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Antes de despedirse definitivamente de la alta sociedad, once años antes, Maisie Greenbourne visitó a todas sus amistades —que eran numerosas y adineradas— y las fue convenciendo para que entregasen donativos al hospital femenino de Southwark, fundado por Rachel Bodwin.

En consecuencia, los ingresos que procuraban sus inversiones cubrían los gastos de mantenimiento del hospital.

El dinero lo administraba el padre de Rachel, único hombre relacionado con el desarrollo de las funciones de la institución hospitalaria. Al principio, Maisie quiso encargarse de gestionar personalmente la renta de las inversiones, pero no tardó en descubrir que los banqueros y agentes de bolsa se negaban a tomarla en serio. No hacían caso de sus instrucciones, solicitaban la autorización de su marido y se reservaban datos, absteniéndose de proporcionárselos. Podía enfrentarse a ellos, pero en la tarea de crear el hospital, Rachel y ella tenían otras batallas entre manos, de modo que dejaron que el señor Bodwin se encargara de las finanzas.

Maisie era viuda, pero Rachel aún estaba casada con Micky Miranda. Rachel no veía nunca a su esposo, lo que no era óbice para que él se negara a divorciarse. Durante diez años, Rachel mantuvo unas discretas relaciones amorosas con el hermano de Maisie, Dan Robinson, que era miembro del Parlamento. Vivían los tres juntos en la casa de Maisie, en el barrio de Walworth.

El hospital estaba en la barriada obrera de Southwark, en el corazón de la ciudad. Habían arrendado un conjunto de cuatro edificios cerca de la catedral de Southwark, y abrieron puertas en los muros interiores de todas las plantas para intercomunicar los inmuebles y convertirlos en el hospital que deseaban. En vez de salas con hileras de camas lóbregas como cavernas, habían dispuesto habitaciones pequeñas y confortables, en cada una de las cuales sólo colocaron dos o tres camas.

El despacho de Maisie era un coquetón santuario ubicado cerca de la entrada principal. Disponía de dos cómodas butacas, un jarrón con sus flores, una alfombra algo descolorida y alegres cortinas. Colgado de la pared, el cartel enmarcado de «Maisie la maravillosa», su único recuerdo del circo. Era un despacho más bien humilde y los libros de registro se guardaban en un estante del armario.

La mujer que estaba sentada frente a ella iba descalza, vestía prendas harapientas y estaba embarazada de nueve meses. Sus ojos tenían la expresión cautelosa y desesperada del gato famélico que entra en una casa extraña con la esperanza de que le den algo de comer.

—¿Cómo te llamas, querida? —preguntó Maisie.

—Rose Porter, señora.

Siempre la llamaban «señora», como si ella fuese una gran dama. Hacía bastante tiempo que había renunciado a intentar convencerlas para que la llamaran Maisie.

—¿Te apetecería una taza de té?

—Sí, muchas gracias, señora.

Maisie sirvió té en una taza de sencilla porcelana y añadió leche y azúcar.

—Pareces cansada.

—He venido andando desde Bath, señora. Una caminata de ciento sesenta kilómetros.

—¡Habrás tardado una semana! —exclamó Maisie—. Pobrecilla.

Rose estalló en lágrimas.

Resultaba normal, y Maisie ya se había acostumbrado.

Lo mejor era dejarlas llorar cuanto quisiesen. Maisie se sentó en el brazo de la butaca de Rose, le pasó un brazo alrededor de los hombros y la atrajo hacia si.

—Sé que me he portado mal —sollozó Rose.

—No te has portado mal —dijo Maisie. Aquí somos todas mujeres y comprendemos. No hablamos de maldad. Eso es para los curas y los políticos.

Cuando Rose se calmó y se hubo tomado el té, Maisie tomó el libro de registro de su estante del armario y se sentó ante el escritorio. Tomaba nota de todas las mujeres a las que se admitía en el hospital. A menudo, aquellos breves historiales resultaban útiles. Si algún fariseo conservador se levantaba en el Parlamento para declamar que la mayor parte de las madres solteras eran prostitutas, que todas querían abandonar a sus bebés o alguna otra bobada por el estilo, Maisie siempre podía refutar sus palabras mediante una carta meticulosa, cortés, basada en hechos reales, y repetir esa refutación en los discursos que pronunciaba por el país.

—Cuéntame lo ocurrido —pidió a Rose—. ¿De qué vivías antes de quedarte encinta?

—Trabajaba de cocinera en casa de la señora Foljambe, en Bath.

—¿Y cómo conociste a tu joven?

—Se me acercó y me habló en la calle. Era mi tarde libre y yo había estrenado un nuevo parasol amarillo. Parecía una tentación, lo sé. Aquel parasol amarillo fue mi ruina.

Maisie fue sonsacándole la historia. Típica. El hombre era tapicero, un artesano respetable y próspero. La cortejó y hablaron de boda. En las noches calurosas se acariciaban mutuamente, sentados en el parque después de oscurecer, rodeados por otras parejas que hacían lo propio. Las oportunidades de hacer el amor eran pocas, pero se las arreglaron para disfrutar de ese placer en cuatro o cinco ocasiones, cuando la señora de ella estaba ausente o cuando la patrona de él estaba borracha. Luego, el hombre se quedó sin empleo. Se fue a otra ciudad, en busca de trabajo; escribió a Rose una o dos veces; y después desapareció de su vida, y entonces Rose supo que estaba embarazada.

—Intentaremos ponernos en contacto con él —dijo con decisión Maisie.

—No creo que me quiera ya.

—Veremos.

Era asombrosa la frecuencia con que aquellos seductores, al final, se mostraban dispuestos a casarse con la chica. Incluso aunque hubieran huido al enterarse de que ella estaba preñada, podían arrepentirse de su momento de pánico. En el caso de Rose, las probabilidades eran altas. El hombre se había ido al perder su empleo, no porque se hubiera agotado su cariño hacia Rose; y aún ignoraba que iba a ser padre. Maisie procuraba siempre inducirlos a que fueran al hospital y viesen a la madre y al niño. Contemplar a la desvalida criatura, carne de su propia carne y sangre de su propia sangre, a veces despertaba lo mejor que había en ellos.

Rose hizo una mueca de dolor y Maisie le preguntó:

—¿Qué ocurre?

—Me duele la espalda. Debe de ser de tanto andar.

Maisie sonrió.

—No es dolor de espalda. Es que llega tu hijo. Vamos, has de echarte en una cama.

Llevó a Rose escaleras arriba y la puso en manos de una enfermera.

—Todo va a ir de maravilla —animó—. Tendrás un niño robusto y precioso.

Maisie entró en otra habitación y se detuvo junto al lecho de una mujer a la que llamaban señorita Nadie: se negaba a dar detalles acerca de su persona, ni siquiera el nombre. Era una muchacha de cabellera morena, que tendría unos dieciocho años. Su acento era de persona de la clase alta y su ropa interior muy cara. Maisie estaba casi totalmente segura de que era judía.

—¿Cómo te encuentras, querida? —le inquirió Maisie.

—Me siento muy cómoda… y muy agradecida a usted, señora Greenbourne.

No podía ser más distinta de Rose —como si procediesen de puntos situados en las antípodas de la Tierra—, pero ambas estaban en idéntica situación y alumbrarían sus hijos del mismo modo penoso y desazonante.

Cuando Maisie volvió a su despacho, reanudó la carta que había empezado a escribir al director de The Times.

Hospital Femenino

Calle del Puente

Southwark

Londres, S. E.

10 de septiembre de 1890

Al director de The Times

Estimado señor:

He leído con atención la carta del doctor Charles Wickham referente a la inferioridad física de la mujer respecto al hombre.

Se había quedado encallada allí, sin saber cómo continuarla, pero la llegada de Rose Porter le proporcionó la inspiración precisa.

Acabo de dar entrada en este hospital a una joven en cierto estado que ha venido andando desde Bath.

Lo más probable sería que el director eliminara la frase «en cierto estado» por considerarla vulgar, pero Maisie no iba a actuar de censora para él.

Observo que el doctor Wickham escribe desde el Club Cowes, y no he podido por menos de hacerme la siguiente pregunta: ¿Cuántos miembros de ese club podrían recorrer a pie la distancia que media entre Bath y Londres?

Naturalmente, como soy mujer nunca he estado dentro del club en cuestión, pero a menudo paso por delante y veo que, en la misma puerta, los socios llaman y suben a coches de punto para cubrir trechos de kilómetro y medio o incluso menos, por lo que me atrevo a decir que a la mayor parte de ellos les resultaría de lo más arduo ir andando desde Piccadilly Circus hasta la plaza del Parlamento.

Y, ciertamente, de ninguna manera resistirían un turno de trabajo de doce horas en una fábrica del East End, como cumplen miles de mujeres inglesas todos los días…

La interrumpió de nuevo una llamada a la puerta.

—¡Adelante! —dijo.

La mujer que entró no era pobre ni estaba embarazada.

Tenía unos ojos azules enormes y un rostro juvenil e iba lujosamente vestida. Era Emily, la esposa de Edward Pilaster.

Maisie se levantó y la besó. Emily Pilaster era una de las benefactoras del hospital. El grupo lo formaban una sorprendente diversidad de mujeres: entre ellas se incluía la vieja amiga de Maisie, April Tilsley, propietaria ya de tres burdeles en Londres. Donaban prendas de ropa usadas, muebles viejos, excedentes de comida de sus cocinas e insólitos artículos como tinta y papel. A veces proporcionaban empleo a las madres una vez habían dado a luz. Pero principalmente, lo que aportaban era apoyo moral a Maisie y Rachel cuando la sociedad machista las denigraba por no figurar entre sus normas la obligatoriedad de la oración, el canto de himnos y los sermones sobre la depravación de la maternidad en un estado de soltería.

Maisie se consideraba responsable en parte de la desastrosa visita de Emily al prostíbulo de April la Noche de las Máscaras, cuando no logró seducir a su propio marido. Desde entonces, Emily y el odioso Edward vivían separados, con toda la discreción de las parejas acaudaladas cuyos dos miembros se odian recíprocamente.

Emily llegaba aquella mañana con los ojos brillantes y el ánimo eufórico. Se sentó, luego se levantó de nuevo y se cercioró de que la puerta estuviese bien cerrada. Después anunció:

—Me he enamorado.

Maisie no estaba segura de que aquélla fuera incondicionalmente una buena noticia, pero dijo:

—¡Qué estupendo! ¿De quién?

—De Robert Charlesworth. Es poeta y escribe artículos sobre arte italiano. La mayor parte del año vive en Florencia, pero va a alquilar una casita de campo en nuestro pueblo, le gusta Inglaterra en septiembre.

A Maisie le pareció que sin duda Robert Charlesworth tenía dinero suficiente para vivir bien sin cumplir lo que se entiende por un verdadero trabajo.

—Da la impresión de que es un hombre locamente romántico —opinó.

—Oh, lo es, un sentimental, te encantaría.

—Estoy segura de ello —aseveró Maisie, aunque lo cierto era que no podía soportar a los poetas sentimentales que vivían de las rentas. Sin embargo, se alegraba por Emily, que había sufrido muchos más zarpazos de la mala suerte de los que merecía—. ¿Te has convertido en amante suya?

—¡Oh, Maisie, siempre haces las preguntas más embarazosas! ¡Claro que no! —exclamó Emily ruborizándose.

Después de lo que había sucedido la Noche de las Máscaras, a Maisie le maravillaba que Emily pudiera sentirse violenta por algo. No obstante, la experiencia le había demostrado que era ella, Maisie, la que, en ese aspecto, resultaba peculiar. A la mayoría de las mujeres no les costaba gran cosa cerrar los ojos ante algo si realmente querían hacerlo. Pero Maisie no tenía paciencia para los eufemismos corteses y las frases diplomáticas. Si deseaba saber algo, lo preguntaba.

—Bueno —le dijo bruscamente—, no puedes casarte con él, ¿verdad?

La contestación la pilló por sorpresa.

—Para eso he venido a verte —repuso Emily—. ¿Sabes algo acerca de cómo se anula un matrimonio?

—¡Santo Dios! —Maisie reflexionó unos segundos—. Sobre la base de que ese matrimonio no ha llegado a consumarse, supongo.

—Exacto.

Maisie asintió.

—Sé algo sobre eso, si.

No tenía nada de extraño que Emily acudiese a ella en busca de consejo legal. No había abogadas femeninas y los juristas masculinos probablemente se irían derechos a Edward y le contarían el asunto. Maisie luchaba en pro de los derechos de la mujer y había estudiado la legislación existente sobre el matrimonio y el divorcio. Explicó:

—Tendrías que ir a la División de Legalización, Divorcio del Tribunal Supremo y demostrar que Edward es impotente en toda circunstancia, no sólo contigo.

Emily puso cara larga.

—¡Ah, querida! Sabemos que no lo es.

—Por otra parte, el hecho de que no seas virgen sería un problema importante.

—Entonces no hay esperanza —dijo Emily descorazonada.

—El único medio sería convencer a Edward para que colaborase. ¿Crees que se prestaría a ello?

Emily se animó.

—Puede que si.

—Si firmase una declaración jurada certificando que es impotente y accediese a no poner impedimento alguno a la anulación, nadie impugnaría tu evidencia.

—En tal caso, encontraré el modo de hacerle firmar. Tenlo por segura.

Una expresión empecinada decoró el semblante de Emily y Maisie recordó la insospechada firmeza que podía llegar a tener la muchacha.

—Sé discreta. Va contra la ley que marido y mujer conspiren de esa forma, y hay un funcionario, llamado procurador de la reina, que actúa como policía de divorcios.

—¿Podré casarme después con Robert?

—Sí. La no consumación es motivo suficiente para un divorcio absoluto bajo las leyes eclesiásticas. Transcurrirá un año antes de que el caso llegue al tribunal y luego habrá un período de seis meses de espera antes de que el divorcio sea definitivo, pero al final se te permitirá volver a casarte.

—¡Oh, espero que Edward acceda!

—¿Qué siente hacia ti?

—Me odia.

—¿Crees que le gustará desembarazarse de ti?

—Me parece que le da lo mismo, siempre y cuando me mantenga fuera de su camino.

—¿Y si no te mantuvieras fuera de su camino?

—¿Si me convirtiese en una pejiguera continua, quieres decir?

—Ésa era la idea.

—Supongo que podría.

A Maisie no le cabía la menor duda de que Emily era capaz de convertirse en un auténtico fastidio insoportable. Sólo necesitaba proponérselo.

—Me hará falta un abogado que escriba la carta que Edward tendrá que firmar —dijo Emily.

—Se la encargaré al padre de Rachel, es abogado.

—¿Me harías ese favor?

—Claro. —Maisie echó un vistazo al reloj—. Hoy no puedo, es el primer día del curso en el Colegio Windfield y tengo que acompañar a Bertie. Pero le veré por la mañana.

Emily se levantó.

—Maisie, eres la mejor amiga que mujer alguna haya tenido en su vida.

—Te diré una cosa, esto va a sacudir los nervios a la familia Pilaster. A Augusta le dará un ataque.

—Augusta no me da ningún miedo —dijo Emily.

Maisie despertaba grandes dosis de atención en el Colegio Windfield. Siempre y ello por varias razones. Se le conocía como viuda del fabulosamente rico Solly Greenbourne, a pesar de que ella tenía poco dinero propio. También estaba considerada una mujer «progresista» que hacía campaña en pro de los derechos femeninos y, según algunas lenguas, animaba a las sirvientas a tener hijos ilegítimos, y luego, cuando llevaba a Bertie al colegio, siempre iba acompañada por Hugh Pilaster, el apuesto banquero que pagaba los recibos de la educación del niño; sin duda, los más retorcidos entre los otros padres sospechaban que el verdadero progenitor de Bertie era Hugh. Sin embargo, la principal razón de que casi todas las miradas se proyectasen sobre Maisie, pensaba la mujer, consistía en que, a sus treinta y cuatro años, aún se conservaba lo bastante bonita como para que los hombres volviesen la cabeza.

Aquel día llevaba un conjunto rojo, un vestido complementado por una chaqueta corta y un sombrero adornado con una pluma. Sabía perfectamente que su aspecto era precioso y su aire despreocupado. A decir verdad, aquellas visitas al colegio en compañía de Bertie y Hugh le rompían el corazón.

Diecisiete años habían transcurrido desde que había vivido aquella noche con Hugh, y lo quería tanto como siempre. Se pasaba la mayor parte del tiempo inmersa en la solución de las dificultades de las pobres chicas que acudían al hospital y olvidada de su propia pena: pero dos veces al año tenía que ver a Hugh y entonces el dolor se renovaba.

Desde once años atrás, Hugh sabía con certeza que era el padre de Bertie. Ben Greenbourne le había dado una idea, y Hugh planteó sus sospechas a Maisie. Ella le confesó la verdad. Desde entonces, Hugh había hecho por Bertie cuanto le era posible, salvo reconocerlo como hijo suyo. Bertie seguía creyendo que su padre era el extinto y adorable Saloman Greenbourne, y contarle la verdad sólo hubiera servido para producirle un pesar innecesario.

Su nombre era Hubert, y llamarle Bertie constituía un disimulado cumplido al príncipe de Gales, al que también se conocía por ese nombre. Ahora, Maisie ya no veía al príncipe de Gales. Ella había dejado de ser anfitriona de la alta sociedad y esposa de un millonario: sólo era una viuda que residía en una casa modesta de un barrio suburbial del sur de Londres, y tales mujeres no solían alternar en el círculo de amistades del príncipe.

Había elegido el nombre de Hubert porque se parecía bastante al de Hugh, pero ese parecido en seguida la hizo sentirse incómoda, lo cual era otra razón para llamar Bertie al chico. Había dicho al muchacho que Hugh fue el mejor amigo de su padre, Solly Greenbourne. Por fortuna, no existía ninguna semejanza física manifiesta entre Bertie y Hugh. De hecho, Bertie se parecía bastante al padre de Maisie: su pelo era suave y oscuro, y sus ojos castaños y tristones. Alto y fuerte, además de buen atleta y estudiante aplicado, Maisie estaba tan orgullosa de él que a veces temía que le estallara el corazón.

En tales ocasiones, Hugh se manifestaba escrupulosamente correcto con Maisie, ciñéndose al papel de amigo de la familia, pero Maisie se daba cuenta de que lo agridulce de la situación lo sufría Hugh tan angustiosamente como ella.

Por el padre de Rachel, Maisie sabía que en la City consideraban a Hugh todo un prodigio. Cuando hablaba del banco, al hombre le refulgían los ojos y su conversación era interesante y entretenida. Maisie comprendía que, para Hugh, su trabajo era estimulante y estaba cuajado de satisfacciones. Pero si la charla derivaba hacia el terreno doméstico, entonces Hugh se volvía áspero y poco comunicativo. No le gustaba hablar de su casa, de su vida social ni —menos todavía— de su esposa. De la única parte de su familia que hablaba era de sus tres hijos, por los que sentía un cariño inmenso. Pero siempre había en su voz una sombra de tristeza cuando se refería a ellos, y Maisie se formó la idea de que Nora distaba bastante de ser una madre amantísima. En el transcurso de los años, Maisie había visto a Hugh resignarse a la inevitabilidad de un matrimonio frío y sexualmente frustrante.

Aquel día llevaba un traje de paño color gris plateado, que hacía juego con las canas que veteaban su pelo, y una corbata azul luminoso, el mismo tono de sus ojos. Era un poco más formal que antes, pero aún aparecía en sus labios, de vez en cuando, la sonrisa pícara de otros tiempos. Formaban una pareja atractiva… pero no eran pareja, y el que lo pareciesen y se comportaran como si lo fueran entristecía mucho a Maisie. Le cogió del brazo al entrar en el Colegio Windfield y pensó que sería capaz de entregar su alma a cambio de estar con él diariamente.

Ayudaron a Bertie a deshacer el baúl, y luego el chico les preparó té en su estudio. Hugh había llevado un pastel que probablemente alimentaría a toda la clase de sexto durante una semana.

—Mi hijo Toby vendrá el próximo medio curso —dijo Hugh mientras sorbían el té—. Me gustaría que le vigilaras un poco por mi cuenta.

—Me encantará hacerlo —afirmó Bertie—. Me aseguraré de que no se va a nadar al bosque del Obispo. —Maisie le dirigió una mirada con el ceño fruncido y el chico plegó velas—: Lo siento. Ha sido una broma de mal gusto.

—¿Todavía hablan de eso? —preguntó Hugh.

—Todos los años, el director cuenta la historia de cómo se ahogó Peter Middleton, para meter el miedo en el cuerpo a los chavales. Pero se van a nadar, pese a todo.

Después del té, se despidieron de Bertie, Maisie llorosa, como siempre que dejaba a su pequeño tras de sí, un pequeño que ya era más alto que ella. Regresaron a pie a la ciudad y tomaron allí el tren de Londres. Tenían un compartimiento de primera clase para ellos solos.

Mientras contemplaba el raudo paso del paisaje por la ventanilla, Hugh informó:

—Van a nombrar a Edward presidente del consejo del banco.

Maisie se sobresaltó.

—¡No creo que tenga cabeza para eso!

—No la tiene. Dimitiré a finales de año.

—¡Oh, Hugh! —Maisie sabía cuánto representaba el banco para él. Todas las esperanzas de Hugh estaban vinculadas a aquella empresa—. ¿Qué harás?

—No lo sé. Seguiré en el banco hasta que acabe el año financiero, así tendré tiempo de pensarlo.

—¿No se irá el banco a la ruina si lo dirige Edward?

—Me temo que es posible.

Maisie lo sintió mucho por Hugh. No merecía haber tenido tan mala suerte, como Edward tampoco merecía haberla tenido tan buena.

—Edward también es ahora lord Whitehaven. ¿Te das cuenta de que, si hubieran concedido el título a Ben Greenbourne, como debieron hacer, Bertie sería heredero del mismo en línea directa? —dijo Maisie.

—Sí.

—Pero Augusta lo impidió.

—¿Augusta? —se extrañó Hugh, frunciendo el ceño con perplejidad.

—Sí. Estaba detrás de toda aquella basura de los periódicos sobre «¿Puede un judío ser lord?». ¿No te acuerdas?

—Sí, ¿pero cómo puedes estar segura de que Augusta estaba detrás de eso?

—Nos lo dijo el príncipe de Gales.

—Vaya, vaya. —Hugh sacudió la cabeza—. Augusta no deja de asombrarme.

—De todas formas, la pobre Emily es ahora lady Whitehaven.

—Al menos ha sacado algo de ese desdichado matrimonio.

—Voy a contarte un secreto —dijo Maisie. Bajó la voz, aunque no había nadie por allí que pudiera oír sus palabras—. Emily está a punto de pedir a Edward la anulación.

—¡Hurra por ella! Sobre la base de la no consumación, presumo.

—Sí. No pareces sorprendido.

—Puedes asegurarlo. Nunca se tocan. Son la antítesis el uno del otro, hasta el punto de que cuesta creer que sean marido y mujer.

—Emily ha estado llevando una falsa vida durante todos estos años y ha decidido poner fin a la situación.

—Tendrá problemas con mi familia —auguró Hugh.

—Con Augusta, querrás decir. —Aquélla había sido también la reacción de Maisie—. Emily lo sabe. Pero tiene una vena de obstinación que seguramente le vendrá de perlas.

—¿Le ha salido un pretendiente?

—Sí. Pero no está dispuesta a convertirse en su amante. No veo por qué es tan escrupulosa. Edward se pasa noche tras noche en el burdel.

Hugh le sonrió. Una sonrisa triste, cargada de afecto.

—Tú fuiste escrupulosa una vez.

Maisie comprendió que aludía a la noche de Kingsbridge Manor, cuando ella le había cerrado con llave la puerta de la alcoba.

—Estaba casada con un hombre bueno y tú y yo nos disponíamos a traicionarle. La situación de Emily es completamente distinta.

Hugh asintió.

—Con todo, creo entender sus sentimientos. Mentir es lo que hace vergonzoso el adulterio.

Maisie no opinaba lo mismo.

—Las personas tienen que coger la felicidad allí donde se pone a su alcance. Sólo se vive una vez.

—Pero al coger esa felicidad puede que se les escape algo todavía más valioso… la integridad.

—Demasiado abstracto para mí —rechazó Maisie.

—Sin duda también lo era para mí aquella noche en casa de Kingo, cuando hubiera traicionado la confianza de Solly si tú me lo hubieses permitido. Pero con el paso de los años se me ha hecho concreto. Ahora me parece que la integridad tiene más valor que cualquier otra cosa.

—Pero ¿qué es?

—Significa decir la verdad, cumplir las promesas y aceptar la responsabilidad por los propios errores. Lo mismo en los negocios que en la vida cotidiana. Es cuestión de ser lo que uno afirma que es, hacer lo que uno dice que hará, y un banquero con tantos clientes no puede ser un mentiroso. Después de todo, si su esposa no puede confiar en él, ¿cómo van a poder los demás?

Maisie se dio cuenta de que empezaba a enfadarse con Hugh y se preguntó el motivo. Guardó silencio durante un rato, recostada en el asiento mientras miraba por la ventanilla el paisaje de los arrabales de Londres al anochecer. Cuando abandonase el banco, ¿qué iba a quedar en la vida de Hugh? No quería a su esposa y ésta no quería a los hijos que habían tenido. ¿Por qué no iba Hugh a buscar un poco de felicidad entre los brazos de Maisie, la mujer a la que siempre había amado?

En la estación de Paddington, la acompañó hasta una parada de coches de punto y la ayudó a subir a un simón. Cuando se despedían, Maisie le retuvo la mano, al tiempo que le invitaba:

—Ven a casa conmigo.

Con expresión triste, sacudió la cabeza negativamente.

—Nos queremos… siempre nos hemos querido —imploró ella—. Ven a casa conmigo… y al infierno las consecuencias.

—Pero la vida son consecuencias, ¿no?

—¡Hugh! ¡Por favor!

Hugh retiró la mano y dio un paso atrás.

—Adiós, querida Maisie.

Ella se le quedó mirando, desamparada. Años de anhelos reprimidos se concentraron en su ánimo. De tener fuerza física suficiente habría cogido a Hugh y le hubiera obligado a subir al coche. La frustración se abatió sobre ella.

Hubiera permanecido allí toda una eternidad, pero hizo una seña con la cabeza al cochero.

—Adelante —dijo.

El hombre arreó al caballo con el látigo y las ruedas empezaron a girar.

Unos segundos después, Hugh quedó fuera de su vista.