JULIO

1

El día en que se anunció la concesión del título nobiliario a Joseph, Augusta parecía una gallina que acabara de poner su huevo.

Micky fue a la casa a la hora del té, como de costumbre, y se encontró con el salón atestado de personas que felicitaban a la mujer por haberse convertido en condesa de Whitehaven. El mayordomo, Hastead, lucía su sonrisa más relamida y no paraba de decir «milady» y «su señoría», aprovechando cuantas ocasiones se le presentaban.

Era una mujer asombrosa, pensó Micky mientras observaba a Augusta, soberbia en medio de la nube de moscardones aduladores que zumbaban a su alrededor en el soleado jardín, al otro lado de los abiertos ventanales. Augusta había planificado su campaña como un general. En determinado momento surgió el rumor de que el título nobiliario iba a ser para Ben Greenbourne, pero ese rumor lo acalló una erupción de antisemitismo que se desencadenó en la prensa. Augusta no reconoció, ni siquiera ante Micky, que había estado detrás de aquella serie de artículos periodísticos, pero Micky tenía la absoluta certeza de ello. En algunos aspectos, Augusta le recordaba a su padre: Papá Miranda contaba con idéntica determinación carente de escrúpulos. Pero Augusta era más astuta. La admiración de Micky hacia ella aumentaba a medida que transcurrían los años.

Hugh Pilaster era la única persona que había derrotado a Augusta en el terreno del ingenio. Era increíble lo difícil que resultaba aplastar a Hugh. Era como una indestructible mala hierba: se la podía pisotear una y otra vez en el jardín, pero siempre volvía a crecer, más robusta que antes.

Por fortuna, Hugh había sido incapaz de impedir la operación del ferrocarril de Santamaría. Micky y Edward demostraron ser demasiado fuertes para Hugh y Tonio.

—A propósito —dijo Micky a Edward por encima del borde de su taza de té—, ¿cuándo vais a firmar el contrato con los Greenbourne?

—Mañana.

—¡Estupendo!

Micky se sintió aliviado al saber que por fin iba a cerrarse el trato. Llevaba demorándose seis meses, y Papá Miranda remitía furibundos telegramas semanales en los que preguntaba si alguna vez recibiría el dinero.

Aquella noche, Edward y Micky cenaban en el Club Cowes. A lo largo de la comida, Edward se veía interrumpido cada dos o tres minutos por alguien que le felicitaba. Naturalmente, algún día iba a heredar el título. Micky estaba contento. Su asociación con Edward y los Pilaster había sido un factor clave en todos sus logros, y un mayor prestigio de los Pilaster significaría también más poder para Micky.

Acabada la cena, se trasladaron al salón de fumadores.

Fueron de los primeros en concluir y, de momento, disponían de toda la sala para ellos.

—He llegado a la conclusión de que a los ingleses les aterran sus esposas —comentó Micky mientras encendían los cigarros—. Es la única explicación posible para el fenómeno de los clubes de Londres.

—¿De qué diablos estás hablando? —dijo Edward.

—Mira a tu alrededor —indicó Micky—. Este lugar es exactamente igual a tu casa o a la mía. Muebles caros, criados por todas partes, comida fastidiosa y bebida sin tasa. Aquí podemos hacer todas las comidas, recibir la correspondencia, leer los periódicos, descabezar un sueñecito y, si pillamos una borrachera tan enorme que nos impida meternos en un simón, incluso dispondremos de una cama para pasar la noche. La única diferencia entre el club de un inglés y la casa del mismo inglés es que en el club no hay una sola mujer.

—¿No tenéis clubes en Córdoba, pues?

—Claro que no. Nadie iría a ellos. Si un cordobés quiere emborracharse, jugar a las cartas, oír chismes políticos, hablar de las putas con las que se acuesta, fumar, eructar y soltar un cuesco a gusto lo hace en su propia casa; y si su esposa es lo bastante idiota como para poner objeciones, le sacude hasta hacerla entrar en razón. Pero un caballero inglés le tiene tanto pavor a su esposa que se marcha de casa para disfrutar un poco por ahí, y para eso están los clubes.

—A ti no parece que te asuste mucho Rachel. Te has desembarazado de ella, ¿no?

—Se la devolví a su madre —contestó Micky con ligereza.

No había sucedido exactamente así, pero no iba a decirle a Edward la verdad.

—La gente debe de haber observado que ya no aparece en los actos de la embajada. ¿Nadie ha hecho comentarios?

—Les digo que no se encuentra bien de salud.

—Pero todo el mundo sabe que se dedica a fundar un hospital para madres solteras. Es un escándalo público.

—Eso carece de importancia. La gente me compadece por tener una esposa difícil.

—¿Te divorciarás de ella?

—No. Eso sí que sería un verdadero escándalo. Un diplomático no puede divorciarse. Me temo que tendré que continuar con ella mientras sea embajador de Córdoba. Gracias a Dios no quedó embarazada antes de irse. —Un milagro que no fuera así, pensó. Tal vez era estéril. Agitó el brazo para llamar a un camarero y pidió un coñac—. Hablando de esposas —dijo titubeante—, ¿qué ha sido de Emily?

Edward pareció un poco violento.

—Más o menos, la veo como tú ves a Rachel —explicó—. Ya sabes que hace una temporada compré una casa de campo en Leicester… allí se pasa todo el tiempo.

—Así que los dos volvemos a ser solteros.

Edward sonrió.

—En realidad, nunca hemos sido otra cosa, ¿no es cierto?

Al mirar a través de la desierta estancia, Micky vio en el umbral de la entrada la voluminosa figura de Solly Greenbourne. Por alguna ignorada razón, el hecho de ver a Solly puso nervioso a Micky… lo cual era extraño, dado que Solly era el hombre más inofensivo de Londres.

—Ahí viene otro amigo a felicitarte —advirtió Micky a Edward, mientras Solly se les aproximaba.

Cuando Solly estuvo más cerca, Micky echó de menos la habitual sonrisa amistosa del hombre. De hecho, Solly parecía decididamente furioso. Eso era raro. Micky comprendió de modo instintivo que el acuerdo referente al ferrocarril de Santamaría iba a tener problemas.

Pensó que se preocupaba como una vieja. Pero Solly nunca se enfadaba…

La inquietud indujo a Micky a mostrarse amable.

—Hola, Solly, muchacho… ¿cómo está el genio de la Milla Cuadrada?

Pero a Solly le tenía sin cuidado Micky. Sin responder al saludo, le dio la enorme espalda desconsideradamente y se encaró con Edward.

—Pilaster, eres un maldito sinvergüenza —sentenció. Micky se quedó atónito y horrorizado. Solly y Edward estaban a punto de firmar el contrato. Aquello era grave.

Solly nunca reñía con nadie. ¿Qué rayos le había impulsado a adoptar una actitud así?

Edward se encontraba igualmente desconcertado.

—¿De qué diablos estás hablando, Greenbourne?

Rojo como la grana, Solly a duras penas podía articular las palabras.

—Me he enterado de que tú y esa bruja a la que llamas madre estáis detrás de los nauseabundos artículos de The Forum.

«¡Oh, no!», dijo Micky para sí lleno de terror. Aquello era una catástrofe. Sospechaba que Augusta había participado en el asunto, pero no tenía prueba alguna… ¿cómo infiernos lo había averiguado Solly?

La misma pregunta se le ocurrió a Edward.

—¿Quién te ha llenado la cabeza de memeces?

—Una de las amigas de tu madre es azafata de la reina —replicó Solly. Micky supuso que se refería a Harriet Morte. Augusta parecía tener algún dominio sobre ella. Solly continuaba—: Se fue de la lengua y descubrió el pastel: se lo dijo al príncipe de Gales. Acabo de estar con él.

Micky pensó que Solly debía de estar prácticamente loco de rabia para aludir de modo tan indiscreto a una conversación privada con la realeza. Era el caso de un alma de Dios a la que habían apretado las clavijas demasiado. A Micky no se le ocurría ninguna solución para arreglar aquella disputa… desde luego, no con la debida celeridad para que al día siguiente se firmara el contrato.

Trató desesperadamente de enfriar la temperatura.

—Solly, muchacho, no puedes tener la certeza de que esa historia sea verídica…

Solly se revolvió para mirarle. Estaba sudando.

—¿Qué no puedo? ¿Después de haber leído en el periódico que el título nobiliario concedido a Joseph Pilaster estaba destinado a Ben Greenbourne?

—Con todo y con eso…

—¿Te imaginas lo que esto supone para mi padre?

Micky empezó a comprender cómo se había abierto una brecha en la armadura de afabilidad de Solly. No estaba indignado por su persona, sino por su padre. El abuelo de Ben Greenbourne había llegado a Londres con un fardo de pieles rusas, un billete de cinco libras y un agujero en la suela de cada bota. Para Ben Greenbourne, ocupar un escaño en la Cámara de los Lores representaba el concluyente distintivo indicador de que la sociedad inglesa le aceptaba en su seno.

Indudablemente, a Joseph también le gustaría culminar su carrera con una dignidad de nobleza —su familia también había prosperado merced a su propio esfuerzo—, pero lograr el título sería mucho más importante para un judío. Para Greenbourne, el título hubiera constituido un triunfo no sólo para él y para su familia, sino también para toda la comunidad hebrea de Gran Bretaña.

—Yo no puedo evitar que seas judío —se defendió Edward.

Micky se apresuró a intervenir.

—No debéis dejar que vuestros padres se interpongan entre vosotros. Después de todo, sois socios en una empresa comercial de gran envergadura…

—¡No seas botarate, Miranda! —replicó Solly, con tal ferocidad que Micky dio un respingo—. Ya puedes olvidarte del ferrocarril de Santamaría y de cualquier otro negocio conjunto con el Banco Greenbourne. En cuanto nuestros socios se enteren de este asunto, nunca más querrán volver a hacer negocios con los Pilaster.

Micky notó en la garganta el sabor de la bilis mientras veía a Solly abandonar la estancia. Resultaba fácil olvidar lo poderosos que eran aquellos banqueros… sobre todo en el caso de Solly, poco atractivo físicamente. Sin embargo, en un momento de cólera, Solly podía aniquilar con una sola frase todas las esperanzas de Micky.

—Condenada insolencia —articuló Edward con voz débil—. Típicamente judía.

A Micky le faltó poco para ordenarle que se callara. Edward sobreviviría al derrumbamiento de aquel contrato, pero Micky no. Papá Miranda se sentiría defraudado, buscaría alguien a quien castigar y Micky recibiría todo el peso de su ira.

¿No quedaba esperanza? Trató de abandonar su idea de que todo estaba perdido y empezó a pensar. ¿Existía algún modo de impedir a Solly cancelar el convenio? De haber alguno, era cuestión de actuar rápidamente, porque una vez contara Solly a los demás Greenbourne lo que había averiguado, todos ellos reaccionarían en contra del trato.

¿Se podría convencer a Solly para que cambiase de idea?

Micky tenía que intentarlo.

Se puso en pie bruscamente.

—¿Adónde vas? —preguntó Edward.

Micky decidió no explicar a Edward sus intenciones.

—A la sala de naipes —respondió—. ¿No quieres jugar una partida?

—Sí, claro.

Edward se levantó trabajosamente del asiento y ambos salieron del salón.

Al pie de la escalera, Micky se desvió hacia los servicios, al tiempo que decía:

—Ve subiendo… ahora me reúno contigo.

Edward empezó a subir la escalera. Micky entró en el guardarropa, cogió su sombrero y su bastón y se precipitó por la puerta de la calle.

Oteó Pall Mall en uno y otro sentido, aterrado por la posibilidad de que Solly se hubiera perdido de vista. Oscurecía y las farolas de gas ya estaban encendidas. De momento, Micky no vio a Solly por ninguna parte. Luego, a unos cien metros de distancia, localizó una figura corpulenta con traje de etiqueta y chistera que caminaba hacia St. James’s con paso vivo.

Micky marchó tras ella.

Explicaría a Solly la importancia del ferrocarril para él y para Córdoba. Le diría que, a causa de algo que había hecho Augusta, Solly iba a condenar a la miseria a millones de pobres campesinos. Solly tenía un corazón bondadoso: si conseguía calmar su furia, tal vez le convenciese.

Había dicho que acababa de estar con el príncipe de Gales. Eso significaba que posiblemente aún no habría tenido tiempo de contar a nadie el secreto que le había transmitido el príncipe: que fue Augusta quien organizó la campaña antijudía de la prensa. Nadie había oído la gresca del club: en la sala de fumadores no estaban más que ellos tres. Con toda probabilidad, Ben Greenbourne ignoraría aún quién le había birlado el título nobiliario.

La verdad saldría a la superficie tarde o temprano. Era muy posible que el príncipe se lo contara a alguien más. Pero el contrato iba a firmarse al día siguiente. Si el secreto se conservaba hasta entonces, todo iría bien. Después, los Greenbourne y los Pilaster podían seguir peleándose hasta el Día del Juicio: Papá Miranda tendría ya su ferrocarril.

Por Pall Mall pululaban las prostitutas que hacían la calle en las aceras, hombres que entraban y salían de los clubes, faroleros que cumplían su tarea de encender el alumbrado público, coches particulares y simones, que rodaban por la calzada. Todo aquel tránsito entorpecía el paso de Micky. Hirvió el pánico en su interior. Solly dobló entonces la esquina de una calle lateral, rumbo a su casa de Piccadilly.

Micky hizo lo propio. Había menos gente en aquella calle. Micky pudo echar a correr.

—¡Greenbourne! —llamó—. ¡Espera!

Solly se detuvo y volvió la cabeza. Jadeaba. Reconoció a Micky y reanudó la marcha hacia su domicilio.

Micky le agarró por un brazo.

—¡Tengo que hablar contigo!

A Solly le faltaba el aliento hasta el punto de que casi no podía articular las palabras.

—¡Quítame de encima tus malditas manos! —resolló. Se soltó de un tirón y continuó andando.

Micky fue tras él y volvió a cogerle el brazo. Solly intentó liberarse, pero en esta ocasión Micky le retuvo.

—¡Escúchame!

—¡Déjame en paz! —conminó Solly vehemente.

—¡Sólo un momento, maldita sea! —Micky empezaba ya a irritarse.

Pero Solly no estaba dispuesto a atenderle. Se revolvió furiosamente, logró soltarse de Micky y se alejó.

Dos pasos más adelante llegó a un cruce y tuvo que detenerse en el bordillo mientras pasaba raudo un coche. Micky aprovechó la oportunidad para hablarle de nuevo.

—¡Cálmate, Solly! —pidió—. ¡Sólo quiero razonar contigo!

—¡Vete al diablo! —gritó Solly.

La calzada estaba libre. Para evitar que se alejara de él otra vez, Micky se puso delante de Solly y le cogió por las solapas. Solly se debatió, pero Micky aguantó los tirones.

—¡Escúchame! —chilló.

—¡Suéltame!

Solly asestó un puñetazo a Micky en la nariz.

Micky acusó el golpe y saboreó el gusto de la sangre.

Perdió los estribos.

—¡Maldito seas! —gritó. Soltó la chaqueta de Solly y le devolvió el puñetazo. Alcanzó a Solly en la mejilla.

Solly dio media vuelta y puso un pie en la calzada. En aquel momento ambos vieron un carruaje que avanzaba hacia ellos a toda velocidad. Solly saltó hacia atrás para evitar que le atropellase.

Micky vio su oportunidad. Si Solly moría, los problemas de Micky habrían terminado.

No había tiempo para calcular los pros y los contras, no quedaba resquicio para el titubeo ni la reflexión.

Micky dio a Solly un fuerte empujón, lanzándole hacia el arroyo para que quedase delante de los caballos.

El cochero soltó un grito y tiró de las riendas. Solly dio un traspié, se vio los caballos encima, cayó al suelo y chilló.

Durante unos segundos Micky vio las caballerías lanzadas al galope, las pesadas ruedas del vehículo, el aterrado cochero y la inmensamente desvalida forma de Solly, tendido de espaldas en la calzada.

Luego, los caballos se precipitaron sobre Solly. Micky vio el cuerpo retorcerse y serpentear cuando los herrados cascos le destrozaron. De inmediato, la rueda delantera de la parte próxima a donde estaba Micky alcanzó a Solly en la cabeza, un impacto terrible que lo dejó inconsciente. Una fracción de segundo después, la rueda posterior pasó por encima de la cara de Solly y le aplastó el cráneo como si fuera una cáscara de huevo.

Micky se alejó. Creyó que iba a vomitar, pero pudo evitarlo. Los temblores sacudieron su cuerpo. Se sintió débil, al borde del desmayo, y tuvo que apoyarse en una pared.

Se obligó a echar un vistazo al cuerpo que yacía inmóvil en mitad de la calzada. La cabeza de Solly aparecía destrozada, su rostro, irreconocible, la sangre y algo más manchaban el arroyo a su alrededor.

Estaba muerto.

Y Micky se había salvado.

Ben Greenbourne ya no necesitaba saber lo que Augusta le había hecho; el trato se cumpliría; el ferrocarril se construiría, y Micky Miranda sería un personaje importante en Córdoba.

Notó un hilito caliente que se deslizaba por su labio. Le sangraba la nariz. Se sacó un pañuelo y lo aplicó allí.

Contempló a Solly un momento más. Pensó: «Sólo perdiste los nervios una vez en tu vida, y te maté».

Miró a un lado y a otro de la calle, iluminada por las farolas de gas. No se veía a nadie por allí. Sólo el cochero presenció lo ocurrido.

El coche de caballos se detuvo traqueteante a unos veinticinco metros. El cochero se apeó de un salto y una mujer miró por una ventana. Micky dio media vuelta y se alejó a toda prisa, de regreso hacia Pall Mall.

Unos segundos después oyó la voz del cochero que le llamaba:

—¡Eh, oiga! ¡Usted!

Apretó el paso un poco más, dobló la esquina y se adentró por Pall Mall sin volver la cabeza. Se perdió inmediatamente entre el gentío.

«Por Dios, lo conseguí», pensó. Ahora que había perdido de vista el cuerpo destrozado, la sensación de disgusto desaparecía, y empezó a vivir la sensación de triunfo. Pensar con rapidez y actuar con audacia le habían permitido superar un obstáculo más.

Aceleró la marcha rumbo al club. Con suerte, nadie habría reparado en su ausencia. Confiaba en ello, pero al franquear la puerta de entrada se encontró de frente con Hugh Pilaster, que salía en aquel momento.

Hugh le dirigió una inclinación de cabeza y dijo:

—Buenas noches, Miranda.

—Buenas noches, Pilaster —respondió Micky; y entró en el club sin dejar de maldecir a Hugh por lo bajo.

Pasó al guardarropa. Tenía la nariz enrojecida como consecuencia del puñetazo de Solly, pero aparte de eso sólo aparecía un poco desarreglado. Se alisó la ropa y se cepilló el pelo. Mientras lo hacía pensó en Hugh Pilaster. Si Hugh no hubiese estado en el umbral en aquel momento, nadie habría sabido nunca que Micky había salido del club… apenas unos minutos… de todas formas, ¿qué importancia tenía? Nadie iba a sospechar que Micky pudiese matar a Solly y, aunque alguien lo sospechara, el hecho de que hubiese abandonado el club unos minutos no demostraría nada. No obstante, ya no tenía una coartada irrefutable, y eso le preocupaba.

Se lavó las manos a conciencia y subió la escalera para dirigirse a la sala de juego.

Edward estaba jugando al bacarrá y había un asiento libre en la mesa. Micky lo ocupó. Nadie hizo comentario alguno acerca del tiempo que había estado ausente.

Le sirvieron cartas.

—Pareces un poco mareado —comentó Edward.

—Sí —dijo tranquilamente—. Creo que el pescado de la sopa de esta noche no estaba todo lo fresco que debiera.

Edward hizo una seña al camarero.

—Tráigale a este hombre una copa de coñac.

Micky miró sus cartas. Tenía un nueve y un diez, la mano perfecta. Apostó un soberano.

Hoy podía perder.