolsillo. Se los puso a los invitados, que le dieron las gracias.

—Probablemente vosotros no habréis sentido nada —comenté, y me di cuenta de que los había tuteado.

—Sí; de otra manera que tú —replicó el escritor tuteándome—, pero sí. Las turbulentas palpitaciones del amor son tan intransferibles…

A lo largo de la cena, Yamam estuvo encantador. Con su voz densa y su castellano bueno, pero lentísimo (tanto, que a veces da la impresión de que no terminará la frase, que por fin termina con acierto). Contaba aventuras españolas suyas que yo no conocía; atendía a los vasos y los platos de los invitados; requebraba a la periodista; daba fuego a los fumadores… A mí no se dirigía para nada, como si no estuviese. Sólo, con oportunidad de no sé qué, me dijo:

—Lava ya esa blusa; no resistirla vértela puesta una vez más sin lavar.

Era su manera de proclamarse dueño y señor. Yo me referí a los hombres que bailaron la danza del vientre durante mi primera noche en aquel restaurante. En un momento en que el secretario y la periodista hablaban, atraídos, con Yamam, le musité al escritor:

—Mi marido baila muy bien las danzas turcas. Si se lo pido yo, no me hará caso; si se lo pides tú, bailará.

Quizá por condescendencia, el escritor se lo pidió. Se descalzó Yamam; despejó la mesa; se subió sobre ella y, conjuntado con un par de músicos, danzó de un modo caliente y sensual. Miraba a los invitados con ojos provocadores. Yo, en voz baja, le dije al escritor:

—Los turcos son muy calientabraguetas.

Él, animado por el alcohol, lanzó una risotada:

—Ya lo veo.

Yamam, al terminar, recibió nuestro aplauso; mandó cambiar los manteles y pidió unas copas más. Nos quedamos solos la periodista, el escritor y yo. Ella puso su mano sobre la mía y me previno:

—Tienes que vigilar a tu marido; es un tío explosivo; puede gustarle a todo el mundo.

Quizá subrayó la última frase. Yo me sentí lisonjeada.

—Lo comprendo: fue lo que a mí me sucedió.

—No estaría yo tan fresca como tú.

—No lo estoy. ¿Cómo lo voy a estar? Pero quizá no por esa razón… Sé que se acuesta con mujeres. Sin embargo, son de paso: si no, lo notaría. ¿Qué quieres que haga? Al fin y al cabo, es mío. Yo gozo más con la pasión que siento que con la que inspiro. Me pasa lo que a Werther.

—Sí; pero me parece que a tu marido le pasa lo que a don Juan.

—Para mí el mundo está lleno de Yamam; sólo me habla de él y todo lo veo sólo a su través.

—Seguramente; pero para Yamam el mundo es como es y, si le habla de alguien, es de él mismo.

El escritor se hacía el desentendido.

—Casi es hora de irse —dijo—. ¿Dónde está Cosme?

—Con Damián —contestó riendo la periodista.

Bajaron desde arriba Yamam y el secretario.

—Estaba tratando de pagar —se excusó éste—, pero no me han dejado.

Los devolvimos a su hotel. Ya solos, al poner el coche en marcha, Yamam sin mirarme dijo:

—La cena ha sido un éxito.

Yo lo consideré como una alabanza: no pensaba en ese instante en la frase de la periodista: «Si el mundo le habla de alguien, es de él mismo».

A Yamam lo habían excitado el vino y la conversación; tuvimos una larga y perezosa batalla de amor muy satisfaciente, en la que comprobé el comprensible desconocimiento de la periodista. Como nos dormimos tarde, no madrugamos. Yamam fue a abrir la tienda sin esperarme. Yo llegué a media mañana. Uno de los muchachos me señaló el piso de arriba. Subí despacio. Al abrir la puerta entornada, vi la espalda de Yamam, que besaba furiosamente y jadeando a una persona que ocultaba él mismo y que se apoyaba contra la pared del fondo. Las alfombras del suelo y su acaloramiento les habían impedido oírme. Se tocaban entre las piernas, y en un momento en que Yamam se inclinó vi a la otra persona: era el secretario del escritor. Preferí bajar en silencio. Tomé un café que me trajo Mahmud antes de iniciar su clase. Tardaron en bajar. Yamam venía ordenándose el pelo y se sorprendió al verme.

—Creí que no aparecerías —dijo.

—Pues ya me ves.

El secretario me saludó:

—Vine a daros nuestra dirección y el cheque del kilim… Quiero decir… Para que pongáis sobre el envoltorio la dirección… O sea…

Estaba cortado por mi presencia y, en cuanto pudo, se fue. Hablé en voz muy tenue:

—No sé por qué das a nadie lo que yo sola merezco, porque te amo.

—¿No tienes bastante con lo que te doy? ¿Te quito algo?

—La atención me quitas; el día en que dejes de mirarme…

No preguntó por qué le hablaba así, ni afirmó, ni negó nada. Era una manera de situarse por encima de mí. Tampoco yo le hice ningún reproche; no habría sido oportuno con Yamam, ni conveniente para mí. ¿Cómo confesarle la dimensión desmesurada de mis sentimientos, sus caídas repentinas, mi desesperación de algunas horas? El hecho de que él lo conociera no iba a beneficiarme. Esa actitud cautelosa, que por instinto yo adopto más cada día, acentúa progresivamente mi ensimismamiento. Tanto, que a veces me recrimino: «¿Para qué necesito a Yamam? Me basto yo sola para amarlo».

Que Yamam no es el mismo, yo lo percibo y tiemblo. Aunque me repita que son cosas mías, consecuencia de estar tan obcecada con él y tan desprendida de lo demás. ¿Y cómo atreverme a preguntarle el porqué? Sobre la incertidumbre puedo seguir edificando mi mundo; sobre la certeza, quizá no… Para un amante al uso, moderado, más o menos cálido, nada hay tan aburrido —incluso tan aterrador— como una pasión volcánica y excesiva. Comprendo que Yamam haya llegado a sentir por mí —y la sentiría aún más si yo me quejara— cierta antipatía, en el sentido liberal de la palabra. Él ha de verse, por turco y por machista, como si fuese la mujer de la pareja; de ahí que yo haya de amordazarme con frecuencia, y maniatarme con más frecuencia aún; porque tiendo a dominar y a tomar las iniciativas que él no toma, o a sugerirlas. Recuerdo, al comienzo, su estupefacción después de los abrazos.

Tú sabes mucho. Tú sabes demasiado…

Yo había hecho ademanes y dicho palabras que el amor ingenuo me dictaba, y que a él le turbaban como provenientes de alguien con muchísima experiencia. Quizá para él era una casada que le ponía cuernos —ahora con él, con muchos otros antes— a su infortunado marido.

A mí me gustaría gritarle a la cara la tortura de mis celos y la pesadumbre de mi amor. Me gustaría decirle: «No sabes lo que te estás perdiendo al saciar con gente mediocre, hembras o machos, los pequeños deseos de tu cuerpo, no de tu corazón. Sólo yo, que te he estudiado con detenimiento, puedo ofrecerte el auténtico placer. Me quedo, cada día más, fuera del mío, para asistir al tuyo y provocarlo, porque ya sólo el tuyo es mi placer. Mientras, tú echas margaritas a puercos.

»Qué contraria, y cuánto más codiciable, la postura del que ama frente a la del que es amado. Te juro que —no por mí, sino por ti— querría que me amaras con la misma violencia con que yo te amo: sólo entonces verías lo que es bueno. Porque tú podrás encontrar una mujer más gorda u otra mujer más rubia; no te será difícil encontrar otra más guapa o un hombre que te excite; pero no encontrarás ningún ser que te ame más que yo.

»Puede que a ti no te importe eso, porque eres frío… No; no lo eres; te conozco muy bien. Lo que ocurre es que finges frialdad para achicharrarme a mí, para tenerme embebida en tus ojos y en tus manos, igual que un perro cariñoso que no separa de su amo la vista, siempre vacilante entre el fervor y la necesidad, entre pedirle compañía o hacerle compañía… Tú me amas; lo sé. A tu manera, también lo sé. No sabrías amarme a la mía, ni te sería posible, como no podría yo amarte a la tuya, reservándome escondrijos para mí… Pero a menudo, cada día más a menudo, considero que sólo me amas porque te amo yo; para corresponderme. Cuánto daría —mi vida daría— con tal de que me amaras por ti mismo, aunque yo no te amase… Claro que, si yo no te amase, ¿qué habría de importarme que me amaras, ni la forma en que lo hicieras?

»Ahora me acontece constantemente: estoy casi desentendida de ti, esperándote, escribiendo estos cuadernos, o sin nada que hacer, porque la casa me produce dejadez, y alzo de pronto los ojos sin darme cuenta, como buscando a mi alrededor la causa de mi amargura. Igual que si me hubiera sobrecogido el suspiro en que mi respiración, al interrumpirse, se convierte… Luego recapacito que no soy infeliz, y me consuelo un poco, pero un poco no más. Si nada pasa, ¿por qué suspiro? Qué torpes somos; no distinguimos la expectación de la desdicha. Tenemos almas de bueyes, Yamam, y rumiar sería nuestro mejor empleo. Rumiar lo ya vivido, lo pasado, lo gozado o sufrido; pero rumiar, sin emprender nada nuevo, temerosos del azar, cobardes ante la aventura, acogidos al calorcito de la nonada que ya hemos conseguido… Rumiar, rumiar, qué pena.

»La otra noche cenábamos tú y yo en el restaurante que hay al lado de casa. Yo no hablaba; hacía bolitas de pan con dedos trémulos. No sé si reparaste; creo que sí, porque, al ver que me brillaban lágrimas en los ojos, me diste unos golpes en la mano con tu cuchillo. Pero no me consolaron; eran sólo una advertencia de que detestas los numeritos que tú no provocas… Qué velada tan fría, qué cena tan intratable. Yo frente a mi dios, que callaba por desinterés; un dios que podía levantarse e irse para no retornar, porque ya no le resultaba atractiva… Por la tarde te había acariciado, te había incitado sin éxito. Cuando saliste de la ducha te rodeé con la sábana de felpa, te sequé con lentitud, besé tu sexo delicadamente.

»—¿Nos vamos a cenar? —dijiste.

»En eso consistió mi amarga cena. Y ahora allí, callada, y tú, callado, comunicándome mensajes con el cuchillo. Me anonadaba el sufrimiento del que trata de hablar, de decir algo simpático que rompa la violencia y el silencio que se está prolongando demasiado, que va a desembocar ya en la plaza siniestra de la hostilidad, de la que con tanta dificultad se sale. El sufrimiento del que trata de hablar y no puede ni decir “esta boca es mía, tómala”, por ejemplo.

»Por eso hablo contigo desde este cuaderno; porque el foso que tú cavas durante el día es muy difícil salvarlo en la cama por la noche, y lo que sucede en la cama deja de suceder al día siguiente, y vuelve a producirse el abismo de ayer, la estremecedora distancia… Si pudiera gritarte todo esto a ti en lugar de escribirlo… Si pudiera gritarte: “Haz lo que te venga bien de mí menos dejarme: ¿a qué puedo aspirar que no sea eso?”».

Quizá el desánimo que sentía durante las últimas semanas dimanaba de una causa física: estoy otra vez embarazada. No sé cómo pudo ocurrir. He puesto de mi parte todo para evitarlo. ¿Qué harán conmigo ahora? Quizá la premonición de este nuevo tormento, de esta renuncia obligada era lo que desde mi subconsciente me desmoralizaba.

He decidido entrevistarme con la madre de Yamam. No sé ni su nombre. La veo como una pirámide abrumadora que se desplomará sobre mí en cuanto me acerque. Pero ella es quien decide en algo que me afecta esencialmente: a mi vida y a otra que ayudaría a la mía y que está ya influyendo en ella.

Otra vez desolada, ignorando dónde mirar, ni en quién confiar sin correr el riesgo de que se transforme en enemigo. He tenido el teléfono en la mano para llamar a Paulina; he colgado. Sé su contestación: «Ten a tu hijo en España y no vuelvas». ¿Es lo que debería hacer? ¿No lo probé sin éxito? Me encuentro acorralada sabiendo lo que todos me aconsejarían. Y también yo si no fuese yo; pero sí soy. Y, cuando una mujer como yo se entrega a un hombre, se entrega hasta la muerte, haya o no papeles por medio, o sangre de por medio. No se cambia de padre ni de madre, no se cambia de destino ni se elige. El mío es Yamam, lo quiera yo o no, lo quiera él o no. En mi poder no está desenamorarme. Si pudiese mirar a otro lado sin morir, si pudiese escuchar otras voces, o permanecer sola incluso, lo haría. Pero no puedo; sé que no puedo… Y otra vez se me plantea la más ardua de las elecciones: una en que no me es dado elegir y que me desgarra sólo con plantearse.

Yo sé que la madre de Yamam va a tomar el té, con unas viejas amigas, en un hotel nuevo junto al Bósforo. Esta tarde me he presentado allí. Vi el grupo de cinco o seis mujeres —todas vestidas de una manera falsamente europea, todas teñidas de rubio menos ella—, sentadas en torno a una mesa no lejos de una fuente de mármol blanco. Les habían servido un té con pastelillos, pastas y emparedados. Comían con fruición, y hablaban con la boca llena, pasándose los platos. Yo las observaba, triste, desde un sofá próximo; a ellas y al vestíbulo alto y claro, bajo la violenta luz que entraba por las grandes cristaleras del fondo. La fuente cantaba una canción tan encarcelada y fuera de lugar como las plantas naturales de los macetones, y como yo… La madre de Yamam me miró. Me incorporé. Ella me hizo un ademán para detenerme y darme a entender que luego me vería. Me hallaba como un enfermo grave, sin cita previa, ante un médico que tiene su salvación en la mano y que se dedica a reír y a cambiar impresiones con unos amigos, indiferentes todos a su desgracia.

Tres cuartos de hora después, la madre de Yamam, con el imperio y la dimensión de una fragata, se levantó, pasó por mi lado haciéndome una seña y me condujo a otro sofá en un pasillo oscuro. Llevaba un extraño sombrero de terciopelo, que en ella se convertía en turbante; unas mechas de pelo ya canoso le catan sobre las orejas. Se sentó, girando nerviosa los numerosos anillos de sus dedos y fumando a la vez. No sé si sabe alguna palabra de español. Yo, por gestos y con alguna expresión sencilla, le he dado a entender mi embarazo. Con un infinito desprecio, negó con la cabeza. Luego me salpicó con una sarta de sonidos violenta y contenida a un tiempo, que tenía la intensidad de un martilleo. Yo junté las manos suplicante; me dejé caer y me puse de rodillas. Ella, alarmada, miró alrededor y tiró de mí. Con un implacable meneo de las manos, rehusó continuar. Y una vez de pie, volvió hacia abajo el dedo pulgar derecho. Para mí fue como para el condenado a muerte en un circo la omnipotente voluntad del césar. Fui tras ella; me retuvo con una irremediable brusquedad, y se apresuró para seguir comiendo a dos carrillos sus pasteles. Yo, oculta en los servicios, después de haber vomitado, me eché a llorar. ¿Hacia dónde miraría?

Por la noche me hallé frente a un Yamam severo.

—Creí que no ibas a cometer una segunda estupidez.

—Es una tercera —he dicho, empeorando las cosas.

Él ha tachado mi primer embarazo con un encogimiento de hombros.

—Ya están ahí mis hijos: quiérelos y tenlos los días que me correspondan.

—¿Es un delito desear uno tuyo y mío también?

—Sí; es un delito. Tú y yo no estamos casados y nunca lo estaremos. Si tanto lo deseas, no te queda otro recurso que volver a España y tenerlo allí.

Unos días atrás había recibido, a través del consulado, la noticia oficial de que a mi marido le habían concedido el divorcio.

—Pero podríamos casarnos. Ya no existe el obstáculo de mi matrimonio.

—Existe el del mío —ha respondido tajante Yamam.

—Tú me habías dado a entender… Yo no sabía que estabas casado ni que tenías hijos.

—Si ésas eran condiciones imprescindibles, ahora sabes ya que no se dan. Vete si quieres irte.

Se ha metido en el dormitorio y ha dejado la puerta entornada. Yo me he visto tan sola que me he puesto a escribir.

Lo dejo aquí, pero no sé qué hacer: no ya mañana o la semana próxima, ni siquiera ahora mismo. No sé si entrar en el dormitorio, o ir al cuarto de los niños, o dormir en el sofá de terciopelo labrado, que esta noche también veo como un irreconciliable enemigo.

Me quedé en el sofá. Yamam apagó pronto la luz. Yo no dormí. Recordé los somníferos de Huesca, pero estaban en los altos del armario y no me atreví a molestar.

Vi amanecer desde la alargada ventana del salón, tras las cortinillas de volantes. Un gris, melancólico, nublado, húmedo amanecer. No tengo a quién recurrir, ni a mí siquiera. ¿En qué se ha convertido mi paraíso? No sólo los sueños, hasta el sueño me ha abandonado. Tuve un ansia vehemente de dormir y de no despertarme…

Por la mañana, sin darme los buenos días, Yamam entró en el cuarto de baño; le preparé una muda y una camisa limpia. Mientras se vestía, me aseé yo. No me habló en todo el trayecto hacia el Bazar. Al pasar por la estación del Oriente Exprés no pude evitar que me invadiese una indecible angustia. No me estaba permitido llorar; hubiera sido la gota decisiva. Como no nos habíamos desayunado, se me fue la cabeza sin querer a los pastelillos que ayer devoraba la madre de Yamam. Me dije: «Estás mejor, puesto que tienes hambre». No era cierto. El hambre no significa más que un estómago vacío. Qué ventura, pensé, si en mi vida hubieran coincidido el amor y el respeto de los otros, la protección social, «el aplauso de los ruiseñores», de aquella crónica que hoy veo tan distante como si nadie la hubiera escrito nunca.

No tenía ni una lira en mi bolso; las últimas las había gastado en el taxi que me llevó al hotel, del que volví caminando. Para acortar el desierto que me apartaba de Yamam, me acerqué a él, después de haber tenido, en el aseo público común del Bazar, unas náuseas que me partían en dos.

—Necesito desayunarme. ¿Me puedes dar algo de dinero?

Me ha venido a la memoria una frase de Flaubert (quizá tener un libro me habría ayudado anoche): de todas las borrascas que caen sobre el amor, una petición de dinero es la más desastrosa. Me he encontrado miserable y mal pagada; me he encontrado sucia y nada atrayente. Yamam, en silencio, me ha tendido unos billetes. La sonrisa con que se lo agradecí debió de ser la de una ruin mendiga. He tenido que volver al aseo público común, porque la náusea seca no cesaba.

Cuando salí de él, tropecé con el gentío que llenaba el Bazar, en parte para comprar, en parte para protegerse de la lluvia mansa y desangelada que caía fuera. Sin saber por qué, me vino al recuerdo el significado de mi nombre. Un día me entretuve en buscarlo en el diccionario del profesor de latín: un hombre alto, seco, con gafitas redondas y unas manos mucho más chicas de lo que le correspondía. Se murmuraba que había sido seminarista o hermano de no sé qué congregación.

Desideria —me ayudó él a buscarlo—. Aquí está: desiderium, desiderii, neutro.

—¿Neutro?

—Sí.

—¿Y el femenino?

—Tu nombre no es femenino, niña, es plural. ¿Ves? «Valete, mea desideria», escribió Cicerón. Y quería decir: «Adiós prendas mías», o «adiós, amores míos».

Yo repetía, sin ver a la gente entre la que andaba: «Adiós, amores míos». ¿Qué hacía yo allí, en el corazón viejo y mercachifle de Estambul, citando a Cicerón? Algo de mí se estaba entenebreciendo sin recurso.

Esta vez me llevaron a un médico judío. Pienso que clandestino por la forma en que la clínica estaba disimulada dentro de Balat, el antiguo barrio griego. Le ayudaba una comadrona tapada con unos trapos blancos. Mi bajo estado de ánimo recalcó mi preocupación por la falta de asepsia, que me parecía descubrir en todas partes. Yamam desapareció en cuanto me recibieron; se quedó su madre, que le gritó al irse unas frases en un tono muy duro. Yo supuse que eran su negativa a seguir remediando torpezas de él o mías. Según demostró, estaba dispuesta a remediarlas definitivamente; quizá fue eso lo que advirtió a Yamam. Cuando al día siguiente, aún febril y muy cansada, me devolvieron a la casa, Yamam me dijo:

—Por fin hemos salido de esta preocupación.

Por su expresión intuí algo y pregunté:

—¿Qué quieres darme a entender?

—Ya no podrás quedarte más embarazada. Ha habido complicaciones… Herida como estaba, deduje que la complicación era la que les producían a su madre y a él mis embarazos.

Ignoro lo que han hecho conmigo; no me encuentro mal y, sin embargo, se ha descolgado sobre mí una sábana negra. Cuánta contradicción: ¿por qué, si los embarazos han sido mi mayor martirio —los abortos, mejor dicho—, lamentarme ahora que se han evitado para siempre? ¿Por qué la eliminación de cualquier posibilidad de ser madre, si nunca me lo hubiesen permitido, me causa tal congoja? ¿O es que estoy dispuesta a acongojarme por todo lo que me suceda?

Recaí tres días después. He estado una semana entre la vida y la muerte. Nadie me dice el porqué, si ha sido una infección o una intervención inhábil. Todos repiten: «Ya estás bien, ya pasó lo malo». Y nada más. El médico, al que, entre nubes, yo adivinaba preocupado y hasta asustado, vino dos veces por día. Como mi vida estaba en sus manos, lo recibía, a pesar de la fiebre, igual que a un ángel salvador; un ángel con una cara reservada y cetrina y de una diminuta estatura. Estoy viva y no sé si lo celebro. Tengo el remordimiento de haberme salvado a costa de mis hijos. Pero ¿cuáles, o es que he perdido la cabeza? Todos los posibles se concretan ahora en el pequeño Carlos, en quien tan tenazmente me propuse no pensar. Durante mi enfermedad me abrazaban, tendían sus brazos hacia mi, sus bocas redondas, sus manos gordezuelas, reposaban su cabeza en mi pecho y yo entonaba viejas nanas que me enseñó, de niña, Marina, para acunar a mis muñecas; luego volvían la cabeza y mamaban, y yo sostenía mi pezón entre dos dedos para que la leche fluyera mejor, abundante y templada… Hasta que me adormecía, si es que esas imágenes no eran ya fruto de mi adormecimiento.

Nunca como en estos días últimos he tenido presentes los paisajes de mi infancia: las calladas montañas, impávidas pero llenas de vida, como fieles amigos que no nos abandonan; los fríos ibones que a veces visitábamos, donde se refleja, invertido, el verdor casi negro y el olor de las misteriosas riberas… Dejábamos atrás el convento de Las Miguelas y pronto comenzábamos a ver la Guarguera y las sierras matizadas desde el verde al morado, desde el pardo al añil. No sé por qué recuerdo, sobre todo, el otoño, cuando ya en Monrepós se divisaba la nieve deslumbrante, las Tres Marías tras el Monte Perdido… Trepaba la tierra hasta el horizonte y, amontonados sobre ellos, el cobrizo de los robles y los castaños, el oro de los álamos, el impávido verde de los pinos sustituidos luego por los abetos, el violeta de las hayas desnudas, el rojo de los cerezos… Los árboles serenos en los que podía trepar y que me sujetaban fieles, sin traicionarme. Antes que nada de lo malo sucediera, cuando gozaba de la certeza de un padre todopoderoso, a cuya orden cicatrizaban hasta las heridas —«Sana, sana, culito de rana»— y se resolvían trabas e impedimentos. Mi padre, heroico e indulgente, que me traía velas de colores que ninguna de mis amigas tenía; las velas con formas de animales fantásticos, que a mí me apenaba encender porque se me gastaban. «Hay más, tontica; te traeré más», pero yo no las encendía. Mi mesilla de noche estaba llena de ellas… «Valete, mea desideria». Adiós, prendas mías, recuerdos, afectos, todo lo que quise antes de saber qué era y lo duro que es el amor.

«Ya no podré teneros», les decía yo a mis hijos esta misma mañana, sentada ante la ventana de la cocina por la que un sol tan indeciso y tan débil como yo penetraba. «No podré ya teneros…». Llamaron a la puerta. Fui a abrirla medio desvanecida. Mandaban una carta desde el consulado. He tenido un sobresalto; al abrirla me temblaban los dedos. Había motivos: era una carta helada de mi hermano Agustín comunicándome la muerte de mi padre, «por si te interesara saberlo, ya que has sido tú quien la ha apresurado».

He apoyado mi frente sobre la mesa; desde los pies, desde más abajo de los pies, desde esta tierra que siento a cada instante menos mía, me ha subido un sollozo… Ya no puedo teneros, hijos ni padres míos. En el fondo, erais lo mismo: eslabones de la misma cadena. Los más imprescindibles. Yo no lo era, ni Yamam lo era. En mi cadena, yo me acabo y la acabo… Miraba por la ventana el cielo extranjero… «Si tu madre te viera…», me decía cada vez en voz más baja. Ya me veis todos; nada puedo ocultaros. Ahora ya estáis todos dentro de mí, hijos míos, padres míos. Ya soy sola yo, vosotros, y sólo en mí existís…

Hasta que he podido llorar, los sollozos me han desgarrado la garganta. Valete, esta vez sí,mea desideria