OCTUBRE

1

Micky Miranda estaba preocupado. Mientras fumaba un cigarro acomodado en el salón del Club Cowes no cesaba de preguntarse qué pudo haber hecho para ofender a Edward. Edward le evitaba. No aparecía por el club, no iba al Nellie’s y ni siquiera se presentaba en el salón de Augusta a la hora del té. Hacía una semana que Micky no le veía.

Preguntó a Augusta qué pasaba, pero la mujer dijo que no lo sabía. También se comportaba con él de un modo desacostumbrado, y Micky supuso que sí que lo sabía, pero que no estaba dispuesta a decírselo.

En veinte años, era la primera vez que ocurría aquello.

De vez en cuando, Edward se sentía agraviado por algo que hiciera o dijera Micky y se enfadaba con él, pero su enfado nunca duraba más de un par de días. Pero esta vez iba en serio… lo que significaba que quizá peligrase el dinero para el puerto de Santamaría.

En el curso del último decenio, el Banco Pilaster había emitido bonos cordobeses al promedio de una vez al año. Parte de esos fondos era capital para financiar ferrocarriles, obras hidráulicas y explotaciones mineras; otra parte consistía simplemente en préstamos al gobierno.

De todas esas operaciones se beneficiaba la familia Miranda directa o indirectamente, y Papá Miranda era ya el hombre más poderoso de Córdoba, después del presidente.

Micky había cobrado comisión por todo —aunque en el banco nadie lo sabía— y ahora era personalmente muy rico y, lo que resultaba más significativo, su habilidad para reunir aquellos fondos de inversión había hecho de él una de las figuras más importantes de la política de Córdoba y el heredero indiscutible del poder de su padre.

Y Papá Miranda se aprestaba a desencadenar una revolución.

Los planes ya estaban trazados. El ejército de los Miranda se lanzaría hacia el sur por ferrocarril y pondría sitio a la capital. Se atacaría simultáneamente Milpita, el puerto de la costa del Pacífico del que se servía la capital.

Pero las revoluciones cuestan dinero. Papá Miranda había indicado a Micky que tramitase el empréstito más cuantioso de todos los obtenidos hasta entonces: dos millones de libras esterlinas, a fin de comprar armas y suministros precisos para una guerra civil. Le había prometido una recompensa inconmensurable: cuando accediera a la presidencia, Micky sería primer ministro, con autoridad sobre todos excepto sobre el propio Papá Miranda y a su muerte se le designaría sucesor a la presidencia.

Era todo lo que siempre había deseado.

Volvería a su país convertido en un héroe conquistador, el heredero del trono, la mano derecha del presidente, gran señor con mando sobre todos sus primos, sus tíos y —lo que era más satisfactorio— sobre su hermano mayor.

Edward estaba poniendo en peligro todo aquel sueño. Edward era fundamental para el proyecto. Micky había proporcionado a los Pilaster un monopolio extraoficial del comercio con Córdoba, a fin de impulsar el prestigio y la influencia de Edward en el banco.

Había salido bien: Edward era ahora presidente del consejo, algo que nunca hubiese conseguido sin ayuda. Lo malo era que, en toda la comunidad financiera de Londres, nadie había tenido ocasión de adquirir experiencia en el terreno de las relaciones comerciales con Córdoba. Por ende, los demás bancos se daban cuenta de que no tenían suficiente información o conocimientos para invertir allí y se mostraban doblemente recelosos ante cualquier proyecto que les presentase Micky, porque daban por supuesto que los Pilaster se lo habían rechazado previamente. Micky intentó en varias ocasiones obtener dinero para Córdoba en otras entidades bancarias, pero siempre se lo denegaron.

El enojo de Edward, por lo tanto, era profundamente alarmante. Le ocasionó a Micky noches enteras de insomnio. Como Augusta no podía o no quería arrojar luz alguna sobre el problema, Micky no tenía a nadie a quien preguntar: él era el único amigo íntimo de Edward.

Estaba allí sentado, fumando, sumido en sus preocupaciones, cuando vio a Hugh Pilaster. Eras las siete de la tarde y Hugh vestía traje de etiqueta. Tomaba una copa a solas, seguramente mientras esperaba a la persona o personas con quien cenaría.

A Micky no le caía bien Hugh y tampoco ignoraba que la ojeriza era mutua. Sin embargo, era posible que Hugh supiera lo que pasaba y por preguntarle, Micky no perdería nada. Se levantó y fue a la mesa que ocupaba Hugh.

—Buenas noches, Pilaster.

—Buenas, Miranda.

—¿Has visto últimamente a tu primo Edward? Parece que ha desaparecido.

—Pues todos los días va al banco.

—¡Ah! —Micky vaciló. En vista de que Hugh no le invitaba a sentarse, preguntó—: ¿Puedo acompañarte?

Se sentó sin esperar respuesta. En voz un poco más baja, dijo:

—Tal vez tú sepas si he hecho algo que pueda haberle ofendido.

Hugh pareció meditar un momento antes de declarar:

—No veo razón por la que no pueda contártelo. Edward ha descubierto que mataste a Peter Middleton y que le has mantenido engañado, respecto a eso durante veinticuatro años.

A Micky le faltó muy poco para dar un salto en la silla. ¿Cómo demonios había salido eso a relucir? Estuvo a punto de formular la pregunta, pero en seguida se dio cuenta de que hacerlo equivalía a reconocer su culpabilidad. Fingió indignarse y se puso en pie bruscamente.

—Olvidaré lo que acabas de decir —articuló, y abandonó la estancia.

Apenas tardó unos segundos en comprender que no debía temer más que antes a las autoridades policiales. Nadie podía demostrar lo que hizo y ocurrió tanto tiempo atrás, opinarían que era inútil abrir de nuevo la investigación. El verdadero peligro al que se enfrentaba era al hecho de que Edward se negase a recaudar los dos millones que le hacían falta a su padre.

Tenía que ganarse el perdón de Edward. Y para conseguirlo tenía que verle.

Aquella noche le fue imposible hacer nada, puesto que se había comprometido a asistir a una recepción diplomática en la embajada francesa y a cenar con unos miembros conservadores del Parlamento. Pero al día siguiente fue al burdel de Nellie a la hora del almuerzo, despertó a April y la convenció para que enviase a Edward una nota en la que le prometía «algo especial» si acudía al prostíbulo aquella noche.

Micky alquiló la mejor habitación y contrató los servicios de la en aquellos días favorita de Edward, Henrietta, una muchacha esbelta de corta melena oscura. La aleccionó para que se pusiera traje de etiqueta masculino y se tocara con un sombrero de copa, vestimenta que a Edward le parecía sensual.

A las nueve y media de la noche estaba aguardando a Edward. El cuarto tenía una enorme cama de cuatro postes, dos sofás, una gran chimenea ornamentada, el lavabo de costumbre y una serie de pinturas vivamente obscenas que representaban a un morboso empleado de pompas fúnebres dedicado a realizar diversos actos sexuales sobre el cadáver de una preciosa joven. Micky permanecía reclinado en un sofá de terciopelo; no llevaba encima más que un batín de seda, mientras sorbía coñac al lado de Henrietta.

La muchacha se aburrió rápidamente.

—¿Te gustan esas pinturas? —le preguntó.

Micky se encogió de hombros y no respondió. No tenía ganas de hablar con la chica. Afortunadamente para ellas, a Micky le interesaban poco las mujeres. El propio coito era un proceso rutinario y mecánico.

Lo que le gustaba del sexo era el poder que le confería.

Hombres y mujeres se enamoraban de él, y él nunca se cansaba de utilizar aquel cariño para dominarlos, explotarlos y humillarlos. Incluso su juvenil pasión por Augusta Pilaster no había sido, en parte, más que el deseo de domar y montar a una fogosa yegua salvaje.

Desde ese punto de vista, Henrietta no tenía nada que ofrecerle; dominarla no le brindaba ningún aliciente, carecía de algo con suficiente valor como para que mereciese explotarla, y no representaba satisfacción alguna humillar a alguien tan bajo en la escala social como una prostituta. Así que se limitó a dar chupadas a su cigarro y a preocuparse de si Edward se presentaría o no.

Transcurrió una hora. Luego otra. Micky empezó a perder la esperanza. ¿Habría algún otro sistema para llegar a Edward? Era difícil dar con un hombre que realmente no deseaba que uno le viera. En su domicilio sería un «no está en casa» y en su lugar de trabajo estaría siempre ocupado. Micky podía merodear por los aledaños del banco y abordar a Edward cuando saliese a almorzar, pero eso era indigno y, por otra parte, a Edward no le costaría nada hacer caso omiso de él. Tarde o temprano se encontrarían en alguna reunión de tipo social, pero podían pasar semanas antes de que eso sucediera, y Micky no estaba en situación de permitirse tanta demora.

Y entonces, poco antes de medianoche, April asomó la cabeza y dijo:

—Ahí está.

—¡Por fin! —exclamó Micky aliviado.

—Está tomando una copa, pero ha dicho que no quiere jugar a las cartas. Tengo la impresión de que lo tendréis aquí dentro de unos minutos.

Creció la tensión dentro de Micky. Era culpable de una traición todo lo grave que pudiera imaginarse. Había permitido que, durante un cuarto de siglo, Edward viviese bajo el falaz cargo de conciencia de creer que había matado a Peter Middleton, cuando lo cierto era que el culpable de ese homicidio había sido siempre Micky. Invocar el perdón de Edward era mucho pedir.

Pero Micky tenía un plan.

Colocó a Henrietta en el sofá. La hizo sentarse con el sombrero caído sobre los ojos y las piernas cruzadas, al tiempo que fumaba un cigarrillo. Redujo casi al máximo la luz de gas y fue a sentarse en la cama, detrás de la puerta.

Al cabo de un momento entró Edward. En la penumbra no se percató de la presencia de Micky, sentado en la cama. Se detuvo en el umbral, miró a Henrietta y saludó:

—Hola… ¿quién eres?

Ella alzó la cabeza y dijo:

—Hola, Edward.

—¡Ah, eres tú! —observó Edward. Cerró la puerta y se adentró en el cuarto—. Bueno, ¿qué es ese «algo especial» de que ha hablado April? Ya te he visto antes con frac.

—Soy yo —intervino Micky, y se levantó.

Edward frunció el ceño.

—No quiero verte —dijo, y se volvió hacia la puerta. Micky se interpuso.

—Al menos, aclárame por qué. Hemos sido amigos mucho tiempo.

—He sabido la verdad acerca de Peter Middleton.

Micky asintió.

—¿No me vas a conceder la oportunidad de explicarme?

—¿Qué hay que explicar?

—Cómo llegué a cometer un error tan espantoso y por qué no he tenido nunca el valor suficiente para reconocerlo.

La expresión de Edward era de testarudez.

—Siéntate, sólo un momento, al lado de Henrietta, y déjame hablar.

Edward titubeó.

—Por favor —suplicó Micky.

Edward, no muy convencido, se sentó en el sofá.

Micky fue al aparador y le sirvió una copa de coñac. Edward la cogió, a la vez que inclinaba la cabeza. Henrietta se pegó a él en el sofá y le cogió el brazo. Edward tomó un sorbo de licor, miró alrededor y dijo:

—Odio esas pinturas.

—Yo también —dijo Henrietta—. Me dan escalofríos.

—Cállate, Henrietta —ordenó Micky.

—Lamento haber dicho esta boca es mía, seguro —replicó Henrietta indignada.

Micky se sentó en el otro lado del sofá y se dirigió a Edward.

—Estaba equivocado y te engañé —empezó—. Pero tenía quince años y hemos sido los mejores amigos del mundo durante la mayor parte de nuestra vida. ¿Realmente vas a mandarlo todo al cuerno por un pecadillo de colegial?

—¡Pero podías haberme dicho la verdad en cualquier momento de los últimos veinticinco años! —reprochó Edward colérico.

Micky puso cara compungida.

—Podía y debía haberlo hecho, pero una vez se pronuncia una mentira como ésa es difícil retirarla. Hubiera acabado con nuestra amistad.

—No necesariamente —dijo Edward.

—Bueno, está acabando con ella ahora… ¿no?

—Sí —articuló Edward, pero en su voz vibró un temblor de incertidumbre.

Micky comprendió que había sonado la hora de jugarse el todo por el todo.

Se puso en pie y se quitó el batín.

Sabía que su aspecto era estupendo: su cuerpo aún se conservaba esbelto y su piel suave y lisa, con la salvedad del vello rizado del pecho.

Henrietta se levantó del sofá inmediatamente y se puso de rodillas delante de él. Micky miró a Edward. Chispeó el deseo en las pupilas de éste, pero mantuvo obstinadamente el fulgor de la rabia y desvió la vista.

A la desesperada, Micky jugó su última carta.

—Déjanos, Henrietta.

La mujer pareció sorprendida, pero se incorporó y salió del cuarto.

Edward miró a Micky.

—¿Por qué has hecho eso? —preguntó.

—¿Y para qué la necesitamos? —respondió Micky.

Se acercó al sofá, de modo que su ingle quedó a sólo unos centímetros de la cara de Edward. Alargó la mano con gesto indeciso y acarició suavemente el pelo de Edward. Éste no se movió.

—Estamos mejor sin ella… ¿verdad? —dijo Micky. Edward tragó saliva, sin pronunciar palabra.

—¿Verdad? —insistió Micky.

Edward contestó finalmente:

—Sí —susurró—. Sí.

Llevaba diecisiete años aportando negocio a los Pilaster, pero cada vez que iba al banco le llevaban a cualquier otra estancia, y un ordenanza iba a la sala de los socios a avisar a Edward. Micky suponía que a un inglés lo habrían admitido mucho antes en aquel santuario. Adoraba Londres, pero sabía que allí sería siempre un intruso.

Nervioso, extendió los planos del puerto de Santamaría sobre la amplia superficie de la mesa que ocupaba el centro de la habitación. El dibujo mostraba todo un puerto completo en la costa atlántica de Córdoba, con instalaciones para la reparación de buques y enlace ferroviario.

Nada de eso se construiría, naturalmente. Los dos millones de libras irían directamente a la caja de guerra de los Miranda. Pero el estudio era auténtico y los planos los habían hecho delineantes profesionales. De haberse tratado de un proyecto decente incluso podía haber resultado rentable.

Al ser una propuesta fraudulenta, probablemente figuraría como la estafa más ambiciosa de la historia.

Mientras Micky daba las pertinentes explicaciones, con referencias a materiales de construcción, costes laborales, derechos aduaneros y proyección de ingresos, bregó consigo mismo para conservar la calma. Toda su carrera, el futuro de su familia y el destino de su país dependían de la decisión que se tomase en la sala de los socios en aquella fecha.

Los socios del banco también estaban tensos. Se encontraban allí los seis: los dos parientes políticos, el mayor Hartshorn y sir Harry Tonks; Samuel, la vieja mariquita; Young William, Edward y Hugh.

Habría lucha, pero Edward contaba con todas las ventajas. Era el presidente del consejo. Hartshorn y sir Harry hacían siempre lo que sus esposas les indicaban, y como las esposas recibían órdenes de Augusta, respaldarían a Edward. Samuel probablemente se pondría de parte de Hugh. El único imprevisible era Young William.

A la semana siguiente, Micky entró por primera vez en la sosegada dignidad de la sala de los socios del Banco Pilaster.

Edward rebosaba entusiasmo, como era de esperar. Había perdonado a Micky, volvían a ser amigos del alma y aquél era su primer proyecto importante como presidente del consejo. Se sentía eufórico por haber aportado tan formidable operación como lanzamiento de su cargo de presidente del consejo.

Sir Harry tomó la palabra a continuación:

—El proyecto está meticulosamente concebido y durante una década nos ha ido bien con los bonos de Córdoba. A mí me parece una propuesta atractiva.

Como era de prever, la oposición llegó por parte de Hugh. Fue Hugh quien contó a Edward la verdad acerca de Peter Middleton, y seguramente, su móvil consistiría en impedir la emisión de aquel empréstito.

—He comprobado lo que ha ocurrido con las últimas emisiones de valores suramericanos que hemos gestionado —dijo.

Distribuyó alrededor de la mesa copias de una tabla.

Micky la examinó mientras Hugh continuaba.

—El tipo de interés ha aumentado de un seis por ciento hace tres años a un siete y medio por ciento el año pasado. —A pesar de ese incremento, la cantidad de bonos no vendidos había sido cada vez más alta.

Micky sabía lo suficiente de finanzas como para entender lo que aquello significaba: los bonos suramericanos les parecían cada vez menos atractivos a los inversores. La tranquila exposición de Hugh y la implacable lógica de la misma puso a Micky al rojo vivo.

—Además —continuó Hugh—, en cada una de las tres últimas emisiones el banco no ha tenido más remedio que comprar bonos en el mercado abierto para mantener su precio artificialmente.

Lo que quería decir, comprendió Micky, que las cifras de la tabla aún quitaban gravedad al problema.

—La consecuencia de nuestra persistente continuidad en este mercado saturado es que ahora tenemos retenidos bonos de Córdoba por valor de casi un millón de libras. Nuestro banco se encuentra comprometedoramente sobreexpuesto en ese único sector.

Era un argumento poderoso. Micky se esforzó por mantenerse frío, mientras se decía que, si fuera socio del banco, votaría en contra de la emisión. Pero aquello no se decidiría por puro razonamiento financiero. Había en juego algo más que numerario.

Durante unos segundos, nadie pronunció palabra. Edward parecía furioso, pero se contenía, sabedor de que sería más conveniente que fuese otro socio el que contradijera a Hugh.

—Tienes razón, Hugh, pero creo que has exagerado un poco —dijo sir Harry.

—Todos estamos de acuerdo en que el proyecto es sólido —opinó George Hartshorn—. El riesgo es escaso y los beneficios considerables. Creo que deberíamos aceptar.

Micky sabía por anticipado quiénes iban a respaldar a Edward. Esperaba el veredicto de Young William.

Pero fue Samuel quien habló a continuación.

—Me hago cargo de que a ninguno de vosotros le hace gracia vetar la primera propuesta importante que presenta el nuevo presidente del consejo —expuso. Su tono sugería que no eran enemigos que luchaban en campos opuestos, sino hombres razonables que no podrían por menos que llegar a un acuerdo con un poco de buena voluntad—. Tal vez no os sintáis inclinados a confiar en los puntos de vista de dos socios que ya han anunciado su dimisión. Pero llevo en este negocio el doble de tiempo que cualquiera de los que se encuentran ahora en esta sala y Hugh probablemente sea el banquero joven de más éxito en el mundo y ambos comprendemos que este proyecto es más peligroso de lo que parece. No permitáis que las consideraciones personales os induzcan a desdeñar precipitadamente nuestro consejo.

Micky pensó que Samuel era elocuente, pero su postura se conocía con anterioridad. Todos miraban ahora a Young William.

—Los bonos suramericanos siempre han parecido arriesgados —dijo Young William por último—. Si nos hubiésemos dejado dominar por el miedo habríamos perdido una gran cantidad de operaciones altamente provechosas durante los últimos años. —Aquello sonaba prometedor, pensó Micky. William prosiguió—: No creo que vaya a producirse un colapso financiero. Bajo el mandato del presidente García, Córdoba ha ido ganando en fortaleza. Creo que las perspectivas sugieren que las operaciones comerciales que emprendamos allí en el futuro van a ser todavía más rentables. Deberíamos buscar más negocio, no menos.

Micky dejó escapar un silencioso y prolongado suspiro de alivio. Había ganado.

—Cuatro socios a favor, pues, y dos en contra —resumió Edward.

—Un momento —dijo Hugh.

«No permita Dios que Hugh tenga algo en la manga», pensó Micky. Apretó las mandíbulas. Deseaba protestar, pero tenía que contener sus sentimientos.

Edward miró malhumoradamente a Hugh.

—¿Qué pasa? Has perdido la votación.

—En esta sala, una votación siempre ha sido el último recurso —repuso Hugh—. Cuando no hay unanimidad entre los socios intentamos llegar a una fórmula de compromiso en la que todos estén de acuerdo.

Micky observó que Edward estaba dispuesto a desestimar tal idea, pero medió William:

—¿En qué estás pensando, Hugh?

—Permitidme que haga una pregunta a Edward —dijo Hugh—. ¿Tienes plena confianza en que colocaremos la mayor parte de esta emisión?

—Si el precio es correcto, sí —contestó Edward. Su expresión denotaba claramente que no sabía adónde iba a conducir aquello.

Micky tuvo el terrible presentimiento de que estaban a punto de ganarle por la mano.

Hugh continuó:

—Entonces, ¿por qué no vendemos los bonos sobre la base de un corretaje, en vez de suscribir toda la emisión?

Micky ahogó un taco. No era aquello lo que deseaba.

Normalmente, cuando el banco lanzaba bonos por valor de, pongamos, un millón de libras, accedía a adquirir los que quedasen por vender, lo cual garantizaba al prestatario la recepción de todo el millón. A cambio de ésa garantía, el banco se quedaba con un porcentaje sustancioso. El sistema alternativo estribaba en ofrecer los bonos en venta sin ninguna garantía. El banco no corría ningún riesgo y cobraba una comisión mucho menor, pero si sólo se vendían bonos por valor de diez mil libras, en vez del millón completo, el prestatario o cliente no recibiría más que la parte correspondiente a las diez mil libras. Quien corría el riesgo entonces era el prestatario… y en esa fase Micky no deseaba ningún riesgo.

—Hummm —gruñó William—. Es una idea.

Micky pensó, desanimado, que Hugh había sido muy hábil. De haber seguido oponiéndose frontalmente al proyecto, le hubieran derrotado. Pero había sugerido una forma de reducir los riesgos. A los banqueros, una raza conservadora, les seducía mucho reducir los riesgos.

—Si colocamos toda la emisión —constató sir Harry—, aún obtendremos unas sesenta mil libras, incluso aunque el corretaje sea bajo y si no vendemos todos los bonos habremos evitado una pérdida considerable.

«¡Di algo, Edward!», pensó Micky. Edward estaba perdiendo el dominio de la reunión. Pero parecía no saber cómo contraatacar.

—Y podemos reflejar en el acta que la decisión de los socios ha sido por unanimidad —dijo Samuel—, que siempre es un resultado agradable.

Se produjo un murmullo de asentimiento.

—No puedo prometer que mis superiores accedan a eso —declaró Micky desesperado—. Hasta ahora, el banco siempre había suscrito los bonos cordobeses. Si deciden cambiar de política…

Vaciló.

—Puede que me vea obligado a ir a otro banco.

Era una amenaza hueca, ¿pero lo sabían ellos? William se mostró ofendido.

—Te corresponde ese privilegio. Puede que otro banco tenga un punto de vista distinto respecto a los riesgos.

Micky comprobó que su amenaza sólo servía para consolidar la oposición. Se apresuró a dar marcha atrás:

—Los dirigentes de mi país valoran en mucho sus relaciones con el Banco Pilaster y es posible que no quieran poner eso en peligro.

—Correspondemos a ese aprecio —dijo Edward.

—Gracias. —Micky comprendió que no había más que decir.

Empezó a enrollar el plano del puente. Le habían derrotado, pero aún no se daba definitivamente por vencido. Aquellos dos millones de libras eran la clave para la presidencia de su país. Tenía que conseguirlos.

Pensaría algo.

Edward y Micky habían convenido almorzar juntos en el comedor del Club Cowes. Estaba previsto como celebración de su triunfo, pero ahora no tenían nada que celebrar.

Para cuando llegó Edward, Micky había tramado ya su plan de acción. Su única posibilidad ahora consistía en convencer secretamente a Edward para que, en contra de la decisión de los socios, suscribiese los bonos sin decírselo. Era un acto ultrajante, temerario y probablemente delictivo, pero no le quedaba más alternativa.

Micky estaba ya sentado a la mesa cuando Edward llegó.

—Me siento muy decepcionado por lo ocurrido esta mañana en el banco —dijo Micky al instante.

—Fue culpa de mi maldito primo Hugh —declaró Edward al tiempo que tomaba asiento. Hizo una seña a un camarero y pidió—: Tráigame una copa grande de Madeira.

—Lo malo es que, si no se suscribe la emisión, no habrá garantía de que se pueda construir el puerto.

—Hice todo lo que pude —afirmó Edward quejumbrosamente—. Tú lo viste, estabas allí.

Micky inclinó la cabeza. Por desgracia, era verdad. Si Edward fuera un brillante manipulador de la gente —como su madre—, habría podido vencer a Hugh. Pero si Edward fuera de esa clase de personas, no sería un instrumento en manos de Micky.

Pero con todo y ser un peón, tal vez se resistiera a llevar a cabo la propuesta que Micky pensaba hacerle. Micky se devanaba los sesos en busca de algún modo de persuadirle de coaccionarle.

Pidieron el almuerzo. Cuando el camarero se retiró, Edward le dijo:

—He estado pensando en que podía buscarme alojamiento propio. Llevo demasiado tiempo viviendo con mi madre.

Micky hizo un esfuerzo para mostrarse interesado.

—¿Comprarías una casa?

—Pequeña. No quiero ningún palacio con docenas de doncellas yendo de un lado para otro echando carbón a las chimeneas. Una casa modesta, que pueda llevarla un buen mayordomo con la ayuda de un puñado de sirvientes.

—Pero en la Mansión Whitehaven tienes todo lo que necesitas.

—Todo, salvo intimidad.

Micky empezó a comprender adónde quería ir a parar.

—No quieres que tu madre se entere de todo lo que haces…

—Tú podrías quedarte a pasar alguna noche conmigo, por ejemplo —dijo Edward, y lanzó a Micky una mirada directa.

Micky comprendió súbitamente el modo en que él podría explotar aquella idea. Fingió tristeza al tiempo que meneaba la cabeza.

—Cuando hubieras conseguido esa casa, probablemente yo habría abandonado Londres.

Edward se quedó anonadado.

—¿Qué diablos quieres decir?

—Si no consigo el dinero para el nuevo puerto, seguro que el presidente me llamará.

—¡No puedes volver! —exclamó Edward aterrado.

—Desde luego, yo no quiero volver. Pero puede que no tenga elección.

—Los bonos se venderán, estoy seguro —manifestó Edward.

—Así lo espero. Porque si no…

Edward descargó el puño contra la superficie de la mesa, provocando el temblor de la cristalería.

—¡Quisiera que Hugh me hubiese dejado suscribir la emisión!

—Supongo que tienes que acatar la decisión de los socios —aventuró Micky nerviosamente.

—Claro ¿qué otra cosa voy a hacer?

—Bueno. —Micky titubeó. Trató de que su voz sonara con cierta indiferencia—. ¿No podrías pasar por alto lo que se ha dicho hoy y, simplemente, indicar a los empleados de tu departamento que preparen un contrato de suscripción, sin decir nada a nadie?

—Supongo que podría hacerlo —articuló Edward con aire preocupado.

—Al fin y al cabo, eres el presidente del consejo. Eso debe significar algo.

—Maldita sea si no.

—Simón Oliver podría extender discretamente los documentos. Puedes confiar en él.

—Sí.

Micky casi no daba crédito al hecho de que Edward accediese con tanta facilidad.

—Eso puede representar la diferencia entre quedarme en Londres y que reclamen mi presencia en Córdoba.

El camarero llegó con el vino y les sirvió una copa a cada uno.

—A la larga, se sabría —dijo Edward.

—Para entonces será demasiado tarde. E incluso lo puedes presentar como un error de oficina.

Micky sabía que eso era inverosímil, y dudó de que Edward se lo tragara.

Pero Edward lo pasó por alto.

—Si te quedases…

Hizo una pausa y bajó los ojos.

—¿Sí?

—Si te quedases en Londres, ¿pasarías algunas noches en mi nueva casa?

Con una oleada interior de triunfo, Micky se percató de que eso era lo único que le interesaba a Edward. Le dedicó la más atractiva de sus sonrisas.

—Naturalmente.

Edward asintió.

—Es todo lo que quiero. Esta tarde hablaré con Simón.

Micky levantó su copa de vino.

—Por la amistad —brindó.

Edward hizo chocar su copa con la de Micky y sonrió.

—Por la amistad.

Sin avisar, la esposa de Edward, Emily, se trasladó a la Mansión Whitehaven.

Aunque todo el mundo seguía creyendo que la casa era de Augusta, Joseph se la había legado a Edward. En consecuencia, no podían echar de allí a Emily: probablemente eso sería motivo de divorcio, precisamente lo que Emily deseaba.

La verdad es que Emily era técnicamente la señora de la casa y Augusta sólo una madre política que residía allí por indulgencia. Si Emily se enfrentase abiertamente con Augusta se produciría un violento conflicto de voluntades. A Augusta le habría encantado, pero Emily era demasiado diestra para plantarle cara francamente.

—Es tu casa —decía Emily, rezumante de dulzura la voz—. Debes hacer lo que te plazca.

La condescendencia bastaba para que Augusta se echase atrás.

A Emily incluso le correspondía el título de Augusta: como esposa de Edward, era condesa de Whitehaven, y Augusta la condesa viuda.

Augusta continuaba dando órdenes a la servidumbre como si fuera aún la dueña de la casa, y siempre que tenía ocasión revocaba las instrucciones de Emily. Esta nunca se quejaba. Sin embargo, los criados empezaron a mostrarse subversivos. Emily les caía mejor que Augusta —porque era insensatamente blanda con ellos, en opinión de Augusta—, y siempre se las arreglaban para encontrar el modo de hacer más cómoda la vida de Emily, a pesar de los esfuerzos de Augusta.

El arma más poderosa de que disponía un patrón era la amenaza de despedir al sirviente sin referencias. Nadie contrataba a un criado que no tuviese referencias. Pero Emily quitó a Augusta esa arma de las manos con una tranquilidad que resultaba poco menos que espantosa. Un día, Emily ordenó que se sirviera lenguado en el almuerzo y Augusta lo cambió por salmón. Se sirvió lenguado y Augusta despidió a la cocinera. Pero Emily dio a la cocinera una carta de referencias tan formidable que el duque de Kingsbridge contrató inmediatamente a la mujer, con un sueldo más alto y por primera vez, la servidumbre de Augusta dejó de sentirse aterrada por la señora.

Las amigas de Emily la visitaban en la Mansión Whitehaven por la tarde. El té era un rito que presidía la señora de la casa. Emily sonreía dulcemente y rogaba a Augusta que se hiciera cargo del ceremonial, de forma que Augusta no tenía más remedio que ser cortés con las amigas de Emily, lo cual era casi tan espantoso como dejar que Emily desempeñase el papel de señora de la casa.

En las cenas aún era peor. Augusta tenía que soportar que los invitados le dijesen lo buena que era lady Whitehaven al tener la deferencia de permitir que su madre política ocupara el sitio de honor en la cabecera de la mesa.

Augusta se veía superada en estrategia, una experiencia nueva para ella. Normalmente mantenía suspendida sobre la cabeza de las personas el arma disuasoria de expulsarlas del círculo de sus favores. Pero la expulsión era lo que Emily deseaba, y lo que la inmunizaba completamente contra el miedo.

Augusta estaba cada vez más firmemente determinada a no darse nunca por vencida.

La gente empezó a invitar a Edward y Emily a reuniones y fiestas sociales. Emily solía ir, tanto si la acompañaba Edward como si no. No faltó quien se percatara de ello. Durante la temporada que Emily había permanecido retirada en el condado de Leicester, el alejamiento de su esposo pudo pasar inadvertido; pero con ambos viviendo en la ciudad, la situación se hizo incómoda.

Hubo una época en la que a Augusta le era indiferente la opinión de la alta sociedad. Entre las personas dedicadas a actividades mercantiles era una tradición considerar a la aristocracia como frívola, si no degenerada, y prescindir de sus opiniones o, por lo menos, fingirlo. Pero hacía mucho tiempo que Augusta había dejado a sus espaldas el orgullo natural de la clase media. Ella era la condesa viuda de Whitehaven y deseaba ardientemente la aprobación de la élite de Londres. No podía permitir que su hijo declinara las invitaciones de las personas de alcurnia, así que le obligaba a ir.

Aquella noche se daba un caso de aquéllos. El marqués de Hocastle se encontraba en Londres con motivo de un debate en la Cámara de los Lores y la marquesa había organizado una cena para varios de los contados amigos que no estaban en el campo de caza. Edward y Emily iban a asistir a la misma, al igual que Augusta.

Pero cuando Augusta bajó con su vestido negro de seda se encontró a Micky Miranda en el salón; iba vestido de etiqueta y se tomaba un whisky. A Augusta le dio un vuelco el corazón al verlo allí tan atractivo, con su chaleco blanco y su cuello duro. Micky se levantó y fue a besarle la mano. Ella se alegró de haber elegido aquel modelo, cuyo corpiño dejaba al descubierto buena parte de sus senos.

Edward se había alejado de Micky, después de enterarse de la verdad acerca de Peter Middleton, pero aquello sólo duró unos días, y ahora eran más amigos que nunca. Augusta se alegraba. Ella no podía enfadarse con Micky. Siempre había sabido que era un individuo peligroso: eso lo hacía incluso más deseable. A veces la asustaba el pensar que había asesinado a tres personas, pero el miedo era excitante.

Era la persona más inmoral de cuantas Augusta había conocido en su vida, y anhelaba que la arrojase al suelo y la sedujera.

Micky todavía estaba casado. Probablemente podría divorciarse de Rachel si quisiera —circulaban insistentes rumores acerca de su mujer y el hermano de Maisie Robinson, Dan, el miembro radical del Parlamento—, pero le era imposible hacerlo en tanto fuese embajador.

Augusta se sentó en el sofá egipcio, con la intencionada esperanza de que Micky lo hiciera junto a ella, pero la decepcionó al acomodarse en el lado contrario. Se sintió despreciada.

—¿A qué has venido? —preguntó.

—Edward y yo vamos al boxeo.

—No, no vais al boxeo. Edward cena con el marqués de Hocastle.

—Ah. —Micky titubeó—. No sé si he sido yo el que se equivocó…, o fue él.

Augusta tenía la absoluta certeza de que Edward era el responsable y dudaba de que se tratara de un error. Le gustaba mucho el boxeo, y seguramente tenía intención de eludir el compromiso de la cena. Acabaría inmediatamente con esa intención.

—Vale más que vayas solo —dijo a Micky.

Un brillo de rebeldía apareció en los ojos de Micky y, durante un segundo, Augusta pensó que iba a desafiarla. Se preguntó si estaría perdiendo su ascendiente sobre el joven. Pero Micky se levantó, aunque muy despacio, y dijo:

—En tal caso, me retiro, si es tan amable de explicarle a Edward…

—Desde luego.

Pero era demasiado tarde. Antes de que Micky llegase a la puerta, entró Edward.

Augusta observó que el sarpullido de la piel estaba inflamado aquella noche. Le cubría la garganta, para extenderse por la parte posterior del cuello y ascender hasta una oreja. A Augusta le inquietaba, pero Edward dijo que el médico había insistido en que no tenían por qué preocuparse.

Edward se frotaba las manos con anticipada fruición.

—Estoy deseando ver los combates —dijo.

Con su voz más autoritaria, Augusta manifestó:

—No puedes ir al boxeo, Edward.

Edward puso cara de chiquillo al que dicen que se ha suprimido la Navidad.

—¿Por qué? —preguntó en tono lastimero.

Una momentánea pena se abatió sobre Augusta, y estuvo a punto de volverse atrás. Pero en seguida endureció su corazón.

—Sabes perfectamente que nos comprometimos a asistir a la cena del marqués de Hocastle —recordó.

—Pero no es esta noche, ¿verdad?

—Sabes que sí lo es.

—No iré.

—¡Tienes que ir!

—¡Pero ya cené fuera anoche con Emily!

—Entonces disfrutarás esta noche de la segunda cena civilizada consecutiva.

—¿Por qué demonios nos han invitado?

—¡No maldigas delante de tu madre! Nos han invitado porque son amigos de Emily.

—Emily puede irse a la…

Captó la mirada de Augusta y se interrumpió en seco. Propuso:

—Diles que me he puesto enfermo.

—No seas ridículo.

—Creo que tengo derecho a ir adónde guste, madre.

—¡No puedes ofender a personas de alta categoría!

—¡Quiero ver los combates!

—¡No puedes ir!

Emily entró en aquel momento. No pudo por menos que percatarse de lo cargada que estaba la atmósfera de la estancia y dijo al instante:

—¿Qué ocurre?

—¡Ve a buscar ese dichoso trozo de papel que siempre me estás pidiendo que firme! —exclamó Edward.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Augusta—. ¿Qué trozo de papel?

—Mi consentimiento a la anulación.

Augusta se quedó aterrada… y comprendió con repentina furia que aquello no era accidental. Emily lo había planeado exactamente así. Su objetivo era irritar a Edward hasta el punto de impulsarle a firmar cualquier cosa con tal de quitársela de encima. Augusta había contribuido incluso inadvertidamente, al insistir en que Edward cumpliese con sus obligaciones sociales. Se sintió como una estúpida: se había dejado manipular. Y el plan de Emily estaba ahora al borde del éxito.

—¡Emily, quédate dónde estás! —ordenó Augusta. Emily dibujó una de sus dulces sonrisas y salió. Augusta se encaró con Edward.

—¡No vas a dar tu consentimiento a ninguna anulación!

—Tengo cuarenta años, madre —repuso Edward—. Estoy al cargo del negocio de la familia y ésta es mi casa. No debes decirme lo que tengo que hacer.

Decoraba su rostro una expresión terca y resentida y en el cerebro de Augusta irrumpió el terrible pensamiento de que, por primera vez en su vida, Edward iba a desafiarla.

Empezó a asustarse.

—Ven y siéntate aquí, Teddy —invitó, en tono más suave. De mala gana, el hombre se sentó junto a ella.

Augusta alzó la mano para acariciarle la mejilla, pero Edward se retiró de un respingo.

—No puedes cuidar de ti mismo —dijo Augusta—. Nunca has podido. Por eso Micky y yo nos hemos tenido que preocupar siempre de ti, desde que estabas en el colegio.

La obstinación de Edward pareció aumentar.

—Tal vez sea hora de que lo dejéis.

Por el interior de Augusta reptó una sensación de pánico.

Era casi como si se estuviera escapando de su dominio.

Antes de que la conversación pudiera continuar, regresó Emily con un documento de aspecto legal. Lo depositó encima del escritorio de estilo árabe, sobre el que ya había dispuestas plumas y tinta.

Augusta miró a su hijo a la cara. ¿Sería posible que tuviese más miedo a su esposa que a su madre? A Augusta le asaltó la frenética idea de coger el documento y arrojarlo, tirar las plumas y derramar la tinta. Se dominó. Quizá fuese mejor ceder y fingir que el asunto carecía de importancia. Pero esa pretensión sería inútil: había adoptado una postura al prohibir aquella anulación y ahora todos sabrían que había sufrido una derrota.

—Si firmas ese documento, tendrás que dimitir del banco —avisó a Edward.

—No veo por qué —replicó él—. No es como un divorcio.

—La Iglesia no pone ningún inconveniente a una anulación, siempre y cuando los motivos sean auténticos —señaló Emily. Sonaba a cita: evidentemente se había cerciorado.

Edward se sentó a la mesa, eligió una pluma y la metió en un tintero de plata.

Augusta descargó su último tiro.

—¡Edward! —chilló con voz temblorosa de rabia—. ¡Si firmas eso no volveré a dirigirte la palabra en mi vida!

Tras un fugaz titubeo, el hombre aplicó la pluma al papel.

Todos guardaban silencio. Se movió la mano de Edward y el rasgueo de la pluma sobre el papel resonó como un trueno.

Edward dejó la pluma.

—¿Cómo puedes tratar así a tu madre? —protestó Augusta, y el sollozo de su voz era genuino.

Emily secó la firma y recogió el documento. Augusta se interpuso entre Emily y la puerta.

Perplejos e inmóviles, Edward y Micky contemplaron la escena mientras las dos mujeres se enfrentaban.

—Entrégame ese papel —dijo Augusta.

Emily se acercó un paso más, vaciló ante Augusta y luego, asombrosamente, propinó a ésta una bofetada.

Un golpe de los que escuecen. Augusta emitió un grito de sorpresa y dolor y retrocedió.

Emily pasó rápidamente por su lado, abrió la puerta y salió del cuarto, bien aferrado el documento en su mano.

Augusta se dejó caer pesadamente en la silla más próxima y rompió a llorar.

Oyó abandonar el salón a Edward y Micky. Se sintió vieja, derrotada y sola.