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A Augusta le encantaba la viudez. Para empezar, el negro le sentaba de maravilla. Con sus ojos oscuros, el cabello plateado y la negrura de las cejas, vestida de luto tenía un porte absolutamente impresionante.

Joseph llevaba muerto cuatro semanas y era curioso lo poco que lo echaba de menos. A Augusta sólo le resultaba un poco extraño que el hombre no se encontrara allí para quejarse de que el filete no estaba bastante hecho o de que había dos dedos de polvo en la biblioteca. Cenaba sola un par de veces a la semana, pero siempre había sabido disfrutar de su propia compañía. Ya no gozaba de la condición de esposa del presidente del consejo, pero era la madre del nuevo presidente del consejo. Y condesa viuda de Whitehaven. Tenía todo lo que Joseph había podido darle, sin el fastidio de tener al propio Joseph.

Y podía volver a casarse. Contaba cincuenta y ocho años, le era imposible concebir hijos; pero aún le asaltaban deseos que, en su opinión, tenían mucho de sentimientos juveniles. A decir verdad, se habían agudizado a raíz del fallecimiento de Joseph. Cuando Micky Miranda le tocaba el brazo, la miraba a los ojos o apoyaba la mano en su cadera al acompañarla a una habitación, experimentaba con más fuerza que nunca aquella sensación de placer combinada con una especie de debilidad que hacía que la cabeza le diera vueltas.

Al contemplarse en el espejo del salón, pensó: «Micky y yo somos muy parecidos, incluso en el color. Hubiéramos tenido preciosos niños de ojos oscuros».

Mientras pensaba eso, su hijo de ojos azules y cabellera rubia entró en el salón. No tenía buen aspecto. De robusto, había pasado a decididamente gordo, y sufría alguna clase de problema dermatológico.

A menudo solía ponerse de mal talante hacia la hora del té, cuando se volatilizaban los efectos del vino con que había regado el almuerzo.

Pero en aquel momento Augusta tenía algo importante que decirle y no estaba de humor para andarse por las ramas.

—¿Qué es eso que me han dicho acerca de que Emily te ha pedido la anulación? —preguntó.

—Quiere casarse con otro —le respondió Edward en tono mustio.

—No puede… ¡está casada contigo!

—En realidad, no lo está —dijo Edward.

¿De qué diablos estaba hablando? Con todo lo que le quería, su hijo le resultaba a veces profundamente irritante.

—¡No seas tonto! —saltó—. Claro que está casada contigo.

—Sólo me casé con ella porque tú quisiste que lo hiciera. Y ella sólo accedió porque sus padres la obligaron. Nunca nos quisimos y…

Vaciló, para acabar estallando:

—¡No consumamos el matrimonio!

De modo que a eso era a lo que quería llegar. Augusta se quedó atónita ante las agallas que demostraba Edward al aludir directamente al acto sexual: esas cosas no se decían delante de señoras. Sin embargo, no le sorprendía enterarse de que aquel matrimonio era una farsa: llevaba años sospechándolo. A pesar de todo, no iba a permitir que Emily se saliera con la suya.

—No podemos dar un escándalo —manifestó en tono firme.

—No sería ningún escándalo…

—Claro que lo sería —rugió Augusta, exasperada por la miopía de su hijo—. Sería la comidilla de Londres durante un año y saldría en todos los periodicuchos baratos.

Edward era ahora lord Whitehaven, y una noticia sensacionalista de tipo sexual protagonizada por un noble era precisamente la clase de carnaza que preferían los semanarios que compraban las criadas.

—¿Pero no crees que Emily tiene derecho a su libertad? —alegó Edward con aire desventurado.

Augusta pasó por alto aquella débil apelación a la justicia.

—¿Puede obligarte?

Quiere que firme un documento en el que yo reconozca que el matrimonio no llegó a consumarse. Eso, evidentemente, es justo.

—¿Y si no lo firmas?

—Entonces le costará un poco más. Estas cosas son difíciles de demostrar.

—Entonces, asunto concluido. No tenernos nada de qué preocuparnos. No hablemos más de este embarazoso asunto.

—Pero…

—Dile que no obtendrá la anulación. De ninguna manera quiero volver a oír hablar de ello.

—Muy bien, madre.

Aquella rápida capitulación la pilló desprevenida. Aunque generalmente acababa por imponer al final su criterio, Edward solía presentar más batalla. Sin duda le preocupaban otros problemas.

—¿Qué ocurre, Teddy? —sondeó, en tono más suave. Edward emitió un profundo suspiro.

—Hugh me ha contado una cosa endemoniada.

—¿Qué?

—Dice que Micky mató a Solly Greenbourne.

Un estremecimiento de horrible fascinación sacudió a Augusta.

—¿Cómo? Solly murió atropellado.

—Hugh dice que Micky le empujó debajo de aquel coche.

—¿Tú lo crees?

—Micky estaba conmigo aquella noche, pero pudo haber salido unos minutos. Es posible. ¿Tú lo crees, madre?

Augusta asintió. Micky era peligroso y audaz: ahí residía su magnetismo. Augusta no albergaba la menor duda de que era muy capaz de cometer un asesinato tan temerario… y de salir bien librado.

—Me cuesta mucho trabajo aceptarlo —dijo Edward—. Sé que Micky es malo en muchos aspectos, pero considerarlo capaz de asesinar.…

—Pero lo haría —dijo Augusta.

—¿Cómo puedes estar tan segura?

Edward tenía un aire tan patético que Augusta sintió la tentación de compartir con él su secreto. ¿Sería sensato? Tal vez no causara ningún daño y podía hacer algún bien. El aldabonazo que representaba la revelación de Hugh parecía haber hecho de Edward un hombre más reflexivo. Puede que la verdad resultara beneficiosa para él. Decidió contárselo.

—Micky mató a tu tío Seth —dijo.

—¡Dios santo!

—Lo asfixió con una almohada. Le sorprendí con las manos en la masa.

Augusta notó una sensación de calor al recordar la escena que siguió después.

—Pero ¿por qué iba a matar Micky a tío Seth? —preguntó Edward.

—Le corría una prisa tremenda embarcar aquellos rifles para Córdoba, ¿recuerdas?

—Lo recuerdo.

Edward se quedó silencioso durante unos momentos.

Augusta cerró los párpados mientras revivía aquel largo y arrebatado abrazo con Micky, en la alcoba del muerto.

Edward la sacó de su ensoñación.

—Todavía hay algo peor. ¿Te acuerdas de aquel chico llamado Peter Middleton?

—Desde luego. —Augusta no lo olvidaría nunca. Su muerte no había dejado de atormentar desde entonces a la familia—. ¿Qué ocurre con él?

—Hugh dice que Micky le mató. Augusta se quedó de una pieza.

—¿Qué? No… eso no puedo creerlo. Edward asintió.

—Le metió deliberadamente la cabeza debajo del agua y la mantuvo sumergida hasta ahogarlo.

Lo que horrorizó a Augusta no fue el asesinato en sí mismo, sino la idea de la traición de Micky.

—Hugh debe de estar mintiendo.

—Dice que Tonio Silva lo vio todo.

—¡Pero eso significa que Micky ha estado engañándonos alevosamente durante todos estos años!

—Creo que es verdad, madre.

Con una creciente sensación de pavor, Augusta comprendió que Edward no daría crédito a tan espantosa historia si no tuviese motivo para ello.

—¿Por qué estás tan predispuesto a creer lo que dice Hugh?

—Porque sé algo que Hugh no sabía, algo que confirma la historia. Verás, Micky había robado cierta cantidad de dinero a uno de los profesores. Peter lo sabía y amenazó con contarlo. Micky, desesperado, buscaba algún medio para acallarle.

—Micky siempre ha andado escaso de dinero —recordó Augusta. Sacudió la cabeza con incredulidad—. Y todos estos años pensando…

—Que yo tuve la culpa de la muerte de Peter. —Augusta asintió—. Y Micky nos dejó que lo creyéramos —dijo Edward—. No lo entiendo, madre. Estaba convencido de que yo era un asesino, y Micky sabía que no lo era, pero no dijo nada. ¿No es una terrible traición a la amistad?

Augusta contempló a su hijo con una mirada comprensiva.

—¿Lo abandonarás?

—Es inevitable. —Edward estaba desconsolado—. Pero realmente es mi único amigo.

Augusta se sintió al borde de las lágrimas. Permanecieron sentados, mirándose el uno al otro mientras pensaban en lo que habían hecho y por qué lo hicieron.

—Durante veinticinco años —dijo Edward— le hemos tratado como a un miembro de la familia y es un monstruo.

«Un monstruo», se dijo Augusta. Era cierto. Y, sin embargo, le quería. Aunque Micky Miranda hubiese matado a tres personas, ella le quería. A pesar de que la había engañado, Augusta no dejaba de comprender que si Micky Miranda entrase en la habitación en aquel momento, ella lo abrazaría largamente.

Miró a su hijo. Leyó en el rostro de Edward que experimentaba lo mismo. Era algo que ya sabía en el fondo de su corazón y cuyo reconocimiento llegaba ahora a su cerebro.

Edward también amaba a Micky.