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El baile de verano de Maisie Greenbourne era uno de los grandes acontecimientos de la temporada londinense. Siempre tenía la mejor orquesta, los manjares más deliciosos, los adornos y decoraciones más escandalosamente extravagantes y cantidades ilimitadas de champán. Pero la principal razón por la que todos anhelaban ir era porque a aquel baile asistía siempre el príncipe de Gales.

Ese año, Maisie decidió aprovechar el evento para proceder a la presentación de la nueva Nora Pilaster.

Era una estrategia de alto riesgo, porque si las cosas salían mal Nora y Maisie sufrirían una humillación. Pero si todo iba bien nadie se atrevería a volver a desairar a Nora.

Maisie ofreció una pequeña cena para veinticuatro comensales a primera hora de la noche, antes del baile. El príncipe no podía ir a la cena. Hugh y Nora estaban allí, y Nora tenía un aspecto absolutamente hechicero, con su vestido azul cielo adornado con lazos de raso. El estilo «escote sin hombros» resaltaba el tono rosado de su piel y realzaba al máximo su figura voluptuosa.

Los demás invitados se sorprendieron al verla sentada a la mesa, pero se figuraron que Maisie sabía lo que estaba haciendo. Maisie confió en que tuvieran razón. Conocía el modo en que funcionaba el cerebro del príncipe y estaba segura de poder predecir su reacción; pero de vez en cuando el hombre actuaba de forma distinta a la esperada y se revolvía contra sus amigos, particularmente si sospechaba que le utilizaban. Caso de suceder tal cosa, Maisie acabaría como Nora: desdeñada por la alta sociedad de Londres. Al reflexionar sobre ello se asombraba de haberse mostrado dispuesta a correr aquel riesgo sólo por el bien de Nora. Pero no lo hacía por Nora, sino por Hugh.

Hugh seguía trabajando en el Banco Pilaster, pese a haberse cumplido el plazo de aviso de despido. Hacía dos meses que había anunciado que se iba. Solly estaba impaciente por que empezase en el Greenbourne, pero los socios del Pilaster insistieron en que permaneciese allí tres meses completos. Indudablemente, deseaban postergar al máximo el momento en que Hugh se fuera a trabajar para la competencia.

Durante la cena, Maisie habló brevemente con Nora mientras las damas estaban en el lavabo.

—Procura estar cerca de mí todo el tiempo que puedas —la aleccionó—. Cuando llegue el momento de presentarte al príncipe, he de estar en condiciones de verte: tendrás que encontrarte a mano.

—Me pegaré a ti como un escocés a un billete de cinco libras —dijo Nora con su acento cockney; se apresuró a adoptar el deje de la clase alta y dijo, arrastrando las sílabas—: ¡No temas! ¡No huiré!

Los invitados empezaron a llegar a las diez y media. Normalmente, Maisie no invitaba a Augusta Pilaster, pero lo había hecho aquel año, deseosa de que Augusta presenciara el triunfo de Nora, si es que iba a haber triunfo. Medio esperó que Augusta declinase la invitación, pero fue de las primeras en llegar. Maisie también había invitado al mentor neoyorquino de Hugh, Sidney Madler, un hombre encantador, de barba blanca y alrededor de sesenta años. Se presentó vestido con una versión de traje de etiqueta decididamente norteamericana, a base de chaqueta corta y corbata negra.

Maisie y Solly estuvieron una hora estrechando manos, hasta que llegó el príncipe. Lo acompañaron al salón de baile y le presentaron al padre de Solly. Ben Greenbourne dobló la cintura en rígida inclinación reverencial, recta la espalda como un soldado prusiano. Después, Maisie bailó con el príncipe.

—Tengo un precioso cotilleo para usted, señor —dijo Maisie mientras se marcaban el vals—. Aunque no sé si provocará su enfado.

El hombre la acercó más a sí y le dijo al oído:

—¡Qué intrigante, señora Greenbourne…! Continúe.

—Es acerca del incidente del baile de la duquesa de Tenbigh.

Notó que el príncipe se ponía rígido.

—Ah, sí. Un poco embarazoso, he de reconocerlo. —Bajó la voz—. Cuando aquella muchacha llamó al conde De Tokoly asqueroso viejo réprobo, ¡por un momento pensé que se refería a mí!

Maisie se echó a reír alegremente, como si la idea fuese absurda, aunque le constaba que muchas personas supusieron lo mismo.

—Pero siga —incitó el príncipe—. ¿Había algo más que no pude captar?

—Eso parece. Al conde De Tokoly le habían dicho, falazmente, que ella era una joven abierta a la invitación.

—¡Abierta a la invitación! —el príncipe rió jubiloso. Debo recordar ese eufemismo.

—Y a ella le habían advertido de que, si aquel hombre intentaba tomarse libertades, tenía que abofetearle automáticamente.

—De modo que la escena casi era inevitable. Qué astucia. ¿Quién estaba detrás del asunto?

Maisie vaciló unos segundos. Hasta entonces, nunca había utilizado la amistad del príncipe para perjudicar a alguien. Pero Augusta era lo bastante pérfida como para merecerlo.

—¿Sabe a quién me refiero al decir Augusta Pilaster?

—Desde luego. Es la matriarca de la otra familia banquera.

—Ella fue. La muchacha, Nora, está casada con el sobrino de Augusta, Hugh. Augusta lo hizo para hundir a Hugh, al que odia.

—¡Qué víbora debe de ser! Pero no debería provocar tales escenas donde yo estoy presente. Casi me entran ganas de castigarla.

Ésa era la situación a la que Maisie había querido llegar.

—Lo único que tendría usted que hacer es reparar en Nora, demostrar que la ha perdonado —dijo, y contuvo el aliento a la espera de la contestación del príncipe.

—Y hacer caso omiso de Augusta, quizá. Sí, creo que puedo hacerlo.

Al terminar la pieza, Maisie preguntó:

—¿Permite que le presente a Nora? Está aquí esta noche. El príncipe le dirigió una aguda mirada recelosa.

—¿Ha planeado todo esto, taimada picaruela?

Se lo había temido. El hombre no era tan tonto como para no sospechar que le habían manipulado. Sería preferible no negarlo. Se esforzó en parecer avergonzada y sonrojarse.

—Me ha descubierto. Ingenua de mí, pensar que podía darle gato por liebre a un hombre tan inteligente como usted. —Maisie cambió de expresión y obsequió al príncipe con una mirada cándida y directa—. ¿Qué penitencia he de cumplir?

Por el semblante del hombre pasó una expresión lasciva.

—No me tiente. Venga, la perdono.

Maisie respiró: se había salido con la suya. Ahora le tocaba a Nora cautivarle.

—¿Dónde está Nora? —preguntó el príncipe.

Mariposeaba cerca de allí, tal como le había instruido Maisie. Ésta le hizo un guiño y la muchacha se les acercó al momento.

—Alteza real, permítame presentarle a la señora de Hugh Pilaster —dijo Maisie.

Nora ejecutó una reverencia, acompañada de un aleteo de pestañas.

Los ojos del príncipe se posaron primero en sus desnudos hombros, para descender a continuación hacia los rosados y orondos senos.

—Encantadora —se entusiasmó—. Sí, absolutamente encantadora.

Atónito y complacido, Hugh contempló a Nora, que charlaba alegremente con el príncipe de Gales.

Ayer, paria social, prueba viviente de que era imposible sacar un bolso de seda de la oreja de una cerda. Había hecho perder al banco un contrato importante y había puesto la carrera profesional de Hugh ante un infranqueable muro de ladrillos. Hoy, envidia de todas las damas de la sala: su vestido era perfecto, sus modales seductores y estaba coqueteando con el heredero al trono. Y la transformación era obra de Maisie.

Hugh lanzó una mirada a su tía Augusta, de pie cerca de él, con tío Joseph a su lado. La mujer observaba a Nora y al príncipe. Augusta intentaba aparentar una despreocupación total, pero Hugh pudo darse cuenta de que estaba horrorizada. Qué angustioso debía de ser para ella, pensó Hugh, comprobar que Maisie, la muchacha de clase trabajadora, a la que había escarnecido seis años atrás, tenía ahora mucha más influencia que ella.

Con perfecta sincronización, se les acercó Sidney Madler. Su expresión era incrédula al preguntar a Joseph:

—¿Es ésa la dama que, según usted, resulta de todo punto inadecuada como esposa de un banquero?

Antes de que Joseph pudiera contestar, intervino Augusta. Con voz engañosamente suave, dijo:

—Hizo perder al banco un contrato importante.

—A propósito —terció Hugh—, la verdad es que no hizo perder nada. La operación de préstamo sigue adelante.

Augusta se encaró con Joseph.

—¿El conde De Tokoly no interfirió?

—Al parecer, se recuperó de la herida en su amor propio con bastante rapidez —informó Joseph.

Augusta fingió alegrarse.

—¡Qué suerte! —exclamó, pero su hipocresía fue transparente.

—Generalmente, las necesidades financieras tienen, a la larga, más peso que los prejuicios sociales —comentó Madler.

—Sí —convino Joseph—. Eso es. Creo que tal vez nos precipitamos al negarle a Hugh la condición de socio.

Augusta intervino en tono de impostada dulzura.

—¿Qué estás diciendo, Joseph?

—Estamos hablando de negocios, querida… es una conversación de hombres —dijo con firmeza—. No es preciso que te preocupes por ello. —Se volvió hacia Hugh—. En realidad, no quieres ir a trabajar para los Greenbourne.

Hugh no supo qué decir. Estaba enterado de que Sidney Madler había armado un buen jaleo y que tío Samuel le respaldó… pero era algo prácticamente desconocido el que tío Joseph reconociese un error. Y, no obstante, pensó con creciente emoción, ¿por qué sacaba Joseph a relucir el tema?

—Sabes por qué me voy a trabajar con los Greenbourne, tío —dijo.

—Nunca te nombrarán socio, eso te consta —le advirtió Joseph—. Para eso tendrías que ser judío.

—Lo sé perfectamente.

—En tales circunstancias, ¿no preferirías seguir trabajando para la familia?

La animación de Hugh se volatilizó: después de todo, Joseph sólo intentaba convencerle para que se quedase en calidad de empleado.

—No, no preferiría seguir trabajando para la familia —replicó indignado. Observó que su firme convicción pillaba desprevenido a tío Joseph. Continuó—: Si he de ser sincero, preferiría trabajar para los Greenbourne, donde siempre estaría libre de las intrigas familiares… —lanzó una mirada desafiante a Augusta—, y donde mis responsabilidades y mis recompensas sólo dependerían de mi competencia profesional como banquero.

Augusta protestó en tono escandalizado:

—¿Prefieres a los judíos a tu propia familia?

—Quédate al margen —dijo bruscamente Joseph a su mujer—. Debes saber por qué te digo esto, Hugh. El señor Madler tiene la impresión de que le hemos fallado, y a los socios les preocupa la posibilidad de que todo nuestro negocio norteamericano se vaya contigo cuando nos dejes.

Hugh trató de calmar sus nervios. Ya era hora de actuar con determinación.

—No volvería con vosotros aunque me doblaseis el sueldo —dijo, quemando sus naves—. Sólo podéis ofrecerme una cosa susceptible de hacerme cambiar de idea: la condición de socio del banco.

Joseph suspiró.

—Negociar contigo es como hacerlo con el diablo.

—Como tiene que ser con todo buen banquero —subrayó al momento Madler.

—Está bien —dijo Joseph por fin—. Te ofrezco el nombramiento de socio.

Hugh se sintió débil. «Se han vuelto atrás —pensó—. Han cedido. He ganado». A duras penas podía creer que aquello hubiera sucedido de verdad.

Lanzó una ojeada a Augusta. El rostro de la mujer era una máscara de autodominio, pero no pronunció palabra: se daba cuenta de que había perdido.

—En ese caso… —articuló Hugh, y vaciló, saboreando el momento de triunfo. Respiró hondo—: En ese caso, acepto.

Augusta acabó por perder la compostura. Se puso roja y los ojos amenazaron con salírsele de las órbitas.

—¡Vais a lamentarlo durante el resto de vuestra vida! —escupió. Acto seguido, se alejó con andares que querían ser majestuosos.

Se abrió paso a través de la gente que atestaba el salón de baile y se dirigió a la puerta. Numerosas personas se la quedaron mirando. Parecía nerviosa. Comprendió que la indignación asomaba a su rostro y deseó poder disimular sus sentimientos, pero estaba demasiado loca de furor. Todos aquéllos a los que odiaba y despreciaba habían triunfado. La golfilla de Maisie, el poco instruido Hugh y la espantosa Nora le habían desbaratado todos sus planes y habían conseguido lo que deseaban. Los intestinos se le retorcían y formaban nudos en su estómago. Sintió náuseas.

Franqueó por fin la puerta y pasó al rellano del primer piso, donde el grupo de invitados era menos denso. Detuvo a un lacayo que pasaba cerca de ella.

—¡Avise ahora mismo al coche de la señora Pilaster! —ordenó.

El hombre se alejó a la carrera. Al menos, aún podía intimidar a los lacayos.

Abandonó la fiesta sin despedirse, sin dirigir la palabra a nadie más. Su marido podría volver a casa en un coche de punto. Se pasó echando chispas todo el camino de regreso a Kensington.

Cuando llegó a casa, encontró a Hastead, el mayordomo, esperándola en el vestíbulo.

—El señor Hobbes aguarda en el salón, señora —comunicó Hastead con voz soñolienta—. Le dije que era posible que no estuviese usted de vuelta hasta el amanecer, pero insistió en esperar.

—¿Qué demonios quiere?

—No lo ha dicho.

El talante de Augusta no estaba para entrevistas con el editor de The Forum. ¿Qué había ido a hacer allí a aquella hora de la madrugada? Tuvo la tentación de prescindir del hombre y marcharse directamente a su cuarto, pero entonces pensó en el título nobiliario y decidió que sería mejor hablar con Hobbes.

Se encaminó al salón. Hobbes dormía cerca del moribundo fuego del hogar.

—¡Buenos días! —dijo Augusta a voz en grito.

El hombre dio un respingo, se puso en pie de un salto y miró a través de los sucios cristales de sus gafas.

—¡Señora Pilaster! Dios… ah, sí, ya es madrugada.

—¿Qué le trae tan tarde por aquí?

—Creí que le gustaría ser la primera en leer esto —dijo Hobbes, y le tendió un periódico.

Era un ejemplar de la última edición de The Forum, aún caliente y oliendo a tinta fresca. Lo desplegó por la primera página y leyó el encabezamiento del artículo principal:

¿PUEDE UN JUDÍO SER LORD?

Se animó. El fiasco de aquella noche no era más que una simple derrota. Quedaban otras batallas por librar.

Leyó las primeras líneas:

Confiamos en que no sean ciertos los rumores que actualmente circulan por Westminster y por los clubes de Londres, rumores según los cuales el primer ministro está considerando la idea de conceder un título nobiliario a un banquero de raza y fe judías.

Jamás promovimos la persecución de religiones paganas.

Sin embargo, la tolerancia puede ir demasiado lejos. Dar el más alto espaldarazo a quien rechaza abiertamente la salvación cristiana podría ser algo peligrosamente próximo a la blasfemia.

Desde luego, el propio primer ministro es de raza judía. Pero se ha convertido y prestó juramento de lealtad a Su Majestad sobre la Biblia cristiana. Por lo tanto, su ennoblecimiento no planteó ningún problema constitucional. Pero debemos preguntarnos si el banquero sin bautizar al que se refiere el rumor estaría dispuesto a comprometer su fe prestando juramento sobre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Si insistiera en hacerlo sólo sobre el Antiguo, ¿podrían los obispos de la Cámara de los Lores aceptarlo sin protestar?

No tenemos la menor duda de que el hombre en cuestión es un ciudadano leal y un hombre de negocios honrado…

El artículo se prolongaba, machacando sobre el mismo argumento. Augusta estaba complacida. Levantó los ojos de la página.

—Buen trabajo —elogió—. Esto agitará los ánimos.

—Así lo espero. —Con brusco movimiento, un gesto como de ave, Hobbes introdujo la mano dentro de la chaqueta y sacó una hoja de papel—. Me he tomado la libertad de adquirir en firme la prensa de la que le hablé. La factura…

—Vaya al banco por la mañana —le cortó Augusta, sin molestarse en mirar el papel. Por alguna u otra razón, nunca era capaz de mostrarse cortés con Hobbes durante mucho rato, ni siquiera a pesar de lo bien que la estaba sirviendo. Había algo en los modales del hombre que la irritaba. Hizo un esfuerzo para ser más amable. Dijo en voz más suave—: Mi marido le dará un cheque.

Hobbes se inclinó.

—En tal caso, me retiro.

Salió de la estancia.

Augusta exhaló un suspiro de satisfacción. Aquello les enseñaría. Maisie Greenbourne pensaba ser la gran figura de la sociedad londinense. Bueno, podría bailar toda la noche con el príncipe de Gales, pero no podría hacer frente al poder de la prensa. Los Greenbourne tardarían mucho tiempo en recobrarse de aquel ataque. Y, entre tanto, Joseph conseguiría su título de nobleza.

Se sintió mejor, mientras tomaba asiento y volvía a leer el artículo.