A Hugh le impresionó el modo en que Scotland Yard había reaccionado al escuchar su información. Se asignó el caso al inspector detective Magridge, un hombre de rostro afilado, aproximadamente de la edad de Hugh, meticuloso e inteligente. La clase de hombre que hubiera ascendido a jefe de negociado en un banco. Antes de una hora ya había hecho circular la descripción de Micky Miranda y había puesto en estado de alerta a todos los centros portuarios del país.
A instancias de Hugh, envió también a un sargento detective para que entrevistase a Edward Pilaster; el hombre regresó con la noticia de que Miranda se disponía a abandonar el país.
Edward también declaró que Micky estaba implicado en las muertes de Peter Middleton, Seth Pilaster y Solomon Greenbourne. A Hugh le estremeció la sugerencia de que Micky hubiese matado a tío Seth, pero confesó a Magridge que ya sospechaba que Micky había tenido algo que ver con las muertes de Peter y Solly.
El mismo detective fue a ver a Augusta. La mujer aún vivía en la Mansión Whitehaven. Al no disponer de dinero no le iba a ser posible retenerla indefinidamente, pero hasta entonces había conseguido evitar la venta de la casa y de su contenido.
Un agente al que se le encargó que comprobase los registros de los despachos de las navieras informó de que un hombre que respondía a la descripción indicada, pero que decía llamarse M. R. Andrews, había adquirido un pasaje en el Azteca, buque que zarpaba de Southampton aquella noche. Se remitieron instrucciones a la policía de Southampton para que apostase agentes en la estación de ferrocarril y en el puerto.
El detective enviado a entrevistar a Augusta volvió para informar de que nadie había salido a abrirle cuando golpeó y tocó la campanilla de la puerta de la Mansión Whitehaven.
—Yo tengo llave —dijo Hugh.
—Es muy probable que esa mujer haya salido… y quiero que el sargento vaya a la embajada de Córdoba. ¿Por qué no se encarga usted mismo de echar un vistazo a la Mansión Whitehaven?
Contento de tener algo que hacer, Hugh tomó un simón rumbo a Kensington Gore. Tocó la campanilla y llamó con los nudillos, pero no obtuvo respuesta. Evidentemente, el último miembro de la servidumbre se había despedido. Hugh entró en la casa por su cuenta.
La casa estaba fría. Ocultarse no era el estilo de Augusta, pero decidió examinar las habitaciones, por si acaso. La planta baja estaba desierta. Subió al primer piso y comprobó el dormitorio de Augusta.
No le sorprendió lo que vio. Las puertas del armario estaban entornadas, los cajones de la cómoda abiertos, y sobre la cama y las sillas aparecían diversas prendas de ropa que la mujer había descartado. Aquello no era propio de Augusta: era una persona pulcra, con una mente ordenada. Al principio, Hugh pensó que habían entrado a robar. Después le asaltó otra idea.
Bajó corriendo los dos tramos de escalera que llevaban al piso de los criados. Cuando vivía allí, diecisiete años atrás, las maletas y baúles se apilaban en una gran alacena conocida como el cuarto de las cajas.
Encontró la puerta abierta de par en par. Dentro había unas cuantas maletas, pero ningún baúl de barco.
Augusta se había ido.
Revisó velozmente las demás habitaciones de la casa.
Como se esperaba, no vio a nadie. Los cuartos de la servidumbre y los dormitorios de invitados habían adquirido ya ese aire mohoso y polvoriento de las estancias que no se ocupan. Cuando se asomó a la habitación que había sido de tío Joseph le sorprendió ver que conservaba exactamente el mismo aspecto que siempre tuvo, aunque al resto de la casa le habían cambiado la decoración varias veces. Estaba a punto de retirarse cuando sus ojos cayeron sobre la vitrina lacada donde se exhibía la valiosa colección de cajitas de rapé propiedad de Joseph.
La vitrina estaba vacía.
Hugh enarcó las cejas. Sabía que las cajitas de rapé no las habían incluido en los objetos de las subastas: Augusta había evitado hasta entonces que sacaran de allí sus pertenencias.
Eso significaba que se había llevado las cajitas consigo. Estaban valoradas en cien mil libras… con aquel dinero, Augusta podía vivir confortablemente el resto de su vida.
Pero no le pertenecían. Pertenecían al sindicato. Decidió ir en pos de Augusta.
Corrió escaleras abajo y salió a la calle. Había una parada de coches de alquiler a escasos metros de allí. Los conductores charlaban entre sí y pateaban el suelo para calentarse los pies. Hugh se les acercó a la carrera.
—¿Alguno de ustedes ha llevado a lady Whitehaven a alguna parte esta tarde? —preguntó.
—Dos —dijo un cochero—. ¡Uno cargó con el equipaje! Los otros se echaron a reír.
Se confirmó la deducción de Hugh.
—¿Adónde la llevaron?
—A la estación de Waterloo. Tenía intención de coger el tren naviero de la una.
El tren naviero iba a Southampton, de donde Micky zarparía. Aquella pareja actuaba de común acuerdo. Micky siempre estaba haciéndole zalamerías como un desahogado, besándole la mano y adulándola. A pesar de los dieciocho años que había de diferencia entre ellos, formaban una pareja plausible.
—Pero perdieron el tren —dijo el cochero.
—¿Perdieron? —reaccionó Hugh—. ¿Iba alguien con ella?
—Un tipo de edad, en una silla de ruedas.
Evidentemente, no era Micky. Pero ¿quién, entonces?
Nadie de la familia era tan frágil para usar silla de ruedas.
—Dice usted que perdieron el tren. ¿Sabe cuándo saldrá el próximo?
—A las tres.
Hugh consultó su reloj.
Eran las dos y media. Podía cogerlo.
—Lléveme a la estación de Waterloo —dijo, a la vez que subía al coche de un salto.
Llegó a la estación con el tiempo justo para sacar el billete y subir al tren naviero que enlazaba con el puerto.
Era un tren de pasillo, con vagones que se intercomunicaban, lo que permitiría a Hugh recorrerlo de una punta a otra. Cuando abandonó la estación y empezó a coger velocidad entre las casas de vecinos del sur de Londres, Hugh se dispuso a buscar a Augusta.
No tuvo que ir muy lejos. La mujer viajaba en el coche contiguo. Lanzó una rápida ojeada al pasar apresuradamente por el compartimiento, de forma que Augusta no le vio.
Micky no iba con ella. Debió de coger el tren anterior.
La única persona del compartimiento además de ella era un hombre mayor, que se cubría las rodillas con una manta de viaje.
Hugh pasó al siguiente vagón, donde encontró un asiento libre. No serviría de mucho enfrentarse a Augusta en seguida. Posiblemente no llevara encima las cajitas de rapé… podían estar en una de las maletas del furgón de equipajes. Hablar con ella sólo serviría para ponerla sobre aviso. Era mejor esperar a que el tren llegase a Southampton. Hugh se apearía para ir en busca de un agente y abordar a Augusta cuando estuviesen descargando sus maletas.
Supongamos que Augusta negase tener las cajitas de rapé.
Él insistiría en que las autoridades policíacas registrasen el equipaje. Estaban obligados a investigar la denuncia de un robo, y cuanto más protestase Augusta, más sospechosa parecería.
Supongamos que alegaba que las cajitas de rapé eran suyas. Era difícil demostrar nada allí. En caso de suceder eso, Hugh decidió que propondría que las autoridades tomaran en custodia los objetos de valor mientras investigaban las argumentaciones contradictorias.
Controló su impaciencia mientras los campos de Wimbledon se deslizaban a toda velocidad al otro lado de la ventanilla. Cien mil libras era una buena tajada del dinero que debía el Banco Pilaster. No iba a permitir que Augusta lo robase. Las cajitas de rapé también tenían una importancia simbólica. Representaban la determinación de la familia a pagar sus deudas. Si se dejaba a Augusta huir con ellas, la gente diría que los Pilaster arramblaban con todo lo que podían, igual que cualquier vulgar desfalcador. Tal idea indignó a Hugh.
Todavía nevaba cuando el tren llegó a Southampton.
Hugh se asomó por la ventanilla del vagón mientras la locomotora entraba en la estación. Había agentes uniformados por todas partes. Eso significaba, dedujo Hugh, que aún no habían capturado a Micky.
Se apeó antes de que el tren se hubiese detenido del todo y llegó a la zona de acceso al andén antes que nadie. Se dirigió a un inspector de policía.
—Soy el presidente del consejo del Banco Pilaster —manifestó, al tiempo que entregaba su tarjeta al inspector—. Sé que están buscando a un asesino, pero en este tren viaja una mujer que lleva propiedad robada, perteneciente al banco, por valor de cien mil libras. Creo que tiene intención de abandonar esta noche el país a bordo del Azteca llevando consigo esa propiedad.
—¿En qué consiste lo supuestamente robado, señor Pilaster? —preguntó el inspector.
—Es una colección de cajitas de rapé adornadas con joyas.
—¿Y el nombre de la señora?
—Es la condesa viuda de Whitehaven.
El policía frunció el entrecejo.
—Leo los periódicos, señor. Debo entender que todo esto está relacionado con la quiebra del banco, ¿no?
Hugh asintió.
—Las cajitas de rapé han de venderse para que su importe contribuya a pagar a las personas que perdieron su dinero.
—¿Puede indicarme quién es lady Whitehaven?
Hugh miró hacia el andén, escudriñando a través de los copos de nieve.
—Es aquélla, la que está junto al vagón de equipajes, la del gran sombrero con alas de pájaro.
Augusta supervisaba la descarga de sus maletas. El inspector inclinó la cabeza.
—Muy bien. Usted quédese aquí conmigo, en la puerta del andén. La detendremos cuando pase.
Con los nervios tensos, Hugh observó a los pasajeros que se apeaban del tren y salían de la estación. Aunque estaba bastante seguro de que Micky no iba en el tren, no por eso dejó de examinar la cara de todos los viajeros.
Augusta fue la última en salir. Tres mozos de cuerda llevaban su equipaje. La mujer palideció al ver a Hugh en la puerta del andén.
El inspector fue todo amabilidad.
—Perdón, lady Whitehaven. ¿Puedo hablar con usted un momento?
Hugh nunca había visto tan asustada a Augusta, aunque conservara sus modales de reina.
—Me temo que no puedo perder el tiempo, señor funcionario —dijo fríamente—. He de subir a bordo del barco que zarpa esta noche.
—Le garantizo que el Azteca no se hará a la mar sin usted, milady —aseguró el inspector tranquilizadoramente. Lanzó una mirada a los mozos—. Podéis dejar eso en el suelo durante un momento, muchachos —dijo. Proyectó de nuevo su atención sobre Augusta—. El señor Pilaster afirma que lleva usted consigo ciertas valiosas cajitas de rapé que le pertenecen a él. ¿Es así?
La alarma empezó a desaparecer de la expresión de Augusta, lo que confundió a Hugh, y también le preocupó: temía que Augusta pudiese llevar oculto algún as en la manga.
—No sé por qué debo responder a preguntas impertinentes —replicó Augusta con arrogancia.
—Si no lo hace, me veré obligado a registrar sus maletas.
—Muy bien, llevo conmigo esas cajitas de rapé —reconoció—. Pero me pertenecen. Eran de mi marido.
El inspector miró a Hugh.
—¿Qué dice usted, señor Pilaster?
—Fueron de su esposo, pero éste se las legó a su hijo, Edward Pilaster; y las pertenencias de Edward están confiscadas por el banco. Lady Whitehaven intenta robarlas.
—Debo rogar a ambos que me acompañen a la comisaría —dijo el inspector—, en tanto se procede a investigar todas las alegaciones.
El pánico pareció apoderarse de Augusta.
—¡Pero corro el riesgo de perder el barco!
—En tal caso, lo único que puedo sugerirle es que deje la propiedad en disputa al cuidado de la policía. Se le devolverá si se demuestra que sus afirmaciones son ciertas.
Augusta vaciló. Hugh comprendía que separarse de tanta riqueza iba a destrozarle el corazón. ¿Pero es que no podía comprender que era inevitable? La habían sorprendido con las manos en la masa y tendría suerte si no acababa en la cárcel.
—¿Dónde están las cajitas de rapé, milady? —preguntó el inspector.
Hugh aguardó.
Augusta señaló una maleta.
—Todas están ahí.
—La llave, por favor.
Augusta titubeó de nuevo; y de nuevo cedió. Sacó un pequeño aro de llaves, seleccionó una y la entregó al policía. El inspector abrió la maleta. Estaba llena de cajas de zapatos.
Augusta indicó una de las cajas. El inspector abrió la tapa y extrajo una caja de puros. Levantó la tapa de madera y aparecieron numerosos objetos pequeños cuidadosamente envueltos en papel. Eligió uno al azar y lo desenvolvió. Era una cajita de oro con incrustaciones de diamante que dibujaban un lagarto.
Hugh exhaló un largo suspiro de alivio. El inspector miró a Hugh.
—¿Sabe cuántas tiene que haber, señor?
Todos los miembros de la familia lo sabían.
—Sesenta y cinco —respondió Hugh—. Una por cada año de la vida de tío Joseph.
—¿Quiere contarlas?
—Están todas ahí —afirmó Augusta.
De cualquier modo, Hugh las contó. Había sesenta y cinco. Empezó a sentir el placer de la victoria.
El inspector tomó la caja y la pasó a otro policía.
—Si desea acompañar al agente Neville a la comisaría, le entregará el correspondiente recibo por estos objetos, milady.
—Envíelo al banco —dijo Augusta—. ¿Puedo irme ya?
Hugh no estaba tranquilo. Augusta parecía decepcionada, pero no deshecha. Era casi como si le preocupara otra cosa, algo más importante para ella que las cajitas de rapé. ¿Y dónde estaba Micky Miranda?
El inspector hizo una reverencia y Augusta se marchó, seguida por los tres cargados mozos de cuerda.
—Muy agradecido, inspector —dijo Hugh—. Lamento que no haya atrapado también a Miranda.
—Le cogeremos, señor. No subirá a bordo del Azteca a menos que aprenda a volar.
El guarda del furgón de equipajes avanzaba por el andén empujando una silla de ruedas. Hizo un alto frente a Hugh y el inspector.
—¿Qué se supone que he de hacer con esto? —preguntó.
—¿Cuál es el problema? —inquirió el inspector pacientemente.
—Esa mujer del equipaje y el pájaro en el sombrero…
—Lady Whitehaven, si.
—Estaba con un viejo en Waterloo. Lo acomoda en un compartimiento de primera clase y luego me pide que lleve la silla de ruedas al vagón de equipajes. «Encantado», le digo, y entonces va, se apea en Southampton y me suelta que no sabe de qué le estoy hablando. «Debe de haberme confundido con otra persona», va y dice. «No es probable… no puede existir en el mundo otro sombrero como ese suyo», le contesto.
—Exacto —dijo Hugh—, el cochero me dijo que la acompañaba un hombre en una silla de ruedas… y había un anciano con ella en el compartimiento.
—¡Ha dado en el clavo! —exclamó el guarda triunfalmente. El inspector perdió de súbito su aire condescendiente y se volvió hacia Hugh.
—¿Vio usted pasar al viejo por la puerta de acceso al andén?
—No, no lo vi, y examiné a todos los pasajeros. Tía Augusta fue la última. —Comprendió de pronto—. ¡Santo Dios! ¿Cree usted que era Micky Miranda disfrazado?
—Sí, eso creo. ¿Pero dónde está ahora? ¿Puede haberse apeado en alguna parada anterior?
—No —dijo el guarda—, éste es un tren expreso, directo de Waterloo a Southampton.
—En ese caso, hay que registrar el tren. Tiene que estar todavía en él.
Pero no estaba.