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La emisión de los bonos del puerto de Santamaría por valor de dos millones de libras fue un fracaso, mucho más estrepitoso de lo que Hugh se había temido. En la fecha tope de adquisición, el Banco Pilaster sólo había colocado papel por valor de cuatrocientas mil libras, y al día siguiente el precio cayó de forma automática. Hugh se alegró infinitamente de haber obligado a Edward a vender los bonos a comisión, en vez de suscribirlos.

El siguiente lunes por la mañana, su ayudante Jonas Mulberry le pasó el resumen de las operaciones realizadas por todos los socios en el transcurso de la semana anterior. Antes de que el hombre saliera del cuarto, Hugh observó una discordancia.

—Un momento, Mulberry —dijo—. Esto no puede ser correcto. —Había un importante descenso en el depósito de efectivo, más de un millón de libras—. No se ha producido una retirada de fondos significativa, ¿verdad?

—No, que yo sepa, don Hugh —respondió Mulberry. Hugh lanzó una mirada circular por la estancia. Estaban presentes todos los socios, salvo Edward, que aún no había llegado.

—¿Alguien recuerda una retirada importante de fondos la semana pasada?

Nadie tenía noticia de ello. Hugh se puso en pie.

—Vamos a comprobarlo —dijo a Mulberry.

Subieron a la sala de los oficiales administrativos. El asiento que buscaban era excesivamente elevado para tratarse de una retirada de efectivo. Tenía que ser una transacción interbancaria. Hugh recordaba de su época de administrativo que existía un libro en el que se anotaban diariamente tales transacciones. Se sentó a una mesa y pidió a Mulberry:

—Tráigame el diario interbancos, por favor.

Mulberry cogió de su estante un enorme libro contable y lo puso delante de Hugh.

—¿Puedo ayudarle en algo, don Hugh? —se brindó otro empleado—. Llevo ese libro.

La expresión del hombre era preocupada, y Hugh comprendió que temía haber cometido algún error.

—Usted es Clemmow, ¿verdad? —dijo Hugh.

—Sí, señor.

—¿Qué retiradas de fondos importantes se efectuaron aquí la semana pasada…? De un millón de libras o más.

—Sólo una —respondió el oficial administrativo inmediatamente—. La Compañía del Puerto de Santamaría retiró un millón ochocientas mil… el importe de la emisión de bonos menos el corretaje.

Hugh se levantó de un salto.

—¡Pero si no tenían tanto…! ¡Sólo se recaudaron cuatrocientas mil!

Clemmow palideció.

—La emisión de bonos era de dos millones de libras…

—Pero no la habíamos suscrito, ¡era una venta a comisión!

—Comprobé el saldo de su cuenta: un millón ochocientas mil libras a su favor.

—¡Maldición! —gritó Hugh. Todos los empleados de la sala se le quedaron mirando—. ¡Enséñeme esa cuenta!

Otro empleado, en el fondo de la habitación, tomó un gran libro contable, se lo llevó a Hugh y lo abrió en la página marcada: «Junta del Puerto de Santamaría».

No había más que tres asientos: un abono de dos millones de libras, un cargo de doscientas mil libras por comisiones a favor del banco y una transferencia que saldaba la cuenta.

Hugh se puso lívido. El dinero había desaparecido. Si se hubiese hecho una anotación errónea, la equivocación podía subsanarse fácilmente. Pero habían retirado el dinero del banco al día siguiente, lo cual indicaba la existencia de un fraude cuidadosamente planeado.

—Por Dios que alguien va a ir a la cárcel —dijo iracundo—. ¿Quién asentó estas operaciones?

—Un servidor, señor —dijo el oficinista que le había llevado el libro. Temblaba de miedo.

—¿De acuerdo con qué instrucciones?

—La documentación de costumbre. Todo estaba en orden.

—¿De dónde procedía?

—Del señor Oliver.

Simón Oliver era natural de Córdoba y primo de Micky Miranda. Hugh sospechó instantáneamente la identidad del que estaba detrás de aquella estafa.

No deseaba seguir aquella investigación delante de veinte empleados. Se arrepentía ya de haberles permitido enterarse de la existencia del problema. Pero cuando empezó a verificar el asunto ignoraba que iba a poner al descubierto una malversación de fondos de tales proporciones.

Oliver era el ayudante de Edward y trabajaba en la planta de los socios, al lado de Mulberry.

—Vaya a buscar en seguida al señor Oliver y acompáñelo a la sala de los socios —indicó Hugh a Mulberry. Continuaría allí la investigación, con el resto de los socios.

—Ahora mismo, don Hugh —dijo Mulberry. Se dirigió a los demás empleados—: Volved todos al trabajo.

Regresaron a sus escritorios y volvieron a coger la pluma, pero antes de que Hugh abandonase la habitación ya había estallado un zumbido de excitadas conversaciones.

Hugh regresó a la sala de los socios.

—Se ha cometido una estafa importante —anunció—. Se ha pagado a la Compañía del Puerto de Santamaría el importe total de la emisión de bonos, pese a que sólo hemos vendido papel por valor de cuatrocientas mil libras.

Todos se quedaron aterrados.

—¿Cómo diablos ha podido ocurrir? —dijo William.

—La suma total se les abonó en cuenta y la transfirieron inmediatamente a otro banco.

—¿Quién es el responsable?

—Creo que la gestión la llevó a cabo Simón Oliver, ayudante de Edward. Ya le he mandado llamar, pero me temo que el muy canalla esté ya a bordo de un barco, rumbo a Córdoba.

—¿Podemos recuperar el dinero? —preguntó sir Harry.

—No lo sé. Es posible que a estas horas lo tengan ya fuera del país.

—¡No pueden construir un puerto con dinero robado!

—Tal vez no quieran construir ningún puerto. Todo este asunto quizá no haya sido más que una maldita estafa.

—¡Santo Dios!

Entró Mulberry y, ante la sorpresa de Hugh, llegaba acompañado de Simón Oliver, lo cual sugería que Oliver no había sustraído el dinero.

Llevaba en la mano un grueso contrato. Parecía asustado: el comentario de Hugh acerca de que alguien iba a ir a la cárcel se lo habían repetido sin duda.

Sin preámbulos, Oliver manifestó:

—La emisión de Santamaría estaba suscrita… así lo certifica el contrato.

Con mano temblorosa, tendió el documento a Hugh.

—Los socios acordaron que esos bonos se venderían sobre la base de un corretaje —dijo Hugh.

—Don Edward me encargó que extendiese un contrato de suscripción.

—¿Puede demostrarlo?

—¡Sí! —Entregó a Hugh otra hoja de papel. Era un resumen de contrato, una breve nota relativa a las condiciones del acuerdo, pasada por un socio al empleado que se encargaría de preparar el contrato íntegro. De puño y letra de Edward, especificaba con toda claridad que la emisión se suscribía.

Eso zanjaba la cuestión. Edward era el responsable. No se había cometido ninguna estafa y no era posible reclamar ni recuperar el dinero. La transacción era perfectamente legítima. Hugh se sintió descorazonado y furioso.

—Está bien, Oliver, puede retirarse —dijo.

Oliver permaneció inmóvil.

—Confío en que esto no lance sobre mí una sospecha permanente, don Hugh.

Hugh no estaba convencido de que Oliver fuese inocente del todo, pero se vio obligado a declarar:

—No se le culpa de nada que haya hecho usted obedeciendo órdenes de don Edward.

—Gracias, señor.

Oliver salió. Hugh miró a los demás socios.

—Edward ha actuado en contra de nuestra decisión colectiva —comentó amargamente—. Cambió las condiciones de la emisión a nuestras espaldas y nos ha costado un millón cuatrocientas mil libras.

Samuel se dejó caer pesadamente en la silla.

—¡Es terrible! —dijo.

Los rostros de sir Harry y del mayor Hartshorn reflejaban perplejidad.

—¿Estamos en quiebra? —preguntó William.

Hugh comprendió que la pregunta iba dirigida a él.

Bueno, ¿estaban en quiebra? Era inconcebible. Reflexionó durante unos segundos.

—Técnicamente, no —contestó—. Aunque nuestras reservas de efectivo han bajado en un millón cuatrocientas mil libras, los bonos figuran en el activo de nuestro balance, valorados en su precio de compra. De modo que el pasivo queda compensado y somos solventes.

—Siempre que el precio no se desplome —añadió Samuel.

—Cierto. Si algo provocase la caída de los bonos suramericanos nos encontraríamos en graves dificultades.

Pensar que el poderoso Banco Pilaster estuviera en una situación tan debilitada le puso enfermo de indignación contra Edward.

—¿Es posible mantener esta cuestión en secreto? —quiso saber sir Harry.

—Lo dudo —respondió Hugh—. Me temo que en la sala de los oficiales administrativos no traté precisamente de ocultar el asunto. A estas horas la noticia ya habrá llegado al último rincón del edificio, y al final de la hora del almuerzo se habrá extendido a toda la City.

Jonas Mulberry intercaló una cuestión funcional:

—¿Qué hay de nuestra liquidez, don Hugh? Necesitamos un depósito de fondos antes del fin de semana para atender los pagos y retiradas de efectivo de costumbre. No podemos vender bonos del puerto… bajaría la cotización.

Era una buena idea. Hugh consideró el problema durante un momento.

—Pediré un préstamo al Banco Colonial —decidió—. El viejo Cunliffe guardará silencio. Eso nos permitirá salir del atolladero.

Lanzó una mirada alrededor, hacia los demás.

—De momento, cubrirá esta emergencia. Sin embargo, nos encontramos en una situación peligrosamente débil. Debemos corregir la situación a medio plazo con toda la celeridad posible.

—¿Y Edward? —preguntó William.

Hugh sabía lo que estaba obligado a hacer: dimitir. Pero quería que fuese otro quien lo dijera, así que permaneció en silencio.

—Edward debe dimitir de su cargo en el banco —dijo Samuel finalmente—. Ninguno de nosotros podría volver a confiar en él.

—Puede retirar su capital —observó William.

—No puede —replicó Hugh—. No tenemos efectivo. Esa amenaza ha perdido eficacia.

—Claro —concedió William—. No había pensado en eso.

—Entonces, ¿quién será el presidente del consejo? —dijo sir Harry.

Hubo unos instantes de silencio, que interrumpió Samuel al decir:

—Oh, por el amor de Dios, ¿es que puede haber alguna duda? ¿Quién ha descubierto el engaño de Edward? ¿Quién se ha hecho cargo de todo en el momento de crisis? ¿Hacia quién os habéis vuelto todos en busca de soluciones? Durante los últimos sesenta minutos, todas las decisiones las ha tomado una sola persona. Los demás os habéis limitado a hacer preguntas y a poner cara de seres desvalidos. Sabéis perfectamente quién tiene que ser el nuevo presidente del consejo.

A Hugh le pilló desprevenido. Ocupado su cerebro en la solución de los problemas con los que se enfrentaba el banco, no había dedicado el más mínimo pensamiento a su propia situación. Comprendió entonces que Samuel tenía razón. Los otros se mantuvieron más o menos inertes. Desde el preciso momento en que descubrió la anomalía en el resumen semanal de las operaciones, él, Hugh, estuvo actuando como si fuera el presidente del consejo y sabía que era el único capaz de conducir el banco a través de la crisis.

Poco a poco, en su mente fue entrando la idea de que estaba a punto de conseguir la ambición de su vida: iba a ser el nuevo presidente del consejo del Banco Pilaster. Miró a William, a Harry y a George. Todos tenían una expresión avergonzada. Al permitir que Edward ocupase el cargo de presidente del consejo, habían llevado al banco al borde del desastre. Ahora se daban cuenta de que Hugh había tenido razón desde el principio. Deseaban haberle hecho caso antes, como deseaban también subsanar su equivocación. Hugh leyó en sus semblantes que deseaban que se hiciera cargo del banco.

Pero tenían que expresarlo de viva voz.

Miró a William, que era el de más edad, después de Samuel.

—¿Qué opinas?

William vaciló apenas un segundo.

—Creo que debes ocupar este cargo, Hugh —dijo.

—¿Mayor Hartshorn?

—De acuerdo.

—¿Sir Harry?

—Desde luego… y espero que aceptes.

Estaba decidido. A Hugh le costaba trabajo creerlo. Respiró hondo.

—Gracias por vuestra confianza. Aceptaré. Confío poder sacar esto adelante y que todos superemos esta calamidad conservando intacta nuestra reputación y nuestra fortuna.

Edward entró en aquel momento.

Se hizo un silencio preñado de abatimiento. Habían estado hablando de Edward como si hubiera muerto ya, y verle en la estancia fue todo un impacto.

Al principio, Edward no percibió la extraña atmósfera.

—Todo el edificio está alborotado —dijo—. Los auxiliares administrativos corren de un lado para otro, los oficiales cuchichean por los pasillos, nadie hace casi nada… ¿qué diablos está pasando?

Nadie habló.

La consternación se extendió por el rostro de Edward, seguida por un aire de culpabilidad.

—¿Ocurre algo malo? —dijo, pero su expresión indicó a Hugh que ya sospechaba lo ocurrido—. Será mejor que me expliques por qué me estás mirando así —insistió Edward—. Después de todo, soy el presidente del consejo.

—No, ya no lo eres —dijo Hugh—. Lo soy yo.