5

Festones de serpentinas y farolillos de colores adornaban el Azteca. La fiesta de Navidad estaba en todo su apogeo cuando Augusta subió a bordo: tocaba una orquesta en la cubierta principal y los pasajeros, en traje de etiqueta ellos, con vestidos de noche ellas, bebían champán y bailaban con los amigos que habían ido a despedirlos.

Un camarero condujo a Augusta por una gran escalera hasta un camarote situado en una cubierta superior. La mujer había empleado todo su dinero en la mejor cabina disponible, ya que contaba con que, gracias a las cajitas de rapé que llevaba en la maleta, no iba a tener que preocuparse más del dinero. El camarote daba directamente a la cubierta. Tenía una cama amplia, una jofaina de tamaño natural, asientos cómodos y luz eléctrica. Había flores encima de un tocador, una caja de bombones junto a la cama y una botella de champán en una cubitera colocada sobre una mesita baja. Augusta estuvo a punto de decirle al camarero que se llevara el champán, pero cambió de opinión. Emprendía una nueva vida, quizá debiera beber champán a partir de entonces.

Había llegado con el tiempo justo. Oyó el tradicional grito de «¡Todo el mundo a tierra, vamos a zarpar!» mientras los mozos entraban el equipaje en su camarote. Cuando se marcharon, Augusta salió al estrecho pasillo de cubierta y se alzó el cuello del abrigo para protegerse de la nieve. Se apoyó en la barandilla y miró hacia abajo. Había un buen salto hasta la superficie del agua, donde un remolcador ya estaba en su sitio, dispuesto a conducir al inmenso transatlántico a través del puerto hasta el mar. Mientras miraba, retiraron una por una las pasarelas y soltaron las amarras. Resonó la sirena, se elevó el clamor de la multitud que estaba en el muelle y lentamente, casi de un modo imperceptible, el gigantesco buque empezó a moverse.

Augusta regresó al camarote y cerró la puerta. Se desvistió despacio, se puso un camisón de seda negra y una bata a juego. Después llamó al camarero y le dijo que no necesitaría nada más aquella noche.

—¿Tengo que despertarla por la mañana, milady?

—No, gracias. Llamaré yo.

—Muy bien, milady.

Augusta cerró con llave, en cuanto el camarero se fue. Luego abrió el baúl y se apartó para que saliera Micky. El hombre cruzó el cuarto tambaleándose y se dejó caer en la cama.

—Jesús de mi vida, creí que iba a morirme ahí dentro —gimió.

—Pobre cariño mío, ¿dónde te duele?

—Las piernas.

Se frotó las pantorrillas. Tenía los músculos contraídos a causa de los calambres. Augusta le dio un masaje con la yema de los dedos, notando el calor de la carne a través de la tela de los pantalones. Llevaba mucho tiempo sin tocar así a un hombre y una oleada ardorosa le ascendió a la garganta.

Había soñado muchas veces con hacer aquello, huir con Micky Miranda, antes y después de la muerte de Joseph, su marido. Siempre la frenó pensar en lo que perdería: casa, sirvientes, asignación para vestidos, posición social y poder familiar. Pero la quiebra del banco se lo había llevado todo y ahora estaba en condiciones de entregarse libremente a sus deseos.

—Agua —pidió Micky con voz débil.

Augusta llenó un vaso con la jarra que había al lado de la cama. Micky se dio media vuelta, se sentó y luego bebió de un trago toda el agua del vaso.

—¿Quieres más… Micky?

Él dijo que no con la cabeza. Augusta se hizo cargo del vaso.

—Te quedaste sin las cajitas de rapé —dijo Micky—. Lo oí todo. Ese cerdo de Hugh…

—Pero tú tienes mucho dinero —observó Augusta. Señaló el champán de la cubitera—. Hay que beberlo. Estás fuera de Inglaterra. ¡Lograste escapar!

Micky tenía la vista clavada en los pechos de Augusta. Ella comprendió que la excitación le había endurecido los pezones y que Micky los distinguía bajo la seda del camisón. Le entraron ganas de decirle «puedes acariciarlos, si gustas», pero vaciló. Tenían mucho tiempo: toda la noche. Toda la travesía. Todo el resto de sus vidas. Pero se dio cuenta repentinamente de que ella no podía esperar más. Se sintió culpable y avergonzada, pero se moría por tener entre sus brazos el cuerpo desnudo de Micky, y aquel anhelo era infinitamente más intenso que su vergüenza. Se sentó en el borde de la cama. Cogió la mano de Micky, se la llevó a los labios y la besó; después la oprimió contra sus senos.

Él la contempló curiosamente durante unos segundos.

Después empezó a acariciarle el pecho por encima de la seda. Un contacto suave. Las puntas de sus dedos rozaron los sensibles pezones y Augusta dejó escapar un entrecortado jadeo de placer. La mano giró, sostuvo el seno en el hueco de la palma y lo levantó. Después, apretó el pezón entre el índice y el pulgar. Augusta cerró los ojos. Micky aumentó la presión, hasta que resultó dolorosa. Luego retorció el pezón con tan perversa saña que Augusta soltó un chillido, se apartó de él y se puso en pie de un salto.

—¡Chocho tonto! —Micky pronunció su grosería al tiempo que se levantaba de la cama.

—¡No! —gritó Augusta—. ¡No!

—¡Creías de verdad que iba a casarme contigo!

—Sí…

—Ya no tienes dinero ni influencia, el banco quebró e incluso te quedaste sin las cajitas de rapé. ¿Qué podría querer de ti?

Un terrible dolor se clavó en el pecho de Augusta, como un cuchillo que se le hundiera en el corazón.

—Dijiste que me amabas…

—Tienes cincuenta y ocho años… la edad de mi madre, ¡por el amor de Dios! Eres vieja, arrugada, ruin y egoísta. ¡No te follaría ni aunque fueses la única mujer sobre la Tierra!

Augusta se sintió mareada. Intentó llorar, pero no le serviría de nada. Las lágrimas afluyeron a sus ojos y los sollozos de la desesperación empezaron a sacudirla. Estaba en la ruina. Sin hogar, sin dinero, sin amigos… y el hombre en el que confió la había traicionado. Se apartó de él y ocultó el rostro: no quería que viera su vergüenza y su dolor.

—Basta ya, por caridad —susurró.

—Sí, lo dejaré —escupió Micky—. Tengo camarote reservado en este barco y ahí es adónde voy.

—Pero cuando lleguemos a Córdoba…

—Tú no vas a Córdoba. Puedes desembarcar en Lisboa y volver a Londres. Ya no me sirves de nada.

Cada palabra era como un golpe y Augusta retrocedió frente a él, con las manos levantadas como si tratara de rechazar así las imprecaciones de Micky. Su espalda chocó con la puerta del camarote. Desesperada, en su ansiedad por apartarse de Micky, abrió la puerta y salió a cubierta andando hacia atrás.

El gélido aire de la noche le aclaró la cabeza. Comprendió que estaba comportándose como una jovencita desvalida, no como una mujer madura y capaz. Había perdido brevemente el control de su vida, pero había llegado el momento de recuperarlo.

Pasó por delante de ella un hombre vestido de etiqueta y con un puro en los labios. Contempló atónito a aquella mujer que iba en camisón, pero no le dirigió la palabra.

Eso le dio una idea.

Regresó al camarote y cerró la puerta. Micky se enderezaba la corbata, delante del espejo.

—Viene alguien —anunció Augusta en tono apremiante—. ¡Un policía!

El porte de Micky cambió en un abrir y cerrar de ojos.

La burla despectiva que decoraba su rostro se vio sustituida por una expresión de pánico cerval.

—¡Oh, Dios mío!

Augusta pensaba a toda velocidad.

—Aún estás en aguas británicas —dijo—. Pueden arrestarte y devolverte en un patrullero guardacostas.

No tenía idea de si eso podía ser verdad.

—Tendré que esconderme.

Micky se metió dentro del baúl. Dijo:

—Cierra en seguida, venga.

Augusta bajó la tapadera sobre él.

Luego corrió el pestillo del cerrojo para asegurarlo.

—Eso está mejor —articuló.

Se sentó en la cama, con los ojos clavados en el baúl. Se repetía en su cerebro, una y otra vez, la conversación mantenida momentos antes. La hizo sentirse vulnerable y la hirió profundamente. Pensó en el modo en que la había acariciado. En toda su vida sólo otros dos hombres le habían tocado los pechos: Strang y Joseph. Pensó en la forma en que le retorció el pezón y en el desprecio que rezumaron sus palabras obscenas. A medida que fueron pasando los minutos, la indignación fue enfriándose, para convertirse en un anhelo de venganza oscuro y pérfido.

Sofocada, desde el interior del baúl llegó la voz de Micky.

—¡Augusta! ¿Qué ocurre?

Ella no contestó.

Micky empezó a gritar pidiendo socorro. Augusta cubrió el baúl con mantas de la cama, para ahogar el ruido de las voces.

Al cabo de un rato, Micky se calló.

Pensativamente, Augusta fue retirando del baúl las etiquetas que llevaban su nombre.

Oyó abrirse y cerrarse puertas de camarotes: pasajeros que iban al comedor. El buque cabeceó ligeramente, a impulsos del oleaje, al entrar en el canal de la Mancha. La noche avanzaba con rapidez mientras Augusta seguía sentada en la cama, sumida en sus pensamientos.

Entre la medianoche y las dos de la madrugada, los pasajeros fueron regresando a sus cabinas, por parejas o de tres en tres. Una vez llegaron los últimos y la orquesta dejó de tocar, el silencio se enseñoreó del buque, salvo por el rumor de los motores y el chapoteo del mar.

Augusta continuó con la vista clavada obsesivamente en el baúl donde había encerrado a Micky. Había llegado allí sobre la espalda de un musculoso mozo de cuerda. Augusta no tendría fuerzas para levantarlo, pero pensaba que sí podría arrastrarlo. Llevaba asas metálicas en los lados, así como correas de cuero en las partes superior e inferior de los mismos. Cogió la correa de la parte de arriba y dio un tirón: el baúl se inclinó lateralmente. Augusta lo volcó. Chocó estruendosamente contra el piso. Micky reanudó sus gritos y Augusta volvió a cubrir el baúl con mantas. Esperó a ver si alguien se presentaba a investigar el motivo de aquel golpe, pero nadie apareció. Micky dejó de dar voces.

Augusta agarró de nuevo la correa y procedió a dar tirones. El baúl pesaba lo suyo, pero podía moverlo unos cuantos centímetros cada vez. Después de cada tirón, descansaba.

Le costó diez minutos arrastrar el baúl hasta la puerta del camarote. Entonces, Augusta se puso las medias, las botas y el abrigo de piel. Abrió la puerta.

No había nadie. Los pasajeros dormían, y si algún miembro de la tripulación patrullaba por las cubiertas, Augusta no lo vio. La tenue claridad de las bombillas eléctricas era lo único que iluminaba el transatlántico, en el cielo no brillaba estrella alguna.

Tiró del baúl hasta qué franqueó la puerta del camarote y volvió a tomarse un descanso.

A partir de ahí todo fue más fácil, porque el piso de la cubierta estaba resbaladizo merced a la nieve. Al cabo de diez minutos, tenía el baúl contra la barandilla.

La parte siguiente era más ardua. Asió la correa, levantó un extremo del baúl y trató de subirlo hasta el pasamanos. El primer intento terminó con el baúl de nuevo en el suelo. El ruido del golpe le pareció fragoroso, pero tampoco apareció nadie con ánimo de investigar: en el barco no cesaban de producirse ruidos intermitentes, mientras las chimeneas eructaban humo y el casco hendía las olas.

La segunda vez el esfuerzo de Augusta fue más decidido.

Apoyó una rodilla en el suelo, cogió la correa con ambas manos y fue tirando hacia arriba lentamente. Cuando tenía el baúl inclinado en ángulo de cuarenta y cinco grados, Micky se movió dentro, su peso se trasladó al extremo del fondo y, de pronto, resultó más fácil poner el cofre vertical.

Volvió a ladearlo para que se apoyase en la barandilla. La última parte era la más dura. Se agachó para agarrar la correa inferior. Respiró hondo y trató de levantar el baúl.

No sostenía todo su peso, ya que el otro extremo descansaba sobre el pasamanos, pero necesitó no obstante recurrir a todas sus fuerzas para separar el baúl dos centímetros del suelo. Luego, le resbalaron los dedos y el cofre cayó nuevamente sobre el piso de la cubierta.

No podría conseguirlo.

Descansó, con la sensación de estar agotada y entumecida. Pero no le era posible abandonar. Se había esforzado mucho para llevar el baúl hasta allí. Era cuestión de intentarlo otra vez.

Volvió a agacharse y a coger el asa de cuero. Micky habló de nuevo.

—¿Qué estás haciendo, Augusta?

Le contestó en voz baja y clara:

—¿Recuerdas cómo murió Peter Middleton?

Hizo una pausa. Del interior del baúl no le llegó ningún sonido.

—Tú vas a morir igual —dijo la mujer.

—No, por favor, Augusta, cariño —suplicó Micky.

—El agua estará más fría y tendrá un sabor más salado mientras llena tus pulmones; pero conocerás el terror que experimentó él cuando la muerte te apriete el corazón con su puño.

Micky empezó a chillar.

—¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Qué alguien me salve!

Augusta aferró la correa y tiró hacia arriba con todas sus fuerzas. El fondo del baúl abandonó el piso. Al comprender Micky lo que estaba pasando, sus gritos se hicieron más altos y aterrorizados, resonando por encima del ruido de los motores y del mar. No tardaría en acudir alguien. Augusta dio otro empellón. Levantó la parte inferior del baúl hasta el nivel de su pecho y se detuvo, exhausta; casi convencida de que no podía más. Unos ruidos de arañazos frenéticos en el interior del baúl testimoniaban los desesperados intentos de Micky por salir de allí. Augusta cerró los párpados, apretó las mandíbulas y empujó. Al poner en juego todas las reservas de vigor que le quedaban, notó que algo cedía en su espalda y se le escapó un grito de dolor, pero siguió levantando el baúl. La parte inferior de éste ya estaba más arriba que la superior, y se deslizó unos centímetros por la barandilla; pero acabó deteniéndose. La espalda de Augusta era una agonía. En cualquier momento, los gritos de Micky podían despertar de su sueño alcohólico a algún pasajero medio borracho. Augusta comprendió que sólo le quedaban fuerzas para un empujón más. Tenía que ser el definitivo. Reunió todas sus energías, cerró los ojos, rechinó los dientes para aguantar el dolor de la espalda y dio otro empujón.

El baúl se desplazó despacio por encima del pasamanos y, por fin, cayó al vacío.

Micky lanzó un chillido prolongado que murió en el viento.

Augusta se derrumbó hacia adelante, para apoyarse en la barandilla y aliviar el terrible dolor de su espalda. Contempló el descenso del enorme baúl, que a través del aire cuajado de copos de nieve caía lentamente, dando vueltas. Cayó al agua con un impresionante chapoteo y se sumergió de inmediato.

Volvió a emerger al cabo de unos segundos. Flotaría durante algún tiempo, comprendió Augusta. El dolor de la espalda era insoportable y anhelaba tenderse en la cama, pero continuó inclinada sobre la barandilla, dedicada a observar el espectáculo del baúl balanceándose al ritmo del oleaje. Al cabo de un rato, desapareció de la vista.

Oyó una voz masculina junto a ella.

—Me pareció oír que alguien pedía socorro —dijo la voz en tono preocupado.

Augusta se recompuso rápidamente y dio media vuelta, para encontrarse frente a un joven de educados modales envuelto en un batín de seda y con un pañuelo al cuello.

—Fui yo —explicó Augusta con una sonrisa forzada—. Tuve una pesadilla y me desperté gritando. He salido a despejarme la cabeza.

—Ah. ¿Está segura de que se encuentra bien?

—Completamente segura. Es usted muy amable.

—Bien. Buenas noches, pues.

—Buenas noches.

El joven regresó a su camarote.

Augusta bajó la mirada hacia el mar. Dentro de un momento volvería tambaleándose a su cama, pero deseaba contemplar el océano un poco más. El baúl se iría llenando despacio, pensó, a medida que el agua se filtrase por las estrechas rendijas. El nivel cubriría el cuerpo de Micky centímetro a centímetro, mientras él bregaba por abrir la tapa del baúl. Cuando el agua le llegase a la boca y la nariz, contendría la respiración cuanto pudiese. Pero acabaría por abrir la boca en un involuntario jadeo y el salado líquido irrumpiría garganta abajo y le inundaría los pulmones. Micky se retorcería y lucharía un poco más, torturado por el sufrimiento y el terror; luego, sus movimientos se debilitarían poco a poco, se interrumpirían, todo se tornaría paulatinamente negro y Micky moriría.