La señorita Dorothy Pilaster se casó con el vizconde Nicholas Ipswich en el salón metodista de Kensington una fría y luminosa mañana de noviembre. La ceremonia fue sencilla, pero el sermón largo. Concluido el servicio religioso, se celebró el banquete de bodas en una amplia tienda montada en el jardín de la casa de Hugh, donde trescientos invitados hicieron los honores al menú: consomé caliente, lenguado de Dover, urogallo asado y sorbete de melocotón.
Hugh rebosaba felicidad. Su hermana estaba radiante de hermosura y el esposo se mostraba encantador con todo el mundo. Pero la persona más feliz era la madre de Hugh. Sonreía beatíficamente, sentada junto al padre del novio, el duque de Norwich. Por primera vez en veinticuatro años no vestía de negro: llevaba un modelo de cachemira gris azulado que realzaba la plata de sus cabellos y la calma de sus grises pupilas. El suicidio del padre de Hugh había destrozado la vida de la mujer, que sufrió años y años de estrecheces económicas, pero ahora, a los sesenta y uno, tenía cuanto deseaba. Su preciosa hija era vizcondesa de Ipswich y, con el tiempo, sería duquesa de Norwich. Su hijo, alcanzado el éxito y la riqueza, era el presidente del consejo del Banco Pilaster.
—A veces pensaba que no había tenido suerte en la vida —le murmuró a Hugh entre un plato y otro—. Estaba equivocada.
Apoyó la mano en el brazo de Hugh, en un gesto que parecía una bendición.
—Soy muy afortunada.
A Hugh le entraron deseos de llorar.
Como ninguna de las invitadas quiso ir de blanco (por temor a competir con la novia), ni de negro (porque eso era para los funerales), el conjunto femenino constituía un alegre caleidoscopio de colores. Parecían haber elegido preferentemente tonos cálidos para contrarrestar el fresco otoñal: naranja brillante, amarillo subido, rojo frambuesa y rosa fucsia. Los hombres iban de negro, blanco y gris, como siempre. Hugh llevaba levita con solapas y puños de terciopelo: era negra, pero, como de costumbre, desafió los convencionalismos con una llamativa corbata de seda azul, su única excentricidad. En aquel tiempo era un hombre tan respetable que a veces sentía nostalgia de la época en que cargaba con el sambenito de oveja negra de la familia.
Tomó un sorbo de Chateau Margaux, su vino favorito.
Era un almuerzo de bodas opíparo para una pareja especial, y Hugh se alegraba de poder permitirse tanto lujo. Pero también sentía cierto resquemor culpable por gastar todo aquel dinero cuando el Banco Pilaster se encontraba en tan precaria situación. Aún tenían inmovilizados bonos del puerto de Santamaría por valor de un millón cuatrocientas mil libras, a las que se sumaban otras obligaciones de Córdoba valoradas casi en un millón de libras; y no podían lanzar al mercado aquel papel sin originar una caída del precio, que era lo que Hugh más temía. Iba a necesitar por lo menos un año para equilibrar el balance. Sin embargo, ya había logrado gobernar la nave del banco a través de la crisis inmediata, y ahora contaba con metálico suficiente para atender las retiradas de fondos normales en un futuro previsible. Edward ya no aparecía por el banco, aunque técnicamente continuaría siendo socio hasta el término del año financiero. Estaban a salvo de todo, excepto de alguna catástrofe inesperada, como un conflicto bélico, un terremoto o una epidemia. Bien mirado, tenía perfecto derecho a ofrecer a su única hermana una boda por todo lo alto.
Y era conveniente para el Banco Pilaster. En la comunidad financiera todo el mundo estaba enterado de que el banco tenía inmovilizado más de un millón de libras por cuenta del puerto de Santamaría. Esa considerable partida estimulaba la confianza al asegurar a la gente que los Pilaster eran inimaginablemente ricos. Una boda cicatera habría despertado recelos.
Las cien mil libras esterlinas de la dote de la novia, colocadas a nombre del esposo, permanecían invertidas en el banco; rentaban un interés del cinco por ciento. Nick podía retirarlas, pero tampoco las necesitaba inmediatamente. Iría sacando dinero poco a poco, a medida que tuviese que redimir las hipotecas de su padre y reorganizar su hacienda. Hugh se alegraba de que no quisiera coger el dinero en seguida, ya que, dada la situación de la entidad, una retirada importante de fondos crearía tensiones.
Todo el mundo estaba al cabo de la calle respecto a la sustanciosa dote de la novia. Hugh y Nick no fueron capaces de mantenerla en absoluto secreto, y era la clase de cosas que se propagan con extraordinaria rapidez. Era ya la comidilla de Londres. Hugh supuso que, en aquel momento, sería el tema de conversación de por lo menos la mitad de las mesas.
Al volver la cabeza su vista tropezó con una invitada que no era feliz… en realidad, su expresión era la de alguien que se sentía desdichada y engañada, como la de un eunuco en una orgía: tía Augusta.
—La sociedad londinense ha degenerado por completo —dijo Augusta al coronel Mudeford.
—Temo que tenga usted razón, lady Whitehaven —murmuró el hombre cortésmente.
—La buena cuna ya no cuenta en absoluto —prosiguió Augusta—. Se admite a los judíos en todas partes.
—Así es.
—Yo fui la primera condesa de Whitehaven, pero los Pilaster eran una familia distinguida desde hacía un siglo, cuando se nos honró con un título de nobleza; en cambio hoy, cualquier individuo cuyo padre fuese peón caminero puede conseguir ese título simplemente porque ha ganado una fortuna vendiendo salchichas.
—Muy cierto. —El coronel Mudeford se volvió hacia la dama sentada al otro lado y le dijo—: Señora Telston, ¿quiere que le acerque la salsa de grosella?
Augusta perdió todo interés por él. Estaba echando chispas interiormente ante el espectáculo que se veía obligada a contemplar. Hugh Pilaster, hijo del arruinado Tobias, ofreciendo Chateau Margaux a trescientos invitados; Leana Pilaster, viuda de Tobias, sentada junto al duque de Norwich; Dorothy Pilaster, hija de Tobias, ya esposa del vizconde de Ipswich, con la dote más alta que nadie hubiese oído nunca mencionar. Mientras que el querido Teddy, su hijo, vástago del gran Joseph Pilaster, había sido destituido sumariamente del cargo de presidente del consejo y su matrimonio iba a quedar anulado muy pronto.
¡Ya no había principios ni normas! Cualquiera podía entrar en sociedad. Como si tratara de confirmar tal idea, los ojos de Augusta cayeron sobre la mayor advenediza de todas: la señora de Solly Greenbourne, antes Maisie Robinson. Era inaudito que Hugh hubiese tenido la desvergüenza de invitarla, una mujer cuya vida había sido todo un escándalo. Primero fue prácticamente una prostituta, después se casó con el judío más rico de Londres y ahora dirigía un hospital en el que mujeres que no eran mejores que ella alumbraban a sus bastardos. Pero allí estaba, en la mesa de al lado ataviada con un vestido de color cobrizo, tonalidad moneda nueva de penique, charlando animadamente con el gobernador del Banco de Inglaterra. Era probable que le hablase de madres solteras. ¡Y él la escuchaba!
—Póngase usted en el lugar de una criada soltera —decía Maisie al gobernador. El hombre se sobresaltó y Maisie contuvo una sonrisa—. Piense en las consecuencias de ser madre en tales condiciones: perdería usted empleo y techo, se quedaría sin medios de subsistencia y su hijo no tendría padre. ¿Pensaría usted entonces para sí: «Ah, pero puedo dejar la criatura en el bonito hospital de la señora Greenbourne para poder seguir mi vida y ganármela con el cuerpo»? Claro que no. Mi hospital en absoluto induce o alienta a las jóvenes a tomar el camino de la inmoralidad. Sólo les evitamos que den a luz en mitad de la calle.
Dan, el hermano de Maisie, que ocupaba el lado contrario, terció en la conversación.
—Es un poco como el proyecto de Ley Bancaria que presentó en el Parlamento, que obligaría a los bancos a suscribir un seguro a favor de los pequeños ahorradores o cuenta correntistas.
—Lo sé —dijo el gobernador.
—No faltan críticos que aseguran que tal medida estimulará las quiebras, al hacerlas menos trágicas. Pero eso es una bobada. Ningún banquero quiere ir a la bancarrota, bajo ninguna circunstancia.
—Desde luego que no.
—Cuando un banquero realiza una operación no piensa que por culpa de su temeridad puede dejar sin un penique a una viuda de Bournemouth… sino que se preocupa de su propio capital. De modo análogo, el sufrimiento que puede producir engendrar un hijo ilegítimo no impide en absoluto a los hombres sin escrúpulos seducir a ingenuas sirvientas.
—Comprendo su punto de vista —declaró el gobernador con expresión afligida—. Un paralelismo de lo más… ah… original.
Maisie llegó a la conclusión de que ya había atormentado bastante al gobernador y le dejó en paz, para que se concentrase en su plato de urogallo.
—¿Has observado que los títulos nobiliarios van siempre a personas que no los merecen? —dijo Dan a su hermana—. Observa el caso de Hugh y su primo Edward. Hugh es honrado, competente y trabajador, mientras que Edward es estúpido, perezoso e inútil… sin embargo, Edward es el conde de Whitehaven y Hugh no pasa de ser un simple señor Pilaster.
Maisie trataba de no mirar a Hugh. Aunque se alegraba de que la hubiese invitado, era muy doloroso para ella verle en el seno de la familia. Su esposa, sus hijos, su madre y su hermana constituían un cerrado círculo familiar del que ella, Maisie, quedaba excluida. Sabía que su matrimonio con Nora era desgraciado: la forma en que se hablaban lo hacía evidente, nunca se tocaban, nunca se sonreían, nunca se mostraban afectuosos el uno con el otro. Pero eso no significaba consuelo alguno para Maisie. Eran una familia y ella, Maisie, jamás formaría parte de la misma.
Se arrepintió de haber ido a la boda.
Un lacayo se acercó a Hugh y le avisó en voz baja:
—Le llaman por teléfono del banco, señor.
—Ahora no puedo atender la llamada —dijo Hugh.
Al cabo de unos minutos, llegó su mayordomo.
—El señor Mulberry, del banco, está al teléfono, señor.
—¡Ahora no puedo ponerme! —replicó Hugh en tono irritado.
—Muy bien, señor.
El mayordomo dio media vuelta.
—No, aguarda un momento.
Mulberry sabía que Hugh se encontraba en mitad de un almuerzo de boda. Era un hombre inteligente y con sentido de la responsabilidad. No insistiría en hablar con Hugh de no tratarse de algo grave.
Algo muy grave.
Hugh sintió un escalofrío.
—Será mejor que hable con él.
Se puso en pie, al tiempo que se disculpaba.
—Les ruego me dispensen, madre, señoría… debo atender un asunto urgente.
Salió presuroso de la tienda y cruzó el prado rumbo a la casa. El teléfono estaba en la biblioteca. Cogió el auricular.
—Hugh Pilaster al habla —dijo.
Oyó la voz de su ayudante.
—Aquí Mulberry, señor. Lamento tener que…
—¿Qué ocurre?
—Un telegrama de Nueva York. En Córdoba ha estallado la guerra.
—¡Oh, no!
Era una noticia catastrófica para Hugh, para su familia y para el banco. Nada podía ser peor.
—Una guerra civil, en realidad —continuó Mulberry—. Una sublevación. La familia Miranda ha atacado Palma, la capital.
El corazón de Hugh se disparó a toda velocidad.
—¿Algún indicio de las fuerzas con que cuentan?
Si se pudiera aplastar la rebelión con rapidez, aún habría esperanza.
—El presidente García ha huido.
—Menudo desgraciado.
Eso significaba que el asunto era serio. Maldijo amargamente a Micky y a Edward.
—¿Algo más?
—Hay otro cable de la oficina de Córdoba, pero aún no lo hemos descifrado.
—Llámeme en cuanto lo hayan hecho.
—Muy bien, señor.
Accionó la manivela del aparato telefónico y, cuando contestó la operadora, le dio el nombre del agente de bolsa con el que solía trabajar el banco. Esperó hasta que el hombre se puso al teléfono.
—Danby, aquí Hugh Pilaster. ¿Cómo están los bonos cordobeses?
—Los ofrecemos a la mitad del valor nominal, pero no hay quien compre ni uno solo.
«Ni a la mitad de su precio», pensó Hugh. El Pilaster ya estaba en quiebra. La desesperación inundó su ánimo.
—¿Hasta dónde caerán?
—Descenderán a cero, debo pensar. En medio de una guerra civil, nadie paga los intereses de unos bonos gubernamentales.
A cero. Los Pilaster acababan de perder dos millones y medio de libras esterlinas. No quedaba la menor esperanza de ir recuperando gradualmente el balance de situación hasta equilibrarlo. Hugh se agarró a un clavo ardiendo.
—En el supuesto de que liquidaran a los rebeldes en el curso de las horas inmediatas, ¿qué?
—Ni siquiera en tal caso me atrevería a pensar que alguien quisiera adquirir esos bonos —dijo Danby—. Los inversores esperarán a ver qué pasa. En el mejor de los casos, tendrán que transcurrir cinco o seis semanas para que la confianza volviera a dar señales de recuperación.
—Comprendo —Hugh sabía que Danby estaba en lo cierto. El agente de bolsa sólo confirmaba sus temores.
—Digo yo, Pilaster, que su banco sigue firme, ¿no? —preguntó Danby en tono preocupado—. Debe de tener un montón de esos bonos. Se dijo que apenas vendieron nada de esa emisión del puerto de Santamaría.
Hugh vaciló. Detestaba decir mentiras. Pero la verdad acabaría con el banco.
—Tenemos más bonos de los que me gustaría. Pero también tenemos otros activos.
—Estupendo.
—He de volver con mis invitados. —Hugh no tenía intención de regresar a la tienda, pero deseaba dar sensación de calma—. Ofrezco un almuerzo a trescientas personas… mi hermana se ha casado esta mañana.
—Eso me han dicho. Enhorabuena.
—Adiós.
Antes de que tuviera tiempo de pedir otra comunicación, Mulberry llamó de nuevo.
—Ha venido el señor Cunliffe, del Banco Colonial, señor —dijo, y Hugh percibió el pánico que vibraba en su voz—. Pide que se le reembolse el importe del préstamo.
—¡Maldito sea! —exclamó Hugh.
El señor Cunliffe había prestado al Pilaster un millón de libras para ayudarles a salir del apuro, pero con la condición de que el dinero tenía que devolverse en el momento en que el prestamista lo solicitara. Cunliffe se había enterado de la noticia, comprobó de inmediato el repentino hundimiento de los bonos cordobeses y comprendió que el Pilaster debía estar en dificultades. Naturalmente, quería recuperar su dinero antes de que el banco se hundiera.
Y no era más que el primero. En seguida llegarían otros.
A la mañana siguiente, los depositarios harían cola en la puerta para retirar sus fondos y no estaría en condiciones de pagarles.
—¿Disponemos de un millón de libras, Mulberry?
—No, señor.
El peso de aquella negación se abatió sobre los hombros de Hugh, que se sintió viejo. Aquello era el fin. La pesadilla del banquero: la gente exigiendo su dinero, un dinero que el banco no tenía. Y le estaba sucediendo a Hugh.
—Dígale al señor Cunliffe que no ha conseguido usted la debida autorización para firmar el cheque porque todos los socios están en la boda —aleccionó.
—Muy bien, don Hugh.
—Y luego…
—¿Sí, señor?
Hugh hizo una pausa. No tenía otra elección, pero titubeó antes de pronunciar las palabras fatídicas. Cerró los ojos. Sería mejor acabar de una vez.
—Luego, Mulberry, debe cerrar las puertas del banco.
—Oh, don Hugh.
—Lo siento, Mulberry.
Le llegó a través de la línea un ruido extraño y Hugh comprendió que Mulberry estaba llorando.
Colgó el teléfono. Al mirar los estantes de la biblioteca vio en vez de libros la gran fachada del Banco Pilaster, y se imaginó el cierre de las adornadas puertas de hierro. Vio unos cuantos peatones, que se detenían para observar la escena. Antes de que hubiese transcurrido mucho tiempo, una multitud se habría congregado ante las cerradas puertas y, parlotearía excitadamente. La noticia se habría extendido por toda la City con la rapidez de un incendio en un almacén de petróleo: el Pilaster ha quebrado.
El Pilaster ha quebrado.
Hugh enterró el rostro entre las manos.