—No nos queda absolutamente ni un penique —dijo Hugh. Al principio, no le entendieron. Pudo verlo en sus rostros. Estaban reunidos en el salón de la casa de Hugh. Una estancia rebosante; la había decorado Nora, a quien le encantaba cubrir con telas floreadas hasta la más insignificante pieza de mobiliario y llenar de objetos de adorno hasta el último centímetro de superficie. Todos los invitados se habían ido ya, por fin.
Hugh no había dicho nada de aquella nefasta noticia hasta que la fiesta concluyó, pero la familia vestía aún las galas del acontecimiento nupcial. Augusta y Edward estaban sentados uno junto al otro, sus semblantes expresaban la misma incredulidad desdeñosa. Tío Samuel se encontraba al lado de Hugh. Los demás socios, Young William, el mayor Hartshorn y sir Harry, permanecían de pie detrás de un sofá ocupado por sus esposas, Beatrice, Madeleine y Clementine. Subidos los colores a causa del almuerzo y el champán, Nora se había acomodado en su asiento habitual, junto a la chimenea. Los novios, Nick y Dotty, cogidos de la mano, parecían asustados.
Hugh lo sentía por los recién casados.
—La dote de Dotty, Nick, se ha esfumado. Me temo que tus planes han quedado reducidos a nada.
—Tú eres el presidente del consejo… ¡sin duda es culpa tuya! —dijo tía Madeleine con voz chillona.
Se mostraba tan estúpida como perversa. Era una reacción previsible, pero no obstante Hugh se sintió dolido. Resultaba muy injusto que le acusara a él, después de todo lo que había luchado para evitar aquello.
Sin embargo, William, su hermano menor, la corrigió con sorprendente agudeza.
—No digas tonterías, Madeleine —replicó—. Edward nos engañó y cargó al banco con un montón de bonos cordobeses que ahora no valen nada.
Hugh le agradeció que fuera tan honesto. William prosiguió:
—La culpa la tenemos todos los que permitimos a Edward convertirse en presidente del consejo.
Miró a Augusta.
Nora parecía perpleja.
—No es posible que nos hayamos quedado sin un penique —dijo asombrada.
—Pues lo es —repuso Hugh pacientemente—. Todo nuestro dinero está en el banco y el banco ha quebrado.
Era disculpable que su esposa no lo entendiera: no había nacido en el seno de una familia de banqueros.
Augusta se puso en pie y se encaminó a la chimenea.
Hugh se preguntó si no trataría de salir en defensa de su hijo, pero tampoco era tan insensata.
—No importa quién tenga la culpa —expresó—. Debemos salvar lo que podamos. Sin duda debe de haber todavía en el banco una buena cantidad de efectivo, oro y billetes de banco. Tenemos que sacarlo y esconderlo en algún lugar seguro antes de que se presenten los acreedores. Luego…
Hugh la interrumpió: —No vamos a hacer semejante cosa— habló en tono brusco. —Ese dinero no es nuestro.
—¡Claro que es nuestro! —gritó Augusta.
—Cállate y vuelve a sentarte, Augusta, si no quieres que llame a los lacayos para que te echen de aquí.
Se sorprendió lo suficiente como para guardar silencio, pero no se sentó.
—Hay efectivo en el banco —dijo Hugh—, y no se nos ha declarado oficialmente en quiebra, de modo que podemos optar por pagar a algunos de nuestros acreedores. Tendrás que despedir a la servidumbre; y si los envías a la puerta lateral del banco con una nota en la que figure la cantidad que les debes, se la pagaré. A todos los comerciantes con los que tengas cuenta les dices que te den la factura y me encargaré también de que se les abone… pero sólo hasta el día de la fecha del cierre: no pagaré ninguna deuda en la que incurras de ahora en adelante.
—¿Quién eres tú para decirme que despache a mi servidumbre? —preguntó Augusta en tono indignado.
Hugh estaba predispuesto a sentir cierta condescendencia para la situación en que se encontraban, a pesar incluso de que ellos se lo habían buscado; pero aquella estupidez deliberada era cargante.
—Si no los despides —replicó con brusquedad—, se irán por su cuenta, ya que no cobrarían. Intenta meterte en la cabeza, tía Augusta, que no tienes ni una perra.
—Ridículo —murmuró la mujer.
—Yo no puedo despedir a los criados —volvió a hablar Nora—. No es posible vivir sin criados en una casa como ésta.
—No te preocupes —dijo Hugh—. No vivirás en una casa como ésta. Tendré que venderla. Todos tendremos que vender nuestras casas, muebles, obras de arte, bodegas y joyas.
—¡Eso es absurdo! —protestó Augusta.
—Es la ley —replicó Hugh—. Cada uno de los socios ha de responder personalmente de las deudas del negocio.
—Yo no soy socia —dijo Augusta.
—Pero Edward sí. Dimitió como presidente del consejo, pero conservó sobre el papel la condición de socio. Y es el dueño de vuestra casa… Joseph se la legó a él.
—En alguna parte tendremos que vivir —declaró Nora.
—Lo primero que todos debemos hacer mañana es buscar casas pequeñas de alquiler. Si elegís viviendas modestas, nuestros acreedores darán su aprobación. Si no, habréis de elegir otra.
—No tengo la menor intención de abandonar mi casa, y ésa es mi última palabra —declaró Augusta—. E imagino que el resto de los miembros de la familia son de la misma opinión.
Miró a su hermana política.
—¿Madeleine?
—Así es, Augusta —dijo Madeleine—. George y yo continuaremos donde estamos. Todo esto es una insensatez. No es posible que nos quiten nuestra casa.
Hugh no pudo por menos que despreciarlos. Incluso entonces, cuando su arrogancia y necedad los había llevado a la ruina, se negaban a escuchar la voz de la razón. Al final, no les quedaría más remedio que despedirse de sus ilusiones. Pero si intentaban aferrarse a unas riquezas que ya no eran suyas, acabarían por destruir la reputación de la familia a la vez que su fortuna. Hugh estaba decidido a obligarles a comportarse con escrupulosa honradez, tanto en la pobreza como en la riqueza. Iba a ser una lucha durísima, pero no iba a ceder.
Augusta se dirigió a su hija.
—Estoy segura, Clementine, de que Harry y tú opinaréis lo mismo que Madeleine y George.
—No, madre —dijo Clementine.
Augusta se quedó boquiabierta. Hugh estaba igualmente sorprendido.
No era propio de la prima Clementine contradecir a su madre. Al menos, pensó Hugh, un miembro de la familia tenía sentido común.
—Te he estado haciendo caso y has sido tú quien nos ha metido en este apuro. Si hubiésemos nombrado presidente del consejo a Hugh, en vez de a Edward, ahora todos nosotros seríamos tan ricos como Creso.
Hugh empezó a sentirse mejor. Alguien de la familia entendía lo que él había intentado hacer.
—Estabas equivocada, madre —prosiguió Clementine—, y nos has arruinado. Nunca más haré caso de tus consejos. Hugh tenía razón y lo mejor que podemos hacer es dejarle que haga cuanto pueda para guiarnos a través de este terrible desastre.
—En efecto, Clementine —apoyó William—. Debemos seguir en todo los consejos de Hugh.
Los frentes estaban definidos. Al lado de Hugh se encontraban William, Samuel y Clementine, que dominaba a su marido, sir Harry. Tratarían de comportarse decente y honradamente. Contra Hugh se alineaban Augusta, Edward y Madeleine, que hablaba por el mayor Hartshorn: intentarían arramblar con lo que pudieran y al diablo el buen nombre de la familia.
—Tendrás que sacarme a la fuerza de esta casa —manifestó Nora desafiante.
Hugh notó un gusto amargo en la boca. Su propia esposa se ponía de parte del enemigo.
—Eres la única persona de esta habitación que se pronuncia en contra de su cónyuge —dijo con tristeza—. ¿No me debes ni un tanto así de lealtad?
Ella irguió la cabeza.
—No me casé contigo para llevar vida de pobre.
—De cualquier modo, tendrás que abandonar esta casa —dijo Hugh ásperamente. Miró a los otros intransigentes: Augusta, Edward, Madeleine y el mayor Hartshorn—. Todos tendréis que ceder —dijo—. Si no lo hacéis ahora, con dignidad, habréis de hacerlo más adelante, deshonrosamente, acuciados por alguaciles, policías y periodistas de sucesos, denigrados por la prensa sensacionalista e insultados por vuestros sirvientes, a los que no liquidaréis sus sueldos.
—Eso ya lo veremos —replicó Augusta.
Cuando todos se marcharon, Hugh se sentó frente a la chimenea, con la vista clavada en la lumbre, mientras se devanaba los sesos en busca de algún modo de pagar a los acreedores del banco.
Tenía la firme decisión de no permitir que se declarase al Pilaster oficialmente en quiebra. La idea resultaba casi demasiado lamentable para concebirla. Se había pasado toda la vida bajo la sombra de la bancarrota de su padre. Toda su carrera fue un esfuerzo para demostrar que no estaba mancillado. En lo más profundo de su corazón temía que, de sufrir el mismo destino que su padre, ello le indujera a quitarse la vida.
El Pilaster había acabado como banco. Cerrar sus puertas ante los depositarios significaba el fin. Pero, a largo plazo, podría pagar sus deudas, en especial si los socios actuaban escrupulosamente y vendían sus valiosas pertenencias.
Cuando la tarde se difuminaba entre los celajes del crepúsculo, el esbozo de un plan comenzó a tomar forma en el cerebro de Hugh, y se permitió un tenue vislumbre de esperanza…
A las seis de la tarde fue a visitar a Ben Greenbourne. Greenbourne contaba setenta años, pero aún seguía en perfectas condiciones y al frente del negocio. Tenía una hija, Kate, pero Solly había sido su único hijo varón, de modo que, cuando se retirase, tendría que legarlo todo a sus sobrinos, cosa a la que parecía mostrarse reacio.
Hugh se presentó en la mansión de Piccadilly. La casa daba la impresión no sólo de prosperidad, sino de riqueza ilimitada. Todos los relojes eran auténticas joyas, toda pieza de mobiliario una antigüedad inapreciable; los paneles labrados exquisitamente, las alfombras, tejidas especialmente. Condujeron a Hugh a la biblioteca, donde brillaban las lámparas de gas y crepitaba el fuego de la chimenea. En aquella estancia había comprendido Hugh por primera vez que el chico llamado Bertie Greenbourne era hijo suyo.
Quiso comprobar si los libros estaban allí por pura ostentación y se dedicó a coger y hojear algunos mientras esperaba. Puede que determinados volúmenes se hubiesen adquirido por su espléndida encuadernación, pero otros estaban bastante manoseados, como también estaban representados varios idiomas. La cultura de Greenbourne era genuina.
El anciano apareció al cabo de quince minutos y se excusó por haber hecho esperar a Hugh.
—Me ha retenido un problema doméstico —manifestó con su abrupta cortesía prusiana.
Su familia nunca fue prusiana; copiaron los modales de la clase alta alemana y los conservaron a lo largo de los cien años que llevaban residiendo en Inglaterra. Se mantenía tan derecho y erguido como siempre, pero a Hugh le pareció captar cierto cansancio y preocupación en el hombre. Greenbourne no aclaró en qué consistían los problemas domésticos y Hugh se abstuvo de preguntarle.
—Ya sabe usted que los bonos cordobeses se han hundido esta tarde —expuso Hugh.
—Sí.
—Y probablemente estará enterado también de que, como consecuencia, mi banco ha cerrado sus puertas.
—Sí. Y lo lamento mucho.
—Han pasado veinticuatro años desde el último fracaso de un banco inglés.
—Fue el Overend y Gurney, lo recuerdo muy bien.
—Y yo. A causa de esa quiebra, mi padre se arruinó y se ahorcó en su despacho de la calle Leadenhall.
Greenbourne se sintió incómodo.
—Lo lamento terriblemente, Pilaster. Ese espantoso detalle se me había ido de la memoria.
—Un montón de empresas se derrumbaron con aquella crisis. Pero lo de mañana será todavía peor.
Hugh se inclinó hacia adelante en el asiento y la emprendió con su gran alegato mercantil.
—En los últimos veinticinco años, la cifra de negocio de la City se ha multiplicado por diez. Y al haberse hecho la banca tan compleja y aparatosa, las entidades bancarias estamos más ínterrelacionadas que nunca. Algunas personas cuyo dinero hemos perdido se encontrarán en la imposibilidad de liquidar sus deudas, de modo que también irán a la quiebra… y la cadena continuará. Dentro de ocho días, docenas de bancos se vendrán abajo, cientos de empresas se verán obligadas a echar el cierre y miles y miles de personas irán al paro… a menos que emprendamos alguna acción para evitarlo.
—¿Acción? —se extrañó Greenbourne, con algo más que un toque de enojo en la voz—. ¿Qué clase de acción puede emprenderse? El único remedio que te queda es pagar lo que debes; si no te es posible, entonces estás completamente desamparado.
—Solo, sí, estoy desvalido. Pero confío en que la comunidad bancaria haga algo.
—¿Te propones pedir a otros banqueros que paguen tus deudas? ¿Por qué iban a hacerlo? —Greenbourne estaba a punto de mostrarse colérico.
—Seguramente convendrá usted conmigo en que sería mejor para todos que el Pilaster pagase a todos sus acreedores.
—Evidente.
—Supongamos que se forma un sindicato de banqueros y que éste se hace cargo de los activos y pasivos del Pilaster. El sindicato garantizaría el pago de las deudas a todos los acreedores que lo solicitaran. Simultáneamente, el sindicato procedería a ir liquidando los activos del Pilaster de forma ordenada.
Greenbourne se sintió repentinamente interesado, y su irritación se volatilizó al considerar aquella original propuesta.
—Comprendo. Si los miembros del sindicato fueran lo bastante respetados y prestigiosos, su garantía quizá resultara suficiente para tranquilizar a todo el mundo y los acreedores no exigirían de inmediato su dinero. Con suerte, los ingresos producto de la venta de activos irían cubriendo los pagos a acreedores.
—Y se evitaría una crisis espantosa. —Greenbourne sacudió la cabeza—. Pero, al final, los miembros del sindicato perderían dinero, porque las partidas de pasivo del Pilaster suman una cantidad mayor que las del activo.
—No necesariamente.
—¿Cómo que no?
—Disponemos de bonos de Córdoba por valor de más de dos millones de libras a los que hoy se les asigna valor cero. Sin embargo, nuestros otros activos son sustanciales. Todo depende en buena medida de la cantidad de dinero que podamos obtener mediante la venta de las casas y demás bienes de los socios; pero calculo que, actualmente, la diferencia en números rojos sólo es de un millón.
—Así que el sindicato puede esperar perder un millón.
—Tal vez. Pero los bonos de Córdoba no van a carecer de valor eternamente. Es posible que los rebeldes sufran una derrota. O que el nuevo gobierno reasuma el pago de los intereses. En algún punto, la cotización de los bonos de Córdoba puede subir.
—Posiblemente.
—Con que los bonos lleguen a la mitad de su nivel anterior, el sindicato habrá recuperado su inversión. Y si suben más, el sindicato obtendría beneficio.
Greenbourne meneó de nuevo la cabeza.
—Puede funcionar, pero no por los bonos del puerto de Santamaría. Ese embajador de Córdoba, Miranda, me ha parecido siempre un ladrón redomado; y todo indica que su padre es el cabecilla de los rebeldes. Sospecho que la totalidad de esos dos millones de libras ha servido para pagar armas y municiones. En cuyo caso, los inversores jamás verán un penique.
«Tan perspicaz como siempre, el viejo», pensó Hugh, que sentía exactamente idéntico temor.
—Me temo que tenga usted razón. Con todo, hay una posibilidad. Y si permite usted que se produzca un pánico financiero, tenga la certeza de que se perderá bastante dinero.
—Es un plan ingenioso. Siempre has sido el más listo de tu familia, joven Pilaster.
—Pero el plan depende de usted.
—¡Ah!
—Si accede a encabezar el sindicato, la City seguirá sus directrices. Si se niega a formar parte de él, el sindicato carecerá de prestigio para tranquilizar a los acreedores.
—Eso ya lo sé.
Greenbourne no era proclive a la falsa modestia.
—¿Lo hará? —Hugh contuvo la respiración.
El anciano reflexionó en silencio durante varios segundos, al cabo de los cuales dijo en tono firme:
—No, no lo haré.
Hugh se derrumbó en el asiento, desesperado. Era su última bala y había fallado. Sintió que un inmenso cansancio se abatía sobre él, como si se le hubiese terminado la vitalidad y fuese un viejo exhausto.
—Toda mi vida he sido cauto —dijo Greenbourne—. En las operaciones donde otros ven altos beneficios, yo veo altos riesgos y resisto la tentación. Tu tío Joseph no era como yo. Él aceptaría el riesgo… y se embolsaría las ganancias. Su hijo Edward todavía era peor. No opino sobre ti: acabas de hacerte cargo de la empresa. Pero los Pilaster tienen que pagar el precio de tantos años de grandes beneficios. Yo no recogí esos beneficios, así que… ¿por qué tengo que pagar sus deudas? Si destino ahora mis fondos a rescataros, el inversor inconsciente se verá recompensado y el cuidadoso sufrirá y si la banca tuviera que llevarse de ese modo, ¿por qué iba alguien a ser cuidadoso? También podríamos arriesgarnos, puesto que no existe riesgo alguno cuando un banco quiebra si lo salvan los demás. Pero siempre hay riesgo. El negocio bancario no puede llevarse como lo lleváis vosotros. Siempre habrá bancarrotas. Son necesarias para recordar a los inversores que el riesgo es real.
Antes de ir allí, Hugh se había preguntado si debía o no contar al anciano que Micky Miranda había asesinado a Solly. Volvió a considerar la idea, pero llegó a la misma conclusión: conmocionaría y causaría dolor al viejo, pero en absoluto iba a servir para persuadirle de que debía rescatar al Pilaster.
Trataba de pensar algo que decir, realizar un último intento que hiciese cambiar de idea a Greenbourne, cuando entró el mayordomo.
—Perdón, señor Greenbourne —dijo—, pero me pidió que le avisara en el momento en que llegase el detective.
Greenbourne se puso en pie al instante, con aire agitado, pero su buena educación no podía permitirle salir de la estancia precipitadamente sin dar una explicación:
—Lo siento, Pilaster, pero he de dejarte. Mi nieta Rebecca ha… desaparecido… y estamos todos trastornados.
—No sabe cuánto lo siento —manifestó Hugh. Conocía a la hermana de Solly, Kate, y recordaba vagamente a la hija de ésta, una preciosa chica de negra cabellera—. Espero que la encuentre en seguida sana y salva.
—No creemos que haya sufrido violencia alguna… a decir verdad, estamos seguros de que lo único que ha hecho es fugarse con un muchacho. Pero eso ya es bastante grave. Dispénsame, por favor.
—Desde luego.
El viejo abandonó la estancia, dejando a Hugh entre las ruinas de su esperanza.
Maisie se preguntaba a veces si ir de parto no sería algo contagioso. Con frecuencia, en una sala llena de mujeres embarazadas de nueve meses transcurría toda la jornada sin el menor incidente, pero en cuanto una de ellas empezaba a alumbrar, las otras seguían su ejemplo en cuestión de breves horas.
Eso había sucedido aquel día. Empezó a las cuatro de la madrugada y desde entonces las parturientas no cesaron de dar a luz. Las comadronas y enfermeras corrían con casi todo el trabajo, pero en vista de que no daban abasto Maisie y Rachel tuvieron que dejar plumas y libros e ir de un lado para otro con toallas y mantas.
A las siete de la mañana, sin embargo, todo había terminado, y estaban tomando una taza de té en el despacho de Maisie junto al amante de Rachel, Dan, el hermano de Maisie, cuando se presentó Hugh Pilaster.
—Traigo malas noticias, me temo —dijo nada más entrar.
Maisie estaba sirviendo té, pero el tono de voz de Hugh la sobresaltó. Al mirarle a la cara con atención observó su gesto doliente y supuso que había muerto alguien.
—¿Qué ha pasado, Hugh?
—Creo que tenéis todo el dinero del hospital en una cuenta de mi banco, ¿no es así?
Si sólo se trataba de dinero, pensó Maisie, la cosa no era tan grave.
Rachel contestó a la pregunta de Hugh:
—Sí. Mi padre administra el dinero, pero mantiene su cuenta particular con vosotros desde que es abogado del banco, y supongo que considera conveniente hacer lo mismo con la cuenta del hospital.
—Y ha invertido vuestros fondos en bonos de Córdoba.
—¿Sí?
—¿Qué ocurre? —preguntó Maisie—. ¡Dínoslo, por el amor de Dios!
—El banco ha quebrado.
Los ojos de Maisie se llenaron de lágrimas, pero no por ella, sino por Hugh.
—¡Oh, Hugh! —exclamó. Se daba cuenta de lo que aquello le dolía. Para Hugh era casi como la muerte de un ser amado, porque había depositado en aquel banco todos sus sueños y esperanzas. Deseó poder asumir parte del dolor de Hugh, aliviar su sufrimiento.
—¡Dios santo! —dijo Dan—. Se desencadenará el pánico.
—Todo vuestro dinero ha volado —dijo Hugh—. Seguramente tendréis que cerrar el hospital. No puedo deciros cuánto lo siento.
Rachel se había puesto blanca a causa de la noticia.
—¡Eso es imposible! ¿Cómo puede haber volado nuestro dinero?
Se lo explicó Dan.
—El banco no puede pagar sus deudas —dijo con amargura—. Eso es lo que significa una quiebra: que debes dinero a alguien y no puedes pagarle.
Un centelleo en su memoria hizo a Maisie ver a su padre, un cuarto de siglo más joven y con un aspecto muy parecido al que hoy tenía Dan, que decía exactamente lo mismo acerca de la quiebra. Dan había dedicado buena parte de su vida a proteger a los ciudadanos de a pie de los efectos de aquellas crisis financieras… pero hasta el momento no había conseguido nada.
—Quizá ahora consigas que aprueben tu Ley Bancaria —dijo Maisie, dirigiéndose a su hermano.
—¿Pero qué habéis hecho con nuestro dinero? —preguntó Rachel a Hugh.
Hugh suspiró.
—En esencia, esto ha ocurrido por algo que hizo Edward durante el tiempo que fue presidente del consejo. Cometió un error, un inmenso error, y perdió una considerable cantidad de dinero, más de un millón de libras. Desde entonces he intentado aguantar el banco, evitar que todo se desmoronase, pero hoy me ha abandonado la suerte definitivamente.
—¡No sabía que pudiera suceder una cosa así! —dijo Rachel.
—Recuperarás parte de tus fondos, pero no antes de un año, después, con toda seguridad.
Dan pasó un brazo alrededor de Rachel, pero eso no bastaba para consolarla.
—¿Y qué va a ser de todas las desdichadas que acuden aquí en busca de ayuda?
La expresión de Hugh era tan atribulada que Maisie estuvo a punto de decirle a Rachel que se callara.
—No sabéis lo que me alegraría devolveros el dinero pagándolo de mi propio bolsillo —dijo él—. Pero también yo lo he perdido todo.
—Pero algo podrá hacerse, ¿no? —insistió Rachel.
—Lo intenté. Vengo ahora de casa de Ben Greenbourne. Le pedí que salvara al banco y pagase a los acreedores, pero me contestó negativamente. Tiene sus propios problemas: según parece, su nieta Rebecca se ha fugado con el novio. Sea como fuere, sin su apoyo no puede hacerse nada.
Rachel se levantó.
—Creo que sería mejor que fuese a ver a mi padre.
—Yo he de ir a la Cámara de los Comunes —indicó Dan.
Salieron.
Maisie tenía el corazón acongojado. Hundía su ánimo la perspectiva de cerrar el hospital, y la trastornaba la súbita destrucción de todo aquello por lo que había trabajado; pero su máximo dolor era por Hugh. Recordaba, como si hubiera sido ayer, la noche, hacía diecisiete años, después de las carreras de Goodwood, en que Hugh le contó su historia; aún le era posible percibir ahora la agonía que vibraba en su voz cuando le contó que el negocio del padre había quebrado y que el hombre se había suicidado. Dijo entonces que algún día iba a ser el banquero más listo, rico y conservador del mundo… como si creyera que eso aliviaría la pena producida por la pérdida del padre y quizá sí. Pero, en cambio, había sufrido el mismo destino que él.
Las miradas de ambos se encontraron a través de la habitación. Maisie leyó en los ojos de Hugh una súplica silenciosa. Lentamente, se levantó y fue hacia él. De pie junto a su silla, le cogió la cabeza entre las manos y la apoyó en sus senos, al tiempo que le acariciaba el pelo. Vacilante, Hugh le rodeó la cintura con el brazo, apenas tocándola al principio, para apretar luego con fuerza y entonces, por último, rompió a llorar.
Cuando Hugh se marchó, Maisie efectuó una ronda por las salas. Ahora lo veía todo con nuevos ojos: las paredes que ellas mismas habían pintado, las camas que compraron en tiendas de segunda mano, las bonitas cortinas que la madre de Rachel había confeccionado. Recordó los esfuerzos sobrehumanos que les exigió a Rachel y a ella abrir el hospital: sus batallas con la institución médica y el municipio local, el incansable derroche de encanto que tuvieron que emplear para ganarse la voluntad de las respetables amas de casa y el crítico sacerdote del barrio, la obstinada insistencia que se vieron obligadas a prodigar para conseguir salirse con la suya. Se consoló con la idea de que, al fin y a la postre, había conseguido la victoria, y el hospital llevaba abierto doce años, durante los cuales había proporcionado alivio y cuidados a cientos de mujeres. Pero Maisie hubiese querido que aquello fuese un servicio perdurable. Había visto aquél como el primero de varias docenas de hospitales femeninos diseminados por todo el país. En eso había fracasado.
Habló con todas las madres que habían alumbrado aquel día. La única que le preocupaba era la señorita Nadie. Tenía una figura delgada y el bebé había sido muy pequeño. Maisie sospechaba que la muchacha se mataba de hambre para ocultar el embarazo a los ojos de su familia. A Maisie le asombraba que hubiese chicas que consiguieran una hazaña así; ella se puso como un globo y, a los cinco meses, ya le resultó imposible del todo disimular su gravidez, pero la experiencia le había demostrado que sucedía continuamente.
Se sentó en el borde de la cama de la señorita Nadie. La madre estaba dando de mamar a la criatura, una niña.
—¿No es preciosa? —dijo.
Maisie asintió.
—Tiene el pelo negro, como el tuyo.
—Mi madre también lo tiene así.
Maisie alargó la mano y acarició la minúscula cabecita.
Como todos los recién nacidos, aquél se parecía a Solly. La verdad era…
Una súbita revelación conmovió a Maisie. Le parecía increíble.
—Oh, Dios mío, ya sé quién eres —articuló.
La muchacha se la quedó mirando.
—Eres Rebecca, la nieta de Ben Greenbourne, ¿verdad? Mantuviste tu embarazo en secreto todo el tiempo que te fue posible, y después te marchaste de casa para dar a luz.
Los ojos de la chica se desorbitaron.
—¿Cómo lo adivinaste? ¡No me habías visto desde que tenía dos años!
—Pero también conocía a tu madre. Después de todo, yo estaba casada con su hermano. —Kate no había sido tan esnob como el resto de los Greenbourne, y cuando los demás miembros de la familia no estaban presentes, siempre trataba a Maisie con amabilidad—. Y me acuerdo de tu nacimiento. Tenías el pelo negro, exactamente igual que tu hija.
Rebecca estaba asustada.
—Prométeme que no irás a decírselo.
—Te prometo que no haré nada sin tu permiso. Pero creo que debes avisar a tu familia. Tu abuelo tiene un disgusto terrible.
—Él es el que más me aterra.
Maisie asintió.
—Comprendo por qué. Es un viejo cascarrabias, con el corazón duro como una piedra. Lo sé por propia experiencia. Pero si me dejas que hable con él, creo que puedo hacerle entrar en razón.
—¿Lo harías? —dijo Rebecca con una voz llena de juvenil optimismo—. ¿Harías eso?
—Naturalmente —aseguró Maisie—. Pero no le diré dónde estás a menos que me prometa ser bondadoso.
Rebecca bajó la mirada. Su hija tenía los ojos cerrados y ya no mamaba.
—Está dormida —dijo Rebecca.
Maisie sonrió.
—¿Ya has decidido el nombre que le vas a poner?
—¡Ah, sí! —contestó Rebecca—. Voy a llamarla Maisie.
Las lágrimas humedecían el rostro de Ben Greenbourne cuando abandonaba la sala.
—La he dejado con Kate un momento —dijo con voz sofocada y embargada de emoción.
Se sacó un pañuelo del bolsillo y se aplicó unos ineficaces toques en las mejillas. Era la primera vez que Maisie veía a su suegro perder el dominio de sí mismo. El hombre tenía un aspecto más bien patético, pero Maisie pensó que aquella angustia le sentaría bien.
—Venga a mi cuarto —invitó Maisie—. Le prepararé una taza de té.
—Gracias.
Maisie le acompañó a su despacho y le rogó que tomara asiento. Pensó que era el segundo hombre que lloraba ese día sentado en aquella silla.
—Todas esas jóvenes —preguntó el anciano—, ¿se encuentran en la misma situación que Rebecca?
—Todas, no —repuso Maisie—. Algunas son viudas. A otras las ha abandonado el marido. Son bastantes, también, las que huyen de hombres que les pegan. Una mujer puede soportar mucho dolor y permanecer junto a su esposo aunque éste la lesione; pero si se queda encinta teme que los golpes perjudiquen a la criatura y entonces se va. De todas formas, la mayoría de nuestras acogidas son como Rebecca, muchachas que simplemente han cometido un error.
—No creía que la vida tuviese mucho más que enseñarme —reconoció Ben Greenbourne—. Ahora me doy cuenta de que he sido estúpido e ignorante.
Maisie le tendió una taza de té.
—Gracias —dijo el anciano—. Eres muy amable. Yo nunca lo fui contigo.
—Todos cometemos errores —respondió Maisie vivaz.
—Buena cosa es que estéis aquí —dijo el anciano—. De otro modo, ¿adónde irían esas pobres chicas?
—Alumbrarían a sus hijos en callejones y cunetas —contestó Maisie.
—Creo que eso podía haberle ocurrido a Rebecca.
—Por desgracia, tenemos que cerrar el hospital —dijo Maisie.
—¿Por qué?
La mujer le miró a los ojos.
—Todo nuestro dinero estaba en el Banco Pilaster —informó—. Ahora nos encontramos sin un penique.
—¿De verdad? —la expresión del anciano se tornó meditativa.
Hugh se desvistió para acostarse, pero distaba mucho de tener sueño, de modo que, con el batín puesto, se sentó frente a la chimenea y contempló meditabundo las llamas. No paraba de darle vueltas en la cabeza a la situación del banco, pero no se le ocurría nada que pudiese mejorarla. Sin embargo, no podía dejar de pensar.
A medianoche oyó un resonante y decidido aldabonazo en la puerta de la calle. Tal como iba, en bata, bajó a abrir. Junto al bordillo de la acera había un coche de caballos y ante la entrada un criado de librea.
—Le ruego me perdone por llamar tan tarde, señor —dijo el hombre—, pero el recado es urgente.
Le entregó un sobre y se marchó.
En el momento en que Hugh cerraba la puerta, su mayordomo bajaba por la escalera.
—¿Todo va bien, señor? —preguntó en tono preocupado.
—Sólo es un mensaje —respondió Hugh—. Puede volver a la cama.
—Gracias, señor.
Hugh abrió el sobre y vio la caligrafía esmerada y anticuada de un anciano quisquilloso. Las palabras escritas hicieron que su corazón le saltase en el pecho de pura alegría.
Piccadilly, 12
Londres, S. W
23 de noviembre de 1890
Estimado Pilaster:
Lo he pensado bien y he decidido atender tu proposición. Tuyo afectisimo.
B. GREENBOURNE
Levantó la vista de la nota y dedicó una sonrisa al vacío vestíbulo.
—¡Atiza! —exclamó encantado—. Me pregunto qué le habrá hecho cambiar de idea al viejo.
Augusta estaba sentada en la trastienda de la mejor joyería de Bond Street. El resplandor de las lámparas de gas arrancaba destellos a las alhajas albergadas en las vitrinas de cristal. En la estancia había espejos por todas partes. Un obsequioso dependiente atravesó el cuarto con paso silencioso y colocó delante de Augusta un rectángulo de terciopelo negro sobre el que relucía un collar de diamantes.
El encargado del establecimiento, solícito, estaba de pie junto a Augusta.
—¿Cuánto? —preguntó ella.
—Nueve mil libras, lady Whitehaven.
Susurró el precio reverentemente, casi como quien reza una oración.
El collar era sencillo y puro, una hilera de rectangulares diamantes idénticos, engarzados en oro. Pensó que destacarían de un modo impresionante sobre el negro luto de sus vestidos de viuda. Pero no los compraba para lucirlos.
—Es una pieza maravillosa, milady: la joya más esplendorosa que tenemos en la tienda.
—No me atosigue, por favor, estoy pensando —replicó Augusta.
Era su último y desesperado intento de conseguir dinero.
Lo había intentado en el banco: fue allí y pidió sin más cien libras en soberanos de oro; el empleado, un perro insolente que se llamaba Mulberry, se los negó. Luego intentó que la casa hiciera una transferencia de la cuenta que estaba a nombre de Edward a la que iba a su nombre, pero tampoco le salió bien: las escrituras estaban en el arca de caudales del viejo Bodwin, el abogado del banco, y Hugh tenía que dar su conformidad. Ahora, Augusta pretendía comprar a crédito unos diamantes, con el fin de venderlos después y hacerse con efectivo.
Al principio, Edward fue al lado suyo, pero ahora hasta él se negaba a ayudarla.
—Lo que está haciendo Hugh, lo hace en beneficio de todos —le dijo neciamente—. Si empieza a correr el rumor de que los miembros de la familia tratan de coger lo que pueden, el sindicato se disgregará. Se les ha convencido para que aporten dinero con el fin de evitar una crisis financiera, no con objeto de que la familia Pilaster siga disfrutando de sus lujos.
Una parrafada muy larga para Edward. Un año antes, a Augusta se le hubiera estremecido el corazón de tener a su hijo en contra, pero desde aquella noche en que se rebeló con motivo de la anulación del matrimonio, había dejado de ser el muchacho dulce y sumiso que ella amaba. También Clementine se había vuelto en contra suya y respaldaba los planes de Hugh, unos planes que los convertían a todos en pobres. La sacudía la rabia cada vez que pensaba en ello. Pero no se saldrían con la suya.
Levantó los ojos hacia el encargado del establecimiento.
—Me lo quedo —dijo como quien toma una decisión.
—Una elección inteligente, no me cabe la menor duda, lady Whitehaven —dijo el hombre.
—Envíe la factura al banco.
—Muy bien, milady. Entregaremos el collar en la Mansión Whitehaven.
—Me lo llevaré ahora —dijo Augusta—. Quiero ponérmelo esta noche.
La consternación se extendió por el rostro del sólido encargado.
—Me coloca usted en una postura imposible, milady.
—¿De qué está usted hablando? ¡Envuélvalo!
—Me temo que no puedo entregarle la joya hasta haber recibido su importe.
—No sea ridículo. ¿Sabe quién soy?
—Pero los periódicos dicen que el banco ha cerrado sus puertas.
—Esto es un insulto.
—Lo lamento mucho, lo lamento infinitamente.
Augusta se puso en pie y cogió el collar.
—Me niego a escuchar esa tontería. Me lo llevaré.
El encargado sudaba mientras se interponía entre la mujer y la puerta.
—Le ruego que no lo intente —dijo.
Augusta avanzó, pero el hombre se mantuvo firme.
—¡Quítese de en medio! —conminó Augusta.
—Me va a obligar a cerrar la tienda y avisar a la policía —advirtió el encargado.
Augusta se percató de que, aunque el hombre prácticamente farfullaba aterrado, no había cedido un centímetro. Le tenía miedo, pero aún le asustaba más la posibilidad de perder diamantes por valor de nueve mil libras. Augusta comprendió que estaba vencida. Furiosa, arrojó el collar contra el suelo. El encargado se agachó para recogerlo, prescindiendo por completo de la dignidad. Augusta abrió la puerta por sí misma, atravesó altiva la tienda y salió a la calle, donde la esperaba su coche.
Se sentía mortificada, pero mantuvo alta la cabeza. Prácticamente, el hombre la había acusado de intento de robo. En lo más recóndito de su cerebro, una vocecita le dijo que robar era exactamente lo que había intentado hacer, pero acalló la voz. Volvió a casa echando chispas.
Cuando entraba en la casa, Hastead, el mayordomo, trató de detenerla, pero en aquel momento no tenía paciencia para atender a trivialidades domésticas y silenció al hombre con una orden:
—Tráeme un vaso de leche caliente. Le dolía el estómago.
Se dirigió a su cuarto. Se sentó ante el tocador y abrió el joyero.
Poca cosa guardaba. El valor de todo lo que Augusta había tenido allí apenas alcanzaba unos pocos centenares de libras. Sacó la bandejita del fondo, tomó una pieza envuelta en seda y, al desdoblar la tela, apareció el anillo de oro en forma de serpiente que Strang le había regalado. Como siempre, se lo introdujo en el dedo y acarició con los labios la piedra preciosa de la cabeza. Jamás vendería aquel anillo. Qué distinto hubiera sido todo de haber podido casarse con Strang. Durante unos segundos le dominó el deseo de echarse a llorar.
Entonces oyó rumor de voces al otro lado de la puerta de su alcoba. Un hombre… dos, quizá… y una mujer. No parecían criados, y de cualquier modo, ningún miembro de la servidumbre tendría la temeridad de ponerse a charlar en aquel rellano. Salió.
La puerta de la habitación de su difunto marido estaba abierta y las voces procedían de allí. Cuando entró, Augusta vio a un joven, evidentemente un empleado con una pareja mayor, bien vestidos, pertenecientes sin duda a la misma clase social que Augusta. Era la primera vez que veía a aquellas personas.
—En nombre del Cielo, ¿quiénes son ustedes? —preguntó.
El empleado respondió en tono deferente:
—Stoddart, de la agencia, milady. Los señores de Graaf tienen mucho interés en comprar su preciosa casa…
—¡Fuera! —gritó Augusta.
La voz del empleado ascendió hasta convertirse en un chillido.
—Recibimos instrucciones para poner la casa en venta…
—¡Salgan de aquí inmediatamente! ¡Mi casa no está en venta!
—Pero yo mismo hablé personalmente con…
El señor de Graaf tocó el brazo de Stoddart y le hizo callar.
—Un error muy embarazoso, no cabe duda, señor Stoddart —dijo suavemente. Miró a su esposa—: ¿Nos vamos, querida?
Ambos salieron con una serena tranquilidad que hizo hervir la sangre de Augusta. Les siguió el empleado, que lanzaba excusas a diestro y siniestro.
El responsable de aquello era Hugh. Augusta no necesitaba preguntar a nadie para saberlo. La casa era propiedad del sindicato que había rescatado al banco, había dicho Hugh, y naturalmente, el sindicato deseaba venderla. Hugh informó a Augusta de que debía abandonarla, pero ella se había negado a hacerlo. La respuesta de Hugh consistió en enviar a unos posibles compradores para que la viesen.
Augusta se sentó en el sillón de Joseph. Entró el mayordomo con un vaso de leche caliente.
—No dejes entrar a más personas como ésas, Hastead… la casa no está en venta.
—Muy bien, milady.
Dejó la leche de Augusta y se quedó remoloneando.
—¿Alguna otra cosa? —le preguntó Augusta.
—Milady, el carnicero ha venido hoy personalmente… con la factura.
—Dile que se le pagará a conveniencia de lady Whitehaven, no a la suya.
—Muy bien, milady. Y… los dos lacayos se despidieron hoy.
—¿Quieres decir que avisaron que se van?
—No, simplemente se fueron.
—¡Desgraciados!
—Milady, el resto de la servidumbre pregunta cuándo cobrarán su salario.
—¿Eso es todo?
El mayordomo se desconcertó.
—¿Pero qué les digo?
—Que no respondí a tu pregunta.
—Muy bien. —Titubeó, antes de añadir—: Tome nota de que me voy a finales de esta semana.
—¿Por qué?
—Todos los demás Pilaster han despedido a la servidumbre. Don Hugh nos ha dicho que se nos pagaría el sueldo hasta el viernes pasado, pero ni una jornada más, no importa el tiempo que sigamos aquí.
—¡Fuera de mi vista, traidor!
—Muy bien, milady.
Augusta se dijo que le alegraría ver la espalda de Hastead.
Siempre le había desagradado la cara de aquel individuo: sus ojos parecían mirar en distintas direcciones. Se quitaría de encima un montón de ellos, ratas que abandonan el buque que se hunde.
Se tomó la leche, pero el dolor de estómago no se alivió. Echó un vistazo alrededor de la habitación. Joseph no le había dejado volverla a decorar y conservaba aún el estilo que Augusta eligió en 1873, con papel pintado en las paredes, cortinas de tupido brocado y la colección de cajitas de rapé enjoyadas exhibiéndose en su armario lacado. La habitación parecía tan muerta como Joseph. Deseó tener poderes para hacerle volver. Si él continuara vivo, nada de aquello habría pasado. Tuvo una momentánea visión de Joseph de pie junto a la ventana, con una de sus cajitas de rapé preferidas en la mano. Movía el estuche para observar el juego de destellos que producía la luz sobre las piedras preciosas. Experimentó una desconocida sensación de ahogo en la garganta y sacudió la cabeza para que desapareciese aquella visión.
El señor de Graaf o alguien como él no tardaría en aposentarse en aquel cuarto. Sin duda, arrancaría el papel pintado de las paredes, quitaría las cortinas y decoraría la habitación de nuevo, probablemente de acuerdo con el estilo decorativo que estaba de moda: paneles de madera de roble y duras sillas rústicas.
Tendría que marcharse. Lo había asumido ya, aunque fingiese lo contrario. Pero no iba a mudarse a ninguna casa moderna, pequeña y agobiante de Clapham o St. John’s Wood, como habían hecho Madeleine y Clementine. No soportaría vivir en unas circunstancias tan estrechas en Londres, donde la podrían ver personas a las que en otra época ella había mirado por encima del hombro.
Iba a dejar el país.
Ignoraba a ciencia cierta adónde iría. Calais era barato, pero estaba demasiado cerca de Londres. París era elegante, pero se sentía demasiado vieja para iniciar una nueva vida social en una ciudad extraña. Había oído hablar de un sitio llamado Niza, en la costa mediterránea de Francia, donde se podía mantener una casa, con su servidumbre, casi por nada, y que estaba poblada por una tranquila comunidad de extranjeros, muchos de ellos de su edad, que disfrutaban de inviernos templados y de aire marino.
Pero no podía vivir todo un año sin contar con nada. Tenía que disponer de fondos suficientes para el alquiler y el salario de la servidumbre, y, aunque estaba dispuesta a llevar una existencia frugal, no podría arreglárselas sin coche. Le quedaba muy poco efectivo, apenas rebasaría las cincuenta libras. De ahí su intento desesperado de comprar los diamantes. En realidad, nueve mil libras no le solucionarían definitivamente el problema, pero habrían bastado para ir tirando unos años.
Se daba perfecta cuenta de que ponía en peligro los planes de Hugh. Edward estaba en lo cierto. La buena disposición del sindicato dependía de la formalidad de la familia Pilaster respecto al pago de sus deudas. Un miembro de dicha familia que se marchara al extranjero con el equipaje lleno de joyas sería precisamente el factor negativo que alteraría una coalición frágil de por sí. En cierto sentido, eso hacia más atrayente la perspectiva: sería feliz poniéndole la zancadilla al fariseo de Hugh.
Para eso tenía que alargar el pie. El resto sería fácil: llenaría sólo un baúl, iría al despacho de billetes de la naviera y compraría un pasaje, avisaría a un coche de punto por la mañana temprano y se escabulliría hacia la estación de ferrocarril sin decirle nada a nadie. ¿Pero con qué dinero?
Al examinar el cuarto a su alrededor reparó en un pequeño cuaderno de notas. Lo abrió, impulsada por una ociosa curiosidad, y comprobó que alguien —seguramente Stoddart, el empleado de la agencia— había estado haciendo un inventario de lo que contenía la casa. Le irritó ver sus pertenencias relacionadas y evaluadas despreocupadamente en el cuaderno de notas de un empleaducho: mesa de comedor, 9 libras; biombo egipcio, 30 chelines; retrato de mujer, pintado por Joshua Reynolds, 100 libras. En la casa debía de haber cuadros por valor de varios miles de libras esterlinas, pero no podía meterlos en un baúl. Pasó la hoja y leyó: sesenta y cinco estuches de rapé… remitir al departamento de joyería. Alzó la cabeza. Frente a ella, en el aparador que había comprado hacía diecisiete años, estaba la solución a su problema. El conjunto de cajitas de rapé adornadas con joyas valía miles, acaso un centenar de miles de libras. Podía meterlas fácilmente en el baúl: las cajas eran pequeñas, elaboradas con vistas a que cupieran bien en el bolsillo del chaleco de un hombre y eran susceptibles de venderse una tras otra, a medida que se necesitase dinero.
El corazón de Augusta aceleró sus latidos. Aquello podía ser la respuesta a sus oraciones.
Alargó la mano para abrir el aparador, pero estaba cerrado con llave.
Le asaltó un pánico momentáneo. No estaba segura de poder forzarlo: la madera era sólida, los cristales gruesos y de superficie pequeña.
Se tranquilizó. ¿Dónde guardaría Joseph la llave? Probablemente en el cajón de su escritorio. Se acercó a la mesa y abrió el cajón. Dentro había un libro con el horrendo título de La duquesa de Sodoma —libro que se apresuró a empujar hacia el fondo— y un llavín plateado.
Cogió el llavín.
Con mano temblorosa lo introdujo en la cerradura del aparador. Al accionar el llavín oyó el chasquido del pestillo y, un momento después, la puerta se abrió.
Respiró hondo y aguardó hasta que las manos dejaron de temblarle.
Entonces procedió a retirar los estuches de los estantes.