SEPTIEMBRE

1

Joseph Pilaster falleció en septiembre de 1890, tras ocupar el cargo de presidente del consejo del Banco Pilaster durante diecisiete años. Durante ese espacio de tiempo, Gran Bretaña se enriqueció de manera continua, lo mismo que la familia Pilaster. Ahora eran ya tan ricos como los Greenbourne. La fortuna de Joseph ascendía a más de dos millones de libras, incluida su colección de sesenta y cinco cajitas de rapé adornadas con joyas —una por cada año de su vida—, que por sí solas valían cien mil libras esterlinas y que legó a su hijo Edward.

Toda la familia tenía invertido su capital en el negocio, que les rentaba un infalible cinco por ciento de interés, cuando los depositarios corrientes obtenían alrededor de un uno y medio por ciento en la mayor parte de las ocasiones. Los socios incluso percibían más. Aparte del cinco por ciento del capital invertido se repartían entre ellos los beneficios de la firma, según unas complicadas fórmulas. Después de un decenio de cobrar tales beneficios compartidos, Hugh estaba a medio camino de la condición de millonario.

La mañana del funeral, mientras se afeitaba, Hugh se examinó el rostro en el espejo, en busca de algún síntoma de decadencia. Tenía treinta y siete años. El pelo empezaba a volvérsele gris, pero la barba todavía era negra. Se habían puesto de moda los bigotes retorcidos y se preguntó si debería dejárselo para parecer más joven.

Hugh pensaba que tío Joseph había tenido suerte. Durante el tiempo que ejerció de presidente del consejo el mundo de las finanzas se mantuvo estable. Sólo se produjeron dos crisis de escasa importancia: la quiebra del Banco de la Ciudad de Glasgow, en 1878, y la bancarrota del banco francés Union Générale, en 1882. En ambos casos, el Banco de Inglaterra contuvo la crisis elevando provisionalmente el tipo de interés hasta el seis por ciento, que quedaba muy por debajo del nivel de pánico. Para Hugh, tío Joseph había comprometido excesivamente al banco invirtiendo en América del Sur más de lo aconsejable, pero el derrumbamiento que Hugh siempre temió no había llegado a producirse y, en lo que concernía a tío Joseph, ya nunca iba a llegar. Sin embargo, invertir en operaciones arriesgadas era como poseer una casa en ruinas y alquilarla a unos inquilinos: el importe de los alquileres se iría cobrando hasta el final, pero cuando la casa se derrumbara, no habría ni alquileres ni casa. Ahora que Joseph había desaparecido, Hugh deseaba que el banco se asentara sobre cimientos más sólidos, mediante la venta o la reparación de aquellas inversiones ruinosas suramericanas.

Tras asearse y afeitarse, se puso la bata y pasó al cuarto de Nora. La mujer le estaba esperando: hacían siempre el amor el viernes por la mañana. Hugh aceptó aquella regla semanal mucho tiempo atrás. Nora estaba bastante rellenita, y su cara aparecía más redonda que nunca, pero apenas tenía arrugas y conservaba aún su belleza.

A pesar de todo, mientras hacía el amor con ella, Hugh cerraba los ojos e imaginaba estar con Maisie.

A veces tenía la impresión de que renunciaba a todo. Pero aquellas sesiones de los viernes por la mañana le habían proporcionado tres hijos a los que amaba con locura:

Tobias, llamado así por el padre de Hugh; Samuel, por su tío; y Saloman, por Solly Greenbourne. Toby, el mayor, ingresaría en el Colegio Windfield el año próximo. Nora alumbraba hijos con escasa dificultad, pero una vez los niños habían llegado al mundo, la mujer perdía todo interés por ellos, y Hugh se volcaba en atenciones para compensar la frialdad con que los trataba su madre.

El hijo secreto de Hugh, Bertie, el que tuvo con Maisie, contaba ya dieciséis años, llevaba varios cursos en el Windfield y era un alumno laureado, así como la estrella del equipo de cricket. Hugh pagaba los recibos, visitaba el colegio el día de reparto de títulos y, por regla general, figuraba como padrino. Tal vez eso indujo a algún cínico a sospechar que era el verdadero padre de Bertie. Pero Hugh había sido amigo de Solly y todo el mundo sabía que el padre de éste se negaba a ayudar al muchacho, de modo que la mayoría de la gente daba por supuesto que la generosidad de Hugh surgía de la fidelidad a la memoria de Solly.

Cuando se apartaba de Nora, ésta preguntó:

—¿A qué hora es la ceremonia?

—A las once, en el salón metodista de Kensington. El almuerzo tendrá lugar después en la Mansión Whitehaven.

Hugh y Nora aún vivían en Kensington, pero se habían mudado a una casa más amplia cuando los chicos empezaron a llegar. Hugh había dejado a Nora la elección, y la mujer se decidió por una casa enorme, con adornos de estilo vagamente flamenco, similares a los que decoraban la mansión de Augusta… un estilo que había llegado a erigirse en la cumbre de la moda, por lo menos en aquella zona residencial, puesto que fue Augusta quien levantó el edificio.

La Mansión Whitehaven nunca había satisfecho a Augusta. Siempre deseó un palacio en Piccadilly como el de los Greenbourne. Pero los Pilaster aún conservaban cierta dosis de puritanismo y Joseph insistió en que la Mansión Whitehaven era lo suficientemente lujosa para cualquiera, al margen de lo adinerado que fuese. Ahora la casa pertenecía a Edward. Quizá Augusta le convencería para que la vendiera y comprase otra mayor.

Cuando Hugh bajó a desayunar, su madre ya estaba allí.

Dotty y ella habían llegado de Folkestone el día anterior. Hugh dio un beso a su madre. La mujer dijo sin preámbulos:

—¿Crees que realmente la quiere, Hugh?

Hugh no tuvo que preguntar a quién se refería. Dotty, que entonces tenía veinticuatro años, estaba prometida a lord Ipswich, primogénito del duque de Norwich. Nick Ipswich era el heredero de un ducado en bancarrota y la madre temía que sólo deseara casarse con Dotty por su dinero, o mejor dicho, por el dinero del hermano de Dotty.

Hugh lanzó a su madre una mirada afectuosa. Veinticuatro años después de la muerte de su esposo, aún iba de luto. Tenía el pelo blanco, pero sus ojos eran tan bonitos como siempre.

—La quiere, mamá —dijo Hugh.

Como Dotty no tenía padre, Nick había acudido a Hugh para pedirle formalmente la mano de la muchacha. En tales casos, los abogados de ambas partes extendían un acuerdo matrimonial antes de que se confirmara el compromiso, pero Nick insistió en hacer las cosas de otra manera, radicalmente opuesta.

—He dicho a la señorita Pilaster que soy pobre —confesó a Hugh—. Ella dice que ha conocido la opulencia y la miseria, y cree que la felicidad procede de la persona con la que se convive, no del dinero que uno tiene.

Era un exposición muy idealista y, desde luego, Hugh iba a dar a Dotty una dote magnánima; pero le alegró saber que Nick amaba a la muchacha por ella misma, sin importarle que fuera más rica o más pobre.

A Augusta le indignaba que Dotty hiciese una boda tan estupenda.

Cuando falleciese el padre de Nick, Dotty sería duquesa, dignidad muy superior a la de condesa.

Dotty bajó al cabo de unos minutos. Había crecido y se había desarrollado como nunca pudo Hugh sospechar. La tímida y risueña chiquilla era ahora una mujer voluptuosa, morena y sensual, de voluntad férrea y genio vivo. Hugh supuso que muchos hombres se sentirían intimidados por ella, y probablemente ésa sería la razón por la que había llegado a los veinticuatro años sin casarse. Pero Nick Ipswich poseía una tranquila fortaleza que no necesitaba el apoyo de una esposa sumisa. Hugh pensó que sería un matrimonio apasionado y pendenciero, lo contrario que el suyo.

Nick se presentó a las diez, tal como habían quedado, cuando aún estaban sentados a la mesa del desayuno. Hugh le había pedido que acudiera a la casa a aquella hora. Nick se sentó junto a Dotty y tomó una taza de café. Era un joven inteligente, de veintidós años, recién salido de Oxford, donde, a diferencia de la mayoría de los aristócratas jóvenes, pasó los exámenes y obtuvo una licenciatura. Tenía buen porte, típicamente inglés, cabello rubio, ojos azules y facciones regulares. Dotty le miraba con deseo. Hugh envidió el amor sencillo y lujurioso de la pareja.

A sus treinta y siete años, Hugh se sentía demasiado joven para interpretar el papel de cabeza de familia, pero había convocado aquella reunión y no tenía más remedio que zambullirse en él.

—Dotty, tu novio y yo hemos mantenido largas conversaciones acerca de la cuestión económica.

La madre se levantó, dispuesta a retirarse, pero Hugh la detuvo.

—Hoy en día, mamá, se da por supuesto que las mujeres entienden de dinero… es el estilo moderno.

La mujer sonrió como si Hugh fuera un niño tonto, pero se sentó de nuevo.

—Como todos sabéis —prosiguió Hugh—. Nick tiene intención de dedicarse a una profesión liberal y ha pensado prepararse para ejercer la abogacía, ya que el ducado no le proporciona medios de subsistencia.

Dada su condición de banquero, Hugh sabía exactamente cómo había perdido todo su patrimonio el padre de Nick. El duque había sido un terrateniente progresista y, durante el apogeo de prosperidad agrícola de mediados de siglo, solicitó préstamos para financiar diversas mejoras: proyectos de avenamiento, eliminación de kilómetros de cerca y la compra de costosa maquinaria de vapor: segadoras, gavilladoras y trilladoras. Luego, en el decenio de mil ochocientos setenta sobrevino la terrible depresión agrícola que aún continuaba en mil ochocientos noventa. El precio de la tierra de cultivo cayó en picado, y los campos del duque valían ahora menos que las hipotecas que había firmado sobre ellos.

—No obstante, si Nick pudiera desembarazarse de las hipotecas que tiene alrededor del cuello y racionalizar el ducado, las tierras aún generarían unos ingresos muy considerables. Sólo necesitan que se las gestione bien, como una empresa.

Nick añadió:

—Voy a vender una buena porción de las granjas más alejadas y diversas propiedades, para concentrarme luego en sacarle el máximo partido a lo que quede, y voy a construir casas en los solares que poseemos en Sydenham, en el sur de Londres.

—Un estudio nos ha permitido determinar —explicó Hugh— que las finanzas del ducado pueden rentabilizarse de modo permanente con una inversión de cien mil libras. Así que ésa es la cantidad que voy a daros como dote.

Dotty se quedó boquiabierta y la madre estalló en lágrimas. Nick, que conocía la cifra por anticipado, manifestó:

—Es notablemente generoso por tu parte.

Dotty echó los brazos al cuello de su novio y le besó; acto seguido rodeó la mesa y besó también a Hugh. Éste se sintió un tanto incómodo, pero, al mismo tiempo, estaba contento por haberlos hecho tan felices. Por otra parte, confiaba en que Nick utilizase bien aquel dinero y procurase a Dotty un hogar seguro.

Nora bajó vestida para el funeral con un modelo de fustán púrpura y negro. Había desayunado en su cuarto, como siempre.

—¿Dónde están los chicos? —preguntó en tono irritado mientras consultaba el reloj—. Le dije a esa espantosa institutriz que los tuviese a punto…

Le interrumpió la llegada de la institutriz y los muchachos: Toby, de once años; Sam, que contaba seis; y Sol, que tenía cuatro. Todos llevaban chaqueta y corbata negra y se cubrían con pequeñas chisteras. Hugh experimentó un ramalazo de orgullo.

—Mis soldaditos —dijo—. ¿Cuál era anoche la tasa de descuento del Banco de Inglaterra, Toby?

—Invariable al dos y medio por ciento, señor —repuso Tobias, que estaba obligado a consultarlo en The Times todas las mañanas.

Sam, el mediano, rebosaba entusiasmo. —Mamá, tengo una mascota— anunció excitado.

—No me dijiste… —insinuó la institutriz intranquila.

Sam se sacó del bolsillo una caja de cerillas, la puso ante la cara de su madre y la abrió.

—¡La araña Bill! —declaró ufano.

Nora emitió un chillido, despidió de un manotazo la caja de cerillas y se apartó de un salto.

—¡Horrible niño! —gritó.

Sam gateó por el suelo en busca de la cajita.

—¡Bill ha desaparecido! —protestó, y rompió a llorar. Nora se encaró con la institutriz.

—¡Cómo permite que haga cosas así!

—Lo siento, no sabía…

—No se ha hecho ningún daño a nadie —intervino Hugh, dispuesto a templar los ánimos. Pasó un brazo alrededor de los hombros de Nora—. Te ha pillado desprevenida, eso es todo. —La acompañó hasta el vestíbulo—. Venga, vamos todo el mundo, es hora de ponernos en marcha.

Cuando salían de la casa, apoyó una mano en el hombro de Sam.

—Bien, Sam, espero que hayas tomado buena nota de que hay que andarse con ojo para no asustar a las señoras.

—He perdido mi mascota —dijo Sam en tono apesadumbrado.

—De cualquier modo, las arañas no viven en cajas de cerillas. Tal vez deberías tener otra clase de animalito. ¿Qué te parece un canario?

El niño se animó inmediatamente.

—¿Podría tenerlo?

—Tendrías que encargarte de darle de comer y de beber con regularidad, si no, se moriría.

—¡Lo haré, lo haré!

—Entonces mañana iremos por uno.

—¡Viva!

Se dirigieron al salón metodista de Kensington en coches cerrados. Llovía a cántaros. Los chicos no habían asistido nunca a un funeral.

Toby, que era más bien solemne, preguntó:

—¿Se espera de nosotros que lloremos?

—No seas tan estúpido —le reprochó Nora.

A Hugh le habría gustado que fuese más afectuosa con los chicos. Nora era muy pequeña cuando su madre murió, y Hugh suponía que por eso le resultaba tan difícil cuidar a sus propios hijos: no tuvo ocasión de aprender el modo de hacerlo. A pesar de ello, pensaba Hugh, podía esforzarse un poco más en intentarlo.

—Pero puedes llorar si te entran ganas —le dijo Hugh a Toby—. En los funerales se permite.

—No creo que me apetezca. No quería mucho a tío Joseph.

—Yo quería a la araña Bill —precisó Sam.

—Yo soy demasiado mayor para llorar —dijo Sol, el más pequeño.

El salón metodista de Kensington expresaba en piedra los sentimientos ambivalentes de los prósperos metodistas, partidarios de la sencillez religiosa, pero que se morían secretamente por hacer ostentación de su riqueza. Aunque lo llamaban salón, su ornato era tan suntuoso como el de cualquier templo anglicano o católico. No tenía altar, pero sí un órgano magnífico. Los cuadros e imágenes estaban proscritos, pero la arquitectura era barroca, las molduras extravagantes y la decoración enrevesada.

Aquella mañana, la iglesia estaba llena a rebosar, con público de pie en las galerías, los pasillos e incluso en la parte del fondo. A los empleados del banco se les concedió el día libre para que asistieran al acto religioso, y se hallaban presentes allí delegados de todas las instituciones financieras de la City. Hugh saludó inclinando la cabeza al gobernador del Banco de Inglaterra, al primer lord del Tesoro y al anciano Ben Greenbourne, que tenía más de setenta años, pero que aún conservaba la espalda recta como la de un guardia joven.

Se acomodó a los miembros de la familia en asientos reservados de la primera fila. Hugh se sentó junto a tío Samuel, que iba tan inmaculado como siempre, con su levita negra, su cuello de palomita y su corbata de seda con el nudo a la última moda. Al igual que Greenbourne, Samuel había pasado ya de los setenta, y se mantenía alerta y en forma.

Ahora que Joseph había muerto, Samuel era el obvio candidato al destino de presidente del consejo. Entre todos los socios, era el más veterano y el más experto. Sin embargo, Augusta y Samuel se odiaban, y la mujer se opondría ferozmente a tal nombramiento. Lo más probable era que Augusta respaldase al hermano de Joseph, Young William, que tenía ahora cuarenta y dos años.

De los otros socios, dos no contaban, al no llevar el apellido Pilaster: el mayor Hartshorn y sir Harry Tonks, esposo de Clementine, la hija de Joseph. Los dos socios restantes eran Hugh y Edward.

Hugh deseaba ser presidente del consejo… lo deseaba con toda su alma. Aunque era el más joven, también era el más competente de todos ellos. Tenía plena conciencia de que estaba capacitado para engrandecer y fortalecer el banco hasta extremos nunca alcanzados, y al mismo tiempo reducir el peligro que representaban los préstamos arriesgados que fueron la base de la gestión de Joseph. No obstante, Augusta pugnaría por su nombramiento con mayor fiereza incluso que en el de Samuel. Pero Hugh no soportaba la idea de tener que esperar a que Augusta envejeciese, o muriera, para tomar las riendas del negocio. La mujer no tenía más que cincuenta y ocho años: fácilmente podría aguantar por allí otros quince, tan malévola y llena de vigor como siempre.

El otro socio era Edward. Estaba sentado junto a Augusta, en la primera fila. De edad mediana, tenía una cara gruesa y rojiza, y últimamente le había aparecido un sarpullido que resultaba de lo más desagradable a la vista. No era inteligente ni trabajador, y en los diecisiete años que llevaba en el negocio se las había arreglado para no aprender casi nada de banca. Llegaba al trabajo a las diez de la mañana, se iba a almorzar hacia las doce y, con harta frecuencia, ya no volvía en toda la tarde. Se desayunaba con jerez, nunca permanecía sobrio toda la jornada y era su ayudante, Simón Oliver, quien se encargaba de librarle de todos los problemas. La idea de que le nombraran presidente del consejo resultaba inconcebible.

La esposa de Edward, Emily, ocupaba el asiento contiguo al del hombre, lo que era raro. Más que separados, vivían distantes. Edward se alojaba con su madre en la Mansión Whitehaven y Emily se pasaba todo el tiempo en la casa de campo de la familia, y sólo iba a Londres con ocasión de ceremonias como aquel funeral. Hubo un tiempo en que Emily había sido muy bonita, con enormes ojos azules y sonrisa infantil, pero los años habían dejado en su rostro huellas de desilusión. No tenían hijos, y a Hugh le parecía que se odiaban el uno al otro.

A continuación de Emily estaba Micky Miranda, diabólicamente elegante con su abrigo gris de cuello de visón negro. Desde que se enteró de que Micky había asesinado a Peter Middleton, Hugh no había dejado de temerle. Edward y Micky continuaban siendo uña y carne. Micky tenía arte y parte en muchas de las inversiones suramericanas que el banco había respaldado en el curso de los últimos diez años.

El servicio fue largo y tedioso, la subsiguiente procesión desde el templo hasta el cementerio, bajo la incesante lluvia de septiembre, duró más de una hora, a causa de los centenares de carruajes que seguían al coche fúnebre.

Hugh observó a Augusta mientras bajaban el ataúd al interior de la tumba. Estaba de pie, bajo el enorme paraguas que sostenía Edward.

Su cabello tenía ya un tono plateado y el aspecto de la mujer era magnífico con su impresionante sombrero negro. Ahora que acababa de perder al compañero de su vida, ¿se mostraría humana y consternada? No, su orgulloso semblante estaba tallado en líneas austeras, como el busto en mármol de un senador romano, y no manifestaba aflicción alguna.

Concluido el entierro se ofreció un almuerzo en la Mansión Whitehaven a todos los miembros de la amplia familia Pilaster, incluidos los socios con sus esposas e hijos, además de los asociados comerciales más íntimos y los parásitos veteranos como Micky Miranda. De modo que fueron a comer todos juntos y Augusta tuvo que unir dos mesas en el alargado salón.

Hacía un par de años que Hugh no entraba en la casa, y desde su última visita, Augusta la había vuelto a decorar, una vez más, en esta ocasión de estilo árabe, que era la última moda. Se habían insertado arcos de herradura en los vanos de las puertas, los muebles estaban adornados con taraceas, animaban la tapicería pintorescos dibujos de un islamismo abstracto y el salón contaba con un biombo de El Cairo y un atril coránico.

Augusta sentó a Edward en la silla de Joseph. Hugh pensó que era una ligera falta de tacto. Ponerle a la cabecera de la mesa subrayaba cruelmente la incapacidad de Edward para ocupar el puesto de su padre.

Joseph había sido un presidente irregular, pero no un estúpido.

Sin embargo, Augusta tenía un objetivo, como siempre.

Cuando la comida tocaba a su fin, anunció con su acostumbrada brusquedad:

—Debe nombrarse un presidente del consejo lo antes posible y, evidentemente, ha de ser Edward.

Hugh se horrorizó. Augusta siempre había sentido una enorme debilidad por su hijo, pero, con todo, aquello resultaba totalmente inesperado. Estaba prácticamente seguro de que no se saldría con la suya, pero era desconcertante que llegara incluso a sugerirlo.

Se hizo el silencio y Hugh comprendió que todo el mundo esperaba que tomase la palabra. Toda la familia le consideraba la oposición a Augusta. Vaciló, mientras determinaba cuál sería el mejor modo de enfocar el asunto. Decidió darle largas.

—Creo que los socios deberían tratar esta cuestión mañana —dijo.

Augusta no estaba dispuesta a que se saliera por la tangente con tanta facilidad.

—Te agradeceré que no me digas lo que puedo y no puedo tratar en mi casa, joven Hugh —dijo.

—Si insistes… —hizo un rápido acopio de ideas—. No hay nada obvio respecto a la decisión, aunque salta a la vista que tú, querida tía, no entiendes las sutilezas de la cuestión, quizá porque nunca has trabajado en el banco o, mejor dicho, porque nunca has trabajado…

—¡Cómo te atreves…!

Hugh levantó la voz para imponer su volumen sobre el de ella.

—El socio superviviente de más edad es tío Samuel —dijo. Se dio cuenta de que se mostraba demasiado agresivo y bajó el tono—. Tengo la certeza de que todos estarán de acuerdo en que sería una elección sabia, madura y experta, altamente aceptable para la comunidad financiera.

Tío Samuel inclinó la cabeza para agradecer el cumplido, pero no pronunció palabra.

Nadie contradijo a Hugh, pero tampoco le apoyó nadie.

Supuso que no querían ganarse la enemistad de Augusta: los muy cobardes preferían que fuese él quien diera la cara y les sacase las castañas del fuego, pensó Hugh cínicamente.

Así sería. Continuó:

—Sin embargo, tío Samuel ya declinó el honor una vez.

Si volviera a hacerlo, el Pilaster de más edad sería Young William, que también goza de amplio respeto en la City.

—No es la City quien ha de elegir —dijo Augusta con impaciencia—, sino la familia Pilaster.

—Los socios Pilaster, para ser exactos —le corrigió Hugh—. Pero del mismo modo que los socios necesitan la confianza del resto de la familia, el banco necesita a su vez la confianza de los más amplios sectores de la comunidad financiera. Si perdemos esa confianza, estaremos acabados.

Augusta parecía enfadarse por momentos.

—¡Tenemos derecho a elegir a quien nos parezca bien!

Hugh meneó la cabeza con energía. Nada le fastidiaba más que aquella clase de argumentos irresponsables.

—No tenemos derechos, sólo deberes —replicó categóricamente—. Se nos han confiado millones de libras de otras personas. No podemos actuar como nos guste: tenemos que hacer lo que debemos hacer.

Augusta intentó otra táctica.

—Edward es el hijo y heredero.

—¡Esto no es un título hereditario! —replicó Hugh enfurecido—. Ha de ir a manos del más capacitado.

Le tocó a Augusta el turno de indignarse:

—¡Edward es tan bueno como cualquiera!

La mirada de Hugh fue dando la vuelta a la mesa, deteniéndose sobre cada uno de los hombres, dramáticamente, durante unos segundos, antes de continuar.

—¿Hay alguien aquí que, con la mano en el corazón, diga que Edward es el banquero más competente de cuantos estamos en esta sala?

Durante un largo minuto, nadie habló.

—Los bonos suramericanos de Edward —rompió Augusta el silencio— han proporcionado al banco una fortuna.

Hugh asintió.

—Es verdad que en los últimos diez años hemos colocado bonos suramericanos por valor de muchos millones de libras y que Edward ha llevado ese asunto. Pero es un dinero peligroso. La gente compró los bonos llevada por su confianza en los Pilaster. Pero si uno de esos gobiernos de América del Sur dejase de pagar los intereses correspondientes, el valor de los bonos suramericanos caería en picado… y se culparía de ello a los Pilaster. Gracias al éxito de Edward en la venta de bonos suramericanos, nuestra reputación, que es el activo más preciado que tenemos, está ahora en manos de un grupo de déspotas y generales incultos.

Hugh se percató de que al hablar así se estaba dejando llevar por sus emociones. Había contribuido a fomentar el prestigio del banco mediante su inteligencia y su trabajo, y le irritaba que Augusta lo pusiera en peligro.

—Tú vendes bonos norteamericanos —recordó Augusta—. Siempre hay riesgo. La banca es así.

Lo dijo en tono de triunfo, como si le hubiera pillado en un renuncio.

—Los Estados Unidos de América tienen un gobierno democrático moderno, inmensas riquezas naturales y ningún enemigo. Ahora que han abolido la esclavitud, no existe razón para que el país no goce de estabilidad durante un siglo. Por contra, América del Sur es una serie de dictadores que no paran de guerrear y que es posible que hayan cambiado en el curso de los próximos diez años. Hay riesgo en ambos casos, pero el del norte es mucho menor. El de la banca siempre ha de ser un riesgo calculado.

Augusta no entendía en realidad el negocio.

—Lo único que te pasa es que tienes envidia de Edward… siempre se la has tenido —dijo Augusta.

Hugh se preguntó por qué se mantenían tan silenciosos los otros socios. Tan pronto nació la pregunta en su cerebro, comprendió que Augusta había hablado con ellos previamente. No era posible que los hubiera convencido para que aceptasen a Edward como presidente del consejo, ¿o sí? Empezó a preocuparse seriamente.

—¿Qué os ha dicho? —preguntó de pronto. Fue mirando uno tras otro a los socios—. ¿William? ¿George? ¿Harry? Vamos, confesadlo. Habéis tratado este asunto con anterioridad a la cena y Augusta os ha comprado.

Todos parecieron sentirse un poco ridículos.

—Ninguno se ha dejado comprar, Hugh —declaró William por último—. Pero Augusta ha expuesto con toda claridad que, a menos que Edward se convierta en presidente del consejo, ellos…

Se le veía incómodo.

—Dilo de una vez —apremió Hugh.

—Retirarán del negocio su capital.

—¿Cómo?

Hugh se quedó atónito. En aquella familia, retirar el capital era un grave pecado: su padre lo hizo y jamás se lo perdonaron. Que Augusta se mostrara dispuesta a amenazarles con dar semejante paso era asombroso… y demostraba que se lo estaba jugando a vida o muerte.

Entre ambos, Edward y ella, controlaban alrededor del cuarenta por ciento del capital del banco, más de dos millones de libras. Si retiraban esos fondos al término del ejercicio financiero, cosa a la que tenían perfecto derecho legal, el banco quedaría mutilado.

Era sobrecogedor que Augusta presentara tal amenaza… e incluso resultaba todavía peor que los socios estuviesen listos para rendirse ante ella.

—¡Le estáis entregando toda la autoridad! —les advirtió—. Si permitís que ahora se salga con la suya, repetirá la artimaña. Cada vez que quiera algo, no tendrá más que amenazaros con retirar su capital y os someteréis. Lo mismo podéis nombrarla a ella presidenta del consejo.

—¡No te atrevas a hablar así a mi madre —vociferó Edward—, cuida tus modales!

—¡Al diablo los modales! —exclamó Hugh. Sabía que, al perder los estribos, no le estaba haciendo ningún bien a su causa, pero era tal la furia que le embargaba que no podía contenerse—. Vais a arruinar un gran banco. Augusta está ciega, Edward es un necio y el resto de vosotros sois demasiado cobardes para pararles los pies. —Echó la silla hacia atrás, se levantó y arrojó la servilleta contra la mesa como un reto—. Bueno, pues aquí hay una persona que no se deja intimidar.

Se interrumpió para respirar y se dio cuenta de que estaba a punto de decir algo que iba a cambiar el curso del resto de su vida. Todos los que estaban sentados alrededor de la mesa tenían los ojos clavados en él. Comprendió que no le quedaba otra alternativa.

—Dimito —dijo.

Al retirarse de la mesa lanzó una fugaz ojeada a Augusta y vio en su rostro una sonrisa victoriosa.

Tío Samuel le visitó aquella noche.

Samuel era viejo, pero no iba menos atildado de lo que siempre había ido. Continuaba viviendo con su Stephen Caine, su «secretario».

Hugh era el único Pilaster que acudía a su casa, situada en el vulgar Chelsea, decorada con estilo estético a la moda y llena de gatos. Una vez, cuando llevaban consumida media botella de Oporto, Stephen comentó que él, Stephen, era la única esposa Pilaster que no era una arpía.

Cuando Samuel llegó, Hugh se encontraba en la biblioteca, adónde solía retirarse después de cenar. Sobre su regazo descansaba un libro, pero no leía, sino que, con la vista perdida en el fuego de la chimenea, meditaba sobre el futuro. Tenía mucho dinero, el suficiente para llevar una vida confortable durante el resto de su vida, pero ya nunca sería presidente del consejo.

Tío Samuel parecía cansado y triste.

—Durante la mayor parte de mi vida estuve de punta contra mi primo Joseph —explicó—. Me gustaría que no hubiera sido así.

Hugh le ofreció de beber y el anciano aceptó un Oporto.

Hugh llamó al mayordomo y le pidió una botella.

—¿Cómo te sientes después de todo lo ocurrido? —se interesó Samuel. Era la única persona del mundo que se lo había preguntado.

—Al principio estaba muy furioso, pero ahora sólo estoy desalentado —respondió Hugh—. Edward es absolutamente inepto para desempeñar las funciones de presidente del consejo, pero no se puede hacer nada, y tú, ¿qué tal?

—Estoy en tus mismas condiciones. También dimitiré. No voy a retirar mi capital, al menos por ahora, pero a fin de año me iré. Se lo comuniqué a todos inmediatamente después del mutis tan teatral que hiciste. No sé si debía haberlo dicho antes. Pero habría sido igual.

—¿Qué dijeron los otros?

—Bueno, en realidad, ésa es la razón de mi visita, querido muchacho. Lamento decir que soy una especie de emisario del enemigo. Me han pedido que te convenza para que no renuncies a tu puesto.

—Entonces es que son unos malditos imbéciles.

—Lo son, desde luego. Sin embargo, tienes que pensar una cosa. Si dimites inmediatamente, todo el mundo en la City sabrá el motivo. La gente dirá que si Hugh Pilaster cree que Edward es incapaz de dirigir el banco, lo más probable es que Hugh Pilaster tenga razón. Eso provocará una pérdida de confianza.

—Bueno, si un banco tiene un director débil, la gente debe perder la confianza en ese banco. Si no, perderán su dinero.

—¿Pero y si tu dimisión origina una crisis financiera? Era algo en lo que Hugh no había pensado.

—¿Eso es posible?

—Así lo creo.

—No hace falta decir que no quisiera que ocurriese tal cosa.

La crisis de una empresa podía provocar el hundimiento de otros negocios perfectamente sólidos, tal como la quiebra de Overend Gurney acabó con la firma del padre de Hugh en 1866.

—Quizá debieras quedarte hasta el término del ejercicio financiero, como hago yo —dijo Samuel—. Sólo son unos meses. Para entonces, Edward llevará cierto tiempo empuñando las riendas, la gente se habrá acostumbrado a él y tú podrás retirarte sin alboroto.

Entró el mayordomo con el Oporto. Hugh lo sorbió pensativamente.

Comprendía que no le quedaba más remedio que acceder a la proposición de Samuel, por mucho que le desagradase la idea. Había pronunciado toda una conferencia sobre los deberes del banco para con los depositarios y la amplia comunidad financiera y ahora tenía que mantenerse fiel a sus palabras. Si dejaba que el banco sufriera las consecuencias de su retirada sólo porque él se dejaba llevar por sus sentimientos, entonces no sería mejor que Augusta. Además, el aplazamiento le permitiría disponer de tiempo para pensar acerca de lo que podía hacer con el resto de su vida.

Suspiró.

—Está bien —dijo por último—. Me quedaré hasta el final del año.

Samuel asintió con la cabeza.

—Imaginé que lo harías —dijo—. Es lo correcto… y tú siempre has hecho lo correcto, al final.