April Tilsley irrumpió en el despacho de Maisie en el hospital femenino. Iba de punta en blanco, con un vestido de seda escarlata y pieles de zorro. Enarbolaba un periódico.
—¿Te has enterado de lo ocurrido? —preguntó. Maisie se levantó.
—¡April! ¿A qué viene esto?
—¡Micky Miranda ha matado de un tiro a Tonio Silva!
Maisie sabía quién era Micky, pero tardó un momento en recordar que Tonio había formado parte de la pandilla de muchachos que acompañaban a Solly y Hugh cuando eran jóvenes. En aquella época, Tonio era jugador, se acordó de eso, y April se había mostrado dulce y cariñosa con él, hasta que descubrió que siempre perdía el poco dinero que apostaba.
—¿Micky le pegó un tiro? —preguntó sorprendida—. ¿Ha muerto?
—Sí. Lo dice el periódico de la tarde.
—Me pregunto por qué.
—No lo dice. Pero lo que sí dice es que también…
April vaciló.
—Siéntate, Maisie.
—¿Por qué? ¡Cuéntalo ya!
—Dice que la policía quiere interrogarle sobre otros tres asesinatos, los de Peter Middleton, Seth Pilaster y… Solomon Greenbourne.
Maisie se dejó caer pesadamente en la silla.
—¡Solly! —articuló. Se sintió muy débil—. ¿Micky mató a Solly? ¡Oh, pobre Solly!
Cerró los ojos y hundió la cara entre las manos.
—Necesitas un sorbo de coñac —diagnosticó April—. ¿Dónde lo tienes?
—Aquí no tenemos coñac —respondió Maisie. Hizo un esfuerzo para recuperarse—. Déjame ver el periódico.
April se lo pasó.
Maisie leyó el primer párrafo. Informaba de que la policía buscaba al antiguo embajador de Córdoba, Miguel Miranda, a fin de interrogarle respecto al asesinato de Antonio Silva.
—Pobre Tonio —lamentó April—. Fue uno de los hombres más estupendos por los que me he abierto de piernas.
Maisie continuó leyendo. La policía deseaba también interrogar a Miranda acerca de las muertes de Peter Middleton, en el Colegio Windfield, en 1866; Seth Pilaster, presidente del consejo del Banco Pilaster, en 1873; y Solomon Greenbourne, al que empujaron bajo los caballos de un coche que iba a toda velocidad por una calle lateral, cerca de Piccadilly, en julio de 1879.
—¿Seth Pilaster… Seth, el tío de Hugh? —se extrañó Maisie excitada—. ¿Por qué mató a todas esas personas?
—Los periódicos no dicen nunca lo que realmente quieres saber —expresó April.
El tercer párrafo volvió a sobresaltar a Maisie. El homicidio con arma de fuego había tenido lugar en el noreste de Londres, cerca de Walthamstow, en una aldea llamada Chingford. Del corazón de Maisie brotó un latido.
—¡Chingford! —jadeó Maisie.
—Es la primera vez que oigo ese nombre…
—¡Allí es dónde vive Hugh!
—¿Hugh Pilaster? ¿Todavía bebes los vientos por él?
—Debe de estar complicado en el asunto, ¿no lo comprendes? ¡No puede ser una coincidencia! Oh, Dios mío, espero que se encuentre bien.
—Supongo que si estuviese herido el periódico lo diría.
—Eso ocurrió hace escasas horas. Es posible que no lo sepan.
Maisie era incapaz de soportar la incertidumbre. Se levantó: —He de averiguar si se encuentra bien— dijo.
—¿Cómo?
Maisie se puso el sombrero y lo aseguró con una aguja.
—Iré a su casa.
—A su esposa no le va a gustar.
—Su esposa es una paskudrziak.
April se echó a reír.
—¿Y eso qué es?
—Una asquerosa.
Maisie se puso el abrigo.
—Mi coche está a la puerta. —April se levantó—. Te llevaré a la estación de ferrocarril.
Se habían acomodado en el vehículo cuando cayeron en la cuenta de que ninguna de las dos estaba enterada de la estación de Londres a la que se debía ir para coger el tren de Chingford. Por suerte, el conductor del faetón, que también era el portero del burdel de Nellie, pudo decirles que era la de la calle de Liverpool.
Cuando llegaron, Maisie dio las gracias a April mecánicamente y se precipitó dentro de la estación. Estaba atestada de viajeros navideños y de personas que, después de hacer sus compras, volvían al hogar suburbano. El humo y el polvo saturaban la atmósfera. La gente se saludaba y se despedía a gritos cuyo volumen se elevaba por encima del chirrido de los frenos y las exhalaciones de las locomotoras de vapor. Maisie se abrió paso hacia la taquilla, forcejeando con una multitud formada por mujeres con los brazos llenos de paquetes, empleados de bombín que volvían temprano a casa, maquinistas y fogoneros de rostro ennegrecido, niños, caballos y perros.
Tuvo que esperar quince minutos a que saliera su tren.
En el andén contempló la lacrimosa despedida de una pareja de jóvenes enamorados. Los envidió.
El tren resopló, lanzando al aire nubes de vapor mientras atravesaba los míseros arrabales de Bethnal Green, los suburbios de Walthamstow y los campos de Woodford, cubiertos de nieve. El convoy se detenía cada pocos minutos. Aunque avanzaba a doble velocidad que un coche de caballos, a Maisie le parecía lento. Se mordía las uñas y no cesaba de preguntarse si Hugh se encontraría bien.
Cuando se apeó del tren, en Chingford, un agente de policía la abordó y le pidió que entrase en la sala de espera.
Allí, un detective quiso saber si Maisie había estado en la localidad aquella mañana.
Era evidente que buscaban testigos del asesinato. Maisie le contestó que iba a Chingford por primera vez.
—¿Alguien más resultó herido, aparte de Antonio Silva? —preguntó impulsivamente.
—En el curso de la reyerta, otras dos personas sufrieron cortes y hematomas de escasa importancia —repuso el detective.
—Estoy preocupada por un amigo mío que conocía al señor Silva. Se llama Hugh Pilaster.
—El señor Pilaster luchó a brazo partido con el agresor y recibió algunos golpes en la cabeza —dijo el hombre—. Pero sus heridas no son graves.
—¡Oh, gracias a Dios! —exclamó Maisie—. ¿Puede indicarme dónde está su casa?
El detective se lo indicó.
—El señor Pilaster estuvo en Scotland Yard a primera hora del día… ignoro si ha regresado ya.
Maisie debatió consigo misma si debía o no volver a Londres inmediatamente, ahora que ya estaba bastante segura de que a Hugh no le había ocurrido nada grave. Se ahorraría el encuentro con la espantosa Nora.
Pero se sentiría más feliz si lo viese. Y Nora no la asustaba. Echó a andar hacia la casa, caminando sobre seis o siete centímetros de nieve.
Mientras avanzaba por la flamante calle de casas baratas con sus fríos jardines delanteros, Maisie pensó que el contraste entre Chingford y Kensington era brutal. Hugh soportaría con estoicismo la humillación que eso representaba, supuso Maisie, pero no estaba tan segura respecto a Nora. La muy bruja se había casado con Hugh por su dinero y no le haría ninguna gracia volver a ser pobre.
Al llamar a la puerta de la casa de Hugh, Maisie oyó el llanto de un niño. Le abrió un muchacho de unos once años.
—¿Verdad que tú eres Toby? —saludó Maisie—. Vengo a ver a tu padre. Soy la señora Greenbourne.
—Me temo que mi padre no está en casa —repuso el chico cortésmente.
—¿Cuándo crees que volverá?
—No lo sé.
Cundió el desánimo en Maisie. Había saboreado con anticipada delectación la perspectiva de ver a Hugh.
—Quizá puedas decirle —encargó, decepcionada— que leí el periódico y vine a visitarle para tener la certeza de que se encontraba sano y salvo.
—Muy bien. Se lo diré.
No quedaba nada más que añadir. Podía volver a la estación y esperar a que pasase el siguiente tren para Londres. Se dispuso a marcharse, desilusionada. Al menos se había librado de la posible gresca con Nora.
Notó en la cara del chico algo que la inquietó: una expresión casi como de miedo. Obedeciendo a una intuición, se volvió y dijo:
—¿Está tu madre en casa?
—No, me temo que no.
Era extraño. Hugh no podía permitirse los servicios de una institutriz. Maisie tuvo la sensación de que algo iba mal.
—¿Puedo hablar con la persona que se encarga de cuidaros?
El chico vaciló.
—La verdad es que, aparte de mis hermanos y yo, no hay nadie en casa.
El instinto de Maisie no la había engañado. ¿Qué ocurría? ¿Cómo es que habían dejado completamente solos a los tres niños? Titubeó antes de inmiscuirse en el asunto, puesto que sabía que Nora Pilaster le armaría una buena bronca. Por otra parte, no le era posible marcharse tranquilamente, dejando que los hijos de Hugh se las arreglaran por sí mismos.
—Soy una vieja amiga de tu padre… y de tu madre —dijo.
—La vi en la boda de tía Dotty —contestó el niño.
—Ah, sí. Ejem… ¿Puedo entrar?
Toby pareció aliviado.
—Sí, por favor.
Maisie entró. Avanzó hacia la cocina, situada en la parte de atrás de la casa, orientándose por el ruido del llanto de un niño. A gatas en el suelo, un crío de cuatro años lloraba a moco tendido. Sentado a la mesa de la cocina, otro chico de seis años daba la impresión de que también iba a estallar en lágrimas de un momento a otro.
Maisie cogió en brazos al más pequeño. Sabía que se llamaba Saloman, por Solly Greenbourne, pero que le llamaban Sol.
—Bueno, bueno —murmuró Maisie—. ¿Qué ocurre?
—Quiero que venga mi mamá —el niño lloró más fuerte.
—Chissst, chissst —susurró Maisie, al tiempo que lo mecía. Notó que la humedad le calaba el vestido y comprendió que la criatura se había hecho pis. Al echar una mirada alrededor, comprobó que allí todo estaba manga por hombro. La superficie de la mesa aparecía sembrada de migas y leche derramada, había platos sucios en el fregadero y manchas de barro en el suelo. También hacía frío: el fuego estaba consumido. Era casi como si hubieran abandonado a los niños.
—¿Qué está pasando aquí? —le preguntó a Toby.
—Les he dado un poco de almuerzo —dijo el chico—. Preparé pan con mantequilla y corté unas lonchas de jamón. Quise hacer té, pero me quemé la mano con la tetera.
Se esforzaba por aparentar valentía, pero le faltaba muy poco para romper a llorar.
—¿Sabe usted dónde puede estar mi padre?
—No, no lo sé. —Maisie reparó en que el más pequeño había reclamado a la madre, mientras que el mayor preguntaba por su padre—. ¿Y tu madre?
Toby cogió un sobre de encima de la chimenea y se lo tendió. Iba dirigido simplemente a «Hugh».
—No está cerrado —observó Toby—. Lo he leído.
Maisie abrió el sobre y extrajo la única cuartilla que contenía.
Sólo contenía una palabra escrita en letras mayúsculas:
ADIÓS
Maisie se quedó horrorizada. ¿Cómo podía una madre abandonar a sus tres hijos pequeños… y dejarlos para que se valieran por sí solos? Nora había alumbrado a aquellos tres niños y los había alimentado con sus pechos cuando eran recién nacidos. Maisie pensó en las madres del hospital femenino de Southwark. Si a cualquiera de ellas le proporcionasen una casa de tres dormitorios en Chingford, creería estar en la gloria.
Apartó momentáneamente de su cerebro tales pensamientos.
—Vuestro padre volverá esta noche, estoy segura —declaró, al tiempo que rezaba para que fuese verdad. Se dirigió al niño de cuatro años, que era el que tenía en brazos—. Pero no queremos que encuentre la casa sucia y desordenada, ¿verdad?
Sol negó solemnemente con la cabeza.
—Vamos a fregar los platos, limpiar la cocina, encender la lumbre y preparar algo de cena.
Miró al niño de seis años.
—¿Te parece buena idea, Samuel?
Samuel asintió.
—Me gustan las tostadas con mantequilla —dijo.
—Entonces, eso es lo que prepararemos.
Toby no se sintió tranquilo.
—¿A qué hora cree que volverá a casa mi padre?
—No estoy segura —contestó Maisie con sinceridad. No tenía sentido mentir: los niños siempre adivinaban el engaño—. Pero te diré una cosa. Puedes quedarte levantado hasta que llegue, por tarde que sea. ¿Qué te parece?
El niño pareció un tanto aliviado.
—Muy bien —dijo.
—Estupendo, pues. Toby, tú eres el más fuerte, puedes traer un cubo de carbón. Samuel, creo que puedo confiar en que vas a cumplir adecuadamente un trabajo: coge un trapo, pásalo por la mesa de la cocina y la limpias como es debido. Sol, te encargarás de barrer… eres el más pequeño y, por lo tanto, el que está más cerca del suelo. Vamos, chicos, ¡manos a la obra!