DICIEMBRE

1

La bancarrota del Pilaster fue el escándalo social del año. A los periódicos sensacionalistas les faltaba tiempo para informar puntualmente de todos los detalles del caso: la venta de las grandes mansiones de Kensington; las subastas de las pinturas, los muebles antiguos y las cajas de Oporto; la cancelación del proyectado viaje de novios que Nick y Dotty pensaban realizar por Europa y que duraría seis meses; y la modestia de las sencillas casas suburbanas en las que los otrora arrogantes y poderosos Pilaster pelaban ahora las patatas que iban a comer y se lavaban su propia ropa interior.

Hugh y Nora alquilaron una casita con jardín en Chingford, una aldea a quince kilómetros de Londres. Dejaron tras de sí a la servidumbre, pero una fornida muchacha de catorce años de una granja próxima iba todas las tardes a fregar los suelos y limpiar las ventanas.

Nora, que durante doce años no había efectuado la menor tarea doméstica, se lo tomaba muy mal, e iba de aquí para allá con un sucio delantal encima dedicada a barrer el suelo y preparar comidas indigestas, todo a regañadientes y sin parar de quejarse. A los chicos les gustaba aquello más que Londres, ya que podían jugar en el bosque. Hugh iba a la City en tren todos los días. Continuaba trabajando en el banco, donde su tarea consistía en disponer de los bienes del Pilaster en nombre del sindicato.

Cada uno de los socios recibía del banco una pequeña subvención.

Teóricamente, no tenían derecho a nada. Pero los miembros del sindicato no eran desalmados: dado que eran banqueros como los Pilaster, en el fondo de su corazón pensaban: «Hoy por ti, mañana por mí». Además, la colaboración de los socios resultaba muy útil a la hora de liquidar los bienes, y merecía la pena recompensarles con un pequeño estipendio a fin de conservar su bienquerencia.

Hugh contemplaba con atenta ansiedad el desarrollo de la guerra civil de Córdoba. El desenlace determinaría la cantidad de dinero que iba a perder el banco. Hugh deseaba con toda su alma que obtuvieran algún beneficio. Poder decir algún día que nadie perdió dinero en la operación de rescate del Banco Pilaster. Pero esa posibilidad parecía remota.

Al principio, el bando de Miranda dio la sensación de que ganaba la guerra. Según las crónicas, su ataque estuvo perfectamente planeado y fue sanguinariamente ejecutado. El presidente García se vio en la ineludible necesidad de huir y refugiarse en la ciudad fortificada de Campanario, en el sur del país, su región natal. El desaliento se apoderó de Hugh. Si los Miranda lograban la victoria, gobernarían Córdoba como un reino particular, y jamás pagarían intereses por unos préstamos concedidos al régimen anterior; y los bonos de Córdoba carecerían absolutamente de valor en un futuro previsible.

Sin embargo, los acontecimientos dieron un giro inesperado. La familia de Tonio, los Silva, que durante largos años había sido el reducido sostén de la escasamente efectiva oposición liberal, tomó partido por el presidente y se incorporó a la lucha, a cambio de la promesa de convocar elecciones libres y llevar a cabo la reforma agraria cuando el presidente recobrase el poder. Renacieron las esperanzas de Hugh.

El revitalizado ejército presidencial logró un considerable apoyo y frenó el avance de los usurpadores. Las fuerzas se equilibraron, lo mismo que los recursos financieros: los Miranda habían consumido su caja de guerra en el ataque inicial a por todo. El norte tenía yacimientos de nitrato y el sur minas de plata, pero ninguno de los dos bandos podía conseguir que se financiasen o asegurasen sus exportaciones, dado que los Pilaster estaban fuera del negocio y ningún otro banco estaría dispuesto a aceptar a un cliente que acaso mañana hubiese desaparecido.

Ambas facciones solicitaron el reconocimiento del gobierno británico, con la esperanza de que eso contribuiría a facilitarles créditos. Todavía oficialmente embajador cordobés en Londres, Micky Miranda apremiaba a los funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores, a los ministros del gobierno y a los miembros del Parlamento, ejerciendo toda la presión que podía para que se reconociese a Papá Miranda como nuevo presidente. Pero, de momento, el ministro de Asuntos Exteriores, lord Salisbury, se negaba a inclinarse por uno de los bandos.

Entonces, llegó a Londres sorprendentemente Tonio Silva. Se presentó en la casita suburbana de Hugh la víspera de Navidad. Hugh se encontraba en la cocina. Servía el desayuno a los chicos: leche caliente y tostadas. Nora aún estaba vistiéndose: iba a Londres a hacer sus compras navideñas, aunque dispondría de poco dinero para gastar. Hugh accedió a quedarse en casa y cuidar de los niños: ninguna tarea urgente requería aquel día su presencia en el banco.

Fue a abrir la puerta personalmente, una experiencia que le recordaba los viejos tiempos de Folkestone, en casa de su madre. Tonio se había dejado barba y bigote, sin duda para ocultar las cicatrices de la paliza que doce años antes le habían propinado los facinerosos contratados por Micky; pero Hugh le reconoció gracias a la pelambrera color zanahoria y su despreocupada sonrisa. Nevaba, y una película de copos blancos recubría el sombrero y los hombros del abrigo de Tonio.

Hugh llevó a su viejo amigo a la cocina y le ofreció té.

—¿Cómo diste conmigo? —le preguntó.

—No fue fácil —repuso Tonio—. En tu antigua casa no había nadie y el banco estaba cerrado. Pero fui a la Mansión Whitehaven y vi a tu tía Augusta. No ha cambiado nada. No sabía tu dirección, pero se acordó de Chingford. Tal como pronunció el nombre, sonaba a campamento para prisioneros, como Tasmania.

Hugh asintió.

—No es tan malo. Los chicos están estupendamente. A Nora le resulta un poco duro.

—Augusta no se ha cambiado de casa.

—No. Del apuro en el que estamos todos ella tiene más culpa que nadie. Sin embargo, de todos los afectados, es la única que se niega a aceptar la realidad. Pero descubrirá que hay lugares peores que Chingford.

—Córdoba, por ejemplo —dijo Tonio.

—¿Cómo van las cosas?

—Mi hermano murió en combate.

—Lo siento.

—La guerra está en un punto muerto. Ahora todo depende del gobierno británico. El bando que consiga su reconocimiento estará en condiciones de obtener créditos, reabastecer su ejército y derrotar al enemigo. Por eso estoy aquí.

—¿Te ha enviado el presidente García?

—Mejor que eso. Oficialmente, soy el embajador de Córdoba en Londres. Han destituido a Miranda.

—¡Espléndido!

A Hugh le encantó la noticia de la deposición de Micky.

Le había fastidiado enormemente ver al hombre que le había estafado dos millones de libras pasearse por Londres tranquilamente, ir a clubes, teatros y cenas de sociedad como si nada hubiera ocurrido.

—He traído las correspondientes cartas credenciales —añadió Tonio—, y las deposité ayer en el Ministerio de Asuntos Exteriores.

—Y confías en convencer a nuestro ministro de Asuntos Exteriores para que apoye a tu bando.

—Sí.

Hugh le miró con extrañeza.

—¿Cómo?

—García es el presidente… Gran Bretaña tiene el deber de apoyar al gobierno legítimo.

Hugh pensó que era un argumento poco consistente.

—Hasta ahora no lo hemos hecho.

—Me limitaré a decirle al ministro que debéis hacerlo.

—Lord Salisbury está atareadísimo esforzándose en impedir que salte la tapa del caldero hirviente de Irlanda… no tiene tiempo para dedicárselo a una lejana guerra civil de América del Sur.

Hugh no pretendía ser negativo, pero en su cerebro empezaba a cristalizar una idea.

En tono más bien irritado, Tonio declaró:

—Bueno, mi tarea consiste en persuadir a Salisbury de que ha de prestar más atención a lo que sucede en América del Sur, aunque él tenga otras preocupaciones.

Tonio se percató de lo débil que era su enfoque, y al cabo de unos segundos añadió:

—En fin, está bien. Tú eres inglés, ¿qué sistema te parece adecuado para despertar su atención?

—Puedes prometerle —se apresuró a sugerir Hugh— que protegerás a los inversores británicos, evitando sus pérdidas.

—¿Cómo?

—No lo tengo muy claro, estoy pensando en voz alta.

Hugh cambió de postura en la silla. Con las piezas de madera de un juego de construcción, Sol, que tenía cuatro años, levantaba un castillo alrededor de las piernas de su padre. Era algo increíble decidir el futuro de todo un país en la minúscula cocina de una casa barata de suburbio.

—Los inversores británicos colocaron dos millones de libras en la Corporación del Puerto de Santamaría… el Banco Pilaster fue el que contribuyó con la mayor cantidad. Todos los directivos de la empresa eran miembros o asociados de la familia Miranda y a mí no me cabe la menor duda de que los dos millones fueron a parar directamente a su caja de guerra. Necesitamos recuperar ese dinero.

—Pero todo se gastó en armamento.

—De acuerdo. Pero la familia Miranda debe de tener bienes que valen millones.

—Ciertamente… poseen los yacimientos de nitrato del país.

—Si tu bando ganara la guerra, ¿podría el presidente García ceder los yacimientos de nitrato a la Corporación del Puerto de Santamaría, como compensación por el fraude? Entonces, los bonos tendrían algún valor.

—El presidente me ha dicho —manifestó Tonio con voz firme— que puedo prometer cualquier cosa, lo que sea, con tal de que los británicos tomen partido por las fuerzas del gobierno de Córdoba.

Hugh empezó a animarse. De pronto, la perspectiva de saldar todas las deudas del Pilaster parecía muy próxima.

—Déjame pensar —dijo—. Debemos preparar el terreno antes de que plantees la cuestión en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Creo que podré convencer al viejo Ben Greenbourne para que hable con lord Salisbury y le diga que debe hacer algo en pro del inversor británico. ¿Y qué hay de la oposición en el Parlamento? Podríamos ir a ver a Dan Robinson, el hermano de Maisie… es diputado del Parlamento y las quiebras bancarias son su obsesión. Aprueba mi proyecto de rescate del Pilaster y está deseoso de colaborar. Puede conseguirnos el respaldo de la oposición en la Cámara de los Comunes.

Los dedos de Hugh tamborilearon sobre la superficie de la mesa.

—¡Esto empieza a parecer factible!

—Tenemos que movernos deprisa —articuló Tonio.

—Ahora mismo nos vamos a la ciudad. Dan Robinson vive con Maisie en el sur de Londres. Greenbourne estará en su residencia campestre, pero le telefonearé desde el banco.

Hugh se puso en pie.

—Voy a avisar a Nora.

Liberó los pies de los muros del castillo de piezas de madera levantado por Sol y salió de la cocina.

En el dormitorio, Nora se colocaba un aparatoso sombrero con adornos de piel.

—Tengo que ir a la ciudad —anunció Hugh, al tiempo que se ponía el cuello y la corbata.

—¿Quién va a cuidar de los niños, entonces? —dijo Nora.

—Tú, espero.

—¡No! —chilló la mujer—. ¡Me voy de compras!

—Lo siento, Nora, pero esto es muy importante.

—¡Yo también soy importante!

—Claro que lo eres, pero ahora no puedes hacer lo que quieres. He de hablar urgentemente con Ben Greenbourne.

—Estoy harta de esto —replicó Nora enojada—. Harta de esta casa, harta de este pueblo aburrido, harta de los chicos y harta de ti. ¡Mi padre vive mejor que nosotros!

El padre de Nora había abierto una taberna con un préstamo del Banco Pilaster, y el negocio le iba extraordinariamente bien. —Debería irme a vivir con él y trabajar de camarera— dijo Nora. —Me divertiría más y me pagarían por hacer las mismas tareas pesadas.

Hugh se la quedó mirando. Comprendió de súbito que nunca más compartiría la cama con ella. No quedaba nada de su matrimonio. Nora le odiaba y él la despreciaba.

—Quítate el sombrero, Nora —ordenó—. Hoy no saldrás de compras.

Se puso la chaqueta y abandonó el cuarto.

Tonio le esperaba impaciente en el vestíbulo. Hugh besó a los niños, cogió el sombrero y el abrigo y abrió la puerta.

—Hay un tren dentro de unos minutos —dijo cuando salieron.

Se encasquetó el sombrero y se fue poniendo el abrigo mientras se apresuraban por la breve senda del jardín y franqueaban el portillo de la cerca. Había arreciado la nieve y una capa de dos centímetros y medio cubría la hierba. La casa de Hugh era una de las veinte o treinta idénticas construidas en hilera sobre lo que fue en otro tiempo un campo de nabos.

Avanzaron por un camino de grava hacia la aldea.

—Iremos primero a ver a Robinson. —Hugh planeaba el itinerario—. Entonces podemos decirle a Greenbourne que la oposición ya está de nuestra parte… ¡Escucha!

—¿Qué?

—Ése es nuestro tren. Vale más que nos apresuremos.

Apretaron el paso. Por suerte, la estación estaba en aquel lado del pueblo. Cuando cruzaban un puente tendido sobre las vías, el tren apareció a la vista.

Apoyado en el pretil, un hombre contemplaba la llegada del convoy. El hombre se volvió cuando pasaban por delante de él y Hugh le reconoció: era Micky Miranda.

Y empuñaba un revólver.

Luego, todo sucedió precipitadamente.

Hugh lanzó un grito de aviso, pero fue un susurro comparado con el estruendo del tren. Micky encañonó a Tonio y le disparó a quemarropa. Tonio dio un traspié y se desplomó. Micky dirigió el arma hacia Hugh… pero en aquel instante la locomotora proyectó una oleada de humo y vapor, una densa nube envolvió el puente y Hugh y Micky quedaron envueltos en ella, cegados. Hugh se arrojó al nevado suelo. Oyó dos detonaciones del revólver, pero no sintió nada. Rodó lateralmente, se incorporó de rodillas y escudriñó la niebla.

La humareda empezaba a disiparse. Hugh vislumbró una figura en la niebla y se precipitó hacia ella. Micky le vio y trató de revolverse, pero era demasiado tarde: Hugh chocó contra él. Micky fue a parar al suelo y el arma se le escapó de la mano, trazó un arco por encima del pretil del puente y descendió hacia la vía del tren. Hugh cayó sobre Micky y rodó hacia un lado para quitárselo de encima.

Ambos se pusieron en pie trabajosamente. Micky se agachó para recoger su bastón de paseo. Hugh le atacó de nuevo y volvió a derribarle, pero Micky logró conservar el bastón. Mientras bregaba para incorporarse, Hugh le lanzó un puñetazo. Pero Hugh no había pegado a nadie en los últimos veinte años y falló el golpe. En cambio, Micky le acertó en la cabeza con el bastón. Un golpe doloroso. Micky le asestó otro bastonazo. El segundo impacto enfureció a Hugh, que se precipitó sobre Micky y le golpeó en pleno rostro. Retrocedieron, jadeantes.

De la estación llegó un silbido, indicador de que el tren se marchaba, y el pánico apareció en el semblante de Micky. Hugh supuso que tenía previsto huir en aquel tren y que no podía permitirse quedarse en Chingford otra hora, tan cerca de la escena de su crimen. La suposición de Hugh era acertada: Micky dio media vuelta y echó a correr hacia la estación.

Hugh le persiguió.

Micky no era ningún velocista, puesto que había dedicado demasiadas noches de su vida a beber en los burdeles; pero Hugh, por su parte, se había pasado su vida adulta sentado detrás de un escritorio y no estaba en mejor forma física. Micky irrumpió en la estación en el momento en que el tren arrancaba. Hugh corrió tras él, casi sin resuello. Cuando llegaban al andén, un ferroviario gritó:

—¡Eh! ¿Dónde están sus billetes?

A modo de contestación, Hugh chilló:

—¡Al asesino!

Micky continuó su carrera a lo largo del andén, intentando alcanzar la parte trasera del vagón de cola, que se alejaba. Hugh le fue a la zaga, al tiempo que se esforzaba al máximo para hacer caso omiso del lacerante dolor del costado. El ferroviario se unió a la persecución. Micky alcanzó el tren, se agarró al pasamanos y saltó al escalón de acceso. Hugh se lanzó en plancha y le cogió un tobillo, pero la mano se le escurrió. El empleado de la estación tropezó con Hugh y salió volando, para caer de bruces.

Cuando Hugh se puso en pie, el tren ya estaba fuera de su alcance. Desesperado, lo contempló mientras se alejaba. Vio a Micky abrir la portezuela del vagón en marcha y entrar tambaleándose en el coche.

Micky cerró la portezuela.

Tras levantarse, el ferroviario se sacudió la nieve de su ropa y preguntó:

—¿A qué diablos viene este jaleo?

Hugh se dobló sobre sí mismo; respiraba como un fuelle agujereado, excesivamente exhausto para hablar.

—Han descerrajado un tiro a un hombre —dijo cuando recobró el aliento.

En cuanto se sintió lo bastante fuerte para moverse, echó a andar hacia la entrada de la estación e indicó al ferroviario que le siguiera. Condujo al hombre hasta el puente donde yacía Tonio.

Hugh se arrodilló junto al cuerpo. El proyectil había alcanzado a Tonio entre los ojos y de su rostro no quedaba gran cosa.

—¡Dios mío, qué horror! —exclamó el ferroviario.

Hugh tragó saliva y luchó contra las náuseas. Tuvo que hacer un esfuerzo tremendo para deslizar la mano por debajo del abrigo de Tonio y comprobar los latidos del corazón. Como ya se esperaba, no percibió ninguno. Evocó al travieso mozalbete con el que había chapoteado en la alberca del bosque del Obispo veinticuatro años antes y una marea de pesadumbre le inundó y le puso al borde de las lágrimas.

La cabeza de Hugh empezó a aclararse, y con angustiada nitidez, comprendió cómo había planeado Micky aquel crimen. Sin duda tenía amigos en el Ministerio de Asuntos Exteriores, todos los diplomáticos medio competentes los tenían. Uno de tales amigos le contó, tal vez la noche antes en una recepción o en una cena, que Tonio estaba en Londres. Tonio había entregado ya sus cartas credenciales, por lo que Micky no ignoraba que sus días estaban contados. Pero si Tonio moría, la situación se embrollaba de nuevo. En Londres no habría nadie que negociase en nombre del presidente García y Micky sería embajador de facto. Era la única esperanza de Micky. Pero debía actuar deprisa y correr riesgos, ya que sólo contaba con un par de días como máximo.

¿Cómo supo dónde encontrar a Tonio? Quizá encargó a alguien que localizase y vigilara a su compatriota… o tal vez Augusta le dijo que Tonio la había visitado para preguntarle la dirección de Hugh. Fuera como fuese, había seguido a Tonio hasta Chingford.

Dar con la casa de Hugh habría significado tener que hablar con demasiadas personas. Sin embargo, sabía que, tarde o temprano, Tonio tendría que volver a la estación de ferrocarril. De modo que se apostó cerca de la estación, con la idea de matar a Tonio —y a todo posible testigo del asesinato— y huir en tren.

Micky era un hombre desesperado y su plan terriblemente azaroso, pero faltó poco para que le saliera bien. Hubiera precisado matar a Hugh igual que a Tonio, pero el humo de la locomotora le hizo fallar la puntería. Si las cosas se hubieran desarrollado de acuerdo con su plan, nadie le habría reconocido. Chingford carecía de telégrafo y de teléfono y no contaba con ningún medio de transporte más rápido que el tren, así que estaría de vuelta en Londres antes de que se hubiese informado del crimen y, desde luego, alguno de sus empleados le proporcionaría la debida coartada.

Pero falló en el intento de matar a Hugh. Y —Hugh se dio cuenta de pronto— técnicamente Micky ya no era el embajador de Córdoba, de modo que había perdido su inmunidad diplomática.

Le ahorcarían por aquel homicidio. Hugh se incorporó.

—Tenemos que dar cuenta de este asesinato lo antes posible —dijo.

—Hay una comisaría de policía en Walthamstow, unas cuantas estaciones más adelante, en dirección a Londres.

—¿A qué hora pasa el próximo tren?

El ferroviario se sacó del bolsillo del chaleco un reloj enorme.

—Dentro de cuarenta y siete minutos —precisó.

—Lo tomaremos los dos. Usted se apea en Walthamstow para avisar a la policía de allí y yo iré a la ciudad e informaré a Scotland Yard.

—No hay nadie que pueda quedarse al cargo de la estación. Al ser hoy víspera de Navidad, estoy solo.

—Tengo la plena certeza de que su patrón querría que cumpliese usted con su deber cívico.

—Tiene razón.

El hombre pareció agradecido de que le dijesen lo que tenía que hacer.

—Sería mejor que colocásemos al pobre Silva en un lugar protegido. ¿Hay algún sitio en la estación?

—Nada más que la sala de espera.

—Lo llevaremos allí y cerraremos la puerta con llave.

Hugh se agachó y cogió el cuerpo por debajo de las axilas.

—Cójale usted por las piernas.

Levantaron a Tonio y lo trasladaron a la estación.

Lo tendieron en un banco de la sala de espera. No sabían a ciencia cierta qué hacer. Hugh estaba inquieto. No podía sentirse afligido… era demasiado pronto. Deseaba coger al asesino, no llorar la muerte de la víctima. Se paseó nerviosamente de un lado a otro de la sala de espera; cada dos o tres minutos consultaba el reloj y se frotaba el dolorido punto donde había recibido los bastonazos de Micky. Sentado en el banco del otro extremo, el ferroviario miraba el cadáver con temerosa fascinación. Al cabo de un rato, Hugh fue a sentarse junto al hombre. Permanecieron allí, silenciosos y atentos, y compartieron con el difunto la gélida sala de espera hasta que llegó el tren.